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Mine

Julio de 1991

Ulli se apoyó con ambas manos en el alféizar y se inclinó bastante para poder ver mejor la mansión.

—Sí que son unos máquinas los carpinteros de Hamburgo —reconoció—. El armazón se mantiene. Ahora están con el desván. La semana que viene será la coronación.

Karl-Erich clasificó malhumorado sus pastillas. El puñetero nervio ciático no quería darle aún tregua y el analgésico le provocaba dolor de estómago.

Mine tenía que esforzarse con él, nada le valía, todo lo criticaba. Antes, cuando todavía estaba sano, nada lo trastornaba, siempre había sido optimista. Mine lo quería por su capacidad resolutiva y se reía de los chistes que hacía sobre la gente, pero desde que el cuerpo ya no le obedecía se había convertido en un auténtico cascarrabias.

—De lo que te alegras —le gruñó a su nieto—. Son de Hamburgo. Como si aquí no hubiese buenos carpinteros. Pero la señora baronesa no piensa para nada en los del pueblo. No confía en nosotros. Prefiere traerse a sus trabajadores occidentales.

A Mine le pareció que Karl-Erich no estaba del todo equivocado. Por otro lado, le molestaba que su marido lo volviese a ver todo negro.

—Ha contratado a diez u once personas de Dranitz —objetó—. Tampoco se puede pasar por alto. Y la empresa constructora no la contrató la señora baronesa, sino el aparejador, Woronski.

Karl-Erich resopló e hizo rodar de un lado a otro la pastilla roja sobre el mantel. Esa porquería. Le estaba abrasando las paredes estomacales esa mierda.

—El cuervo polaco de bonitos ojos azules —se burló—. Uno de ellos está ahora aún más azulado que el otro. Así le puede ir en la vida.

Ulli quiso volver a cerrar la ventana, pero Mine le pidió que la dejara medio abierta. Era un día caluroso, un poco de aire fresco les sentaría bien. Quizá la brisa de primavera le despejara a Karl-Erich la oscura niebla de la cabeza.

—No fue ninguna heroicidad por parte de Kalle —opinó Ulli, moviendo la cabeza—. Pegar, con eso no se resuelve ningún problema. Y encima a ese Woronski, menudo enclenque… Un soplo de brisa lo derribaría.

Kalle ya los había visitado dos o tres veces y había preguntado por Mücke, que se mantenía alejada de él desde la pelea. «Va detrás del guapo de Woronski», afirmó. Precisamente Mücke, que era una chica decente.

Mine le había hablado enseguida a Ulli de las suposiciones de Kalle porque quería ver su reacción. Se decepcionó mucho, pues Ulli solo sonrió y dijo que ambos hacían buena pareja. Mücke con su sentido práctico y el aparejador polaco con sus visiones en la cabeza.

—¿Visiones en la cabeza? —preguntó Mine sin comprender—. ¿Eso es una enfermedad? ¿Como gusanos o úlceras?

Ulli se rio a carcajadas y le pasó el brazo por el hombro a su abuela.

—Tiene planes, ¿entiendes? Planes valientes y maravillosos. Ideas que están tres pasos por delante de las demás y que a nadie más se le ocurren.

Ella le preguntó cómo lo sabía con tanta exactitud. Si Mücke le había hablado de las ideas del polaco.

Ulli negó con la cabeza.

—Me lo ha dicho Jenny. Lo conoce de Berlín y lo ha traído aquí.

—Ahí está… —Karl-Erich arqueó sus frondosas cejas seniles—. La futura señora baronesa y el señor Woronski. En cristiano: el cuervo.

—¡No! —exclamó enojado Ulli—. No hay nada entre ellos. Jenny es demasiado lista para mezclarse con uno así.

Así llegaron al asunto. Jenny. La nieta de la baronesa. La futura baronesa, como le gustaba llamarla a Karl-Erich. ¿Cómo estaba Ulli tan loco por ella como para visitarla todos los fines de semana?, quiso saber Mine. Le dijo si no sabía que en el pueblo ya se hablaba de ello. Ulli se cerró en banda. No visitaba a Jenny, le interesaba el curso de la rehabilitación y, además, le gustaba pasar por casa de Kalle, que tenía su obra justo al lado de la mansión. Pero, sobre todo, iba a Dranitz para visitar a Mine y Karl-Erich.

