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La sangrienta victoria de los Corleone no fue completa hasta después de un año de delicadas maniobras políticas, que entronizaron a Michael como jefe de la más poderosa de las Familias de Estados Unidos. Durante doce meses, Michael dividió su tiempo en partes iguales entre su cuartel general de Long Beach y su nuevo hogar de Las Vegas. Pero terminado el año, decidió abandonar todos sus negocios de Nueva York y vender la finca, no sin antes llevar a su familia al Este para una última visita.

La estancia duró un mes, que fue aprovechado para clausurar los negocios, mientras Kay se ocupaba de todo lo concerniente al traslado de los enseres de la casa.

La familia Corleone era, al fin, todopoderosa. Clemenza tenía su propia Familia. Rocco Lampone era el caporegime de los Corleone. En Nevada, Albert Neri era jefe de seguridad de todos los hoteles controlados por los Corleone. También Hagen formaba parte de la Familia de Michael en el Oeste.

El tiempo ayudó a cicatrizar las viejas heridas. Connie Corleone se reconcilió con Michael. En realidad, una semana después de las terribles acusaciones formuladas contra éste, le pidió perdón, y aseguró a Kay que nada de lo que había dicho era verdad, que todo había sido producto de la histeria.

Connie Corleone no tuvo dificultades para encontrar un nuevo marido; de hecho, no tardó ni un año en volver a llenar su cama con un joven que había sido empleado por los Corleone en calidad de secretario. Era un muchacho de una familia italiana muy formal, que se había graduado en la mejor facultad de Administración de Empresas del país. Naturalmente, el casamiento con la hermana del Don había servido para asegurar su futuro.

Kay Adams Corleone había complacido a la familia de su marido convirtiéndose a la fe católica. Sus dos hijos, como es lógico, hicieron lo propio. Michael no se mostró muy de acuerdo al respecto. Habría preferido que su esposa y sus hijos siguieran siendo protestantes, pues era más americano.

Kay se sorprendió al observar que le gustaba vivir en Nevada. Le gustaban el paisaje, las colinas y los cañones de piedra roja, los ardientes desiertos, los inesperados lagos e incluso el calor. Sus dos hijos montaban sus propios caballos. Además, allí tenía verdaderos sirvientes, no guardaespaldas. Y Michael llevaba una vida más normal. Era dueño de una empresa de construcción, socio de una serie de clubs de hombres de negocios y formaba parte de diversos comités cívicos; también se interesaba por la policía local, aunque no intervenía públicamente.

Aquella era una buena vida. A Kay le gustaba que los Corleone hubieran cerrado su casa de Nueva York, y no deseaba otra cosa que vivir permanentemente en Las Vegas. Odiaba la mera idea de tener que regresar a Nueva York. Por eso, en aquel último viaje había hecho las maletas con eficiencia y rapidez extraordinarias. Y ahora, en el último día, sentía la misma necesidad de partir que un paciente que ha pasado una larga temporada en el hospital cuando llega el momento de darle de alta.

Aquel último día en Nueva York, Kay Adams Corleone se levantó al alba. Podía oír el ruido de los camiones que, ya fuera de la finca, se llevaban los muebles de todas las casas. Por la tarde, todos, incluida Mamá Corleone, regresarían en avión a Las Vegas.

Cuando Kay salió del cuarto de baño, encontró a Michael sentado en la cama fumando un cigarrillo.

—¿A santo de qué tienes que ir a la iglesia todas las mañanas? —le preguntó—. No me importa que vayas los domingos, pero ¿por qué incluso los días laborables?

Kay se sentó en el borde de la cama para ponerse las medias, y repuso:

—Ya sabes cómo son los católicos conversos. Se lo toman mucho más en serio.

Michael tendió el brazo hasta tocar los muslos de su esposa, más arriba de donde terminaban las medias.

—No me toques, Michael. Esta mañana voy a tomar la comunión.

Michael hizo caso y no trató de retenerla cuando se puso en pie. Esbozando una sonrisa, le dijo:

—Si eres una católica tan perfecta ¿por qué dejas que los niños vayan tan poco a la iglesia?

Kay se sentía molesta. Su marido la estaba juzgando como haría un Don.

—Tendrán tiempo de sobra cuando lleguemos a casa —respondió—. En Las Vegas los obligaré a ir más a menudo.

Antes de salir, Kay dio un beso a su marido. Fuera, el sol ya calentaba bastante. Kay se dirigió hacia su coche, aparcado cerca de la puerta de la finca. Mamá Corleone, vestida completamente de negro, ya estaba dentro del automóvil, esperando a su nuera. Para ellas, la asistencia diaria a la iglesia se había convertido en una rutina.

Kay besó la arrugada mejilla de la anciana y luego se acomodó en el interior del vehículo. Mamá Corleone le preguntó:

—¿Has desayunado?

