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Primera parte

¡Qué duro se me hizo acostumbrarme a la nueva vida! Llegamos a San Petersburgo en el otoño. Habíamos abandonado la finca en un día de sol, claro, diáfano y tibio. En los campos estaban terminando las últimas faenas. Ya el trigo estaba hacinado en las eras en altos almiares, en torno a los que revoloteaban inquietas bandadas enteras de trinadores pajarillos. ¡Qué alegre y claro relucía todo!

Pero al llegar a la ciudad nos encontramos, en vez de eso, con lluvia, frío otoñal, mal tiempo y barro, amén de muchos seres desconocidos que tenían todos ellos una traza hostil, malhumorada y maligna. ¡Nosotros nos instalamos lo mejor que pudimos! ¡Cuánto ajetreo nos costó el tener, por fin, una casa arreglada! Mi padre estaba casi todo el día en la calle y mi madre andaba siempre atareada…, de suerte que entrambos se olvidaban por completo de mí. ¡Qué triste despertar el del primer día que amanecimos en la nueva casa! ¡Delante de nuestras ventanas teníamos una cerca amarilla! ¡En la calle no se veía sino fango! Sólo pasaban algunos transeúntes, todos muy arrebujados en sus ropas y bufandas y todos con aspecto de estarse helando.

En torno a nosotros, en la casa, sólo había pena y tedio insoportables.

No teníamos en la ciudad pariente ni conocido alguno. A Anna Fiodórovna había dejado mi padre de tratarla. (Le debía una cantidad). Venían, sin embargo, a vernos personas que tenían que tratar con mi padre de negocios. Por lo general, entre él y sus visitantes, se armaban discusiones y se oían desde fuera gritos y alboroto. Y cuando aquéllos se iban, mi padre se quedaba siempre triste y de mal talante. Horas enteras se estaba dando vueltas arriba y abajo por la habitación, fruncido el ceño y sin hablar palabra. Tampoco mamá se atrevía entonces a despegar los labios, y guardaba silencio. Y yo me acurrucaba en un rincón con un libro en la mano, y no me atrevía a moverme.

A los tres meses de nuestra llegada a San Petersburgo, me pusieron en una pensión. ¡Qué tristeza a lo primero, entre tantas caras desconocidas! ¡Era todo tan seco, tan despegado, tan hostil y tan poco atrayente! Las profesoras regañaban, las compañeras hacían burla y yo estaba tan encogida… ¡Qué rigor tan pedantesco aquél! Todo había de hacerse a horas determinadas y con toda puntualidad. Las comidas en la mesa redonda, las lecciones tan aburridas…; al principio andaba yo siempre desalada. Ni dormir siquiera podía. ¡Cuántas noches largas y tediosas y frías me las pasé en claro, llorando hasta el amanecer! Por las tardes, cuando las otras niñas estaban estudiando o repasando sus lecciones, yo me estaba muy quietecita, con el libro delante, y no me atrevía a moverme; pero mi pensamiento volaba hacia mi casa, me acordaba de mis padres y de mi buena y vieja nodriza y de sus cuentos… ¡Oh y qué nostalgia se apoderaba de mí entonces! Me acordaba con toda claridad del objeto más nimio de la casa, y aún hoy mismo lo recuerdo todo con un placer especial, doloroso… Y así me estaba piensa que te piensa… ¡Qué bien, qué gusto encontrarme ahora en casa! Ahora estaría yo sentadita en el comedero, junto a la mesa, sobre la que borbotea el samovar y alrededor de la cual están sentados también mis padres; qué calorcito se siente y qué a gusto y con qué comodidad se está allí. «¡Cómo me gustaría —pensaba yo— abrazar ahora a mi mamaíta, fuerte, muy fuerte, ¡eh!, con mucho cariño!». Y seguía pensando luego, hasta que la nostalgia me hacía llorar quedito y me sorbía las lágrimas…; pero la lección no me entraba en la cabeza. Pero no se puede tampoco dejar la lección para el día siguiente; toda la noche te la pasas pensando en el profesor, en la madame y en las compañeras de clase; toda la noche te la pasas soñando que estás aprendiéndote la lección, que al otro día, naturalmente, no sabes. Y no tienes más remedio que arrodillarte en un rincón y quedarte sin comida. Yo estaba, pues, siempre tristona y mustia. Las otras chicas se reían de mí, me hacían burla, me distraían cuando estaba estudiando, me tiraban pellizcos cuando en filas de dos en fondo nos dirigíamos al refectorio, o se quejaban de mí a la profesora. ¡Pero qué felicidad cuando en la tarde de sol venía a buscarme mi buena nodriza! ¡Cómo me abrazaba a ella… sin resolverme a soltar, de puro contenta, a mi buena viejecita! Luego se ponía ella a vestirme, siempre muy calientita, como ella decía, en tanto me envolvía en pañuelos la cabeza. Pero ya en el camino, nunca podía seguirme el paso —iba yo tan ligera— y yo no podía tampoco andar tan despacio como ella. En todo el trayecto no paraba yo de parlotear y de contarle cosas. Toda loca de alborozo, entraba luego en casa y me echaba en brazos de mis padres, cual si hiciese nueve años que no nos veíamos. Luego empezaban los cuentos y preguntas, y yo soltaba el trapo a reír y me ponía a corretear por toda la casa y a festejar y darle todo la bienvenida. Papá procedía después a hacerme preguntas más serias: acerca de los profesores, de las matemáticas, el francés y la gramática de L'Homond…, y todos estábamos la mar de contentos y cordiales y parlanchines. Hoy mismo gozo recordando simplemente aquellas horas.

Yo hice los mayores esfuerzos para aprenderme bien las lecciones, con el fin de darle una alegría a mi pobre padre. Veía yo con toda claridad que él se desvivía por mí, no obstante las preocupaciones, cada vez más graves, que lo atormentaban. De día en día se volvía más triste, malhumorado y colérico; su carácter había cambiado de un modo desfavorable. Nada le salía bien, todo se le frustraba, y las deudas iban aumentando de un modo espantoso.