Los dos ancianos tuvieron que contentarse con eso de momento, aunque sabían que Ulli solo decía la verdad a medias. ¿Era normal que llevara siempre algún regalo para la pequeña Julia? Animales de trapo. Peleles de color rosa. Un mordedor de madera. Una toalla de baño infantil roja de rizo suave. Un libro de dibujos almohadillado de plástico que se podía meter en la bañera…

Por supuesto, siempre dejaba las cosas abajo, en el coche, para que sus abuelos no lo viesen, pero se olvidaba de Mücke, que visitaba a su amiga Jenny. Y Mücke había visto los regalos de Ulli e informó a Mine con pelos y señales.

—Se lo pasa en grande con la pequeña —le contó Mücke encogiéndose de hombros—. Entonces se alegró igual con su bebé, aunque al final no vino al mundo. Ulli es todo un padrazo.

Mine entornó los párpados dudosa y preguntó si Mücke de verdad creía que Ulli se presentaba constantemente en casa de Jenny solo por la pequeña.

—No. —Mücke sacudió la cabeza. Cuando siguió hablando, su voz sonaba extrañamente dura—. Le gusta Jenny. Le gustan las pelirrojas. No se puede hacer nada.

Menudo idiota era su nieto. Apenas se había zafado de Angela y ya se precipitaba a la siguiente desgracia. Había hablado del asunto con Karl-Erich, que opinaba igual, pero se exaltaba porque ella prefería guardar silencio.

—No puedes imponer a nadie a su suerte —dijo ella con un suspiro, y acarició la mano de Karl-Erich, corva por el reuma—. Nosotros, como abuelos, no. Ya entrará en razón. Ulli es un chico listo.

—Cuando se trata de algo así —respondió Karl-Erich—, los hombres estamos ciegos y sordos, y nos abalanzamos a sabiendas hacia la desgracia.

—Bueno, seguro que lo sabes —replicó Mine sonriendo, pero Karl-Erich, que siempre reaccionaba con una elocuente sonrisa burlona a semejantes comentarios, permaneció serio.

Aquel domingo Ulli comió con ellos bacalao con ensalada de patatas y salsa de hierbas y bebió mosto de manzana. Luego se levantó de la mesa y anunció que quería ir a casa de Kalle, aunque seguro que estaba en la obra.

—Pues ten cuidado de no enredarte por el camino —respondió Karl-Erich, que se movió de un lado a otro de la silla porque la ciática lo atormentaba.

—¡Descuida, abuelo! —replicó Ulli, que sabía lo que había querido decir el anciano.

Sin embargo, Karl-Erich no se dio por satisfecho. La cuestión lo inquietaba desde hacía tiempo y necesitaba soltarlo de una vez.

—¡No sirve de nada, Ulli! —exclamó y golpeó la mesa con el puño—. No sirve de nada cuando los de arriba se mezclan con los de abajo. Los nobles siguen siendo nobles. Los siervos siguen siendo siervos. La futura baronesa te gusta, pero no piensa como nosotros. No ve las cosas como nosotros. No es de los nuestros. Los nobles siempre nos han mirado por encima del hombro. No somos de la misma clase que ellos. Engañan a la gente como nosotros, se aprovechan de ellos. A sus ojos no somos personas. Solo trabajadores, que están muy por debajo de ellos.

Ulli lo miró fijamente. Mine se alegró de que no respondiese nada a la verborrea de su abuelo. Ella sabía lo que subyacía. Se trataba del viejo asunto con la pobre Grete, que seguía trayendo de cabeza a su marido y que ahora dolía mucho más que antes.

Por suerte, Ulli también lo sabía. Intercambió una mirada apresurada con Mine y asintió pacíficamente.

—Está bien, abuelito. No tengo la intención de empezar nada con ella. Pero tampoco con Mücke. Fin. Se acabó. Mücke es una chica adorable y me gusta mucho. Como hermana. Ni más ni menos. —Por fin lo había soltado. Ojalá sus abuelos lo dejasen ahora por fin en paz con el asunto de Mücke—. ¡Volveré para cenar! —exclamó muy animado, se puso la chaqueta y salió del piso.

—Ahí lo tienes —dijo Karl-Erich en tono de reproche cuando Ulli estuvo fuera—. Lo dijiste con buena intención e intentaste jugar a la casamentera. Y ahora te ha salido el tiro por la culata.

Mine quitó la mesa en silencio y empezó a fregar la vajilla. El comentario de Karl-Erich la había molestado. ¿Acaso quería decir que todo el problema era culpa de ella? ¿Porque le había querido echar una mano a Ulli?

