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Segunda parte

Yo creo lo que él me dice, Várinka; pero el Tribunal piensa de otro modo. Es ése, como digo, un asunto tan enrevesado, que no se podrá desembrollar en cien años. En cuanto se ha aclarado un poquito, va el comerciante y vuelve a arrojar en él nueva oscuridad, con lo que otra vez cambia el cariz de todo. Yo compadezco de todo corazón la desdicha de Gorschkov, cariño mío; yo me identifico en esto con él. Un hombre sin colocación no la encuentra nunca, pues ya se corrió la voz de su ineptitud. Lo que el pobre Gorschkov tenía ahorrado ya se lo ha comido. El asunto se puede dilatar aún quién sabe cuánto…, Pero ellos tienen que vivir… Y de pronto, en circunstancias tan poco propicias, se le ocurre venir al mundo a un nene… Lo cual, naturalmente, causó gastos. Luego el niñito se puso enfermo y se murió… Nuevos gastos. También la mujer está enferma, y él mismo padece no sé qué mal contagioso. En una palabra: que su suerte es muy triste, muy triste. Por lo demás, dice él, la cosa tiene que resolverse dentro de unos días, y seguramente a favor suyo, de esto no hay que dudar. Sí; me da compasión, pero mucha compasión, hijita mía. Yo lo he tratado en términos de la mayor afectuosidad. El pobre se ha vuelto la mar de tímido, anhela una palabra de aliento, algo bueno y afectuoso. Yo, como digo, le he tratado en términos de la mayor afectuosidad.

Bueno: quede usted con Dios, hija mía; Cristo sea con usted y consérvese buena. ¡Palomita mía! Cuando pienso en usted me parece cual si vertiese bálsamo sobre mi alma dolorida, y cuando por usted me preocupo, esos desvelos mismos me resultan un placer.

Su sincero amigo,

Makar Dievuschkin

* * *

9 de septiembre

Mi querida hijita Varvara Alesksiéyevna: Le escribo a usted completamente fuera de mí, como estoy. Este incidente me ha excitado, tanto me ha excitado como para perder el sentido. En la cabeza todo me da vueltas aún. Siento realmente que todo gira en torno mío. ¡Ay nena mía, cómo podré contárselo todo! ¡Si ni siquiera pudiéramos haberlo soñado! ¡Aunque… yo creo haberlo presentido todo, sí; haberlo presentido todo! Me lo daba el corazón tal y como ha ocurrido… ¡Y verdaderamente hace poco tuve un sueño en el que vi algo semejante!

¡Ahora oiga usted lo que me ha sucedido!… Se lo contaré todo, sin cuidar esta vez del estilo; con toda sencillez, según me inspire Dios.

Bueno; pues esta mañana me dirigí, como de costumbre, a la oficina. Voy allí, me siento y me pongo a escribir. Ya sabe usted, hijita, que también escribí ayer. Precisamente ayer fue cuando se acercó a mi mesa Timofei Ivánovich y me dijo: «Aquí tiene usted un importante documento que ha de copiar a la carrera. Así que póngase a ello en seguida… ¡Buena letra y mucho cuidado! Su Excelencia quisiera tenerlo hoy mismo a la firma…». Empezaré por advertirle, hijita, que ayer no estaba yo como es preciso estar… Es decir, yo no dejaba traslucir nada, pero me abrumaban el dolor y la pena.

Sentía frío en el corazón y tinieblas en el cerebro. Pero mis pensamientos iban todos hacia usted, palomita mía. Bueno; pues voy y me pongo a copiar…, a copiar con buena letra y con mucho cuidado, cuando… No sé verdaderamente cómo explicárselo a usted exactamente, si fue que él…, ¡alabado sea Dios!, en persona me condujo la mano o cualquiera otra fuerza misteriosa, o si sencillamente no tenía más remedio que ocurrir aquello…, lo cierto es que al copiar me salté todo un renglón. De lo que Dios sabe el desatino que se originó en el texto, probablemente un absurdo. Pero el documento quedó listó ayer a última hora, y esta mañana fuéle presentado a Su Excelencia a la firma.

Bueno; pues hoy por la mañana… voy, como de costumbre, y ocupo mi sitio junto a Yemelia Ivánovich. Debo hacerle observar, hija mía, que desde hace algún tiempo siento más vergüenza y tiendo más que antes a esconderme. Sí; en estos últimos tiempos ya he perdido el valor para mirar a la gente a la cara. Apenas oigo moverse una silla, cuando ya me tiene usted más muerto que vivo. Pues en ese estado de ánimo me encontraba hoy: yo me hacía un ovillo, y me estaba muy quietecito en mi sitio, como un erizo, de suerte que Yefim Akímovich (el tío más burlón que hay bajo la capa del cielo), de repente fue y me dijo en voz alta, de modo que todos lo oyeran:

«—Hombre, Makar Aleksiéyevich, ¿por qué estás sentado de ese modo, que pareces una U?».