Mi madre no se atrevía a llorar, ni siquiera a dejar escapar una palabra de queja, pues con eso irritaba más aún a mi padre. Volvióse la pobre enfermiza y endeblucha y empezó a toser de una manera inquietante. Cuando yo volvía de la pensión, sólo encontraba en casa caras tristes; mi madre se sorbía en secreto sus lágrimas, y mi padre se encolerizaba. Venían luego las quejas y los reproches; mi presencia no le causaba a mi padre ninguna alegría, consuelo alguno, y, sin embargo, él no perdonaba sacrificio por mí; pero yo sigo sin entender ni una palabra de francés. En resumen: que yo tenía la culpa de todo; de todos sus fracasos, de toda su desdicha; las únicas responsables éramos mamá y yo. Pero ¡cómo era posible atormentar más todavía a la pobre mamá! Al verla, parecía que se me iba a saltar el corazón. ¡Tenía las mejillas chupadas, los ojos hundidos en las cuencas…, todo el aspecto de una tísica!

A mí se dirigían los más graves reproches. Por lo general, empezaba mi padre quejándose de alguna nimiedad, y luego se desbocaba hasta decir cosas que sólo Dios sabe… Yo muchas veces me quedaba sin entender una palabra de lo que decía. ¡Qué no soltaba aquella boca!… Que si la lengua francesa, que si yo era una imbécil y la profesora de la pensión otra idiota, que no se cuidaba en modo alguno de nuestra educación; luego… que no podía encontrar ningún empleo, que la gramática de L'Homond no valía nada, que la de Sapolski era mucho mejor, que se estaba gastando en mí mucho dinero sin objeto ni utilidad, que yo era una chica aturdida y sin pizca de corazón; en una palabra: que yo, pobre de mí, me tomaba la mar de trabajo para aprenderme palabras y términos franceses, y, sin embargo, tenía la culpa de todo y había de cargar con todos los regaños. Pero mi padre no procedía así porque no nos quisiera, pues, al contrario, nos tenía un cariño desmedido. Sólo que tenía ese carácter…

O, mejor dicho, eran los disgustos, los desengaños y los fracasos lo que le habían agriado su carácter, que al principio no podía ser mejor; se había vuelto ahora desconfiado, solía con frecuencia llenarse de amargura, hasta rayar en la desesperación; empezó a descuidar su salud, hasta que un día cogió un enfriamiento y… murió, después de haber guardado cama unos días, de un modo tan repentino e inesperado, que tardamos muchos días en hacernos a la realidad. ¡Aquel golpe nos dejó aturdidas! Mamá parecía como alelada, y yo, al principio, temí por su juicio. Pero apenas hubo muerto mi padre, cuando se presentaron los acreedores a bandadas en nuestra casa. Nosotras les entregamos cuanto teníamos. Tuvimos que vender también nuestra casita del Lado Petersburgués, que a poco de nuestra llegada, al medio año, había adquirido papá. No sé qué se haría de lo demás; pero es el caso que hubimos de encontrarnos sin cobijo, sin dinero, desvalidas y faltas de todo recurso… Mamá estaba enferma —tenía una fiebre lenta que la iba consumiendo—; no sabíamos procurarnos recursos; así que estábamos resignadas a perecer. Yo acababa de cumplir catorce años.

Entonces fue cuando por primera vez hubo de visitarnos Anna Fiodórovna. Se hizo pasar ante nosotras por una propietaria y nos aseguró ser nuestra parienta cercana. Pero mamá decía que sí era cierto que estaba emparentada con nosotros, pero que el tal parentesco era muy lejano. En vida de papá jamás aportó por nuestra casa. Ahora se nos presentaba con lágrimas en los ojos y nos ponderaba la parte que tomaba en nuestro duelo. Mostraba compadecernos mucho por nuestra desgracia, pero dejaba entender que de todos nuestros sinsabores tenía papá la culpa por haber querido encumbrarse demasiado y contado en demasía con sus propias fuerzas. Manifestó, además, a fuer de única parienta, el deseo de tratarnos con más intimidad y nos propuso olvidáramos lo pasado. Al replicarle a esto mamá que ella no le había tenido nunca rencor, echóse a llorar con emoción ruidosa, llevóse a mamá a la iglesia y encargó una misa de réquiem para el querido muerto, que así llamó de pronto a nuestro padre. Luego hizo pomposamente las paces con mamá.

Después, tras muchos preámbulos y observaciones, y luego que nos hubo hecho ver con toda claridad lo desesperado de nuestra situación y ponderarnos nuestra falta absoluta de recursos, de protección y amparo, nos instó a compartir con ella su techo, según decía. Mamá dióle las gracias por su ofrecimiento; pero durante mucho tiempo no acabó de decidirse a aceptarlo, hasta que, visto que no nos quedaba otro remedio, tuvo que resolverse a escribir a Anna Fiodórovna participándole que aceptaba su ofrecimiento agradecida.

¡Qué claramente recuerdo todavía aquella mañana en que nos trasladamos del Lado Petersburgués a la otra parte de la población, al Vassilii Ostrov! Hacía una clara, seca y fría mañana de otoño. Mamá lloraba. Y yo estaba muy triste; parecíame cual si una vaga congoja me oprimiese el pecho… Eran unos tiempos difíciles…

II

Al principio, cuando aún no nos habíamos instalado del todo, experimentábamos mamá y yo cierta tristeza en casa de Anna Fiodórovna, esa tristeza que se suele sentir cuando nos encontramos frente a algo no muy seguro. Anna Fiodórovna vivía en casa propia en la Sexta Línea[5]. Toda la casa sólo tenía, por junto, cinco cuartos habitables. Anna Fiodórovna ocupaba tres de ellos en unión de mi prima Sascha, a la cual, como a una pobre huérfana, había recogido y criado. En la cuarta habitación nos instalamos nosotras, y en la quinta, que estaba contigua a la nuestra, se alojaba un pobre estudiante, Pokrovskii, el único que pagaba alquiler por la vivienda.

Anna Fiodórovna vivía muy bien, mucho mejor de lo que habría parecido posible; pero las fuentes de sus ingresos eran tan enigmáticas como sus ocupaciones. Y, sin embargo, siempre tenía algo que hacer, siempre iba de acá para allá y salía y entraba en la casa muchas veces al día. Pero no era posible formarse la menor idea de adónde iba ni de lo que hacía fuera de casa. Tenía relaciones con muchas y muy diversas personas. A toda hora venía gente a visitarla y siempre para hablarle de negocios y sólo un par de minutos. Mamá solía retirarse conmigo a nuestro cuarto en cuanto sonaba la campanilla. Esto enojaba mucho a Anna Fiodórovna y continuamente estaba reprochándole a mamá lo orgullosas que éramos; no diría nada si tuviéramos algún motivo, si verdaderamente tuviéramos por qué ser orgullosas; pero en la situación en que nos encontrábamos…, y por espacio de horas seguidas continuaba en ese tono. Hasta entonces no había oído yo esos reproches; pero al oírlos ahora me expliqué, o, mejor dicho, adiviné la causa de que mi madre resistiera al principio a aceptar la hospitalidad de Anna Fiodórovna.

