Aries soltó un suave gemido, despertando al romper el alba después de su sueño. Pero justo cuando se movió, se dio cuenta del calor que la envolvía. Antes de que pudiera entrar en pánico, esos brazos musculosos la atrajeron hacia su cuerpo.
—Duerme un poco más —sus ojos casi se salieron de sus órbitas al escuchar la voz ronca de Abel—. Dijiste que me extrañabas, así que vine.
Abel le plantó un beso rápido en la coronilla, frotando su espalda por costumbre. Cuando el familiar aroma almizclado le llegó a la nariz, su corazón y su cuerpo se relajaron gradualmente. Sus ojos se suavizaron mientras una sutil sonrisa dominaba su rostro.
—Me alegra que estés aquí —susurró ella, moviendo su mano que estaba entre ellos sobre su cuerpo. Aries no preguntó cómo había entrado ni desde cuándo estaba allí porque no importaba. Cerró los ojos una vez más, intentando volver a dormir.
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