Y al decir esto hizo un mohín tal, que todos los presentes se caían de risa, naturalmente, a mi costa, no a la suya. Bueno; ¡pues así me dijo el tío! Yo me apreté las orejas y me tapé los ojos y no hice el menor movimiento. Eso es lo que hago siempre cuando los otros empiezan con sus bromas; y así es como le dejan a uno más pronto en paz. Pero de pronto oigo unas voces excitadas, unos pasos presurosos, carreras y voces. Oigo…, ¿pero no será que se engañan mis oídos?… Oigo que me llaman, que me llaman por mi nombre, que llaman a Dievuschkin. ¡El corazón me palpita y siento que por el cuerpo todo se me mete un miedo como nunca lo he pasado en mi vida! Continúo sentado en mi silla, cual si hubiera brotado de ella…, ¡sin moverme, yo no era yo! Pero los gritos siguen cada vez más cerca, encima mismo. «¡Dievuschkin! Pero ¿dónde anda Dievuschkin? ¡Dievuschkin!». Yo abro los ojos; delante de mí está Yevstafii Ivánovich…, y yo le oigo decir todavía: «Makar Aleksiéyevich, que le llama Su Excelencia, pronto. ¡Nos ha proporcionado con su copia un trastorno terrible!». Esto fue todo lo que me dijo, pero era bastante. ¿No es verdad, hijita, que era suficiente? Yo me quedé tieso, muerto; sencillamente, no sentí nada más, y fui hacia el despacho del ministro… ¡Es decir, iban mis pies, porque lo que es yo estaba más muerto que vivo! Me condujeron por una habitación, luego por otra y otra más…, hasta el despacho de Su Excelencia… Y entonces fue cuando me di cuenta de dónde estaba. No puedo decirle a usted nada en absoluto sobre lo que yo pensase en aquel momento. Sólo veía que allí estaba Su Excelencia en pie, y, a su alrededor, todos los demás. Creo que ni siquiera le hice una reverencia; se me olvidó hacérsela. Tan emocionado estaba, que me temblaban los labios y las piernas. ¡Pero no me faltaba motivo para ello, hijita! En primer lugar, porque sentía mucha vergüenza, y luego, que al volver casualmente la vista a la derecha y verme en un espejo, tuve motivo sobrado para haberme desplomado en tierra. Añádase a eso que yo he procurado siempre conducirme de un modo cual si no existiera, por lo que no era ni remotamente de suponer que Su Excelencia tuviese noticia alguna de mí. Puede que alguna vez Su Excelencia hubiese oído de pasada que allí, en la sala cuarta, tiene su mesa un empleado que se llama Dievuschkin, pero de ahí no habría pasado la referencia.

Bueno; pues de pronto exclamó Su Excelencia muy enojado:

«—Pero ¿se puede saber qué desatino ha puesto usted aquí, hombre? ¿En dónde tenía usted los ojos? ¡Un documento tan importante, que hay que enviarlo urgentemente! ¡Y va usted y pone en él semejante despropósito! ¿En qué estaba usted pensando, hombre?».

Y al mismo tiempo volvíase Su Excelencia a Yevstafii Ivánovich. Yo sólo cogía palabras sueltas que parecían venir del más allá: ¡Descuido! ¡Negligencia!… ¡Sólo sirve para dar desazones!…

Yo abrí la boca, pero no dije nada. Quería disculparme, pedir perdón, pero no podía. Echar a correr… En eso no había que pensar; pero… bueno, de pronto ocurrió algo…, algo, hijita, que aun ahora mismo me avergüenzo de referir…, y fue que mi botón…, ¡el diablo se lo lleve!…, mi botón, que se sostenía pendiente de un hilo, fue y saltó de pronto (probablemente le tocaría yo ni sé cómo) y dio en el suelo y, rodando, rodando, fue a caer en los mismos pies de Su Excelencia, rodando, rodando, en medio del silencio sepulcral que allí imperaba. ¡Aquélla fue toda mi justificación, toda mi disculpa, todo cuanto tenía que decir a Su Excelencia! Las consecuencias fueron inmediatas. En seguida, Su Excelencia fue y se fijó atentamente en mi aspecto y en mi traje. Yo pensé que me miraba en el espejo… Con esto está dicho todo… Y de repente, me agaché para coger el botón y de nuevo colocar en su sitio al desertor inoportuno. ¡Yo había perdido de todo punto el juicio! Me agaché y tendí la mano para coger el botón, pero éste seguía rodando como una peonza, siempre en redondo, y yo, por más que hacía, no podía alcanzarlo… ¡De suerte que, hasta en punto a habilidad, me estaba luciendo! Y de pronto sentí que me abandonaban mis últimas energías y que todo estaba perdido. ¡Toda dignidad había desaparecido: el hombre estaba aniquilado en mí! Al mismo tiempo empezaron a zumbarme los dos oídos y me parecía como si por detrás de la pared escuchara los insultos de Teresa y Faldoni, según los estoy oyendo siempre insultarme en la cocina. Finalmente, logré atrapar el botón, me incorporé… Pero en vez de reparar entonces en cierto modo mi necedad y mantenerme con el cuerpo rígido y las manos en la costura del pantalón…, en vez de eso, voy y me pongo a querer sujetar el botón en el sitio de donde se había desprendido y de donde ahora sólo colgaban dos hilachos, ¡como si pudiera adherirse allí!, y todavía me reía yo del lance, sí, señor; ¡tenía la frescura de reírme!

Su Excelencia se volvió primero a un lado, pero luego tornó a reparar en mí… y yo le oí decir a Yevstafii Ivánovich:

«—Hombre…, mire usted… ¡Fíjese qué facha!… ¿Cómo es que va así? ¿Qué le sucede?».

¡Ay cariñito mío!, ¿qué más se podía pedir? Su Excelencia me había caracterizado de un modo insuperable. Yo oí a Yevstafii Ivánovich contestarle:

«—No hay motivo para culparlo de nada, Excelencia; hasta ahora siempre observó una conducta modelo… Tiene buena letra… Cobra su sueldo…

—Bueno…, pues entonces vea usted la forma de ayudarle —repuso el ministro—. Dele usted algún anticipo…

—Es el caso que ya se le ha dado ese anticipo con exceso; tiene ya cobrado el sueldo de no sé cuántos meses. Por lo visto se halla ahora en unas condiciones especiales… Pero, por lo demás, su conducta, como digo, es ejemplar, irreprochable…».

Yo me sentía, angelín mío, como si estuviera en el centro de un círculo de llamas infernales, ¡que me quemaban y achicharraban vivo! Yo… Nada, sencillamente había exhalado el último suspiro, sí; me había muerto y muerto estaba.

«—Bueno —dijo de pronto Su Excelencia en voz alta—, esto hay que volver a copiarlo. Dievuschkin, venga acá; va usted a copiarme esto otra vez, sin una falta; y ustedes, señores…».

Al decir esto volvióse Su Excelencia a los demás y empezó a encargarles distintas cosas, después de lo cual se fueron ellos retirando. Pero apenas había salido el último, cuando de pronto sacó Su Excelencia su cartera y de ella extrajo un billete de cien rublos.

«—Mire, esto es todo lo que puedo… Tómelo usted… Acéptelo…».

Y así diciendo, me ponía el billete en la mano.