Es una mala mujer la tal Anna Fiodórovna. Se complacía en atormentarnos sin tregua. Pero hoy mismo constituye para mí un enigma el porqué nos invitaría a irnos a vivir con ella. A lo primero todavía nos trataba muy bien, con mucho cariño, pero no tardó en descubrir su verdadero carácter en cuanto pudo comprobar que nos hallábamos verdaderamente desamparadas y enteramente a merced suya. Más adelante volvió a tratarme con el mimo anterior, quizá con demasiado mimo; llegaba incluso a dirigirme necias lisonjas, pero antes tuve que aguantarla tanto como mamá. A cada paso nos estaba dirigiendo reproches y no nos hablaba de otra cosa que de los beneficios que nos hacía. Y nos presentaba a todas sus visitas como sus parientes pobres, como a una viuda y huérfana desvalidas que sólo por compasión y caridad cristiana había recogido bajo su techo y sentado a su mesa. A las horas de las comidas no quitaba ojo de cada bocado que osábamos tomar; pero tampoco, cuando no comíamos o comíamos demasiado poco, le dábamos gusto, pues entonces salía diciendo que si no nos parecía bastante buena su comida, que si le encontrábamos alguna falta, y que ella nos daba lo que tenía y de lo mismo que comía ella…, que quizá nosotras solas pudiéramos agenciarnos algo mejor, que eso ella no lo podía saber, etcétera, etc. De papá estaba continuamente diciendo horrores; no podía vivir sin criticarlo. Afirmaba que siempre se las había dado de más noble que nadie y que ahora podía verse la verdad, pues había dejado una viuda y una huérfana, que, de no haber encontrado un alma caritativa entre sus parientes —es decir, ella—, habrían estado expuestas a morirse de inanición en el arroyo. ¡Y no paraba ahí la cosa! ¡Daba más asco que pena el escucharla! Mamá se pasaba la vida en un llanto continuo. Su estado de salud empeoraba de día en día, mustiábase a ojos vistas, pero nosotras, sin embargo, trabajábamos de la mañana a la noche. Cosíamos para fuera, lo cual no era del agrado de Anna Fiodórovna. Decía que su casa no era ningún obrador. Pero nosotras teníamos que hacernos ropa y no nos quedaba otro recurso que ganar algún dinero, aunque sólo fuera en último caso para no carecer de todo. Así que trabajábamos con ahínco y ahorrábamos siempre con la esperanza de poder alquilar un día un cuartito para nosotras solas. Sólo que de tanto trabajar hubo de agravarse mi madre; cada día estaba más débil. La enfermedad minaba su existencia y la iba empujando sin descanso hacia la tumba. ¡Yo lo veía, lo sentía y no podía hacer nada para evitarlo!

Transcurrían los días, iguales los unos a los otros. Nosotras hacíamos una vida tan recoleta, que no parecía que estuviésemos en una población tan grande. Con el tiempo se fue apaciguando Anna Fiodórovna al ver su ilimitada superioridad sobre nosotras y que no tenía nada que temer. Por lo demás, nunca nosotras le hubiéramos llevado en nada la contraria. Nuestro cuarto estaba separado de los tres que ella ocupaba por un corredor, contiguo al de Pokrovskii, como ya indiqué. El estudiante le enseñaba a Sascha francés y alemán, historia y geografía…; es decir, todas las ciencias, como solía decir Anna Fiodórovna, y a cambio de ello le perdonaba el pago de la vivienda y la pensión.

Era Sascha una chica muy lista; pero ordinaria y vehemente hasta lo repulsivo. Frisaba por entonces los trece años. Últimamente hubo de decirle Anna Fiodórovna a mamá que acaso fuera bueno que yo también diera clase con ella, toda vez que en el colegio no había llegado a terminar el curso. A mamá, naturalmente, le alegró mucho la proposición; de suerte que Pokrovskii nos estuvo dando lección a las dos por espacio de un año entero.

Era el tal Pokrovskii un pobre chico. Su poca salud no le permitía asistir de un modo regular a la Universidad; así que no era propiamente lo que se llama, y por la fuerza de la costumbre aún le seguimos llamando a él, un estudiante. Vivía tan recogido y calladito en su cuarto, que nosotras, desde el nuestro, contiguo, no lo sentíamos. Tenía también una traza especial, se movía y encorvaba de un modo tan torpe, y hablaba de un modo tan raro, que al principio no podía yo verlo sin soltar el trapo a reír. Sascha le estaba siempre jugando alguna mala pasada, y especialmente durante la lección. Pero él no le iba en zaga en punto a violencias, se encolerizaba a cada paso y la menor futesa le sacaba de quicio; se ponía a regañarnos, lanzaba gritos, y a veces se levantaba y se iba furioso, dando por terminada antes de tiempo la lección y se encerraba en su cuarto. Pero allí en su cuarto se pasaba días enteros sentado, sin moverse, leyendo. Tenía muchos libros y todos en ediciones primorosas y raras. Daba también lecciones en otras dos casas y se las pagaban; pero, a pesar de eso, jamás tenía dinero en el bolsillo, pues inmediatamente iba a comprar más libros.

Con el tiempo le fui ya conociendo más a fondo. Era el hombre más honrado y más bueno del mundo, el mejor de los hombres que yo hasta entonces conociera. Mamá le apreciaba también mucho. Con el trato llegó a ser un amigo fiel mío y el que más cerca estaba de mi corazón…, claro que después de mamá.

Al principio me asociaba yo —no obstante ser yo una mujercita— a todas las jugarretas que Sascha tramaba contra él, y, a veces, nos estábamos deliberando horas enteras acerca del modo de embromarlo y poner a prueba su paciencia. Resultaba enormemente grotesco cuando se enfadaba y nosotras queríamos divertirnos a su costa. (Todavía hoy me avergüenzo yo cuando le recuerdo). En una ocasión lo excitamos tanto, que al pobre se le saltaron las lágrimas, y yo le oí murmurar entre dientes estas palabras: «¡No hay nadie más cruel que un niño!». Aquello me dejó confusa; por primera vez se despertaba en mí algo como vergüenza, pesar y compasión. Me puse encarnada hasta las orejas, y casi con lágrimas en los ojos supliquéle que no tomase a mal nuestras groseras bromas; pero él cerró el libro y se fue a su cuarto sin terminar la lección.

