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Capítulo 2. Chico conoce chica parte 2

NA: Esta historia es de mi autoría, todos los derechos reservados.

—Me sigues pareciendo demasiado joven —acusó el hombre.

—A mí, tú me pareces demasiado flaco y no me estoy quejando —replicó Oliver.

El hombre lo miró amenazador. La verdad era que estaba flaco. Oliver tenía problemas con el sobrepeso cuando no hacía ejercicios, pero este hombre de unos veinticinco era su opuesto. Parecía volverse más flaco cada día sin importar cuanta comida empujara por el gaznate.

Oliver lo había visto comer y era tan tragón como él mismo. A pesar de ello era flaco, su piel pálida, su cabello era negro, largo y desordenado. Por su mirada no parecía planear nada bueno. Tenía un aire de alimaña que no le pasaría desapercibida a ninguna persona.

—No me tutees, chico —volvió a amenazar.

Seguía llamándole chico a pesar de que Oliver tenía diecinueve y solo era seis años menor que él. Además, Oliver era más robusto que él y también más alto. Gracias al terrible entrenamiento de Alice, él había perdido toda su grasa y la había reemplazado con un cuerpo tonificado y en forma, que combinado con su altura le harían parecer distinguido ante cualquier hombre que no fuera un hechicero. Pero su flaco compañero le acusaba de ser más joven que él. Oliver le ignoró y siguió caminando por el camino pantanoso.

—No me das buena espina. Nunca conocí a un monje que llevara armadura —acusó el hombre.

—Mi armadura es especial. Se la robé a una hechicera bastante poderosa después de matarla. A pesar de que la uso como armadura ligera, aumenta mis puntos fuertes y como vez no hace el más mínimo ruido —explicó Oliver.

—No me gusta. Destacas demasiado. ¿Y qué rayos haces con esa espada? Cualquier bandido que te vea por allí nos atacaría para robarla. Es demasiado llamativa.

Oliver miró su espada con despreocupación. La vaina era dorada con extrañas piedras incrustadas. Las piedras no eran piedras preciosas, pero eran llamativas. La empuñadura era dorada. Parecía oro, pero al tacto era como del confortable cuero. No resbalaba por mucha sangre que la empapara.

La hoja parecía estar compuesta por docenas de fragmentos de cristal y a la vista de todos era de un color escarlata. Se veía igual que las monedas de plata y oro, era evidente que tenía magia en ella y los objetos mágicos eran caros y raros.

—También pertenecía a una hechicera. Ya sabes como son. Les gusta lucirse —explicó Oliver.

La codicia inundó los ojos de su flaco compañero. Oliver sonrió para sus adentros y siguió caminando.

Por el camino se encontraron a algunos aldeanos heridos, otros enterrados hasta el cuello en hojas podridas, otros desnudos y amarrados con enredaderas y otros patas arribas colgados de árboles sobre algunos lagartos hambrientos.

—Esta hechicera tiene sentido del humor —comentó Oliver tras bajar y examinar a los últimos campesinos desaparecidos.

Uno de ellos, un joven de unos veinte años, gruñía de dolor sujetando su brazo con tristeza. El otro, un hombre nervudo de unos treinta y tres que por su parecido debía ser su padre, le examinaba con rostro sombrío después de darles las gracias y preguntarles a qué señor servían.

Oliver le mostró su cruz de monje como identificación, y el hombre, aunque pareció sospechar al ver a un monje llevando túnica, pantalones, botas y sobre todo con armadura y espada, no dijo nada y dirigió su preocupación hacia su hijo.

Oliver se acercó a él y le observó. Esa herida no podría sanar en un corto tiempo, y si lo hacía, su brazo quedaría inútil. Lo más probable era que se infectara y el joven muriera. En su antigua aldea era una causa común de muerte, cuando el anciano monje no conseguía las hierbas necesarias para tratar infecciones.

Oliver metió sus dedos por el lado oculto de su cinturón de cuero. Él llevaba un pequeño bolso de cuero con correas ajustado a su cintura donde guardaba el dinero y algunas otras cosas pequeñas, pero el cinturón era otro objeto que había robado de Alice. Tenía más de cincuenta bolcillos ocultos.

El cinturón fue uno de los objetos que Alice había hecho para él. Tenía un fin único y ese era almacenar su sangre. Contaba con cincuenta y tres bolcillos de un centímetro de ancho y cuatro de alto. En cada bolcillo podía almacenar tres botellas de sangre diluida. Por supuesto, Alice no esperaba que él almacenase sangre diluida, sino sangre pura provista por ella.

Por alguna razón Alice no quería que él muriera, y era seria en mantenerlo con vida. Oliver nunca supo cuáles eran sus planes finales, solo podía hacerse algunas ideas.