Yo, angelín mío, me estremecí con el alma toda conmovida; no sé decir más de aquello. Intenté cogerle la mano para besársela, pero él se puso encarnado, palomita mía, y…, no me aparto en esto ni un pelo de la verdad, hijita…, y me cogió esta mano indigna y me la estrechó; nada, que me la cogió sencillamente y me la estrechó exactamente cual si hubiera sido la mano de un su igual, de algún personaje empingorotado como él.

«—Bueno, retírese ya —dijo—. En lo que pueda servirle… Cópieme esto otra vez, pero procure no cometer ninguna falta. Y esta otra copia se puede ya romper…».

Bueno; pues ahora, hijita, escúcheme usted lo que he pensado: rogarles a usted y a Fiodora, como se lo ordenaría a mis hijos, si los tuviera, que al dirigirse en sus oraciones a Dios no le pidan por su padre carnal, sino por Su Excelencia; pero que por éste le recen todos los días, hasta el último de su existencia. Y aún tengo algo que decirles, y se lo voy a decir solemnemente… Así que esté atenta, hija mía, pues le juro que yo…, por grande que fuera mi necesidad y por mucho que me hiciese sufrir nuestra falta de dinero, cuando pensaba en su necesidad, y en los apuros de usted y, por ende, en mi humildad de condición y mi inutilidad…, no obstante todo eso, le juro que estos cien rublos no tienen para mí tanto valor como ese rasgo de Su Excelencia al darme a mí, al borracho, ruin entre los ruines, su mano y dignarse estrechar esta indigna mano mía. ¡Con este rasgo me ha restituido Su Excelencia en mi verdadero ser! ¡Con eso me ha resucitado de entre los muertos, me ha endulzado para siempre la vida, y estoy firmemente convencido de que por pecador que yo pueda resultar a los ojos del Altísimo…, han de llegar hasta el trono de Dios y han de ser oídas mis preces por la dicha y la prosperidad de Su Excelencia!…

¡Cariñito mío, hija mía! Estoy ahora en una gran excitación, cual nunca la experimenté. El corazón me palpita y da saltos, y me siento tan rendido cual si fueran a abandonarme todas mis fuerzas.

Le incluyo 45 rublos; 20 le he dado a la patrona y los otros 35 me los reservo; 20 para emplearlos en comprarme algunas piezas de ropa, y los otros 15 para seguir tirando. Bueno; todas esas impresiones de esta mañana me han dejado tan rendido, que me encuentro muy débil. Tendré que acostarme. Estoy ahora, por lo demás, completamente tranquilo, absolutamente tranquilo. No tengo más que cierto peso en el corazón, y allá, no sé dónde, en lo hondo, siento como si el alma me temblase y aleteara. Ya iré a verla a usted. Estoy aún como trastornado por todas esas impresiones… ¡Dios lo ve todo, hijita; todo!

Su digno amigo,

Makar Dievuschkin

* * *

10 de septiembre

Mi queridísimo Makar Aleksiéyevich: Me alegro infinitamente de su dicha, y sé estimar en cuanto vale la ayuda de su superior. Así podrá usted, por fin, respirar y descansar de sus preocupaciones. Pero he de hacerle ahora una súplica: ¡Por Dios, no vuelva usted a gastar el dinero en cosas inútiles! ¡Haga usted una vida tranquila y ordenada, lo más económica posible, y, se lo ruego, empiece usted desde mañana a apartar todos los días algún dinerillo para que no vuelva usted a encontrarse en tanto apuro! De nosotras, a decir verdad, no tiene usted que preocuparse. Nosotras ya nos arreglaremos. ¿Por qué nos ha mandado usted tanto dinero, Makar Aleksiéyevich? ¡Si no nos hace falta!… Tenemos bastante con el que ganamos. Cierto que dentro de poco necesitaremos alguna cantidad para la mudanza; pero Fiodora espera que, de aquí para entonces, le habrán pagado una deuda antigua. De todos modos, me reservo, por si acaso, veinte rublos, y le devuelvo a usted lo demás. ¡No considere usted el dinero como cosa superflua, Makar Aleksiéyevich!

¡Adiós, amigo mío! Viva usted tranquilo y consérvese sano y alegre. Por mi gusto, prolongaría más esta carta; pero me siento muy cansada. Ayer estuve en cama todo el día. Está muy bien eso que dice de visitarnos. No tarde en hacerlo, Makar Aleksiéyevich. Mire que le espero.

Suya,

V. D.

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11 de septiembre

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: le suplico, cariñito mío, no vaya a olvidarme ahora que soy completamente feliz y todo lo hallo a medida de mi deseo. ¡Palomita mía, no haga caso de Fiodora! Yo le prometo a usted hacer todo cuanto quiera. Yo me conduciré bien en adelante, pues aunque sólo fuere por atención a Su Excelencia, me he de portar de una manera digna y decorosa. Volveremos a escribirnos cartas alegres y a comunicarnos mutuamente nuestros pensamientos y también nuestras alegrías y preocupaciones…, si es que hemos de tener estas últimas…, y de nuevo volveremos a vivir una vida feliz y en buena armonía… Nos dedicaremos a la literatura… ¡Angelín mío! Todo en mi vida tiende ahora hacia lo mejor. Mi patrona vuelve a admitirme al diálogo. Teresa se ha puesto mucho más inteligente, y hasta Faldoni es ya más servicial. Me he reconciliado con Ratasayev. La alegría que experimentaba me llevó a él de nuevo. Es un chico realmente bueno, hijita, y todo lo malo que de él han dicho es un puro error y un disparate: ahora he podido comprobar muy bien que todo era una odiosa calumnia. No es verdad que pensase nunca en hacer una sátira a costa nuestra. Él mismo me lo ha asegurado. Me ha leído su nueva obra. Y respecto a eso de que me hubiese puesto el apodo de Tenorio, bueno…, pues eso no es nada malo, ni tampoco ninguna denominación ofensiva. Él ha explicado su significación. Eso de Don Juan es una palabra extranjera, y viene a significar, poco más o menos: un chico listo, o, para expresarnos en un lenguaje más pulido, más literato, por decirlo así: un bravo caballero. Eso es, para que usted vea lo que significa, y no nada… ¡distinto! De modo que no pasaba de ser una broma suya inofensiva, ¡angelín mío! ¡Y yo, ignorante de mí, que lo había tomado por una ofensa! Bueno; pero ya le he dado hoy mis excusas…

¡Qué tiempo tan hermoso el que hace hoy, Várinka! Verdad que por la mañana hemos tenido su poquito de hielo; pero eso no importa: así está más fresco el aire. Yo fui y me compré un par de botas…, unas botas verdaderamente lindas, irreprochables, las que me he comprado… Luego fui a darme un paseo por la Nevskii. Después me leí el periódico. Eso es, ¡y me olvidaba de contarle a usted lo más importante!

