La regla dice que nunca nos debemos detener, pero si dejas de escribir un momento uno puede escuchar con facilidad la armonía de delirios y esperanzas.
Lápiz, lapicero, destacador, goma y corrector. Todos sobre la mesa. La mano cambia de instrumento constantemente. Todos acaban cayendo al suelo, rodando o perdiendo partes. Perfecta percusión para el cuarto abrumado de desesperación.
Si te paras a descansar se puede hallar una sinfonía oculta junto a los papeles en los estuches, la tinta en los brazos y piernas, los apuntes en donde nadie se los pueda esperar. Detrás de este ordenamiento hay una partitura diciendo que cada musico importa. Pero tu ausencia no ha desafinado el murmullo de lápices, los rumores en los pasillos ni los eventos mensuales. En esta sinfonía tú no haces falta.
Nunca fui su amiga. Quizás ni siquiera fuera una conocida. Pero las que sí lo fueron no son distintas a mí. Las vi llorar, no lo niego. Pero las vi llorar y maldecir tu muerte durante la velada que tus padres hicieron en casa, ellos apenas en pie agradeciendo profundamente sus palabras.
En esta banda tu nombre y recuerdo son tabú. Nadie habla de ti, porque si te atreves a formular esa secuencia de letras, sonidos ajenos a lo dispuesto por la partitura, las bestias te atacarán. Están hambrientos tras la desaparición de su presa favorita, esa que se dejaba cazar y atormentar como parte del juego de la amistad. Aún están sedientos de sangre y no hay nadie que cumpla tu papel.
Los instrumentos cayeron y el silencio se hizo durante unos momentos en el salón. La sinfonía ya había terminado, todos podían ir a descansar. El director dejó su batuta sobre su mesón y se retiró, y con ese gesto el resto de la orquesta siguió sus pasos y salieron del lugar. Dejaron el lugar bastante sucio.
Me acerqué a tu antiguo puesto. Estaba vacío, pero no por tu ausencia, sino por tu aparente inexistencia. Ya no estaban los rayones que hacías antes de las pruebas de química, las virutillas de goma, los trozos de mina después de un dictado; no hay nada aquí que confirme que alguna vez estuviste en esta orquesta. En algunas series que veías ponían un ramo de flores en el puesto del compañero difunto para recordarlo. Según yo lo hacen para no tener motivos para olvidarlo. Pero ese no es tu caso. Tu inexistencia también es parte del tabú creado por tus cazadores, deseosos de negar el rol que cumpliste como presa durante tanto tiempo.
Sé que este puesto te daba seguridad. Tercer puesto desde el mesón del director de orquesta, justo al lado de una ventana. Pero aún con esta ilusión de confort no fuiste capaz de evitar que quienes te rodeaban mostrasen sus colmillos, queriendo enterrártelos en el cuello cuando menos te lo esperases. ¿Por qué no sacian su hambre con el recuerdo de los muertos? ¿Por qué no te dejan vivir, aunque sea de esta forma?
Alguien volvió a la sala, indicando que me debía alejar de la mesa pretendiendo dirigirme a la salida. Aún no sé qué hacer en estos casos. Quien entró es una de tus amigas, esas que lloraron con el corazón en la mano sobre tu ataúd. Ella también maldijo tu muerte.
-Ahora todo será aburrido sin ti -permitió que todos pudiesen oír su confesión al cajón de madera.
-Ya nada será igual sin ti aquí -le confesó a tu recuerdo otra de tus amigas.
Volví a sentir el mismo escalofrío que la tarde que velaron tu cuerpo.
Todas dijeron sus líneas tan bien memorizadas. "Será aburrido" decían. Pero nadie dijo extrañarte o que alguna vez lo harían, no al juguete que habían roto con tanta facilidad hacía mucho. ¿Cuándo se pudrió su corazón antes de que su cuerpo dejase de funcionar?
Afuera de la sala había otra persona. Lucía destrozado, como un alma en pena que camina agonizante en búsqueda de consuelo. "Ah", pensé, "a él sí le arrebataron lo que ellas tanto jactan fue suyo". Él fue el único incapaz de llorar ese día, no ante los ojos de todas esas fieras al acecho de una nueva presa. Él era el único que la lloraba ahora que es tabú.
-¿Estás bien? -me preguntó. Se le habían formado bolsas debajo de los ojos, ojeras marcadas con un doloroso morado, la voz ronca de tanto sufrir.
-¿Por qué preguntas? Tú eres el que parece un muerto viviente.
Hablé bajo. No quiero que alguien más oiga esta conversación.
-Porque tú sí la querías.
No supe qué responderle. Ni siquiera sabía si era seguro hacerlo.
Fui a su casa el mismo día que vi que publicaron esos videos. La quise acompañar, aunque después tuviese que pretender ni siquiera ser una conocida a ojos de los demás. Yo no debía ser su amiga, y no me importaba no serlo durante lo que durase la jornada escolar. No me importaba dejar de existir a ojos del resto con el tal de que ella pudiese ser todo lo que quisiese dentro de la orquesta. Si ella sonreía, si ella estaba a gusto, si ella lograba sentirse realizada, entonces yo estaba satisfecha con mi presencia fantasmal. Pero incluso eso le negaron las fieras.
Ser feliz nunca fue parte del rol que debía cumplir como presa. Para hacer su papel correctamente debía sufrir y bailar para el goce de los demás. La humillación era lo mínimo que podía hacer para ser aceptada. Con algo de suerte su agonía sería capaz de aplacar cualquier malestar que ellos sintiesen. Ese era su deber, y no lo supe hasta que llegué a su casa ese día.
Como el atrapasueños que hicimos antes de que yo intentase desaparecer y tú intentases brillas, antes de que tú fueras la que dejara de existir y yo me quedara en la nada; tal y como ese cazador de pesadillas que aún cuelga sobre mi cama, te vi a ti colgando. Los brazos, por primera vez desnudos tras largos meses con mangas, llenos de líneas; golpes en las piernas, rasguños en los muslos; y tu rostro agradecido por haber conseguido finalmente la paz tan ansiada.
-Al fin soy feliz -parecías decir.
Ese día lloré lo que tus amigas dijeron haber llorado durante toda la semana de luto. No, lloré más, mucho más que eso. Derramé un mar milenario en un intento de entender por qué no me di cuenta antes, por qué no fui capaz de detenerte. Por qué fuiste tú y no ellos. Grité en soledad sabiendo que nunca más te volvería a oír reír, hablar, susurrar… El ruiseñor que alegraba mis días con su simple presencia ya no existía. Pero aún con ese dolor en el pecho no puedo decir nada, no cuando los ojos de las fieras siguen al acecho, quizás sospechando la existencia de otra posible presa.
-Apenas la conocía -le mentí al chico.
No me puedo permitir caer en sus fauces, no cuando soy la única que realmente te recuerda en esta orquesta.