Oliver sacó una pequeña botella transparente, de menos de un centímetro de altura, con capacidad para un mililitro, y tapa del mismo material que la botella, la destapó y se la tendió al hombre joven que la miró extrañado.

Su acompañante abrió tanto los ojos como las últimas dos veces que él sacó una botella. En el mercado negro, cada una de estas botellas valían unas veinte monedas de oro, eran un lujo que solo se podían permitir la alta nobleza, los comerciantes ricos y los sirvientes de la realeza a los que sus hechiceras les donaban unas diez botellas anuales a cada uno. Los campesinos, como estos hombres y como antes era Oliver, ni siquiera sabían de su existencia.

—Tómalo —dijo Oliver.

Oliver podía verter el líquido sobre el joven y sin importar si llevaba ropa o armadura este se filtraría hasta su cuerpo, pero eso sería algo brusco y cada vez que lo había hecho en el pasado, las personas le miraron con reproche por ni siquiera dignarse a pedir su permiso. Oliver aprendió a entregarles la botella y que se la tomaran ellos mismos, para evitar que le tacharan de arrogante o maleducado.

El hombre tomó la botella, miró el líquido escarlata y frunció el ceño mirando a Oliver. La desconfianza fue evidente, pero el temor de perder su vida le hizo tragarse el sospechoso líquido. Oliver le pidió la botella transparente de vuelta y la devolvió a su cinturón. No era tan valiosa como el líquido en su interior, pero cada una valía una moneda de oro. El hombre se levantó de inmediato mirando a Oliver con asombro.

—Es... Es un milagro —dijo el más joven mientras su padre se arrodillaba para darle las gracias.

El joven no pareció sentir placer al tomar la sangre de Alice. Oliver había observado la misma reacción en todas las personas a las que dio la sangre, pero no se atrevía a preguntar por temor a que le consideraran una especie de depravado. Oliver les pidió algunas indicaciones y luego les aconsejó volver a su aldea. Esta vez tuvieron suerte. Las aventuras de los campesinos casi siempre terminaban en muertes.

—¿Cuántas de esas botellas tienes? ¿También se las robaste a esa hechicera que hizo tu espada? —Oliver asintió retomando su camino—. ¿Cuántas tienes? —repitió el hombre al no recibir respuesta.

—Algunas más —mintió Oliver caminando a su lado. En realidad, él había recuperado más de dos litros de sangre cuando asesinó a Alice.

Cada una de las botellas que llevaba podía contener un mililitro que serían unas veinte gotas y cada gota de sangre de una hechicera al ser diluida en agua, daba para llenar unas diez mil botellas de sangre diluida. Parecía una cantidad milagrosa, pero a las hechiceras se les quedaba corta. No todas ellas podían usar su sangre para curar al diluirla. La mayoría tenía que usar una gota para cerrar heridas, ni hablar para curar enfermedades o eliminar venenos.

Para las hechiceras cuya sangre podía ser efectiva al diluirla, era una fuente de poder. Gracias a ello podían recibir la fidelidad de sus vasallas hechiceras, pero también era una sangría constante. En especial para mantener a sus ejércitos de millones de hombres. Además, su sangre era requerida para crear armas, monedas, artefactos y demás.

Oliver en su lugar jamás hubiese abandonado su cómodo aislamiento. Aún no lograba entender qué ganaban las hechiceras al convertirse en la realeza. Antes ya tenían riquezas superiores a las de cualquier rey, sirvientes, placeres y todo lo que les apeteciera. Si algún día se encontraba con una hechicera de alto rango, se lo preguntaría. Las de bajo rango, eran como la nobleza menor, no más que carne de cañón.

—¿Qué has averiguado hasta ahora? —preguntó su compañero mirando el pantano a su alrededor.

Su compañero se ponía más nervioso cada vez que se encontraban con un campesino herido.

—Vamos por buen camino —dijo Oliver.

—No me gusta esto. ¿Qué clase de hechicera dejaría un capullo en este lugar? Tendría que ser una madre terrible para dejar a su hija en un pantano —dijo con desaprobación.

Oliver se encogió de hombros. La verdad, estaba de acuerdo con este hombre. ¿Qué clase de madre deja a su hija en un pantano lleno de bichos?, aunque los capullos eran una gran ventaja para ellas.

Una hechicera al tener una hija podía hacer un capullo con su sangre y dejarle allí hasta que se convirtiera en adulta, de donde saldría en pleno desarrollo de sus habilidades y todos los conocimientos que su madre quisiera transmitirle. Pero esto en sí parece un acto de amor y no cuadraba para nada con meter a tu hija en un capullo y arrojarla en un pantano. Parecía que querían deshacerse de la pobre criatura.

—¿Donde dicen los informes que estaba ese capullo? —preguntó su compañero.

Oliver señaló la dirección desde donde venían.