Pero escúcheme usted, que voy a contárselo:

Sabrá usted que esta mañana me enredé en conversación con Yemelia Ivánovich y con Aksentii Mijaílovich; hablamos de Su Excelencia. Sí, Várinka; porque Su Excelencia no me ha hecho a mí sólo objeto de sus bondades. Se las ha prodigado a otros también, y su bondad de corazón es a todo el mundo notoria. Muchos, muchos son los individuos que ensalzan esa bondad suya y vierten lágrimas de agradecimiento al recordar el bien que les hizo. Su Excelencia se hizo cargo de una huérfana y le dio educación en su casa, y luego la casó con un alto empleado que pertenece al número de los que trabajan bajo sus inmediatas órdenes, y no contento con eso, le señaló también Su Excelencia una buena dote. Además, Su Excelencia ha colocado en una cancillería al hijo de una pobre viuda, y no paran aquí todas las cosas buenas que se pueden contar de Su Excelencia. Yo consideré deber mío, hijita, meter baza en la conversación, y saqué a relucir lo que por mí había hecho Su Excelencia, y lo conté todo, sin omitir detalle. Me guardé mi timidez en el bolsillo. ¡Qué timidez ni qué miramientos, tratándose de una cosa así! Yo lo conté todo en voz alta, de modo que todos pudieran oírlo; sí, muy alto, a fin de pregonar a los cuatro vientos las nobles acciones de Su Excelencia. Hablé con celo y entusiasmo, y no se me subieron los colores a la cara, sino que, muy al contrario, me sentía orgulloso de poder contar un episodio semejante.

Y lo referí todo (de quien, por fortuna, no dije palabra fue de usted, hijita; a usted la pasé por alto muy discretamente), todo lo concerniente a la patrona, y a Faldoni, y a Ratasayev, y Márkov, y lo de mis botas… Todo eso conté con todos sus detalles… Algunos se burlaron de mí un ratillo, o, por mejor decir, todos me tomaron el pelo… Pero, por lo menos, ¡todos reían! Por lo visto encontrarían en mí algo risible. Quizá se rieran solamente de mis botas… ¡Sí; seguramente que sólo se reían de mis botas! Pero, desde luego, no es posible que se riesen con mala intención, pues son incapaces de hacerlo. Lo más probable es que riesen por ser jovencillos…, o porque andan bien de fondos. Pero repito que no hay que pensar que con ninguna mala y hostil intención… se rieran de mí ni de mis palabras. Porque creo que Su Excelencia… No; de Su Excelencia en ningún caso se habrían propasado a burlarse… ¿No digo bien, Várinka?

Todavía no he vuelto en mí del todo, hijita. ¡Me han trastornado tanto todos estos acontecimientos! ¿Tiene usted leña para la lumbre? ¡Procure usted, hijita, no enfriarse, cual con frecuencia ocurre! Yo le pido a Dios, hija mía, que vele por usted y la proteja. ¿Tiene usted, por ejemplo, medias de lana o esas otras prendas de abrigo que durante el invierno se necesitan? Ande usted con cuidado, ¡angelín mío! Si le faltase a usted algo de eso, no ofenda a este pobre viejo; acuda a mí en seguida. ¡Ya pasaron para nosotros los tiempos malos, y la vida se nos muestra radiante y hermosa!

¡Pero fueron muy tristes aquellos tiempos, Várinka! Aunque, ¡a qué hablar de ellos, puesto que ya pasaron!…

Cuando se haya cumplido el año podremos recordar esos tiempos sonriendo. ¿No es verdad, lo mismo que hoy recordamos nuestra infancia? ¡Cuánto pasamos entonces! A veces no tenía uno ni una sola copeica en el bolsillo. Pasaba frío y hambre; pero siempre estaba contento.

Por la mañana se iba uno a la Nevskii, se tropezaba con una cara bonita…, y ya se le habían acabado las penas para todo el día. ¡Hermosos tiempos, maravillosos tiempos, a pesar de todo, hija mía! ¡Da gusto vivir en este mundo, Várinka! Sobre todo en Petersburgo. Ayer hice acto de contrición delante de Dios, con lágrimas en los ojos, para que me perdone todos los pecados que en esta temporada lamentable cometí, y que se condensan en pensar libre, aturdimiento y juego. Y de usted también, hija mía, me acordé con emoción en mis oraciones. Usted, angelín mío, ha sido mi único consuelo, y mi única energía; usted, la única criatura que me ha dado buenos consuelos y ayudándome a salir con bien de todos los apuros. ¡Esto, hija mía, no lo olvidaré nunca! ¡Hoy he besado sus cartas, una por una, palomita mía, angelín mío! ¡Pero, bueno…; adiós!

He oído decir que por estos alrededores hay quien vende un uniforme. Bien; pues me adecentaré también por fuera. ¡Adiós, angelín mío; consérvese buena; hasta más ver!

Su devotísimo,

Makar Dievuschkin

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15 de septiembre

Mi querido Makar Aleksiéyevich: Estoy en un estado de agitación espantoso. Diga usted lo que me ocurre. Me da el corazón algo fatal. Juzgue usted por sí mismo, mi mejor amigo: ¡el señor Bukov está en Petersburgo!

Fiodora se lo ha encontrado. Él pasó en coche junto a ella; la reconoció, mandó en seguida parar, se dirigió a ella y le preguntó dónde vivía. Fiodora, naturalmente, no se lo dijo. Y entonces él insinuó, sonriendo, la observación… que él ya sabía quién vivía con ella (Por lo visto se lo ha contado todo Anna Fiodórovna). Fiodora, al oír aquello, se puso furiosa y empezó a hacerle cargos en plena calle, diciéndole que era un inmoral y que él solo tenía la culpa toda de mi desgracia. A lo que él contestó que, cuando no se tiene una copeica, fuerza es ser desdichado.