Todo aquel día me estuvo atormentando el remordimiento. La idea de que nosotras, unas chicas, le hubiéramos hecho encolerizarse a él hasta derramar lágrimas, se me hacía insoportable. ¡De modo que sólo nos habían tentado sus lágrimas! ¡Que nos habíamos complacido en excitar su irritabilidad, seguramente morbosa! ¡Y habíamos conseguido, por fin, acabar con su paciencia! ¡Habíamos obligado al pobre chico a sentir todavía más lo desdichado de su triste condición!

En toda la noche no pude dormir… ¡Cómo me torturaban los remordimientos! Dicen que las novedades alegran el ánimo. ¡Pues es todo lo contrario! No sé cómo, pero es lo cierto que a mi pesar uníase algo de orgullo. No me avenía a la idea de que él me juzgara una niña. Yo tenía ya entonces quince años.

A partir de aquel día yo sólo pensé en discurrir el modo de hacer que Pokrovskii cambiase de opinión acerca de mí. Pero mi timidez venía a impedirme el poner en práctica alguno de los mil proyectos que se me ocurrían; no acababa de decidirme a nada y todo se quedaba en planes y ensueños (y ¡qué no soñaría yo, Cielo santo!). Pero de allí en adelante ya no volví a secundar las groseras bromas de Sascha, la cual fue también poco a poco deponiendo su ordinariez. Todo esto tuvo por consecuencia que Pokrovskii no volviera a enojarse con nosotras. Pero no era eso bastante compensación para mi orgullo.

Quiero decir aquí unas cuantas palabras nada más acerca del hombre más raro y más digno de compasión que he conocido en mi vida. Y quiero hacerlo en este sitio, porque a partir del día referido, yo, que jamás hasta entonces me había preocupado por él en absoluto, empecé a darle cabida, y grande, en mis pensamientos.

De cuando en cuando se presentaba en nuestra casa un hombrecillo pequeño, mal vestido y sucio, con el pelo canoso, desmañado y torpe en sus movimientos, y que, sobre todo, tenía unas trazas muy particulares. A la primera mirada podía creerse que se avergonzaba un poco de sí mismo y como que pedía perdón por haber venido a este mundo. Por lo menos se encogía siempre, o trataba de hacerse más pequeño todavía, de reducirse a la nada, y aquellos sus movimientos y gestos inseguros y vergonzantes infundían a quien le observaba la sospecha de si no estaría en su juicio. Siempre que venía a visitarnos se quedaba muy plantado detrás de la mampara de cristales y no se atrevía a entrar de una vez. Cuando por pura casualidad salía alguna de nosotras —Sascha o yo— al pasillo y lo veíamos allí parado detrás de la puerta, empezaba él a hacernos visajes para llamarnos la atención; si nosotras, mediante señas también, le dábamos a entender que podía pasar y que no había visita en casa, o le llamábamos en voz alta, cobraba ánimos y se atrevía a entrar, abría muy despacito la mampara y penetraba en la casa sonriendo, después de lo cual se frotaba las manos y se dirigía de puntillas al cuarto de Pokrovskii. Aquel viejecito era su padre.

Más adelante tuve ocasión de saber la historia del pobre anciano. Había sido empleado no sé dónde, allá en tiempos, pero por falta de capacidad no logró pasar de un puesto subalterno. Al quedarse viudo de su primera mujer —la madre de Pokrovskii—, se volvió a casar con una medio campesina. Desde aquel punto y hora ya no hubo paz y tranquilidad en su casa; la nueva consorte se puso los pantalones y los trataba a todos a la banqueta. Su entenado —el estudiante Pokrovskii, que a la sazón tenía diez años— tuvo que padecer mucho a cuenta del odio que le tenía su madrastra; pero, por fortuna, se arreglaron de otro modo las cosas. El propietario Bukov, que había conocido en otro tiempo a su padre, cuando estaba empleado, y constituídose a poco menos en su protector, tomó a su cargo al chico y le puso en un colegio. Interesábase por el muchacho por la única razón de haber conocido a la difunta madre cuando ésta, doncella entonces de Anna Fiodórovna, gozaba de sus beneficios, y por su mediación contrajo matrimonio con el empleado Pokrovskii. En aquel entonces, el señor Bukov, como buen amigo de Anna Fiodórovna, tuvo el rasgo de regalarle a la novia una dote de cinco mil rublos. Por cierto que es hasta hoy un enigma adónde iría a parar todo ese dinero. Todo esto me lo contó la propia Anna Fiodórovna. El estudiante Pokrovskii no me habló jamás de su familia y no le hacía gracia le preguntasen ni por sus padres. Dicen que su madre había sido muy guapa, motivo por el cual me choca que se casara con un partido tan desventajoso como el que representaba aquel hombre insignificante. Por lo demás, al cuarto año de casada pasó la pobre a mejor vida.

De la escuela pasó el estudiante Pokrovskii a un gimnasio, y de allí a la Universidad. El señor Bukov, que solía hacer frecuentes viajes a San Petersburgo, no lo abandonó allí, sino que siguió protegiéndolo. Desgraciadamente, no pudo Pokrovskii, por lo delicado de su salud, proseguir sus estudios, y entonces fue cuando el señor Bukov se lo presentó formalmente a Anna Fiodórovna y le buscó colocación en su casa para que, a cambio de la habitación y la comida, le enseñase a Sascha todas las ciencias.

Pero Pokrovskii, padre, para consolar su dolor por la mala vida que le daba su segunda mujer, se entregó al peor de los vicios, la bebida, hasta el punto de estar casi siempre borracho. Su mujer le zurraba de lo lindo, lo dejaba dormir en la cocina, y de tal modo extremó sus rigores con el tiempo, que el infeliz lo aguantaba todo sin chistar y acabó acostumbrándose a los golpes. No era todavía muy viejo, pero por efecto de la mala vida, parecía, como antes dije, no estar del todo en sus cabales.