—Justo donde estaban los dos hombres colgando. Esos lagartos se lo han comido todo —respondió Oliver.

—¡Qué! —exclamó su compañero exaltado.

—No te preocupes, la hechicera ha logrado escapar. De no ser así no habría tantos campesinos atrapados en trampas.

Su compañero se puso rojo de furia.

—¿A quién le importa ese engendro? Estamos aquí por ese puto capullo. ¿Sabes de qué está hecho? De sangre de hechicera. —miró decidido hacia atrás—. Voy a abrirle las tripas a cada uno de esos lagartos, algo de sangre debe quedar dentro de ellos —dijo con decisión.

—La sangre de una hechicera se desvanece apenas minutos después de ser absorbida por un ser vivo. De no ser así, podrías tomarte una gota hoy y esperar a que te apuñalaran en un año con total confianza —dijo Oliver.

Su compañero rechinó los dientes de pura frustración.

—¡Volvamos! ¡No tenemos nada que hacer aquí! —dijo pateando el suelo y levantando pellas de barro con sus botas.

—No podemos volver. La hechicera que estaba en ese capullo nos ha estado siguiendo por unas cuantas horas ya. Si volvemos, podría ocasionar algún desastre y la iglesia nos colgaría a nosotros por ser cómplices —explicó Oliver ante el asombro de su compañero.

El hombre desenfundó su daga y miró a todos lados.

—Está en esa dirección —dijo Oliver y señaló a su izquierda.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el hombre en un susurro.

—Tengo un objeto que me permite localizar fuentes de magia —explicó Oliver.

—¿Cuántos objetos mágicos tienes? —preguntó el hombre con codicia en los ojos.

«Saqueé uno de los castillos de Alice, la hechicera de la sangre. ¿Cuantos objetos mágicos podría tener?», se preguntó Oliver para sí mismo. Alice le había blindado contra casi todos los peligros, y se aseguró de que estuviese prevenido contra aquellos fuera de su control.

—¡Eso es trampa! —se quejó una voz suave y algo aguda que salía de la dirección en que Oliver señaló. Parecía enfadada.

Su compañero tembló un poco y pareció querer huir.

—Tú has dejado seis trampas para nosotros. ¿Acaso eres la única con derecho a hacer trampas en este lugar? —preguntó Oliver mirando en la dirección de la voz.

—¡Necio ignorante! Les estaba dando una oportunidad de vivir. Si les atacara yo misma, morderían el polvo en segundos —dijo una chica que salió de detrás de un grueso tronco.

La chica parecía tener unos dieciséis años, cabellos dorados largos, ojos azul claro, y tan linda como un osito de peluche. Llevaba un vestido dorado y blanco adornado con encajes y bordados de oro y plata, que lucía impecable a pesar de estar en un pantano.

Oliver se fijó que las zapatillas de la chica no tocaban el suelo del pantano, sino que tocaban las hojas y de allí no pasaban. «En extremo poderosa», pensó Oliver algo preocupado. ¿Qué hechicera abandona a semejante tesoro en un pantano? No tenía sentido.

—Compañero, yo te cubro. Usa esa espada para distraerla —dijo el hombre flaco.

Oliver asintió mientras levantaba el brazo hacia él y disparaba un dardo al accionar un mecanismo mágico en su brazalete derecho. Era un arma creada por Alice. El hombre flaco miró el dardo cristalino clavado en su pecho y arrancó a correr cubriéndose con los árboles. La chica hechicera empezó a aplaudir.

—¡Impresionante! ¿También tienes un artefacto para detectar mentiras? —preguntó deteniéndose a dos metros de él. Oliver negó con la cabeza.

—Ha estado tratando de matarme desde que entramos al pantano. Sería bastante idiota si dejo que se ponga a mis espaldas —explicó Oliver.

La chica hechicera asintió y se acomodó sus finos guantes de seda blanca que parecían haberse arrugado un poco.

—¡Me agradas! —sentenció—. Te colgaré y ya está, no voy a apalearte. Luego iré por tu amigo. No lo notaste, pero al entrar al bosque sacó algunos frascos, creo que eran antídotos. Debe haberse librado del veneno de ese dardo. Lo traeré y lo guindaré a tu lado. Cuando te liberes, podrás encargarte de él —dijo con aires de condescendencia.

—No es necesario. Ese hombre ya está muerto. Pero ¿por qué vas a atacarme? No recuerdo haberte hecho nada —preguntó Oliver.

La chica que hizo intención de moverse se paró en seco y le miró acusadora.

—Ustedes al igual que esos campesinos han venido aquí a robarme. Son criminales y deben ser castigados —sentenció.