Dice Fiodora que ella le explicó que yo me gano muy bien la vida con mi trabajo; que puedo casarme o, en último caso, buscar una colocación; pero que mi felicidad la perdí para siempre; que estoy muy enferma y no tardaré en morir.

A esto respondióle él que todavía era yo muy joven, que aún tengo la cabeza a pájaros y que mis buenas cualidades se habían enturbiado un poquito (así mismito lo dijo).

Fiodora y yo creíamos que él ignoraba dónde vivíamos, cuando, de pronto, ayer…, apenas había yo salido a comprar algunas casillas en el Gostinyi Dvor, ¡paf!, va y se presenta en casa. ¡Por lo visto, no quería encontrarse aquí conmigo! Empezó a hacerle a Fiodora un sinfín de preguntas relativas a nuestro género de vida, observándolo todo con mucha atención, incluso mis labores. Y luego, de pronto, preguntó:

—¿Y quién es ese empleado amigo vuestro?

En aquel crítico instante cruzaba usted el portal, y Fiodora fue y se lo indicó; él se asomó en seguida a la ventana, y luego se echó a reír. A la intimación de Fiodora de que se fuese, pues yo ya sin eso estaba bastante delicada de salud a causa de mis penas, y no me sería nada agradable encontrármelo en casa al volver, no dijo nada, permaneció un instante silencioso, manifestando luego que había ido a casa por ir, porque no tenía nada que hacer, y, finalmente, se empeñó en darle a Fiodora veinticinco rublos, que ella, naturalmente, no aceptó.

¿Qué querrá decir todo esto? ¿Por qué y para qué habrá venido a nuestra casa? No acabo de explicarme cómo ha podido enterarse de dónde vivimos. Me pierdo en conjeturas. Dice Fiodora que Axinia, su cuñada, que nos visita de cuando en cuando, es muy amiga de Nastasia, la lavandera, la cual tiene un primo colocado en la misma oficina en que lo está uno de los más íntimos amigos del sobrino de Anna Fiodórovna. ¿No habrán llegado hasta él por ese conducto los chismorreos? Nosotras no sabemos a qué carta quedarnos. ¿Volverá a poner los pies en nuestra casa? ¡El solo pensamiento me subleva! Al contarme ayer Fiodora lo ocurrido me entró tal susto, que casi me desmayé… de angustia. ¿Qué querrá de mí ese hombre? ¡Yo, que no quiero saber nada de toda esa gente! ¿Qué les importo yo a ellos? ¡Ay, si usted supiera con qué temores vivo! A cada instante me parece que Bukov va a presentarse ante mi vista. ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué es lo que me aguarda? ¡Por el amor de Dios, venga usted en seguida, Makar Aleksiéyevich! ¡Se lo suplico; venga usted!

* * *

18 de septiembre

Mi querida Varvara Aleksiéyevna:

Hoy ha ocurrido en nuestra casa algo infinitamente triste, inexplicable y de todo punto inesperado. Pero yo voy a contárselo a usted todo por su orden:

Lo primero fue que a nuestro pobre Gorschkov le declararon inocente en el proceso. Hace ya tiempo que se había fallado aquél; pero hasta hoy no ha sido firme la sentencia. El asunto concluyó, por tanto, de un modo muy favorable para él. Todas aquellas cosas de que lo acusaban…: descuido, negligencia, etcétera, han resultado sin fundamento. El Tribunal reconoció su honorabilidad absoluta y condenó al comerciante a pagarle a Gorschkov aquella importante cantidad que le dije, de suerte que de un golpe mejoró su situación extrema, ya que el dinero se lo sacarán, seguramente, por la vía judicial, al comerciante. Pero lo más importante, naturalmente, es que el pobre se veía ya libre de aquella mancha en su honra que la denuncia le había echado. En una palabra: que se le habían logrado todos sus deseos.

A eso de las tres de la tarde vino a casa. Trabajo costaba conocerlo. Venía con la cara blanca como la pared. Le temblaban los labios y, al mismo tiempo, se sonreía…, y así fue abrazando a su mujer y a los chicos. Nosotros, todos, formando una piña, nos dirigimos a él para felicitarle. Creo que nuestra actitud le conmovió mucho, pues se deshacía dándonos las gracias y nos estrechó la mano a cada uno varias veces. Sí; hasta parecía que había crecido, pues por lo menos se mantenía más estirado que de costumbre, y tampoco le lagrimeaban ya los ojos, sino que materialmente le resplandecían. ¡Qué emocionado estaba el pobre! No se estaba quieto ni dos minutos en el mismo sitio; cogía una cosa para soltarla en seguida, y tan pronto se apoyaba en el respaldo de la silla, sonreía y daba las gracias, como se sentaba y volvía a levantarse y a sentarse de nuevo, y murmuraba no sé qué. Una vez dijo: «Mi honra, sí, mi honra, una buena reputación… puedo dejarles ya a mis hijos…». ¡Y había que ver cómo lo decía! Tenía los ojos llenos de lágrimas, y también a nosotros nos faltaba poco para llorar.

Ratasayev quiso disimular, y por eso fue y dijo:

«—¡Bah, la honra! ¿Qué importa la honra, padrecito, cuando no hay qué comer? ¡Dinero, padrecito, dinero; eso es lo principal! ¡Por el dinero, por eso es por lo que debe usted darle gracias a Dios!».

Y le sacudió una palmadita en el hombro.

A mí me pareció que aquello le había ofendido en cierto modo a Gorschkov. No es que él pusiera semblante de haberse resentido; pero miró de un modo muy particular a Ratasayev y, por toda contestación, apartó de su hombro la mano del literato. Antes no hubiera hecho eso, hijita. Por lo demás, no todos los caracteres son iguales. Yo, por ejemplo, en medio de mi alegría, no me la había dado de orgulloso. A veces, cariñito mío, a veces dice uno cosas de todo punto innecesarias, y las dice sin motivo alguno, simplemente por un exceso de ternura o en una efusión de cordialidad… Pero esto no se refiere a mí…

«—Sí —dijo Gorschkov después de una pausa—; también el dinero está bien… ¡Gracias a Dios!… ¡Gracias a Dios!…».