El único resto de sentimientos nobles que aquel hombre atesoraba era el cariño sin límites que le tenía a su hijo. Me habían dicho que el muchacho se parecía tanto a su madre, como una gota de agua a otra. ¿Sería quizá el recuerdo de la primera mujer, que para él había sido tan buena, lo que en el corazón de aquel viejo degenerado infundía ese cariño inmenso a su hijo? El viejo no hablaba de otra cosa más que de aquel hijo. Todas las semanas iba dos veces a verlo. No se atrevía a visitarlo con más frecuencia, porque el hijo mismo no podía aguantar aquellas visitas paternales. Tal desprecio hacia su padre era, sin duda alguna, el mayor defecto del estudiante. Aunque también es cierto que a veces resultaba el viejo sumamente antipático. En primer lugar, era terriblemente curioso y, además, no dejaba trabajar al hijo con su verborrea huera y con sus continuas y absurdas preguntas, y, por último, no siempre se presentaba sereno del todo. Con el tiempo logró el hijo, sin embargo, curarle de sus malas costumbres, de su curiosidad y verborrea, y, finalmente, acabó el padre obedeciéndole como a un dios, no atreviéndose ya ni a abrir la boca sin su permiso.

El pobre viejo no tenía palabras bastantes para ponderar y poner por las nubes a su Pétinka[6]. Cuando iba a verlo, parecía siempre decaído, agobiado, preocupado y hasta afligido…, probablemente por ignorar cómo el hijo lo acogería. Por lo general, tardaba mucho rato en decidirse a entrar, y cuando desde la puerta me divisaba a mí, se daba prisa en acercárseme y se estaba media hora por lo menos preguntándome cómo iba Pétinka, qué estaba haciendo, si estaba bien de salud y en qué estado de humor se hallaba y si no trabajaba a la sazón en algo importante. ¿Estará escribiendo o estudiando alguna obra filosófica? Y luego que yo lo tranquilizaba suficientemente y lo animaba, resolvíase, finalmente, a abrir muy despacito y con mucho tiento la puerta del cuarto de su Pétinka, asomando por ella la cabeza; cuando veía que el hijo estaba de buen temple o respondía a su saludo con un gesto, entonces penetraba ya resueltamente en la habitación, se quitaba la capa y el sombrero —este último lo tenía siempre abollado y lleno de agujeros, cuando no con un ala partida— y los colgaba de un clavo. Todo esto lo hacía con el mayor cuidado y sin armar ruido.

Luego se sentaba también con mucho cuidadito en una silla y ya no apartaba los ojos de su hijo, siguiendo todos sus movimientos y todas sus miradas, a fin de adivinar cuál fuese su estado de espíritu. Si comprendía que su hijo estaba aquel día de mal humor, se levantaba en seguida del asiento y decía que había ido «sólo por verte un momentito, Pétinka. He tenido que hacer un gran trayecto y, ya ves, dio la casualidad que tenía que pasar por aquí, y dije: Voy un momentito, sólo por verlo, por descansar un poco. Ahora ya me voy, Pétinka».

Y sin añadir nada más cogía con mucho cuidadito su vieja y tenue capa y su abollado sombrero, cerraba tras de sí con mucho tiento la puerta y se iba, esforzándose aún por sonreír y contener en el pecho la pena, a fin de que no la notase su hijo.

Pero cuando Pétinka lo acogía afectuosamente, entonces el pobre viejo no cabía en sí de gozo. Su rostro, sus gestos, sus manos…, dejaban traslucir su contento. Y si el hijo se dignaba ponerse de conversación con él, levantábase el viejo un poquitín de la silla y contestaba en un tono humilde y quedo, casi respetuoso, esforzándose siempre por elegir las expresiones más distinguidas, que, como es natural, en aquel caso resultaban cómicas. Añádase a esto que no sabía hablar de un modo categórico; a cada dos palabras empezaba a embrollarse, se confundía y no sabía ya qué hacer con las manos ni qué hacer de sí mismo…, terminando por farfullar las contestaciones, repitiéndolas por lo bajo, como para rectificarlas. Pero cuando por casualidad lograba contestar a derechas, poníase la mar de hueco, se alisaba la chaqueta, se arreglaba la corbata, se quitaba el polvo de las solapas, y su semblante asumía la expresión de una cierta cordura. Pero a veces sentíase tan animado, que casi se volvía atrevido; se levantaba de la silla, dirigíase a la tabla de los libros, cogía uno y se ponía a leer, sin fijarse en el libro que fuese. Y todo esto lo hacía con una cara como para expresar el mayor aplomo y sangre fría, cual si de siempre estuviera autorizado a revolver los libros del hijo, según su antojo, y su afectuosidad fuese cosa corriente. Pero en cierta ocasión pude yo ver muy bien cómo el viejo hubo de asustarse, al rogarle el hijo que no le anduviese en los libros; se le fue completamente la cabeza, se apresuró a reparar su yerro, quiso colocar el libro que cogiera entre otros, pero se le escurrió y cayó al suelo de plano; tornó a levantarlo rápidamente, volvió a querer encajarlo acá y allá, y a colocarlo en falso y a dejarlo caer de nuevo, de canto esta vez; sonrió con sonrisa forzada, púsose muy colorado y acabó por no atinar con el modo de subsanar su entuerto.

Poco a poco fue consiguiendo el hijo, con sus admoniciones y afectuosas reprimendas, apartar al padre de sus malas costumbres, y cuando el viejo se le presentaba tres veces seguidas sereno, le daba a la cuarta veinticinco o cincuenta copeicas, si no más. A veces le compraba calzado, una chaqueta o alguna corbata, y cuando el viejo se presentaba después con ellas puestas, venía orondo como un gallo. A veces también venía a vernos a nosotras y nos traía a Sascha y a mí tortas de especias o manzanas, y nos hablaba con mucha naturalidad de su Pétinka. Nos rogaba que estuviésemos atentas y serias durante las lecciones, y respetásemos a nuestro profesor, pues Pétinka era un buen hijo, el mejor de los hijos, y, además, un hijo muy ilustrado. Al decir esto nos guiñaba cómicamente el ojo izquierdo y se daba tal importancia, que nosotras, por lo general, no podíamos contenernos y soltábamos el trapo a reír. A mamá le era muy simpático el viejecillo. A Anna Fiodórovna le tenía él odio, aunque delante de ella se mostraba «más humilde que la hierba y más tranquilo que el agua».