—Desde un principio, no había nada que robar. La noticia del encuentro de tu capullo llegó a esa aldea hace una semana. Según pude ver, esos lagartos lo devoraron mucho antes de que los campesinos entraran al pantano. Como no había nada que robar, entonces no hay crimen —argumentó Oliver.

La chica le miró con algo de sorpresa y dio un paso atrás.

—Esos campesinos tuvieron la culpa de que mi capullo fuera destruido. El que lo descubrió atrajo a esos lagartos que se lo comieron, si no hubiese despertado a tiempo, me hubieran comido a mí también —dijo. Esta vez su voz aguda contenía furia.

—Ese cazador no está en este pantano. ¿Por qué habrías de culpar a los otros campesinos por sus acciones? —La chica pareció contrariada una vez más.

—¡Olvida a los campesinos! —dijo con fastidio—. Sus intenciones eran robarme y ya les he castigado por eso. Ahora te castigaré a ti y a tu compañero por lo mismo —dijo con seguridad y dio un paso al frente.

Oliver sonrió. Esta chica le recordaba a su pequeña hermanita... Oliver sacudió la cabeza. No era hora de pensar en ella.

—Yo no he venido aquí con intención de robarte. Solo quería verte y hablar contigo —explicó Oliver.

La chica se quedó paralizada. Oliver estaba satisfecho por su encuentro. Las hechiceras capaces de detectar mentiras eran raras y poderosas. Ninguna de ellas se dignaría a hablar con él. Pero esta chica no parecía tan arrogante como ellas y era más inocente.

—Entonces, ¿te gusto? —preguntó la chica ruborizándose y dejando a Oliver atónito.

«¿En qué demonios está pensando esta chica?», se preguntó Oliver que carraspeo incómodo. Sin duda no podía haber dicho eso con esa intención. Él debió malinterpretar sus palabras.

—Eres una chica muy linda —alabó Oliver con sinceridad.

La chica se llevó las manos a la cara cubriendo sus mejillas ruborizadas.

—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó con un tartamudeo nervioso.

Oliver abrió mucho los ojos, comprendiendo que él no había malinterpretado sus anteriores palabras, esta chica de verdad se le estaba lanzando. Oliver observó a la chica. Era tan linda que provocaba abrazarla por la eternidad. Pero no estaba allí para abrazar chicas. Debía manejar el asunto con mucho cuidado. Todo lo relacionado a esta chica era raro.

—¿Por qué querrías casarte conmigo? —preguntó Oliver con cautela.

—Son las instrucciones de mi madre. Las cosas que dejó grabadas para mí en mi capullo. Por desgracia esos lagartos se comieron mi capullo y hay muchas instrucciones que no recibí —dijo avergonzada.

Oliver dio un suspiro abatido. Todas las hechiceras eran iguales. Por fortuna para este mundo el engendro de madre de esta chica, no pudo corromperla en su totalidad. Oliver estaba seguro de que sus instrucciones completas eran que la joven una vez saliera del capullo como una adulta, se buscara algún noble mayor, se casara con él y le robara sus tierras y su título.

La madre de esta chica era una arribista. Por desgracia para ella, sus planes estaban arruinados y él sacaría provecho de ello. Oliver agradeció a Dios por bendecirle con tanta suerte por una vez en su miserable vida. Casi se le salen las lágrimas de agradecimiento hacia su destino.

—¿No crees que primero debemos conocernos mejor? Mi nombre es Oliver. En la actualidad soy un monje errante de la iglesia —dijo y le mostró su cruz—. ¿Y usted señorita? —preguntó con cortesía.

La chica seguía algo avergonzada, pero frunció el ceño al oír su presentación y ver la cruz.

—¡Un campesino! Y esa cruz es rara —murmuró.

Oliver miró su cruz. Era una cruz de plata de unos cinco centímetros de largo con un círculo rojo en el centro que rodeaba un diamante escarlata. Era el símbolo de la inquisición, pero Oliver no había visto antes ninguna cruz igual y siempre se preguntaba por qué el obispo le dio aquella cruz. Él en un principio la cargaba en su pecho, expuesta, pero llamaba demasiado la atención y decidió ocultarla.

Oliver dejó los asuntos con su cruz para después y la guardó para observar a la chica. La chica estaba a tres pasos de él. Oliver que tenía buen oído oyó la decepción en su voz. «Esta chica», pensó Oliver. Pero no podía dejar que la chica perdiera el interés en él. Tendría que jugar un poco con sus palabras para aumentar su valor a sus ojos. Él no tenía oro, pero si calculaba sus bienes entonces sería muy rico...

—Mi nombre es Alice. Me lo dio mi madre. Es el más grande de los nombres entre hechiceras, cuenta con...

El rechinar de dientes de Oliver interrumpió el discurso orgulloso de la chica que retrocedió unos pasos ante su furia. A Oliver le tomó unos diez segundos serenarse. Era demasiado odio. Al volver en si, Oliver se desesperó al ver a la chica que lo miraba dolida ante su reacción a su nombre. «La he cagado», pensó Oliver con desesperación.