Y repitió varias veces para su capote: «¡Gracias a Dios!… ¡Gracias a Dios!…». Su mujer le sirvió una comida algo más abundante y mejor que de costumbre. Nuestra patrona misma la había aderezado. Hay que reconocer que, en el fondo, nuestra patrona es buena. Hasta la hora de comer no pudo Gorschkov estarse sentado un momento. Daba vueltas por la habitación de acá para allá, acercándose a todos nosotros como si lo hubiéramos llamado. Se acercaba sencillamente, sonriendo a su manera; se sentaba en un silla, decía cualquier cosa, o no decía nada…, y luego se iba. En la habitación de nuestro marino, donde estaban jugando a la sazón, tomó los naipes en la mano, y los otros lo admitieron al juego. Y allí se estuvo, juega que te juega, pero de un modo que a todos los demás los trastornaba: gracias que a las tres o cuatro rondas volvió a dejar los naipes.

«—No, yo sólo tengo esto —dicen que dijo—; yo sólo tengo esto».

Y se salió del cuarto.

Yo me encontré con él en el pasillo. Me cogió las dos manos y me miró largo rato a los ojos, pero de un modo muy especial. Luego me apretó las manos y se fue, sin dejar de sonreír, con aquella sonrisita tan extraña, tan impasible y deprimente como la sonrisa de un loco. Su mujer lloraba de alegría. El día de hoy ha sido para ellos una verdadera fiesta. No tardó en terminarse la comida. Y entonces, después de comer, díjole de pronto a su esposa:

«—Ahora quisiera descansar un poco…».

Y fue y se acostó en el lecho.

Al poco rato llamó a su hijita, púsole las manos en la frente y empezó a acariciarla. Luego volvióse de nuevo a su mujer:

«—¿Dónde está Pétinka? ¿Nuestro Pétinka? —preguntó—. Nuestro Pétinka…».

La mujer se santiguó y díjole que Pétinka se había muerto.

«—Sí, es verdad; ya lo sé. ¡Pétinka está en el cielo!».

La mujer notaba que no era el mismo de antes; que los acontecimientos de aquel día habían hecho en él honda impresión, y por esto aconsejóle que hiciera por dormirse y descansar.

«—Sí…, sí… Voy a ver si duermo… sólo un poquito…».

Y al decir esto echóse de costado, estuvo así un ratito e hizo ademán de querer decir algo. La mujer le preguntó:

«—¿Qué es ello, hombre?».

Pero él ya no le contestó. «Se habrá dormido», pensó la mujer, y se salió del cuarto para decir algo a la patrona. Al cabo de una hora volvió a la habitación… Su marido no se había despertado todavía, seguía durmiendo a pierna suelta, sin moverse. Ella se dijo: «Bueno; que duerma bien para que cobre bríos para el trabajo».

Dice que estuvo sentada a su cabecera más de media hora, pero que no puede precisar en qué pensaba, aunque estaba sumida en reflexiones; pero que sí puede decir que se había olvidado por completo del marido. Pero de pronto volvió en sí, despabilada de su ensimismamiento por cierta intranquilidad, y que entonces sorprendióla el silencio sepulcral que había en la habitación.

Miró a la cama, y vio que su marido seguía acostado como hacía hora y media. Entonces acercóse a él y lo tocó… Pero lo encontró ya frío, porque estaba muerto, hijita; se había muerto Gorschkov de repente, como herido del rayo ¡Sólo Dios sabe cuál habrá sido la causa de su muerte!

Este acontecimiento me ha hecho tanta impresión, Várinka, que aún no me he dado cuenta cabal de él. No puedo creer que un hombre pueda morirse así… ¡tan sencillamente! ¡Pobre desdichado Gorschkov! ¿Por qué había de morirse hoy, que precisamente era para él un día de alborozo? ¡Sí; el sino, el sino! Su mujer está casi deshecha en llanto, toda trastornada todavía por efecto de la espantosa impresión. Pero la nena se ha acurrucado en un rincón, asustada. En su habitación hay ahora un ir y venir constante. Hay que practicar ahora una inspección facultativa… No sé si se llama así… ¡Qué pena, hijita, qué pena! Es muy triste pensar que de un momento al otro… ¡se muere uno sin más ni más, y se acabó!…

Suyo,

Makar Dievuschkin

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19 de septiembre

Mi querida Varvara Aleksiéyevna: Me apresuro a comunicarle, hija mía, que Ratasayev me ha proporcionado trabajo, trabajo de un escritor… Hoy vino uno a verle y le trajo un manuscrito enorme… Gracias a Dios, mucho trabajo. Sólo que están las cuartillas escritas de un modo tan ilegible, que no sé cómo voy a descifrar la letra, y, además, quiere el trabajo en seguida. Por si fuera poco, se trata de cosas difíciles, tanto, que cuesta mucho entenderlas. Cuanto al precio, nos hemos puesto de acuerdo ya: cuarenta copeicas por pliego. Le escribo a usted todo esto, hija mía, para hacerle saber más pronto que ahora ya cuento con un extraordinario sobre mi sueldo. Y ahora quede con Dios, angelito mío. Voy a poner en seguida manos a la obra.

Su fiel,

Makar Dievuschkin

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23 de septiembre

Mi fiel amigo Makar Aleksiéyevich: Llevo tres días sin escribirle, amigo mío, y, sin embargo, no me han faltado preocupaciones e inquietudes en este tiempo.

Hace tres días estuvo aquí Bukov. Me encontraba sola, pues Fiodora había salido.