—No —contestó Kay.

La anciana inclinó la cabeza en señal de aprobación. En una ocasión Kay se había olvidado de no tomar alimentos antes de recibir la comunión. De eso hacía mucho tiempo, pero Mamá Corleone nunca lo había olvidado; por eso no se fiaba, siempre interrogaba a su nuera.

—¿Te sientes bien? —quiso saber.

—Sí —repuso Kay.

Aquella mañana soleada la pequeña iglesia estaba prácticamente vacía. Las policromadas vidrieras evitaban que el calor entrara en el templo, donde la temperatura debía ser agradable, como correspondía a un lugar de descanso y recogimiento. Kay ayudó a su suegra a subir las escaleras, y al entrar le cedió el paso. La anciana siempre se sentaba en uno de los bancos delanteros, cerca del altar. Kay dudó antes de entrar. Siempre le ocurría lo mismo, tenía que vencer una leve timidez. Finalmente, se decidió. Mojó la punta de sus dedos en la pila del agua bendita e hizo la señal de la cruz. Alrededor de las imágenes de los santos y del Cristo en la cruz brillaba, temblorosa, la luz de las velas. Antes de sentarse, Kay se arrodilló, y lo mismo hizo antes de tomar la comunión. Después, inclinó la cabeza como si estuviera orando. Pero su estado de ánimo no era el más apropiado para hacerlo.

Era únicamente en la oscura y abovedada iglesia donde Kay se permitía pensar en la otra vida de su marido, en la terrible noche de un año atrás, cuando Michael empleó todos sus recursos para hacerle creer que no había matado al marido de su hermana, lo que era mentira.

Y era precisamente por haberle mentido por lo que Kay lo había abandonado. En efecto, el día siguiente a aquella horrible noche, Kay, acompañada de sus hijos, se había ido a New Hampshire, a casa de sus padres. Sin decir una palabra a nadie, sin darse del todo cuenta de lo que hacía. Michael lo había comprendido de inmediato, y la llamó por teléfono. Pero luego ya no intentó ponerse en contacto con ella. Finalmente, al cabo de una semana, un automóvil procedente de Nueva York se detuvo frente a la casa de los padres de Kay. En el coche iba Tom Hagen.

La tarde que pasó con Tom fue para ella la más espantosa de su vida. Él la había llevado a pasear por el bosque, y no se había mostrado precisamente gentil.

Kay cometió el error de mostrarse indiferente, algo para lo que no estaba preparada.

—¿Mike te ha enviado para que me amenaces? —preguntó cuando lo tuvo delante—. Ya sólo faltaba que te hubieras hecho acompañar por algunos matones y me hubieses obligado a regresar a punta de metralleta.

Por vez primera desde que lo conocía, vio a un Hagen irritado.

—Ésa es la tontería más grande que he oído jamás —replicó secamente—. Nunca lo hubiera esperado de una mujer como tú, Kay. Ven conmigo.

—Muy bien, Tom.

Mientras paseaban por el bosque, él le preguntó:

—¿Por qué te marchaste?

—Porque Michael me mintió. Porque me puso en ridículo al aceptar ser padrino del hijo de Connie. Porque me traicionó. No puedo amar a un hombre así. No puedo vivir con él. No puedo permitirle ser el padre de mis hijos.

—No sé de qué estás hablando —se limitó a decir Hagen.

Con el rostro encendido por la rabia, una rabia completamente justificada por lo demás, Kay repuso:

—Hablo de que asesinó al marido de su hermana. ¿Lo comprendes? —Después de una breve pausa, añadió—: Y además, me mintió.

Siguieron andando, pero ahora en silencio. Fue Hagen quien rompió aquel embarazoso silencio.

—No tienes pruebas de que lo que aseguras sea verdad —dijo Hagen al fin—. Pero, y sólo para evitar discusiones, supongamos que sí, que es cierto. No digo que lo sea ¿eh?; recuérdalo. ¿Y si te explico algo que justificaría su modo de actuar?

Kay le dirigió una mirada de desdén y dijo:

—Es la primera vez que veo al abogado que hay en ti, Tom. Y no me convences.

Hagen sonrió.

—De acuerdo. De todos modos, te ruego que me escuches. ¿Qué dirías si supieras que Carlo fue el cebo en el que picó Sonny? ¿Qué dirías si supieras que la paliza que Carlo le propinó a Connie fue una comedia ideada para hacer salir a Sonny de su casa? Y ¿qué dirías si supieras que Carlo recibió dinero por colaborar en el asesinato de Sonny?

Kay no respondió. Hagen prosiguió:

—¿Qué dirías si supieras que el Don, un gran hombre, no tuvo el valor suficiente para vengar la muerte de su hijo, matando al marido de su hija? En fin ¿qué dirías si supieras que el viejo Don prefirió que fuera Michael quien cargara con la culpa de la muerte de Carlo?