—¿No te gusta? —preguntó con tono lastimero.

Era tan linda que Oliver sintió ganas de suicidarse por ponerla triste. Pero no podía mentir, si lo hacía perdería su confianza. No podía ocultar su odio por todo lo que tuviera que ver con Alice.

—¡Lo detesto! Pero no es por ti, es solo que no me gusta ese nombre —aclaró.

A la chica se le iluminaron sus ojos y volvió a acercarse.

—¡Entonces lo cambiaré! —dijo con decisión—. De todas formas, me lo dio mi madre y ella no me parece una buena persona. Me tiró en este pantano y casi me comen esos lagartos. En cambio, tú vas a ser mi esposo y pareces mejor persona —dijo y un leve tono rosa cubrió sus mejillas.

Oliver pensó que comparados con la madre de esta chica cualquier persona parecería mejor.

—Si necesitas un nombre, puedo darte uno —ofreció Oliver y la chica asintió encantada—. Entonces te daré el nombre más lindo de este mundo. —La chica asintió con ansias—. Tu nombre será Ana —dijo Oliver.

—¿Ana? Es nombre de campesina, no es lindo…

Oliver rechinó los dientes. Esta chica se estaba metiendo con el nombre de su linda hermanita. Él se lo había ofrecido por que la consideraba tan linda como ella, pero en vez de agradecerlo, esta chica se atrevía a insultar el nombre de su hermanita. Su hermanita que era una santa…

—¡Está bien! ¡Ana es un lindo nombre! —exclamó la chica—. A partir de ahora seré Ana —agregó de forma apresurada.

Oliver respiró hondo para calmarse, esta chica había logrado sacarle de quicio dos veces seguidas en unos pocos minutos. Él se preguntó si le estaba hechizando de alguna forma.

Oliver miró a su alrededor. En el pantano que le rodeaba había árboles de gruesas raíces, plantas acuáticas en cada charco de agua, la tierra estaba húmeda y en la mayoría de los lugares era barro negro con hojas podridas.

Los bichos se escuchaban por todos lados y el olor no era agradable en ningún sitio. Era un lugar horrible para hablar de planes de bodas, pero él necesitaba la ayuda de una hechicera, y esta chica cumplía los requisitos al pie de la letra, y tenía el añadido extra de ser inocente y no corrupta por este mundo, lo que quería decir que el riesgo de traición disminuía.

Todo eran ventajas, y si actuaba con algo de sabiduría, entonces no necesitaría preocuparse por que la chica terminara odiándole luego. Oliver se serenó lo más posible y habló con amabilidad.

—Antes de que pueda aceptar tu propuesta, debo mostrarte algunas cosas. Sígueme —dijo Oliver y empezó a caminar hacia donde huyó su compañero.

Ana lo siguió y empezó a caminar a su lado con porte orgulloso. Hasta hizo aparecer un ancho sombrero de tela rosado y se lo colocó.

Su compañero no logró correr demasiado, sus ropas estaban a unos cincuenta metros de su punto de partida. Alrededor de sus restos convertidos en cenizas había un espacio despejado de cualquier tipo de vida animal o planta de veinte metros de diámetro. No era que no creciera nada allí, sino que todo había sido convertido en cenizas al igual que el cuerpo de su flaco compañero.

Oliver verificó la escena asegurándose de que no quedaran rastros de sangre y entonces le dijo a Ana que se acercara. Ana se acercó.

—¿Qué clase de veneno usaste? —preguntó con dudas—. Tengo conocimiento sobre los venenos más peligrosos y ninguno hace esto —agregó con asombro.

Oliver tomó los antídotos y algunos venenos que llevaba su antiguo compañero consigo. En su bolsa solo había unas cuantas monedas de cobre y cinco de plata. Lo más valioso era su daga. Era un arma hecha con la sangre de una hechicera y valdría mucho.

Oliver se la tendió a Ana que se ruborizó al recibirla. Él querría que dejara de hacer eso. Le daban unas terribles ganas de abrazarla cuando la veía ruborizarse. Oliver carraspeó y señaló los restos de ropa.

—No es un veneno. Es una maldición —explicó.

Ana abrió mucho los ojos mirándole. Ella tenía conocimientos de las maldiciones.