No tardé yo en dejar de asistir a las lecciones. Pokrovskii me seguía considerando una chiquilla, como una chiquilla mal educada, lo mismo que Sascha. Eso me ofendía mucho, pues era la verdad que yo había hecho todo lo posible por rectificar mi conducta anterior. Pero inútilmente; él no sabía apreciar. Y eso era lo que más me hería el amor propio y me irritaba. Apenas si le dirigía la palabra fuera de las horas de clase…; era que no le podía hablar. Me ponía muy encarnada y luego me iba a llorar a escondidas a un rincón…, enojada conmigo misma.

No sé adónde me hubiera conducido este estado de cosas de no haber venido un incidente casual a acercarnos el uno al otro. Ocurrió lo siguiente:

Una tarde, estando mamá sentada junto a Anna Fiodórovna, me deslicé yo a hurtadillas en el cuarto de Pokrovskii. Sabía que él no estaba en casa, pero no podría, sin embargo, explicar claramente cómo pudo ocurrírseme el introducirme de aquel modo en el cuarto de un hombre. Era la primera vez que lo hacía, aunque ya lleváramos más de un año viviendo pared por medio. El corazón me palpitaba tan fuerte, cual si se me fuera a saltar. Poseída de rara curiosidad, púseme a dar vueltas por la habitación; no podía ser más sencilla, amueblada incluso con pobreza, y no digamos nada del desorden que en ella reinaba. En la mesa y sobre las sillas había papeles y hojas escritas. ¡Por todas partes libros y papeles! De pronto hubo de ocurrírseme una extraña idea: la de que mi amistad y hasta mi amor no podían significar nada para él. Era él tan culto y yo tan ignorante… ¡Con decir que no sabía nada, ni leía nada, ni tenía un solo libro!… ¡Con qué envidia contemplaba yo aquella tabla tan larga, atestada de libros hasta el punto de que parecía ir a desplomarse bajo tanto peso! ¡Sentí rabia, y pena, y nostalgia, y cólera!… Me entraron unas ganas enormes de leerme todos aquellos libros, sus libros, de leérmelos todos desde el primero hasta el último, y todo lo aprisa posible. No sé; quizá pensase yo que, luego que me hubiera leído todo aquello y supiese tanto como él, podría granjearme su amistad mucho mejor que ahora, que nada sabía. Lo cierto es que me encaminé muy resuelta a la tabla referida y, sin vacilar, ni siquiera reflexionar en lo que hacía, cogí el primer libro que se me vino a las manos…, por cierto un libraco muy viejo y lleno de polvo…, y temblando de puro asustada y nerviosa, me lo llevé a mi cuarto para leerlo a la noche, luego que mamá se durmiese, a la luz de la lamparilla.

Pero cuál no fue mi decepción cuando encontrándome ya felizmente en mi cuarto abrí aquel libro hurtado y pude ver que se trataba de un mamotreto viejísimo, amarillento y roído por la polilla, y… escrito en latín. No me paré mucho rato a pensarlo y volví a penetrar resueltamente en su habitación. Pero cuando me disponía precisamente a poner de nuevo el libraco en su sitio, he aquí que oigo abrirse y cerrarse la mampara del corredor y después un rumor de pisadas; ¡alguien había entrado! Quise despachar pronto, pero el mamotreto aquél había estado tan encajado entre los demás que, al sacarlo yo de allí, disminuida la presión, habían vuelto a apelmazarse los otros, de suerte que ya no dejaban espacio para su antiguo compañero de penas y fatigas. A mí me faltaban fuerzas para embutirlo entre ellos. El rumor de pisadas sonaba cada vez más cerca; yo ponía todo mi empeño en colocar allí el libro, cuando la mohosa alcayata que sostenía uno de los extremos de la tabla, y parecía haber esperado sólo ese momento para hacerlo…, se quebró. La tabla vínose abajo con un crujido, dando con un extremo en el suelo y dejando caer estruendosamente los volúmenes. En este crítico momento se abrió la puerta y Pokrovskii entró en el cuarto.

Debo advertir previamente que él no podía tolerar que nadie le anduviese en sus cosas. ¡Ay de aquel que se atreviese a tocarle sus libros! ¡Podéis imaginaros, pues, cuál no sería su indignación al ver rodando por el suelo todos sus libros, grandes y pequeños, encuadernados y en rústica, que, confundidos unos con otros, fueron a parar debajo de la mesa y de las sillas y a chocar contra la pared, donde quedaron muchos de ellos formando un montón! Yo quise echar a correr, pero ya era demasiado tarde. «¡Se acabó —me dije—; se acabó para siempre! ¡Estoy perdida! ¡Soy torpe como una chica de diez años, soy una idiota! ¡Soy pueril y estúpida!».

Pokrovskii se encolerizó de un modo indecible.

—¡Sólo esto faltaba! —exclamó iracundo—. ¿No le da a usted vergüenza, señorita? ¿No tendrá usted nunca juicio y no olvidará las puerilidades del colegio?

A todo esto, se había puesto a recoger los libros. Yo también me incliné para ayudarle, pero él me lo prohibió en tono huraño:

—¡No hace falta, no hace falta, déjelo! ¡Mejor haría usted no metiéndose donde no la llaman!

Mi silenciosa intención de ayudarle, que delataba acaso la conciencia de mi culpa, pareció, no obstante, amansarlo un poco, pues siguió hablándome en un tono más suave, admonitorio, en el mismo tono en que poco antes me hablara como profesor.

—¿Cuándo renunciará usted finalmente a sus aturdimientos; cuándo, por fin, se volverá juiciosa? ¡Debe usted darse cuenta de que ya no es ninguna niña, no, señor…; ya ha cumplido usted quince!

Y he aquí que, de pronto, como para cerciorarse de que yo no era ya ninguna chiquilla, me miró de frente y se puso encarnado hasta las orejas. No comprendí yo por qué se ponía colorado; estaba ante él y lo contemplaba atónita, con los ojos de par en par. Él no sabía lo que hacía; dio, confuso, dos pasos hacia mí, confundiéndose más aún, y murmuró algo en voz baja, como disculpándose…, quizá por no haber notado hasta entonces que yo era ya una mujercita. Finalmente, lo comprendí. No sé entonces lo que por mí pasó; fijé en seguida la vista en el suelo avergonzada; me puse todavía más encarnada que Pokrovskii, me cubrí la cara con las manos y salí corriendo de la habitación.

