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Septiembre de 1923

Leo tenía prisa. En la escalera, apartó a los de primer curso, se deslizó junto a un grupo de niñas que parloteaban y entonces tuvo que parar porque alguien lo agarró de la mochila.

—A la cola —dijo Willi Abele con sorna—. Los ricachones y los amiguitos de los judíos atrás.

Eso iba por su papá. Y por Walter, su mejor amigo, que ese día no había ido a clase porque estaba enfermo y no podía defenderse.

—¡Suelta o te doy! —le advirtió.

—Venga, orejotas, atrévete.

Leo intentó zafarse, pero el otro lo sujetaba con mano de hierro. A derecha e izquierda, el río de alumnos bajaba la escalera hacia el patio y desde allí inundaba la calzada de Rote Torwall. Leo logró arrastrar a su adversario hasta el patio y entonces se le rompió una correa de la mochila. Tuvo que darse la vuelta rápidamente y cogerla para que Willi no se la quedara con todos los libros y los cuadernos.

—¡Melzer, zancudo, cagueta y calzonudo! —se burló Willi, e intentó abrir el cierre de la mochila.

Leo se puso hecho una furia. Estaba harto de esa cancioncilla. A los niños de los barrios obreros les gustaba gritarle esas maldades porque iba mejor vestido que ellos y Julius a veces iba a recogerlo con el coche. Willi Abele le sacaba una cabeza y era dos años mayor, pero eso a él le daba igual. Le dio una patada en la rodilla, el chico aulló de dolor y soltó el botín. Leo tuvo el tiempo justo de dejar la mochila en el suelo antes de que el otro se abalanzara sobre él. Los dos cayeron al suelo. Leo recibió una lluvia de golpes, se le desgarró la chaqueta, oyó que su adversario jadeaba y luchó con saña.

—¿Qué está pasando aquí? ¡Abele! ¡Melzer! ¡Separaos!

Aquello de que los últimos serán los primeros se hizo realidad, ya que Willi, que estaba encima porque iba ganando en la pelea, recibió el castigo de la mano del profesor Urban. En cambio a Leo se limitó a agarrarlo del cuello y a ponerlo de pie; como le sangraba la nariz, se libró de la bofetada. Los dos muchachos escucharon con gesto contenido la reprimenda del profesor, pero eran mucho peor las risitas burlonas y los murmullos de los compañeros que habían formado un círculo en torno a los gallos de pelea. Sobre todo las niñas.

—Le ha dado una buena.

—Pegar a los pequeños es de cobardes.

—Leo se lo tiene merecido, es un chulo.

—Pero Willi Abele es un canalla.

Mientras tanto, el sermón del profesor Urban les entraba por un oído y les salía por el otro. Siempre decía lo mismo. Leo sacó el pañuelo y se limpió la nariz, y al hacerlo se dio cuenta de que se le había desgarrado la costura de la manga. Las niñas le lanzaban miradas de compasión y admiración, algo que lo incomodaba muchísimo. Entonces Willi afirmó que Melzer «había empezado» y el profesor Urban le propinó una segunda bofetada. Merecida.

—Y ahora daos la mano.

Ya conocían ese ritual; tenía lugar después de todas las peleas y no servía para nada. Aun así, aceptaron los consejos asintiendo con la cabeza y prometieron llevarse bien. La maltrecha patria alemana necesitaba jóvenes sensatos y trabajadores, y no bravucones.

—¡A casa!

Quedaron liberados. Leo se echó al hombro la mochila; le habría gustado salir corriendo, pero no quería dar la impresión de estar huyendo de su contrincante, así que midió sus pasos hasta que llegó a las puertas del colegio. Solo entonces echó a correr. Se detuvo un instante en Remboldstrasse y miró con odio hacia atrás, hacia el gran edificio de ladrillo. ¿Por qué tenía que ir a ese maldito colegio de Rote Torwall? Papá le había contado que él había ingresado directamente en el instituto de San Esteban, en una clase preparatoria. Allí solo había niños de buena familia a los que se les permitía llevar gorros de colores. Y no había chicas. Pero la República quería que todos los niños fueran antes a una escuela primaria. La República era una porquería. Todos renegaban de ella, y la que más la abuela, que siempre decía que todo era mejor con el emperador.