—Los jóvenes hacen lo que quieren —murmuró y echó agua caliente del hervidor en el fregadero. Antes Karl-Erich secaba la vajilla. No lo hacía de buena gana, siempre soltaba algún chiste estúpido al respecto. Que si se había convertido en aprendiz de Mine y tenía que escuchar que los tenedores y los cuchillos no podían estar mojados cuando los pusieran en los cajones… Ahora tenía los dedos tan anquilosados que le costaba coger los cubiertos. Ya había hecho añicos dos grandes platos. Entonces Mine decidió que la vajilla podía secarse sola en el escurridor.

Karl-Erich no dijo nada, pero ella sabía que le había afectado. Ya no le necesitaba para nada, ni siquiera como ayudante en casa.

—Poco a poco le quitan todo a uno —había dicho una vez. Primero le costó caminar, luego se le torcieron las manos, y ahora tampoco la espalda le dejaba en paz.

—¿Me puedes rascar? —preguntó con gesto dolorido—. Ahí, a la izquierda. En el omóplato.

—¿Sigue sin mejorar? Espera, voy por la pomada… —Mine se secó las manos y abrió el armario de cocina, donde guardaban los medicamentos entre el servicio de café. La pomada antirreumática olía bastante fuerte y quemaba la piel: era infernal. Antes, los enfermos de reuma se frotaban con fluido de caballo, que era aún peor, pero ayudaba más. Por lo menos eso decía Karl-Erich, aunque entonces todavía no tenía reuma. Lo ayudó a quitarse el chaleco y la camisa, le sacó la camiseta interior y dijo que tenía la espalda muy roja en la parte izquierda de tanto darle friegas.

—¿También te duele cuando respiras? —quiso saber.

—Sí. Y cuando muevo el brazo. Pon la pomada.

—Pero ya está muy inflamado… —Mine escrutó escéptica la espalda de Karl-Erich.

—Da igual.

Cogió solo un poco de pomada y se esforzó por ser cuidadosa. No quería negarle el tratamiento del todo, o de lo contrario habría vuelto a quejarse. Decía que solo era una carga para ella y tonterías semejantes.

—¿Duele? —preguntó compasiva.

—Como si te clavasen un cuchillo —gruñó y tomó aire silbando—. Déjalo. Basta.

Opinaba lo mismo. Le bajó la camiseta interior con cuidado, pero, cuando quiso ayudarlo a ponerse la camisa, se negó.

—Deja. De todas maneras, voy a echar la siesta un rato.

Quería meterse en la cama, algo insólito en él. Normalmente se quedaba traspuesto en su sillón y ella le ponía un taburete debajo de las piernas. Poco a poco le surgieron dudas. Lo del dolor debajo del omóplato izquierdo ya era raro.

—¿No quieres ir al médico, Karl-Erich? —preguntó apremiante—. Podría ser otra cosa.

Él negó con la cabeza y se apoyó con dificultad en el tablero. Lo ayudó a ponerse de pie, después fue junto a él hasta el dormitorio y apartó la manta para que pudiera sentarse. Aunque lo sostuvo, cayó pesadamente sobre el colchón, pero no se quejó, solo torció dolorido la boca.

—Si duermo una horita, se me pasa. Y además es domingo, ningún médico pasa consulta hoy de todas maneras.

—Para casos de necesidad hay un servicio de urgencias —le recordó Mine.

Agarró la manta que ella le puso encima e intentó cogerla y subirla.

—Para que se burlen de nosotros después, porque vamos por una pequeñez así…

Era inútil. Karl-Erich siempre había desconfiado de los médicos, odiaba que lo explorasen y «sobasen», al igual que detestaba tener que tomar medicamentos. ¿Cuántas veces había afirmado ya estar rebosante de salud, que eran solo esas malditas pastillas las que le sentaban mal? Había confiado toda la vida en un cuerpo fuerte y se negaba a aceptar que ya no lo era.

Mine abrió la ventana y corrió las cortinas. Cuando se volvió hacia él, había cerrado los ojos. ¿Ya dormía? No, solo fingía, podía ver cómo se le contraían los párpados. Probablemente tenía dolores, pero no quería admitirlo. ¿Por qué los hombres se comportaban siempre como niños pequeños? Karl-Erich, Ulli, Kalle… todos de la misma calaña.