Con lágrimas en los ojos, Kay musitó:

—Todo había quedado atrás. Todos éramos felices. ¿Por qué no perdonar a Carlo? ¿Es tan difícil olvidar?

Habían llegado a un frondoso árbol. Hagen se sentó a la sombra, sobre la hierba. Miró alrededor, suspiró y dijo:

—En nuestro mundo no hay lugar para el perdón.

—Pero Michael no es el hombre con quien me casé —dijo Kay.

—Si lo fuera, estaría muerto —repuso Hagen entre risas—. En este momento serías viuda. No tendrías estos problemas que tienes ahora.

—¿Qué diablos significa eso? —inquirió Kay, furiosa—. Vamos, Tom, habla claro una vez en tu vida. Sé que Michael no puede hacerlo, pero tú no eres siciliano, tú puedes decirme la verdad, puedes tratar a una mujer de igual a igual, como a un ser humano.

Tras otro largo silencio, Hagen sacudió la cabeza y dijo:

—No conoces a Mike. Estás enojada porque te mintió. Bien, recuerda que te dijo que no le preguntases nada relacionado con sus negocios. Te indigna que aceptara ser padrino del hijo de Carlo. Pero tú lo obligaste a ello. Sin embargo, fue lo mejor que podía hacer, si pensaba actuar después contra Carlo: el clásico truco de ganarse la confianza de la víctima. ¿Te basta con lo que te he dicho?

Kay negó con la cabeza.

—Te diré algo más —prosiguió Hagen—. Después de la muerte del Don, alguien planeó asesinar a Michael. ¿Sabes quién fue? Tessio. En consecuencia, Tessio tuvo que ser eliminado. Carlo tuvo que ser eliminado también. Y es que no debe haber clemencia para los traidores. Michael pudo haberlos perdonado, pero ellos nunca se habrían perdonado a sí mismos, por lo que siempre hubieran constituido un peligro. Michael apreciaba mucho a Tessio. Y quiere a su hermana. Pero, si hubiese dejado que Tessio y Carlo viviesen habría faltado a sus deberes para contigo y tus hijos, a sus deberes para con su familia, a sus deberes para conmigo y los míos. Habría sido un peligro permanente para la vida de todos nosotros.

—¿Es para decirme eso que Michael te ha enviado a verme? —preguntó Kay con lágrimas en los ojos.

Hagen la miró, con expresión de sorpresa, y respondió:

—No. Él me dijo que te explicara que podías hacer lo que quisieras y que nada te faltaría, siempre que te ocuparas debidamente de los niños. Me pidió que te dijera que tú eres su Don. Bueno, eso es una broma.

Kay puso la mano sobre el brazo de Hagen y dijo:

—Así, pues ¿pretendes dar a entender que Mike no te ordenó que me dijeras nada de lo que me has dicho?

Hagen dudó por unos instantes, como si considerara la conveniencia o inconveniencia de confesarle a Kay la verdad desnuda.

—Ya veo que no comprendes, Kay —dijo por fin—. Si le cuentas a Michael lo que acabo de decirte, soy hombre muerto. Tú y los niños sois los únicos seres a los que nunca podría hacer daño alguno.

Kay se levantó y echó a andar. Hagen iba a su lado. Después de cinco largos minutos de absoluto silencio, cuando estaban a punto de llegar a la casa, ella le preguntó:

—Después de cenar ¿podrás llevarnos a los niños y a mí a Nueva York?

—Ése ha sido el motivo de mi viaje —repuso Hagen.

La campana de la iglesia tocaba a penitencia. Como le habían enseñado, Kay se golpeó el pecho, en señal de arrepentimiento. La campana volvió a sonar, y entonces los fieles se levantaron de sus asientos, dirigiéndose a la barandilla del altar. Ella hizo lo mismo. Se arrodilló delante del altar, y cuando la campana volvió a sonar, repitió, con la mano cerrada, el gesto de golpearse el pecho. El sacerdote estaba delante de ella. Kay echó la cabeza hacia atrás y abrió los labios para recibir la sagrada hostia. Fue el peor momento. Luego, cuando la sagrada forma se fundió en su boca, se sintió feliz de haber hecho aquello que deseaba de todo corazón.

Limpia su alma de pecado, Kay inclinó la cabeza y juntó las manos. Le dolían las rodillas. Elevó el cuerpo, ayudándose de los codos, para repartir un poco el peso. Entonces vació su mente de todo pensamiento personal. Se olvidó de sí misma, de sus hijos, de su ira, de todos sus problemas. Y con un profundo deseo de creer, de ser escuchada, hizo lo que venía haciendo todos los días desde la muerte de Carlo Rizzi: orar por el alma de Michael Corleone, que tanto lo necesitaba.

F I N