No sabía lo que me pasaba; adónde ir a ocultar mi vergüenza. ¡Pensar que él me había sorprendido en su cuarto! Durante tres días no tuve valor para mirarlo a la cara. Me ruborizaba hasta el punto de saltárseme las lágrimas. Cruzaban por mi cabeza los pensamientos más horribles y grotescos. Uno de los más enrevesados era que yo debía ir a buscarlo, explicárselo, confesárselo y contárselo todo con absoluta franqueza para asegurarle después que no había procedido cual chicuela aturdida, sino animada del mejor propósito. Casi estaba decidida a hacerlo así, pero por suerte me faltó luego el valor y no me atreví a realizar mi plan. ¡La que se hubiera armado de otro modo! Hoy mismo me avergüenzo solamente de pensarlo.

Días después cayó mamá enferma…, de pronto y muy gravemente. A la tercera noche aumentó la fiebre y empezó a delirar con gran violencia. Yo llevaba ya una noche sin dormir y estaba sentada junto a su cama para darle de beber y administrarle, a las horas indicadas, los medicamentos que el doctor prescribiera. A la noche siguiente me faltaron las fuerzas y me sentí de todo punto agotada. De cuando en cuando se me cerraban los ojos, veía danzar ante mí unos puntitos verdes, me daba vueltas la cabeza y a cada instante parecía ir a perder el conocimiento, pero entonces me volvía a despertar un leve quejido de la enferma; me incorporaba y me volvía a despabilar por otro ratito, para volver a adormilarme de nuevo, rendida de cansancio. Me asaltaban entonces pesadillas. No puedo recordar ahora exactamente cuáles eran, pero sí recuerdo que eran unas pesadillas espantosas, que durante mi lucha con la fatiga, cada vez mayor, me atormentaban con turbias visiones. Me despertaba llena de sobresalto. La habitación estaba a oscuras; se había apagado la lamparilla. No tardaba en reanimarse la luna, y claro resplandor iluminaba el aposento, hasta que de nuevo volvía a quedar reducida aquélla a una llamita azulosa que proyectaba en las paredes sombras temblequeantes, para momentos después dejarlo todo sumido en casi completas tinieblas. Una de las veces me entró un susto muy grande y un raro temor se apoderó de mí; mis sensaciones y mi fantasía se hallaban aún bajo la impresión de la horrible pesadilla que había tenido y el miedo me oprimía el corazón. Me levanté tambaleándome de la silla y lancé un leve grito, movida por el torturante impulso de un miedo indefinido. En el mismo instante se abrió la puerta y Pokrovskii entró en la habitación.

Sólo recuerdo ahora que me desperté en sus brazos en mi desvanecimiento. Él me acomodó tutelarmente en una silla, dióme de beber y me hizo, con aire preocupado, unas preguntas que yo no comprendí. No recuerdo qué le contestaría.

—¡Está usted enferma, señorita; muy enferma! —decía en tanto me estrechaba la mano—. Tiene usted fiebre, está usted jugando con su salud al cuidarse tan poco. Serénese usted, acuéstese y duerma. Yo la despertaré de aquí a dos horas, no tenga usted cuidado… Acuéstese y duerma tranquila —ordenóme sin darme tiempo a objetar nada.

El agotamiento había dado cuenta de mis energías. Los ojos se me cerraban de puro débil. Así que me acosté, formando el firmísimo propósito de no dormir sino media horita, pero luego estuve durmiendo hasta ser de día. Pokrovskii me despertó justamente a la hora de darle a mamá la medicina.

Al día siguiente, cuando después de un ligero descanso me disponía yo a velar a mi madre, resuelta aquella vez a no dormirme, y a eso de las once llamaron a la puerta, abrí…, y era Pokrovskii.

—Se va a aburrir usted mucho velando usted sola, pensé —me dijo—; así que le traigo este libro para que se distraiga un poco.

Tomé el libro…, he olvidado ya qué libro fuese…; pero en toda la noche llegué a dormirme, y eso que apenas si le eché un vistazo. Era una rara excitación íntima la que no me dejaba punto de reposo; no podía dormir, ni podía tampoco estarme mucho rato quieta en la silla…, y a cada paso me estaba levantando para dar unas vueltas por la habitación. Un extraño alborozo interior conmovía todo mi ser. ¡Estaba tan contenta con la fineza de Pokrovskii! Ufana me sentía de aquella atención suya, sé aquellos desvelos que por mí se tomaba. En toda la noche no hice más que pensar en eso y soñar despierta. Él no volvió a presentarse y yo sabía muy bien que aquella noche no volvería, pero me esforzaba por imaginarme nuestra próxima entrevista.

A la noche siguiente, cuando ya todos estaban acostados, abrió Pokrovskii la puerta de su habitación y se puso a hablar conmigo, sin moverse del quicio de su puerta. No recuerdo ya nada de cuanto entonces me dijera él a mí y yo a él; sólo recuerdo que yo estaba muy turbada y confusa, y enojada por esa razón conmigo misma, y que aguardaba impaciente el término de nuestro palique, no obstante tener puestos en él todos los sentidos y no haber pensado en otra cosa todo aquel día, llegando incluso a urdir preguntas y respuestas en mi imaginación…

Con aquel coloquio dio principio nuestra amistad. Todo el tiempo que mamá estuvo enferma pasábamos todas las noches alguna hora juntos. Poco a poco fui venciendo yo mi timidez, aunque después de cada palique tenía más motivos para estar más descontenta de mí misma. Esto aparte, llenábame de íntima alegría y secreto orgullo ver que él abandonaba por mí sus horribles libracos. Una vez hubo de recaer la conversación sobre el episodio de la caída de la tabla, y hablamos de ello, naturalmente, en broma. Fue aquél un raro instante; creo que me expresé con absoluta franqueza e ingenuidad. Arrebatóme una inspiración extraña y se lo confesé todo…: le confesé que yo quería estudiar para saber y cuánto me molestaba que me tuviesen por una chiquilla… Como digo, me encontraba yo en aquel momento en una disposición de ánimo especial; se me había puesto tierno el corazón y a mis ojos asomaban lágrimas…; yo no le ocultaba cosa alguna, sino que se lo contaba todo, todo; le hablaba del cariño que me inspiraba, de mi ansia de amarle, de estar muy cerca de su corazón, de consolarlo, de animarlo…