—No hay forma en que un humano pueda lanzar maldiciones. Lo que significa que esta es una maldición que alguien ha puesto en ti. Pero ¿por qué tú no has muerto? —Ana le observó con cara seria y pensativa—. ¿Eres un homúnculo? No. Tu alma es natural —se respondió ella misma—. ¿Un golem? No. Tu cuerpo es humano. ¿Un dragón? Mismo problema…

—Soy un humano —dijo Oliver interrumpiendo sus divagaciones—. Hace cinco años una hechicera me secuestró, y estuvo haciendo experimentos con mi cuerpo durante un año. Como puedes ver soy bastante resistente a las maldiciones. Los venenos no me afectan, también soy bastante fuerte, ágil y rápido…

—¡Un guerrero pozo de veneno! —exclamó Ana—. Imposible —dijo luego de un segundo con el ceño fruncido—. Los humanos que conservan la cordura luego del entrenamiento son pocos. Además, el precio a pagar es enorme para la hechicera. Al menos un litro de su sangre al mes durante un año por cada guerrero. Requiere absoluta atención y cuidados meticulosos. No sería posible dormir o descansar.

»Es probable sufrir daños secundarios y graves consecuencias al poder mágico. Absurdo, sin sentido. Ninguna hechicera se atrevería a pagar semejante precio por tan poca recompensa —dijo Ana sacudiendo la cabeza.

Esta vez el que la observaba con los ojos muy abiertos de asombro era Oliver. En los últimos tres años se había encontrado con docenas de hechiceras, pero ninguna de estas supo decirle qué era lo que le había hecho Alice. La madre de esta chica no era una hechicera común, pensó Oliver observando a Ana que le miraba admirada. Luego pareció recibir una iluminación.

—¡Mi esposo será un guerrero único! —dijo con mucho orgullo—. Por supuesto, yo le escogí, no podía ser un simple campesino…

Oliver solo podía observarla de nuevo con asombro. Esta chica se le había lanzado a penas le vio. Ni siquiera le importó que fuera un campesino, pero ahora actuaba como si lo hubiese planeado todo.

—Ana, ¡tú no sabías nada de mí antes de pedirme matrimonio! —le reprendió Oliver para sacarla de su mundo de sueños.

Ana le dirigió una mirada ofendida y se puso las manos en la cintura haciendo pucheros con la boca. Ella levantó tres dedos.

—¡Te he observado por tres días! —dijo molesta—. Desde que entraste al pantano. He estudiado tus capacidades físicas, tu forma de actuar, tus rasgos dominantes, tus armas y armadura. Esas cosas no se consiguen por ahí regadas. Además, en ese artefacto mágico que llevas en la cintura portas al menos unas cien gotas de sangre pura de la más alta calidad.

»En un principio sentí que eras ideal para ser mi esposo, pero creí que intentabas robarme y eso me molestó. Pensaba darte una lección y luego marcharme. Pero al enterarme de que no eras mi enemigo, de inmediato pensé que con tus cualidades podías ser mi esposo —dijo Ana molesta.

Oliver primero se alarmó, luego sintió algo de miedo, luego se reprendió a si mismo por ser tan estúpido y al final aceptó que había subestimado a Ana por completo. Él habría estado en grave peligro si Ana hubiera tenido malas intenciones. Oliver irguió su espalda en frente de Ana he hizo una pronunciada reverencia con absoluto respeto.

—¡Yo te he subestimado! —dijo con humildad.

Ana abandonó su expresión enfadada y sus mejillas volvieron a teñirse de rosa. El ambiente volvió a perder toda su seriedad. Oliver entendió algo más. Antes había subestimado a Ana, pero justo ahora él la había sobreestimado.

Ana seguía siendo una chica que acababa de salir de un capullo, su prodigiosa inteligencia no la convertía en alguien mayor. Oliver no se lo reprochó, pero sabía que un día de estos su voluntad flaquearía y cuanto esta chica empezará a ruborizarse en frente de él la abrazaría hasta dejarla seca o hasta que ella lo matara. Cualquier cosa era posible. Oliver trató de serenarse lo más posible y habló:

—Ana, ¿qué opinas de esta maldición? ¿Puedes removerla de mí? —preguntó Oliver señalando los restos de su antiguo compañero, convertidos en cenizas negras.

Ana frunció el ceño y se acomodó el largo vestido para agacharse y observar los restos.

—Ni siquiera me atrevo a decir que pueda ayudarte una vez alcance mi máximo desarrollo, mucho menos mi edad adulta —dijo y siguió examinando las cenizas.

La edad adulta para una hechicera era el momento en que alcanzaban el completo desarrollo de sus habilidades, y podía variar de una a otra.

—Esa cosa es aterradora. ¿Qué clase de hechicera podría conjurar semejante maldición? —«La más poderosa de todas», pensó Oliver—. Bueno no importa, la fuerza bruta no es la única forma de retirar una maldición —dijo tranquilizadora—. Algunos artefactos, animales mágicos, algunas determinadas zonas mágicas y algunos seres divinos, pero es mejor dejar de lado a estos últimos de momento, siempre se cobran unos precios terribles —explicó.

