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Parte 1 - El hechizo

Un salón imponente, con un suelo de mármol reluciente y altísimos techos decorados con intrincados frescos de batallas y drakontos escupiendo fuego, da la bienvenida a los visitantes. Una majestuosa escalera de caracol, tallada en madera noble, se alza hacia los niveles superiores, adornada con pasamanos ornamentales.

La niña salamandra se sentía completamente deslumbrada por el ambiente novedoso. Cada rincón del enorme salón le generaba una curiosidad intensa y su mirada no dejaba de recorrerlo todo. Por otro lado, el rey demonio se mostraba consternado, sus ojos no abandonaban el suelo, llenos de incertidumbre sobre el destino que le aguardaba ahora que su verdadera identidad había sido descubierta.

Henry las reunió en el centro de la sala de estar, adyacente al gran salón y al comedor. Se pararon en fila y aguardaron en silencio, expectantes por las palabras de su amo. Sin hacerlas esperar, empezó con una pequeña disculpa:

—Perdón por levantarlas tan temprano.

—No se preocupe —respondió la criada de mayor estatura, la madre de la más joven entre todas ellas, y prosiguió—. Mis hijas y yo estamos siempre a su disposición.

Y, como era costumbre cuando tenía que decir algo importante, Henry comenzó a abrazarlas una por una, aunque solo dejó un beso cariñoso en la mejilla de una de ellas: la mujer que había estado al volante, su guardaespaldas. Se dirigió al centro de la sala de estar y continuó con la noticia:

—Como todos saben, por fin di con ella. La persona a la que he buscado durante muchísimos años —hizo una pausa dramática, aunque todas sabían de quién estaba hablando—. El rey demonio, la persona que me hechizó —Las criadas estallaron en aplausos y celebraciones ante las palabras de Henry.

Fue entonces cuando el rey demonio finalmente supo quién era su nuevo amo y cómo había descubierto que él no estaba muerto. La piel se le heló como carámbano y temió por su vida.

Henry avanzó hacia el rey demonio con los ojos brillantes, iluminados como si ardieran en llamas. El rey demonio retrocedía por cada paso que daba, hasta que la pared frenó su huida.

—Así es, hace más de cien años me hechizaste —dijo mientras llevaba su mano derecha hacia la barbilla del rey, quien estaba visiblemente asustado—. Me condenaste a pasar mi inmortalidad en un cuerpo como este —se señaló de arriba abajo con ambas manos.

La mujer apartó bruscamente la mano del hombre y espetó: —Debí haberte eliminado cuando tuve la oportunidad. ¡Por tu culpa, todo lo que tenía se ha esfumado! ¡Ahora vivo entre la basura, rodeada de personas que solo ansían mi sufrimiento! ¿¡Acaso vas a matarme!?

—¡Para nada! Eso ya es cosa del pasado. Solo quiero decirte algo —levantó la mano derecha, llevándola a su cabeza y comenzó a acariciársela, mostrando su nerviosismo—. Quiero agradecerte. Me has hecho la persona más feliz del mundo. Sin ti, jamás las habría conocido a todas ellas, mi familia —señaló a las criadas con las manos abiertas—. Además, me liberaste de la guerra.

Henry se alejó del rey demonio y se sentó en uno de los cinco grandes sillones, dando la espalda a las criadas, pero manteniendo su atención en el rey demonio. Con seriedad en su tono, continuó:

—Después de ser derrotado estabas tan debilitado por nuestro enfrentamiento que te retiraste a tu castillo y, antes de ser capturado, te quitaste la vida. Eso es lo que dice la historia oficial. Sin embargo, yo seguía hechizado y no podía recuperar mi verdadera forma. ¿Cómo era eso posible? Cambiaste de cuerpo con alguien.

En este mundo, los hechizos poderosos solo pueden ser anulados de dos maneras: la primera es que el hechicero lo disuelva él mismo. Y, finalmente, la segunda, con la muerte del hechicero. Por eso, Henry siempre supo que ella seguía con vida.

