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Parte 4 – Un beso lo cambia todo

El sol había surgido, sus rayos iluminaban intensamente la habitación, más brillantes que la tela azul de la cortina que cubría la ventana, filtrando su resplandor en la oscuridad del cuarto. Sargonas despertó, desorientada, sin recordar cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era haberse resbalado y caído al suelo. Sin embargo, eso no era lo que ocupaba sus pensamientos en ese momento.

Deslizó las cortinas de la ventana de un tirón, permitiendo que la luz del sol inundara la habitación y expulsara la oscuridad y dijo:

—Ese tonto me besó —musitó, posando dos dedos sobre sus labios mientras recordaba la sensación.

Su piel, ya naturalmente colorada, se volvió aún más roja al rememorar la situación. ¿Qué quería decir con estar enamorado de ella? Se preguntó mientras se ponía de pie, verificando si se había lastimado al caer.

—No tengo dolor en la cabeza ni en ninguna parte del cuerpo. Probablemente haya usado magia curativa en mí —comentó mientras buscaba un nuevo camisón en el armario—. Llevaba otra ropa antes, ¿acaso se tomó la molestia de cambiármela?

No le incomodaba saber que la había desnudado; después de todo, ya lo había visto desnudo en la subasta de esclavos. Pero lo que realmente la molestaba era haberlo hecho mientras él estaba inconsciente.

Toc, toc, toc

Alguien golpeaba la puerta. Sargonas se acercó y, antes de abrirla, una voz masculina se hizo oír al otro lado.

—Sargonas, ¿estás despierta? —preguntó Henry, esperando unos segundos antes de golpear la puerta de nuevo.

Toc, toc, toc tres golpes suaves resonaron en la puerta de madera.

—Sí, estoy despierta, pero me estoy vistiendo —mintió para saber qué quería.

Sin perder tiempo, Henry respondió:

—Ya es mediodía. Supongo que debes tener mucha hambre. Pasé por tu habitación para traerte el almuerzo. Tengo tu bandeja aquí conmigo.

—¿Por qué no envías a una de tus docenas de criadas? ¿O pretendes hacer alarde de humildad ahora? —dijo sarcásticamente.

Hubo un breve silencio, como si Henry estuviera considerando sus palabras. Finalmente, habló:

—En realidad, quiero hablar contigo.

—¿Por qué no lo dijiste desde el principio? ¿Necesitabas traerme el almuerzo solo para hablar conmigo? —preguntó burlonamente.

—Tienes razón, pero también estaba preocupado por ti. Te has caído dos veces y, aunque usé algo de magia curativa, no es mi especialidad.

—¡Estás mintiendo! ¡Sabes que lo estás haciendo! ¡Incluso te tomaste la molestia de desnudarme y cambiarme la ropa! —gritó enfadada.

—No fui yo —respondió Henry.

—¿Entonces una de tus criadas? —inquirió.

—Sí. 

Con mucha curiosidad por descubrir de qué quería hablarle, Sargonas abrió la puerta y vio a Henry parado en el pasillo sosteniendo una bandeja cubierta por una tapa plateada brillante.

 —Adelante —dijo, permitiéndole el paso a la habitación.

Henry entró y colocó la bandeja en la mesita de noche, apartando ligeramente la lámpara alimentada por una piedra mágica.

—Toma asiento, puedes comer ahora o esperar hasta después de la charla. Aunque estoy seguro de que estará bastante frío cuando terminemos de hablar.

Sargonas se sentó en su cama cerca de la mesita de noche y tomó la bandeja con ambas manos, apoyándola sobre sus piernas.

—Puedo hacer ambas cosas —dijo, destapando la bandeja y dejando que la tapa liberara vapor sobre la mesita de luz.

La bandeja contenía un trozo de carne bien cocida bañada en una suculenta salsa, acompañada por una variedad de vegetales de colores vivos. El aroma abrió su apetito y su estómago gruñó, anticipándose a la comida. El plato único estaba elegantemente presentado, con cubiertos dispuestos a los lados sobre la bandeja, no en el plato.

Tomando el pequeño cuchillo y el tenedor, Sargonas comenzó a cortar la carne con delicadeza, recordando sus modales reales. El primer bocado casi le hizo soltar una lágrima; estaba exquisito, pero se mantuvo en silencio y continuó comiendo como si no fuera gran cosa. Mientras tanto, Henry se mantenía de pie observándola.

Aunque no era su primera comida desde que llegó, cada plato que probaba seguía sorprendiéndola. Su estancia en la mansión le traía recuerdos de cuando tenía un banquete solo para él, con platos dispuestos exclusivamente para él y sus concubinas.

Henry permanecía en silencio, sus ojos amarillos como llamas ardientes, fijos en ella. Sargonas, a su vez, lo miraba detenidamente mientras seguía comiendo, y le preguntó:

—¿Siempre te vistes así? ¿Con camisas negras y pantalones blancos?

—Sí, aunque cuando hace frío suelo usar mi capa mágica que me mantiene abrigado. ¿Qué tiene de malo mi forma de vestir? —respondió Henry.

—Cuando yo era rey, cambiaba mi atuendo cada día; tenía una sala dedicada solo a la ropa.

—Yo no soy rey, y tú tampoco. Además, me gusta vestir así. Me recuerda a mis escamas negras de cuando era un drakonte —dijo, llevando la mano a su cabeza y acariciándose.

Sargonas, tras el golpe de recordarle que ya no era rey, decidió ir directo al grano para despejar su mente.

 —¿Y bien?, ¿qué querías decir? —preguntó mientras llevaba algunos vegetales a su boca con el tenedor.