A Oliver le gustó oír eso, porque lo que estaba viendo Ana era solo una minúscula parte de sus problemas.

—¿Cuáles son tus términos para nuestro matrimonio? —preguntó Oliver.

Ana se levantó y empezó a arreglarse el vestido con la cabeza baja. Ella se había ruborizado de nuevo.

—Quiero que te cases conmigo cuando alcance la edad adulta. Además, ahora que he perdido mi capullo, necesito a alguien que cuide de mí —concluyó.

—¿Cuidar de ti? —preguntó Oliver.

Oliver pensó que cuando Ana alcanzara la edad adulta, era probable que pensara de los humanos como él, igual que el resto de las hechiceras. Para ese momento comprendería que su madre le había dejado instrucciones absurdas y entonces si había algún juramento que los vinculase, era probable que él lo pasara mal.

Quizás Ana intentase librarse de él. Era mejor dejar todos los caminos abiertos para no contrariarla, porque sospechaba que Ana no podría ayudarle hasta alcanzar su pleno desarrollo.

—Las instrucciones de mi madre fueron destruidas, y hay muchos peligros que no conozco. No quiero quedarme sin dormir hasta que encuentre un refugio seguro, por lo que necesito a alguien calificado para vigilar mi sueño y en quien pueda confiar —explicó Ana. Oliver asintió en comprensión.

—Haré lo que pueda por cuidar de ti, pero no lo incluiré en nuestro pacto. Tengo cosas que hacer, y si un día no quieres seguirme, entonces yo perdería mi libertad —explicó Oliver. Ana no pareció a gusto.

—Está bien —dijo Ana.

—Entonces acepto —dijo Oliver.

—¿Cómo quieres hacer el pacto? —preguntó Ana poniéndose roja como un tomate.

«Quizás esta chica es una pervertida», pensó Oliver. Ella estaba pensando en sellar el juramento con un beso. Esa era la forma más común y práctica para las hechiceras y hechiceros de sellar un juramento.

Las otras dos formas eran usar un fragmento de su propia alma y encadenarlo con palabras al cuerpo de cada una de las partes. Pero solo alguien en extremo desconfiado y loco empeñaría su alma en un juramento. La última y menos usada era sellar el juramento con sangre.

La sangre era la forma menos segura de hacer un juramento. Si alguna de las partes era más astuta que la otra, podría usar una sangre que no era la suya y librarse con facilidad de cumplir su parte del acuerdo obligando al otro a ceder sin pagar nada a cambio. Oliver había leído en la biblioteca de Alice como muchos hechiceros hombres habían aprendido esa lección a la fuerza.

Al parecer las mujeres tenían muchos menos remilgos a la ahora de besar cualquier cosa. Oliver les tenía algo de envidia. Mucho se temía que él sería uno de los que vomitaría antes de besar a otro hombre. Oliver dejó sus desagradables pensamientos de lado y habló:

—Haremos un juramento de sangre —dijo señalando los restos de su antiguo compañero—. Mi sangre es única, no hay forma de que alguien como tú no la reconozca, y yo tampoco confundiré la tuya —dijo sacando su daga y pinchando su dedo para sacar una gota de sangre de él. Él tuvo que cortar un trozo de su carne y sacarlo fuera para obtener la sangre.

Ana no preguntó sobre esto. Oliver supuso que ya sabía qué tipo de artefacto mágico era su armadura. Ana agachó la cabeza y asintió levantando su dedo de donde salió una gota de sangre sin que ella tuviera que pincharlo. Oliver juntó su dedo al suyo mesclando la sangre y habló:

—En cuanto cumplas la edad adulta yo juro casarme contigo, siempre que ese sea tu deseo. A cambio, quiero que si está en tus capacidades me ayudes a deshacerme de esta maldición —juró Oliver.

—¡Acepto! —dijo Ana y las dos gotas de sangre desaparecieron al momento.

De regreso a la aldea de donde había partido al pantano, Oliver pensó en sus palabras sobre los experimentos de Alice. Alice no había sufrido daños por su experimento, pero escuchando las palabras de Ana sobre lo que tenía que invertir Alice para poder crear un guerrero pozo de veneno, el precio era demasiado alto, y la recompensa demasiado baja.

Un litro de sangre al mes y su absoluta atención por todo un año. Alice era una criatura egocéntrica, cruel y despiadada, pero no era estúpida. No se pasaría un año de sufrimiento para poder presumir la creación de un guerrero que no le sería útil. Con la cantidad de sangre que usó para crearlo, podría doblar el número del ejército de su reino.

Oliver no valía más que un ejército de diez millones de hombres. Como decía Ana, era un absurdo. Pero Ana no tenía toda la información, él sí, y con esto podía hacer algunas conjeturas.

