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El fantasma de las cloacas (3)

Aún no había obscurecido cuando salieron de allí. La luz era la que habitualmente iluminaba la ciudad del Golden Gate durante los días despejados. Tenía la aspereza de la realidad pero daba una apariencia irreal a edificios y personas, como si la ciudad esmeralda de Oz hubiera sido encalada por un aprendiz o por los amigos de Tom Sawyer.

Ringo encendió un cigarrillo. Era bajo y redondo de formas. Sumada a la negrura y brillantez de su piel, aquella redondez le daba aspecto de ser una bomba anarquista a punto de explotar. El cigarrillo hacía las veces de mecha.

Vamos a comer algo dijo.

¡Santo Dios! ¿Después de haber visto como estaba Ernie? exclamó Red.

Este no tenía ganas más que de ir a su habitación. A pesar de ser como no ir a ningún sitio, era mejor en aquel momento que cualquier otro lugar. Sin quitarse las botas ni el mono, pensaba meterse en la ducha para lavar un poco la ropa y después se la quitaría para ducharse él. Luego, con una lata de cerveza en la mano, metería la ropa húmeda en el horno para secarla, dejando la puerta abierta y graduando el horno al mínimo de calor. Su cuarto de baño y su única habitación se impregnarían de olor a limpio. Sería como si un sacerdote le diera la absolución después de una larga y ardua confesión, una confesión en la que el arrepentimiento no jugaba ningún papel, de todos modos. Sabía perfectamente que tenía intención de volver a pecar, de bajar a las cloacas al día siguiente. El lodazal del desánimo, pensó. El desaliento era un pecado pero en los túneles, su peculiar olor quedaba disimulado por todos los demás. Por otra parte, y puesto que tenía que tragarse la mierda de todo el mundo, el andar por aquí arriba le abatía aún más. Cierto que también se la tragaba en la cloaca, pero allí lo hacía de forma impersonal.

Más tarde, se dedicaría a pasear desnudo por la habitación, pero evitando mirar al espejo cada vez que pasara frente a él, y si en alguna ocasión se le olvidaba, le dedicaría un buen corte de mangas. El espejo siempre se lo devolvía, pero nunca lograba adelantársele. Lo intentaba, pero Red era el más rápido de todo el Oeste en aquella especialidad.

Para cuando encendiera el viejo televisor, oiría que llamaban a la puerta. La vieja señora Nilssen, su patrona, alegaría gritando con su voz septuagenaria que quería hablar con él. En realidad, era una borracha que venía con intención de echar un trago y que al poco rato querría llevárselo a la cama. La señora Nilssen, pobre alma solitaria, estaba desesperada. Imaginaba que con lo feo que era, Red se sentiría agradecido de tenerla incluso a ella, y en un par de ocasiones poco faltó para que tuviera razón. Pero él, que a duras penas lograba soportar su propia desesperación, no tenía intención alguna de cargar también con la de ella.

Después de que él le gritara unas cuantas veces que lo dejara en paz ella se iría, y entonces él se sentaría frente al escritorio que había comprado en el Goodwill y, con otra cerveza a mano, se pondría a escribir poesía. Miraría por la ventana del quinto piso en que vivía y vería otras ventanas mirándole a él. Más allá de aquellas ventanas estaban la bahía y el puente que Jack London, Ambrose Bierce, Mark Twain y George Sterling habían cruzado en otros tiempos. Sabía que su construcción se había emprendido en época posterior a la de estos, pero le gustaba imaginarse a aquellos personajes cruzando el puente en coche de caballos. Además, si el puente hubiera existido en su tiempo, ellos lo habrían cruzado.

Pero él tenía un puente propio que cruzar: acabar el poema titulado La Reina de la Oscuridad. Había comenzado a escribirlo veinte años atrás, cuando contaba veinticinco, anotando sus versos en periódicos amarillentos, sobres, bolsas de comestibles y, en una ocasión, sobre el polvo de su escritorio. El polvo le había inspirado, había iluminado los mejores versos que había escrito nunca. Se excitó tanto que salió a la calle y se emborrachó, y cuando al día siguiente volvió del trabajo, corrió al escritorio para leerlos porque no podía recordarlos. Ya no estaban. Sí; por primera y última vez, la señora Nilssen había hecho la limpieza de la habitación; una excusa para buscar la botella que según ella escondía Red. De todo el mundo sospechaba lo mismo.

Nunca logró reconstruir los versos y, por tanto, perdió la oportunidad de convertirse en un destacado poeta. Aquellas líneas le hubieran lanzado; a partir de aquel momento no habría escrito nada que quedara por debajo de Excelsior o así le gustaba creerlo, al menos.

Ahora, tras haber escrito un par de millones de versos, Red tenía que admitir que no tenía talla ni para jugar en las divisiones más bajas de la poesía. Su producción apestaba, igual que la cloaca. En realidad, y aunque al principio constituyera su fuente de inspiración, era la cloaca lo que había arruinado su poesía. Pero escribiría algo tan bueno como «La Ciudad de la Noche Tenebrosa» de Thompson, puede que mejor incluso, o tal vez algo que pudiera equipararse a «La Belle Dame sans Merci» de Keats, y entonces, feo o no, recibiría invitaciones para leer sus poemas en salones y universidades, y las mujeres se volvieran locas por él. Pero no, su llama se había extinguido entre la obscuridad, la humedad y el hedor. Aquella blanca, hermosa y velada figura, la musa que había imaginado acercándose a él y alejándose después para atraerle hacia los túneles más distantes y mostrarle allí el amor y la muerte, había muerto. Como un miembro del Ku Klux Klan en una reunión de los Musulmanes Negros.

No obstante, en ocasiones aún creía percibir un débil fulgor en aquel apartado recodo que formaba el obscuro canal.