Henry se acercó a ella, y por un momento, temió que intentara darle otro beso, así que cerró los ojos. Sin embargo, Henry tomó asiento suavemente a su lado y comenzó a hablar.

—Perdón por el beso. Era lo primero que quería decirte. Pensé que aquellas palabras y el beso evitarían una pelea. Detesto las peleas innecesarias.

Aquello golpeó duro su corazón. Sargonas sintió como si Henry hubiera estado jugando con él y sus sentimientos. La forma en que intentó evitar el conflicto le molestó profundamente. Aunque, en lo más profundo, deseaba que esas palabras fueran verdaderas. La pregunta sobre si se estaba enamorando de él comenzó a resonar en su cabeza. Enojada, para intentar alejar ese pensamiento intrusivo, decidió responder:

—Te estabas tardando. No creí que alguien como tú se rebajaría a alguien tan insignificante —vociferó mientras terminaba de masticar y apartaba la bandeja.

—Eso no es cierto, yo...

—¿Qué te pasa? ¡Dilo ya! ¿Me tienes miedo? No parecía así cuando te aprovechaste de mí.

—¡No! No te tengo miedo, ni te odio, es solo que... planeé encontrarme contigo durante tantos años, quería agradecerte por todo lo que habías hecho por mí, aunque no fuera con buenas intenciones.

—Yo quería asesinarte...

—Déjame terminar primero —lo interrumpió—. Cuando te conocí, me di cuenta que estaba persiguiendo un fantasma.

—¿Un fantasma? —repitió confundido.

—Sí, un fantasma. En mi cabeza, creí que, si te encontraba y te dejaba quedarte conmigo, te sentirías en deuda por haberte ayudado. Sin embargo, cuando hablamos por primera vez, me dijiste que me odiabas. ¿Por qué querrías quedarte conmigo después de todo lo que te hice? Me comporté como un idiota...

Hubo un silencio prolongado mientras Henry consideraba lo que quería decir a continuación. Luego, volteándolo a ver a los ojos, continuó:

—Siempre pensé que no había hecho nada malo, que todo fue contra mi voluntad. Me engañé a mí mismo para poder seguir adelante con lo que había hecho. La guerra no es buena, matar no está bien y, sin embargo... —lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos—. Perseguí un fantasma para no aceptar la realidad, para no enfrentar lo que había hecho. Me encerré en esta mansión, creé una familia y las obligué a perseguir un fantasma.

El rey demonio, Sargonas, se encontraba confundido, las palabras de Henry lo habían sacudido profundamente. Las lágrimas no cesaban de brotar de sus ojos. ¿Seguía odiándolo después de todos esos años? Se cuestionaba eso y cuando intentó hablar, Henry continuó:

—Eres más fuerte que yo. No solo me derrotaste en aquella pelea, sino que también te llevaste un pedazo de mí. Soy verdaderamente un idiota. Desde que llegaste, te traté como alguien inferior, pero esa noche, esa noche cuando te encontré tratando de escapar, me di cuenta de algo.

—¿De qué? —preguntó instintivamente.

—De que nunca encontré al verdadero rey demonio. Estoy seguro de que nunca podré hacerlo. Sin embargo, quiero pedirte algo egoísta. Quiero que te quedes conmigo porque, aunque siempre estuve persiguiendo un fantasma, perseguirte me hizo tan feliz. Amo a todas las que están aquí, son lo mejor que me pudo haber pasado. ¿Puedes dejarme seguir persiguiéndote?

¿Podía seguir odiándolo realmente? ¿Acaso Sargonas había estado persiguiendo un fantasma en él al mantener ese odio? De hecho, solo se había acordado de él cuando le había hablado del hechizo. ¿No lo había olvidado ya hacía muchísimo tiempo? ¿Había olvidado todo eso porque se había concentrado en sobrevivir? ¿Se estaba enamorando de él simplemente porque Henry lo había tratado bien?

No tenía respuestas a todas esas preguntas, pero algo estaba claro para Sargonas. Henry se había ganado su corazón. Estaba enamorado de ese hombre de aspecto joven con cuernos. Pero, ¿tenía él derecho a amar?

Solo había pasado un día desde que lo conocía, quizás menos, pero Sargonas no podía apartar de su mente nada más que ese beso y las caricias de Henry. Recordaba sus largos dedos tibios y suaves sobre sus mejillas. Solo pensar en ello le llenaba el estómago de mariposas.

Tomó las manos más grandes que las suyas y le confesó:

—Creo que realmente me he enamorado de ti, no es una mentira —tiró de su camisa y lo besó.

Sus labios eran lo que más anhelaba en ese momento. Tal vez no había pasado solo un día, tal vez habían sido diez años de odio y más de cien de cansancio, tristeza y sufrimiento. Quizás esta era la recompensa que se merecía después de tantos años de padecimiento. Se convenció de ese razonamiento y continuó besándolo con fuerza.

Henry no se apartó y correspondió al beso con un abrazo cariñoso. Sus cuerpos se envolvieron y se mantuvieron así durante varios minutos que parecieron horas. Finalmente, Henry se apartó del beso, avergonzado, y la abrazó fuertemente contra su pecho, como si no quisiera dejarla ir y le dijo al oído.

—Yo amo a Beatriz.

—No me importa. Tuve muchas concubinas. Solo quiero que tengas ojos para mí una vez a la semana, con eso es suficiente para mí —susurró con la cara enterrada en su pecho, luego prosiguió—. ¿Puede ser hoy ese día?

 —E-está bien — respondió con vergüenza, llevando una mano a la cabeza y jugueteando con sus cuernos.

Sargonas se acostó en la cama y le dijo:

—¿Puedes cerrar las cortinas, por favor?