Retuvo el profundo suspiro hasta que hubo cerrado tras de sí la puerta del dormitorio. Al menos ahora podía secar la vajilla y guardarla en el armario, y después prepararía la cena. Y de paso no estaría mal hacerse un café. Para no cansarse y quedarse dormida al final en el sillón. Estaba acabando con los tenedores cuando llamaron a la puerta. ¿Había vuelto Ulli a olvidar las llaves? El chaval estaba bastante despistado. Y todo por la futura baronesa. A veces Mine pensaba que habría sido mucho mejor mantener las distancias. Así la baronesa y su nieta no les causarían problemas.

Arrastró los pies hasta la puerta, abrió y se asustó. No era Ulli, sino Franziska von Dranitz en persona.

—Buenos días, Mine —saludó—. Espero que estés teniendo un feliz domingo. ¿Me permites pasar un momento?

La baronesa parecía bastante trasnochada. No era de extrañar, con lo que exigía una obra así. Mine abrió la puerta y la invitó con un movimiento del brazo.

—Pase, señora baronesa. Qué bien que nos visite. Karl-Erich se acaba de acostar, tiene que disculparlo.

Llevó a Franziska al cuarto de estar, la colocó en el sillón bueno y le preguntó si quería tomar un café.

—Solo si ya lo has preparado. —Sonriendo, la baronesa echó un vistazo al reino de Mine y Karl-Erich. Era muy acogedor.

—No tarda nada. Vuelvo enseguida…

Era bastante raro. Acababa de desear que la baronesa se hubiese quedado en el otro lado, en el Oeste, y ahora corría a la cocina para prepararle café. Fue totalmente automático y lo hizo incluso con gusto. Como antes, cuando todavía eran la sirvienta Mine y la joven y futura baronesa Franziska. No, estaba bien que la baronesa hubiese vuelto. Se cerraba un círculo. Y eso le gustaba. Era necesario que inicio y fin se diesen la mano.

Cuando volvió al cuarto de estar con una jarra de café y dos tazas, la baronesa miraba los campos desde la ventana.

—El centeno se ve bien —observó Mine y puso la mesita de café—. La cooperativa ha comprado nuevas máquinas, lo cosechan todo en un par de semanas.

—Sí —la secundó la baronesa—. Eso me han dicho. Ojalá ganen tanto con el centeno como esperan.

Eso también lo había dicho Karl-Erich. Porque los precios fluctuaban en el mercado mundial y a menudo estaban por los suelos en un buen año de cosecha.

—Antes papá también plantaba patatas aquí —dijo pensativa Franziska—. Y barcea en los suelos pobres. Además de avena y colinabo.

Mine se acordaba bien. Había dado de comer barcea a los animales, era lo único para lo que servía. Pero era bonita cuando el viento la atravesaba. Como olas plateadas y violáceas.

—Tengo que preguntarte algo —comenzó la baronesa cuando Mine le sirvió café.

—Voy un momento a por nata y azúcar —respondió Mine, que regresó cojeando a la cocina. Sabía lo que quería preguntar. Ulli le había contado lo que él y Jenny habían descubierto en el cementerio. Aunque dentro de la desgracia, aún había tenido suerte, porque las letras solo se habían conservado en parte. Era una cruz lo de las mentiras eternas. Pero la verdad era difícil de explicar. Dolería. Y precisamente hoy la baronesa parecía cansada y lívida.

—Hay una tumba con el nombre de Walter Iversen en nuestro antiguo cementerio familiar. Fue Elfriede quien la mandó levantar, ¿no es cierto?

Mine enmudeció mientras la cabeza le trabajaba desesperada. La baronesa creía que Elfriede había mandado levantar la lápida. Dios mío…

—Sí, sí —respondió desvalida y removió el azúcar en el café con tal torpeza que se desbordó y formó un charquito en el platillo.

—Pero el comandante Iversen no está enterrado allí, ¿no? —insistió la baronesa.

—No, no. —Mine sacudió la cabeza, contenta de no tener que mentir—. No está allí.

—Ya me lo imaginaba. —Franziska cogió su taza y sopló con cuidado el líquido humeante—. Elfriede tuvo que morir poco después —prosiguió pensativa.

Mine secó el platillo con un trapo de cocina, bebió un largo trago de café y volvió a dejar la taza con dificultad.

—Sí, murió en otoño de 1946.

—Fue… ¿la violaron? Me dijeron que se desangró. —La mirada de Franziska se dirigió a la ventana para mantener a raya a los fantasmas del pasado.