—¡¿Cómo supiste que yo era el rey demonio?! —vociferó, enojada, y continuó—. No había manera de dar conmigo. Quedan cientos de miles de demonios en el mundo, podría ser cualquiera. ¿Por qué yo?

Henry vació el té, dejando la pequeña taza sobre la larga mesa. Se levantó y se aproximó al rey demonio, quien esta vez no retrocedió.

—Porque despreciabas a las mujeres. Las considerabas inferiores. Nunca las enviaste a la guerra, ni siquiera cuando estaban cerca tu castillo —declaró Henry con firmeza.

—Eso no es verdad, yo...

—Las veías como débiles, por eso te escondiste en una de tus concubinas. Pensaste que nadie sospecharía. Sin embargo, me tomé el tiempo de entrevistar a cada una de las mujeres que pasaron por tu castillo, todas mencionaron a Aipy. La única con la que nunca pude hablar, hasta hoy —continuó Henry con determinación.

—¡No te atrevas a mencionar su nombre! Ella se sacrificó por mí, la amaba, aún la amo —el rey se quebró entre lágrimas, cayendo al suelo en un torbellino de emociones.

—Sin embargo, no soy el único que lo sabe. De las pocas personas que aún viven y estuvieron en aquella batalla, te están buscando. Después de darse cuenta de que habían perdido a su arma más letal, a mí, un drakontos capaz de pulverizar ciudades enteras, comenzaron una cacería secreta para encontrarte y acabar contigo.

—¿Por qué no me matas? Te quité tus poderes.

—Porque no me interesan los poderes, solo deseo una vida tranquila con mi familia —respondió, inclinándose para quedar a la misma altura que el rey arrodillado en el suelo—. Cuando la guerra terminó, me construyeron esta mansión y entregaron la mitad del oro que había en tu castillo para comprar mi silencio y gratitud. El imperio Oregate necesitaba que los demás reinos creyeran que aún poseían un drakontos en su poder. Siempre subestimaron me subestimaron.

La doncella, con gafas y el cabello recogido en una coleta, se acercó al amo, inquieta por lo que se había revelado.

—No deberías haber mencionado esa última parte, es un secreto de estado —expresó con preocupación.

Henry dejó de inclinarse y respondió:

—No te preocupes, María, no tengo intención de perderla de vista, no después de haber tardado cientos de años en encontrarla.

—Entonces déjame ir, estoy poniendo en peligro a toda tu familia. Si tú me encontraste, nada asegura que los demás no hagan lo mismo —dijo, limpiándose las lágrimas con las manos.

Esta vez, Henry se arrodilló frente a ella y posó su mano derecha sobre su hombro. El rey demonio levantó la cabeza para mirarlo a los ojos, y Henry habló con tono cálido:

—No puedo hacerlo. Durante años he trabajado para encontrarte y protegerte. He hecho poderosos amigos, he construido un nombre. Además, no puedo abandonar esta mansión, se lo prometí a ella.

—Pero hoy te vieron salir de la mansión. Te vieron con dos esclavos —dijo, mirándolo intensamente.

—Tienes razón, pero ellos no pueden decir nada. Comprar esclavos está penado con la muerte. Si me denuncian, estarían cavando su propia tumba —respondió Henry, levantándose—. Si alguien me delata, seremos ejecutados los dos.

—Por favor, no diga algo como eso —murmuraron varias criadas con la voz entrecortada.

La criada, que había estado al volante, abrazó a Henry desde atrás. Él tomó las manos de la joven, que descansaban sobre su estómago, ya que él era considerablemente más alto, y dijo:

—Eso no va a pasar. Además, no puedo morir y dejarlas a todas ustedes solas. —Luego, se volteó y le devolvió el abrazo con un beso sobre la cabeza, como solía hacer siempre, y añadió—. Beatriz, perdóname por siempre preocuparte.