Él me miraba de un modo singular, parecía turbado y sorprendido al mismo tiempo y no decía palabra. Aquello me lastimó de pronto y me puse triste. Pensé que él no me entendía y acaso se estaba riendo a mi costa para sus adentros. Y de pronto se me saltaron las lágrimas y rompí a llorar como una criatura; me era imposible contenerme, estaba como dominada por el vértigo. Entonces él me cogió las manos, me las besó, me las estrechó contra su pecho y se puso a hablarme con mucho mimo y a consolarme. Le debían haber llegado a lo hondo mis palabras, pues daba muestras de gran emoción. No recuerdo ya lo que me dijera, sino que yo lloraba y reía al mismo tiempo y me ponía colorada y volvía a llorar de puro contenta y no podía articular palabra. Pero no se me pasó por alto que Pokrovskii conservaba todavía cierta turbación y rigidez. Era indudable que le había maravillado no poco mi estallido sentimental, aquel arrebato de cariño tan repentino y ardiente. Puede que a lo primero sólo hubiese yo despertado su interés; pero luego acabó por perder toda reserva, y a mi atención, correspondía con sentimientos no menos sinceros y veraces, y se me mostraba tan atento y cariñoso como un verdadero amigo, cual si fuese mi hermano. ¡Cómo me caldeaba el corazón y qué bien me hacía su afecto!… Yo no le ocultaba nada ni me valía de disimulo con él; me mostraba a sus ojos tal y como era, y cada día que pasaba se iba acercando más a mí e iba aumentando nuestro amor…

Verdaderamente, no podría decir de qué hablábamos en aquellas horas torturantes, y al mismo tiempo tan gustosas, de nuestros nocturnos paliques a la trémula luz de la lamparilla, que ardía delante del icono, y casi pegados al lecho de mi pobre madre enferma… Hablábamos de todo lo que se nos ocurría, de todo aquello que llenaba nuestros corazones…, y éramos casi felices… ¡Ah, fue aquél un tiempo triste y al mismo tiempo alegre, las dos cosas juntas! Hoy mismo lo recuerdo yo con tristeza y alegría. Los recuerdos son siempre torturantes, ya sean alegres o melancólicos. Por lo menos, así me ocurre a mí con los míos…; pero siempre ese tormento va acompañado de cierta dosis de placer. Y cuando nos asalta la melancolía y se nos pone pesado el corazón, cuando nos sentimos lacerados y tristes, entonces los recuerdos nos sirven de lenitivo y nos vivifican, al modo de ese fresco rocío que, después de un día caluroso, refrigera en la tarde húmeda a las pobres flores agostadas por el ardor del sol y les comunica nueva vida.

Mamá estaba ya mucho mejor…; pero a pesar de ello continué yo velándola por las noches, a la cabecera de su cama. Pokrovskii me facilitó libros; al principio leía yo con el único objeto de no dormirme; pero luego empezaron a interesarme, y acabé devorándolos con verdadera ansia. Parecíame como si se me abriera un nuevo mundo de cosas hasta allí desconocidas e insospechadas. Nuevos pensamientos, nuevas impresiones desbordábanse en mi alma, y cuanta más excitación, cuanto más trabajo y lucha me costaban aquellas nuevas impresiones para acogerlas en mi alma, tanto más caras se me hacían y tanto más alborozadamente conmovían todo mi ser. De un golpe penetraban en mi corazón y ahuyentaban de él todo sosiego. Era un caso extraño el que empezaba a agitar mi corazón. Pero, a pesar de todo, aquella dominación ejercida sobre mi espíritu no podía aniquilarme. Era yo demasiado idealista y soñadora, y aquello me salvaba.

Luego que mi madre hubo vencido del todo su enfermedad, cesaron nuestras entrevistas nocturnas y nuestros largos paliques. Sólo de cuando en cuando encontrábamos ya ocasión de cambiar un par de palabras insignificantes e indiferentes; pero yo me consolaba pensando que a cada una de aquellas palabras insulsas les prestaba yo un significado especial, dándole a entender a él algo secreto. Sentía mi vida plena de contenido: era feliz, plácida y tranquilamente feliz. Y así transcurrieron unas cuantas semanas.

Luego, un día entró de pronto en nuestro cuarto, como casualmente, el viejo Pokrovskii. Se puso a hablar por los codos de todo lo imaginable, dando muestras de estar muy contento, y hasta se propasó a darnos bromas y hacer chistes —chistes a su modo, claro—, hasta que, por último, salió con la enorme novedad que venía a ser la clave de su buen humor, diciéndonos que de allí a una semana era el cumpleaños de Pétinka y que todos los años, sin falta, iba en tal día a visitar a su hijo. Con ese motivo se pondría su traje nuevo, y su mujer —añadió— le había prometido comprarle unas botas nuevas. En resumen: que el viejo estaba la mar de contento y no se cansaba de hablar.

¡Conque su cumpleaños! Esa idea me tuvo sin sosiego día y noche. Al punto resolví hacerle algún regalo a Pétinka ese día para testimoniarle así mi cariño. Pero ¿qué regalarle? Por último, se me ocurrió una buena idea; le regalaría libros. Sabía yo que él estaba lampando por la última edición de las Obras completas de Puschkin, y decidí comprárselas. Era yo dueña de unos treinta rublos, que había ganado con mi labor de costura. Tenía destinada esa cantidad para un traje nuevo que me pensaba hacer. Pero al punto envié a nuestra cocinera, la vieja Matriona, a la librería más cercana para que se enterase del precio de la nueva edición de las obras de Puschkin. ¡Oh desdicha! Los once tomos, encuadernados, costaban sesenta rublos. ¿De dónde sacar ese dinero? Por más vueltas que le daba en mi imaginación al problema, no le encontraba solución. No quería pedirle dinero a mamá. Seguro que se habría apresurado a dármelo: pero me habría preguntado para qué lo necesitaba, y todos se habrían enterado de que quería hacerle un regalo a Pétinka. Y, además, no se habría estimado entonces aquello ningún regalo, sino una compensación por los desvelos que todo el año se tomaba por mí. Mientras que yo quería regalarle los libros yo sola, sin que nadie se enterase. Por los desvelos que por mi educación se tomaba le guardaría eterna gratitud, sin ofrecerle por ellos otro regalo que mi cariño. Por último, logré encontrar una solución.