A Mine se le volvió a aparecer todo. Elfriede estaba delgada como una niña, salvo su vientre, que era enorme, y se retorcía de dolor. Cómo había luchado. Y cómo se volvió cada vez más débil. Cada vez más pálida. Cogió en brazos a su pequeño unos minutos, lo oyó gritar y después murió. Totalmente en silencio y sola.

—Murió de un aborto espontáneo. Lo que pasó, yo no lo sé, señora baronesa.

Franziska asintió y bajó la cabeza. Estuvo callada un momento, después sonrió a Mine, agradecida.

—Está bien, Mine. Dejemos en paz los viejos tiempos. Si la mansión se termina de reformar, Jenny y la pequeña Julia se mudarán allí conmigo. Un bebé es una nueva vida, un nuevo comienzo.

Mine carraspeó. Sacó el pañuelo e hizo como si se tuviese que sonar para disimular las inoportunas lágrimas.

—Lo ha dicho muy bien, señora baronesa.

Del dormitorio les llegó una tos ronca de anciano y después el grito afónico de Karl-Erich:

—¡Mine! Ven un segundo…

La anciana se asustó. Su voz sonaba tan lastimosa que de pronto tuvo miedo por él.

—Disculpe —le dijo a Franziska, se puso de pie y corrió a la habitación de al lado. Cuando se asomó a la cama, él le tendió los brazos. Tenía el rostro blanco y los labios azulados.

—Súbeme —jadeó—. Ya no aguanto más.

No preguntó nada, hizo simplemente lo que él quería. No era fácil incorporarlo, le pareció pesado como una roca. Cuando por fin estuvo sentado, se inclinó hacia delante y jadeó, la mano derecha apretada sobre el pecho.

—No me llega aire —dijo fatigado—. Ha sido de repente…

—¿Te duele el pecho? ¿Ahí arriba? —preguntó Mine con insistencia, pero no le respondió, solo miraba fijamente al frente en silencio y se estremecía una y otra vez—. Se acabó —le dijo ella—. Voy a llamar a la ambulancia. Esto no puede seguir así.

De pronto, se revitalizó.

—¡Nada de ambulancias! ¡No quiero ir a la clínica! ¿Me has entendido, Mine? ¡A la clínica no!

—Pero Karl-Erich… —repuso ella.

—¡No! —jadeó y clavó los ojos desorbitados en su mujer—. Quiero quedarme aquí. ¡En la clínica la gente se muere!

Se detuvo cuando intervino una voz enérgica.

—¡Diablos, Schwadke! —maldijo la señora baronesa, que estaba en el umbral de la puerta—. Yo tampoco quería ir al hospital. Casi me muero por cabezota. ¡Y a usted también le pasará si sigue siendo tan terco!

No dijo nada, solo gimió en voz baja para sí mismo. Jadeaba.

—No quiere —dijo desamparada Mine—. No lo puedo obligar…

Franziska se asomó decidida a la cama de su antiguo carretero, que, jadeante, estaba más inclinado que sentado y conservaba pese a ello su testarudez.

—Le propongo algo. Vamos juntos a la clínica de Neustrelitz y dejamos que los médicos miren qué le pasa. Y si después quiere volver a casa, le prometo que también lo traeré.

Torció el arrugado gesto y levantó desconfiado la vista hacia ella. Mine contuvo la respiración. Él había echado pestes durante toda la vida contra los nobles hacendados y los barones. Los explotadores que habían vivido a todo tren, aunque sabía perfectamente que eso no era cierto.

—Trato hecho —accedió él. Le temblaba el mentón.

—Trato hecho —respondió Franziska.

Karl-Erich se esforzó por separar la deformada mano derecha del pecho y tendérsela. Franziska tomó su mano y la apretó.

—Mine, ayúdame a ponerme algo —pidió—. No me puedo sentar en el coche de la señora baronesa en ropa interior.

Franziska se rio, soltó la mano y fue a acabarse deprisa el café, según dijo. Mine sacó del armario por orden de su marido la nueva camisa de cuadros, los pantalones buenos, los calcetines a conjunto y los zapatos ortopédicos. Estaba aliviada. Si seguía siendo presumido, no podía estar tan mal como temía al principio.

Entre las dos consiguieron bajarlo por la escalera y con algo de esfuerzo también ponerlo en el asiento delantero del Opel Astra. Mine se subió detrás. Le pareció muy práctico un coche de cuatro puertas. «Cinco», decía siempre Ulli, porque incluía el maletero.

—Sí que son buenos los coches occidentales —observó Karl-Erich antes de toser—. ¿Tiene también aire acondicionado y asientos con calefacción?