Sin separarse de Beatriz, quien aún hundía su rostro cubierto de lágrimas sobre su pecho, ordenó:

—Quiero que la lleven del salón a su propia habitación y le den ropa nueva ¡Rápido!

La niña salamandra no estaba en la habitación, pues de manera astuta, Henry, había pedido a Pipi, la menor de todas las criadas, que la acompañara y la ayudara a tomar un baño, además de prepararle una cama en la misma habitación. De ahora en adelante, Pipi asumiría el cuidado de su nueva hermana como la mayor que era ahora. Además, Henry no confiaba mucho en que los niños pudieran guardar secretos. Sin mencionar que nunca estuvo en sus planes tener que comprar a otra esclava, por lo que tuvo que improvisar sobre la marcha.

Sin perder tiempo, todas se pusieron manos a la obra y se acercaron al rey demonio, quien se mostraba cooperativo, pese a haberse mostrado enfadado con Henry durante la discusión. La llevaron por la escalera y desaparecieron en el pasillo de la izquierda del segundo piso.

—Ya se fueron todas —dijo mientras sujetaba sus mejillas con ambas manos y limpiaba sus lágrimas con los pulgares a medida que caían—. No llores, prometo que mediré mis palabras de ahora en adelante.

—No es eso, temo por lo que pueda suceder en el futuro —dijo sollozando.

—¿A qué te refieres?

—Aún la están buscando y nosotros la tenemos aquí. Además, varios aristócratas te vieron en aquel callejón y saben que compraste un esclavo. No quiero que nos alejen, no otra vez.

—Tienes razón, pero quiero que confíes en mí, una vez más. Además, ya sabes cómo soy, siempre haré todo lo posible por las personas y las cosas que me importan —dijo antes de ser interrumpido por un beso en los labios. Henry correspondió al beso con intensidad, deslizando sus manos por su espalda hasta llegar a la cintura de ella.

Permanecieron así varios minutos, hasta que un alboroto comenzó a escucharse en el salón, lo que los hizo separarse. Henry se acercó al salón y vio a la niña salamandra, Brínea, que asomaba desde el pasillo curvado a través de la escalera caracol. Se agarró a la barandilla y gritó cuando lo vio: —¡Me llamo Brínea! ¿Y tú!?

Una voz la llamó desde atrás —No terminé de vestirte, además no está bien correr por el segundo piso, a Henry no le gusta —Pipi la estaba llevando hacia la habitación para terminar de vestirla, ya que solo tenía puesta la blusa y la falda de criada; le faltaba el delantal, las medias y el calzado.

—¡Yo soy Henry Frank! ¡Un placer, joven dama! —le dedicó una breve reverencia, luego Brínea desapareció de su vista arrastrada por Pipi.

—Casi me mata del susto —dijo Beatriz mientras se arreglaba el delantal.

—¿Tienes miedo de que se enteren de lo nuestro?

—Tengo miedo de que se lo tomen a mal, todas están enamoradas de ti.

—Pero yo solo tengo ojos para ti —dijo avergonzado, frotándose la cabeza, un gesto bastante recurrente.

—Por cierto, ¿quién es la niña? —preguntó con el dedo índice sobre el labio inferior.

—Es el verdadero rey demonio Sargonas Xul'tharac —respondió con seriedad en el rostro.

—Estás bromeando, ¿verdad?

—Sí, me conoces bien jajaja. Ella es solo una niña que me vi obligado a comprar para llevar al verdadero rey demonio. Sin embargo, debemos ir pensando otro nombre, no podemos llamarlo así, sería gritar a los cuatro vientos que el rey demonio está en esta casa. Debería preguntarle cómo prefiere ser llamado de ahora en adelante.

—Por cómo te presentaste ante ella, casi me creí que de verdad era ella el verdadero rey demonio.

—El rey demonio ya sabe quién soy, las presentaciones sobran. Además, te equivocas en algo.

—¿En qué?

—Ella ya no es más rey de nada.