Le abrí la puerta, y me asusté al verle, de tal modo, que no podía moverme del sitio. Me sentía palidecer. Él entró en casa, riendo, según costumbre; cogió, sin más cumplimientos, una silla y se sentó, yo tardé un rato en recobrar la serenidad. Por último, volví a sentarme junto a la ventana a trabajar. Cuanto a él, dejó bien pronto de reírse. Por lo visto hubo de sorprenderle mi aspecto. Me he desmejorado mucho en los últimos tiempos: tengo hundidos los ojos y las mejillas, y estaba, además, pálida como una muerta… Sí; debe de darles mucha pena verme a los que me vieron hace un año…

Él me estuvo observando largo rato con mucha atención, y, por último, se le alegró el semblante. Hizo no sé qué observación…, a lo que yo ni siquiera recuerdo lo que contesté… Y volvió a sus risas. Una hora entera se estuvo ahí sentado junto a mí, mareándome a preguntas y charlando con toda desenvoltura. Finalmente, antes de irse, me cogió la mano y me dijo (reproduciré textualmente sus palabras):

«—Varvara Aleksiéyevna, voy a decirle en confianza una cosa: Anna Fiodórovna, su parienta de usted y mi antigua amiga, es una mujer sumamente vulgar. (La calificó, además, con una palabra indecentísima). Ahora ha apartado a su prima del camino recto, y también a usted quiso conducirla a la perdición. Sí; pero yo también me porté en esta ocasión como un infame; pero, en fin, no perdamos el tiempo en hablar de cosas inútiles, que ése es el pan nuestro de cada día, cosas que la vida trae consigo…».

Y volvió a reír alto. Luego hizo observar que no tenía nada de orador brillante; que lo único que tenía que decir era lo que su decoro le impedía sencillamente callar, y eso ya lo había dicho, y que, por tanto, se limitaría a explicar el resto en dos palabras. Y así lo hizo: explicóme que seguía solicitando mi mano, que consideraba deber suyo devolverme mi honra, que es rico, y, después de la boda, me llevaría consigo a sus posesiones de la región esteparia. Allí pensaba él cazar liebres; pero tenía propósito de no volver nunca a Petersburgo, pues le repugnaba la vida en las grandes capitales. Además, que tiene aquí un sobrino, un holgazán que nada bueno promete, según él dice, y se ha jurado a sí mismo dar al traste con sus esperanzas de heredarlo. Por todo lo cual ha resuelto contraer matrimonio, es decir, que quiere dejar herederos directos. Luego extendióse en consideraciones sobre nuestro cuarto; dijo que no tenía nada de particular que yo estuviera enferma viviendo en tal tugurio, y me profetizó una muerte próxima si seguía viviendo aquí. «En Petersburgo todas las viviendas son malas», dijo, y luego preguntóme si no sentía yo ningún deseo de alguna cosa.

Yo estaba tan sobrecogida por su proposición, que, de pronto…, sin yo misma saber por qué…, rompí a llorar. Él atribuyó aquellas lágrimas a mi agradecimiento, y salió diciendo que hacía tiempo estaba convencido de que yo era una buena chica, sensitiva e ilustrada; pero que no se había decidido hasta entonces a hacerme aquella proposición, pues había querido antes informarse al pormenor de mí y de mi género de vida. Añadió que usted era un hombre de bien y que él no quería quedarle debiendo nada… ¿Se contentaría usted con quinientos rublos por todo cuanto por mí ha hecho? Al contestarle yo que usted había hecho por mí cosas que no se pagan con dinero, díjome que eso era absurdo; que esas cosas están bien en las novelas; que yo soy joven todavía y miro la vida al través de los libros; pero que las novelas sólo sirven para inculcarles a las muchachas ideas extravagantes, y, en general, según él, los libros sólo conducían a corromper las costumbres, por lo que él no podía sufrirlos. Me aconsejó aguardase a tener sus años para poder juzgar a los hombres: «Sólo entonces —dijo— podrá usted decir que los conoce».

Luego invitóme a meditar sobre su proposición y pensar maduramente todas las razones, pues no le parecía bien que yo diese, sin reflexionarlo bien, paso tan importante, y añadió todavía que el aturdimiento y las resoluciones precipitadas suelen ocasionar la perdición de las jóvenes inexpertas; y que, a pesar de todo, era su mayor deseo obtener de mí una respuesta afirmativa, ya que en otro caso se vería en la precisión de casarse con la hija de cierto comerciante de Moscú, porque, como ya dijo, había hecho juramento formal de no dejarle sus bienes a aquel sobrino tan inútil. Después de todo esto, se levantó y puso quinientos rublos en mi bastidor para alfileres, según dijo, y, casi valiéndose de la fuerza, me obligó a no levantarme del asiento. Para terminar, díjome todavía que allá en sus posesiones del campo habría de ponerme como una torta de gorda y sanota, y que allí podría dormir cuanto quisiese. Según parece, tiene aquí muchísimo que hacer; los negocios le llevan casi el día entero, por lo que sólo había venido a verme unos minutos… Y diciendo esto, se fue…

Yo he reflexionado mucho ya sobre todo esto, y le he dado vueltas en todos sentidos, y, por último, amigo mío, he tomado mi resolución: sí, me casare con él; debo aceptar su proposición. Si alguien puede salvarme de mi vergüenza, devolverme mi honra y tenerme en lo por venir a cubierto de la pobreza y los apuros y la desdicha, es él únicamente. ¿Qué otra cosa puedo esperar del porvenir ni pedirle al Destino? Dice Fiodora que no hay que gastar bromas con la suerte; sólo que se pregunta, sollozando, si a esto puede llamarse suerte. Yo tampoco encuentro otra solución para mí, amigo mío. ¿Qué debo hacer?

Con la labor he perdido ya la salud. Trabajar sin interrupción… es cosa superior a mis fuerzas. ¿Servir a extraños? Me moriría de pena, y tampoco satisfaría a ningún amo. Soy enfermiza por naturaleza, y por eso sólo sería un carga para los extraños. Claro que no es ningún paraíso a donde voy a ir ahora; pero ¿qué debo hacer, amigo mío, qué debo hacer? ¿Por qué decidirme?

No le he pedido a usted consejo, porque quería meditarlo bien todo yo sola. Mi resolución, que ya le he comunicado, se mantiene firme, y voy en seguida a escribirle a Bukov, que estará impaciente aguardando mi respuesta, participándole que acepto. Él me dijo que sus negocios apenas le dejaban tiempo libre, que tenía que partir, y por estas minucias no podía diferir su marcha. Sólo Dios, en su sagrado e inescrutable Poder sobre mi destino, sabe si voy a ser feliz; pero mi resolución está ya tomada. Dicen que Bukov es buena persona; si es así, me cobrará afecto, y puede que yo también se lo tome a él. Y ¿qué más se puede esperar de nuestra boda?