Era fácil imaginarse lo que quería Alice una vez se conocían los efectos de su maldición. Con la maldición, la sangre de Oliver tenía las mismas propiedades que la de una hechicera. La sangre de las hechiceras no desaparecía hasta que era absorbida por un ser vivo. Podías verter una gota sobre la armadura más densa e impenetrable y esta la traspasaría como si pasara a través del agua. Con la excepción de una barrera espesa, nada podía evitar que se filtrase.

Alice tenía detallados libros sobre el tema. Ella había probado diferentes materiales y según sus estudios, el espesor mínimo que debía tener un objeto para que la sangre de una hechicera no se filtrase a través de él, eran unos dos metros. Por eso se requerían esas botellas tan costosas para almacenar la sangre diluida.

Tomando todo esto en cuenta, Alice debió pensar que, si ella creaba una maldición capaz de imitar las propiedades de la sangre de una hechicera, habría creado un arma atroz capaz de atravesar cualquier armadura o barrera mágica.

A Alice no le importaban los guerreros pozo de veneno como vasallos o sirvientes, ella quería un recipiente para almacenar su terrible maldición sin que este quedara convertido en cenizas. Lo más aterrador de su plan, era que su sangre maldita era tan poderosa como la de la persona que la creó, o sea Alice. Lo que Oliver usó contra ese hombre que se volvió cenizas era una gota de su sangre. Y fue una exageración por su parte, ya que su flaco compañero le provocaba una sensación de peligro extremo y no quería que por alguna casualidad él sobreviviera.

Gracias a sus brazaletes, él podía decidir cuanta sangre se disparaba con cada dardo. Desde una cien mil milésima parte de una gota que haría a cualquier persona normal revolcarse por el suelo gritando de dolor y miseria, hasta diez gotas que pondrían en un leve apuro a una hechicera del rango de una duquesa.

Sus brazaletes eran armas mágicas creadas por la propia Alice, pero solo eran un artefacto más para asegurar su protección. Si Alice usara su sangre maldita contra un ejército, podría matar millones de hombres con solo unas cuantas gotas. Y Oliver sospechaba que eso era su aplicación más básica.

En cantidades mucho mayores, también podría usarse contra los hechiceros. Sería bastante efectiva contra todos los que no fueran por lo menos tan fuertes como la propia Alice. Con esta maldición, la guerra de miles de años que mantenían los hechiceros y hechiceras acabaría en una sola batalla.

Por fortuna para los hechiceros, Alice había muerto a manos de Oliver y a él no le interesaba en lo absoluto las mezquinas guerras de los poderosos. Alice lo había tratado como un mero recipiente donde colocar su arma atroz, pero él la había matado y también recuperaría su libertad una vez que se librara de su maldición.

Oliver siguió pensando en todos los planes de Alice que él desbarató y se sintió satisfecho. Alice pensaba usarle para matar a millones de personas. ¿Cuántas de ellas serian campesinos reclutados por mero azar del destino? Pero para Alice, al igual que él antes, no eran nada más que un medio para un fin.

La primera noche que les tocó acampar de regreso a la aldea, Ana creó una casa de plantas que olía a flores por dentro y que tenía dos camas de hojas que parecían hechas de seda. A Oliver no le extrañaba que las hechiceras se consideraran a sí mismas por encima de todo lo demás.

Oliver no durmió y estuvo toda la noche montando guardia. Ana cayó rendida. Viéndola, Oliver pensó que sería fácil para un asesino colarse dentro y someterla, pues sus trampas habían sido fáciles de ver para él, y lo serían aún más para un asesino experto. Al pensar en esto a mitad de la noche, Oliver comprendió la razón de que Ana no se hubiese marchado del pantano apenas salió de su capullo. Ella estaba probando su magia en contra de las personas y determinando sus puntos débiles.

Oliver pensó que era probable que ella lo enfrentara para ver hasta dónde podría amenazarle alguien como él. Quizás, al igual que él, esta chica hechicera también tuviera algunos planes de escape.

Oliver sonrió observando a la chica dormir en su cama de enredaderas, mientras él montaba guardia en la puerta. Mirándola, pensó en su hermanita Ana. Ana ya tenía diecisiete años. Quizás hasta tuviera novio…

«Al que se atreva lo mato», pensó Oliver rechinando los dientes. Era doloroso no poder volver con Ana, su padre, su madre y sus hermanos. Pero mientras cargara con la maldición de Alice, cualquier persona cerca de él que no fuera una hechicera por lo mínimo tan poderosa como la pequeña Ana, estaría en grave peligro de quedar igual que ese flaco compañero suyo, al que le había disparado un dardo que contenía una gota de su sangre. Su maldición era parecida a la sangre de las hechiceras. La diferencia era que la sangre de las hechiceras hacía milagros salvando a personas de la muerte, mientras que su sangre hacía milagros matando gente