Se lo comunico a usted todo, Makar Aleksiéyevich, porque sé que podrá comprender mi dolor. No intente usted disuadirme de mi propósito. Sus esfuerzos serían infructuosos. Pese usted más bien en su corazón todas las razones que me han conducido a dar este paso. A lo primero pasé yo gran agitación; pero ya estoy más tranquila. Lo que me aguarde… lo ignoro. Lo que haya de ser, será, según Dios disponga…

En este momento llega Bukov, y no puedo terminar esta carta. Tenía aún muchas cosas que decirle. Ya está aquí Bukov.

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23 de septiembre

Makar Aleksiéyevich: Hija mía Varvara Aleksiéyevna: Me apresuro a contestarle. Sí, hijita, me apresuro a explicarle que…, que no salgo de mi asombro. Todo esto, supongo, será seguramente algo distinto… Ayer dimos sepultura a Gorschkov. Sí; ésta es la verdad, Várinka, la pura verdad; Bukov se ha portado muy honradamente; pero dígame sólo una cosa, hijita: ¿Le dio usted ya el sí? Naturalmente que en todo esto se manifiesta la voluntad de Dios. Es así, y así tiene que ser sin remisión, es decir, aquí…, también aquí tiene que cumplirse irremisiblemente la voluntad de Dios. La providencia del Divino Hacedor, aunque inescrutable, no tiene nunca más objeto que la felicidad de los mortales, y la suerte procede exactamente, exactamente igual que Dios.

Fiodora toma también parte en sus sentimientos. Claro; como que ahora va usted a ser feliz, hijita; a vivir en la riqueza y la abundancia, palomita mía, lucerito mío; no me harto de nombrarla, angelín mío… Pero dígame una cosa, sólo una, Várinka: ¿Por qué tan pronto?… ¡Ah, sí, los negocios!… El señor Bukov tiene negocios… Naturalmente… ¿Quién no tiene negocios? También él puede tenerlos. Yo tuve ocasión de verlo al salir de su casa de usted. Es un hombre imponente, incluso excesivamente imponente, es decir, que impone con su presencia, que tiene un aspecto la mar de imponente. Sólo que todo eso…, no, no es de lo que se trata. Yo, mire usted, yo no soy ya el mismo. ¿Cómo vamos a poder escribirnos en el futuro? Y yo…, sí, yo…, ¿cómo voy a poder seguir aquí tan solo? Yo, mire usted, angelín mío, yo lo peso todo, como usted me decía, en mi corazón; es decir, peso las razones, etcétera. Llevo ya copiados cerca de veinte pliegos, cuando surge de pronto ese acontecimiento. ¡Hijita, hijita! Si usted se va de aquí, tendrá que comprarse antes una porción de cosas; varios pares de zapatos y varios trajes, ¿no es verdad? Bueno; pues yo me he acordado de que conozco un buen almacén en la Gorojovaya… ¿Recuerda usted la descripción que le hice de esa calle?… Pero, no. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué se le ocurrirá a usted, qué pensará usted, hija mía? No; usted no debe, es completamente imposible; usted no puede ponerse en camino sin más ni más. Usted tiene que hacer compras importantes; tiene usted que alquilar un coche. Además, ¡hace ahora tan mal tiempo! Ya lo ve usted: no hace más que llover a cántaros, sin parar un momento, y, además…, que va a hacer frío, angelín de mi alma, y va a enfriársele el corazoncito, se le va a helar a usted. ¡Y dice usted que le teme a la gente extraña y quiere usted viajar ahora con ese señor desconocido! ¡Cómo es posible que me deje aquí solo a mí! ¡Sí! Dice la Fiodora que la aguarda a usted una gran suerte… Pero esa Fiodora es una desalmada y quiere arrebatarme lo último que me queda. ¿Irá usted hoy al templo, a la misa de la tarde? Yo también iré allá, hijita, con tal de verla un poquito.

Es verdad, es verdad, hija mía, que es usted una joven buena, culta, sensitiva, sólo que, mire usted…, mejor sería que ese tío se casara con la hija del comerciante. ¿Qué le parece, hijita? ¡Que se case con esa señorita de Moscú!… Yo iré a verla a usted, Várinka, en cuanto oscurezca; de aquí a una hora me tienen ahí… Ahora ya oscurece muy pronto, y en seguidita voy. ¡Dentro de una hora sin falta! Ahora está Bukov ahí, ya lo sé; pero en cuanto se vaya… Así que usted espéreme, nena, que sin falta voy…

Makar Dievuschkin

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27 de septiembre

Mi muy estimado Makar Aleksiéyevich: Dice el señor Bukov que debo llevar allá, por lo menos, tres docenas de camisas de Holanda. Así que necesito buscar a toda prisa costureras de blanco que me hagan dos docenas, pues tenemos el tiempo tasado. El señor Bukov se lamenta de no haber tenido presente las molestias que los dichosos trapos ocasionan.

Nuestra boda se celebrará de aquí a cinco días, y al otro partimos. El señor Bukov tiene mucha prisa y dice que no se debe perder tanto tiempo en estas fruslerías. Yo estoy tan cansada de todo este trajín, que apenas me puedo tener en pie. Tengo todavía que despachar una montaña de trabajo y, sin embargo, sabe Dios si sería preferible que no hiciesen falta tantas cosas. Y no es eso todo: no tenemos encajes bastantes y hemos de comprar algunos más, pues dice el señor Bukov que no quiere que su mujer vaya vestida como una cocinera y que es menester que deje en pañales a todas las señoras de los propietarios vecinos; éstas son sus palabras.

De suerte que, querido Makar Aleksiéyevich, es preciso que vaya usted a casa de madame Chiffon (ya sabe usted, en la Gorojovaya) y le diga que me envíe lo antes posible algunas costureras, esto lo primero; y, en segundo lugar, que también usted despache a toda prisa mi encargo, para lo cual tomará usted un coche. Yo estoy malucha. En este nuestro piso hace tanto frío y está todo en un desorden que mete miedo. La tía del señor Bukov apenas si puede respirar de puro vieja y achacosa. Mucho me temo que exhale el último suspiro antes de emprender nosotros el viaje de bodas. Pero el señor Bukov dice que no es de temer tal cosa, que ya se repondrá.