Se sonó otra vez la nariz y comprobó que ya no le sangraba. Tenía que darse prisa, seguro que ya lo estaban esperando. Subió corriendo por San Ulrico y Santa Afra, atravesó un par de callejuelas hasta Milchberg y después por Maximilianstra… Se paró en seco. Música de piano. Conocía esa pieza. La mirada de Leo ascendió por la pared gris del edificio. La melodía salía del segundo piso, donde una de las ventanas estaba abierta. No veía nada, una cortina blanca se lo impedía, pero, tocara quien tocase, sonaba sublime. ¿Dónde había oído esa música? ¿Habría sido en algún concierto de la sociedad de música a la que mamá solía llevarlo? Era maravillosa y al mismo tiempo triste. El martilleo de los acordes le atravesaba el cuerpo. Se habría quedado allí escuchando durante horas, pero el pianista interrumpió la melodía para practicar con más detalle un pasaje. Lo repetía una y otra vez y resultaba aburrido.

—¡Ahí está!

Leo se estremeció. Era la voz aguda y penetrante de Henny. Vaya, se acercaban en dirección contraria. Pues sí que habían tenido suerte, él podría haber tomado otra callejuela. Corrían de la mano hacia él por la acera, Dodo con sus trenzas rubias al viento y Henny con el vestido rosa que le había cosido mamá. De su mochila colgaba una pequeña esponja, ya que había empezado la escuela ese año y aún estaba aprendiendo a escribir en la pizarra.

—¿Por qué miras al aire? —le preguntó Dodo cuando llegaron jadeando junto a él.

—¡Te hemos estado esperando cien años! —exclamó Henny en tono de reproche.

—¿Cien años? ¡Entonces ya estarías muerta!

Henny no aceptó sus objeciones. Siempre hacía caso solo de lo que le convenía.

—La próxima vez nos iremos sin ti.

Leo se encogió de hombros y miró de reojo a Dodo, pero esta no parecía dispuesta a defenderlo. De todos modos, los tres sabían que él las recogía solo porque la abuela se había empeñado. En su opinión, dos niñas de siete años no podían atravesar la ciudad solas, menos aún en esos tiempos tan convulsos. Por eso habían encargado a Leo que después de las clases se acercara a Santa Ana para acompañar a su hermana y a su prima sanas y salvas a la villa de las telas.

—Vaya pinta tienes… —Dodo había descubierto el desgarrón en la manga y la sangre que le había salpicado el cuello.

—¿Yo? ¿Por qué lo dices?

—¡Has vuelto a pelearte, Leo!

—¡Aj! ¿Eso es sangre? —Henny le tocó el cuello de la camisa con el dedo índice. No estaba muy claro si aquellas motas rojas le parecían repugnantes o emocionantes.

Leo le apartó la mano.

—Para. Tenemos que irnos.

Dodo seguía escudriñándolo con los ojos entrecerrados y los labios apretados.

—Willi Abele otra vez, ¿verdad?

El chico asintió de mala gana.

—Ojalá hubiera estado allí. Primero lo habría agarrado del pelo y después… ¡un buen escupitajo!

Lo dijo muy seria y asintió dos veces con la cabeza. A Leo lo conmovió, aunque al mismo tiempo le resultaba vergonzoso. Dodo era su hermana, era valiente y siempre estaba de su parte. Pero no era más que una chica.

—¡Vamos de una vez! —exclamó Henny, para quien el tema de la pelea ya estaba zanjado—. Tengo que pasar por Merkle.

Eso significaba dar un rodeo.

—Hoy no. Llegamos tarde.

—Mamá me ha dado dinero para que compre café.

Henny siempre quería mangonear. Leo se había propuesto no volver a caer en sus trampas, pero no era fácil porque ella siempre encontraba una razón convincente. Como ese día: tenía que comprar café.

—¡Mamá ha dicho que no puede vivir sin café!

—¿Quieres que lleguemos tarde a comer?

—¿Quieres que mi mamá se muera? —replicó Henny, indignada.

Lo había vuelto a conseguir. Pusieron rumbo a Karolinenstrasse, donde la señora Merkle ofrecía «Café, confituras y té» en un pequeño local. No todo el mundo podía permitirse esas delicias, Leo sabía que muchos de sus compañeros de clase solo tomaban un plato de sopa de cebada al mediodía; ni siquiera llevaban almuerzo al colegio. Muchas veces sentía lástima, y en un par de ocasiones había compartido su bocadillo de paté. Casi siempre con Walter Ginsberg, su mejor amigo. Su madre también tenía una tienda en Karlstrasse, vendía partituras e instrumentos musicales. Pero el negocio no iba bien. El papá de Walter había caído en Rusia, y a eso había que sumarle la inflación. Todo era cada vez más caro y, como decía mamá, el dinero ya no valía nada. El día anterior la cocinera Brunnenmayer se lamentaba de haber tenido que pagar treinta mil marcos por una libra de pan. Leo ya sabía contar hasta mil. Eso era treinta veces mil. Menos mal que desde la guerra ya casi no había monedas, solo billetes, si no la señora Brunnenmayer habría tenido que alquilar un carro de tiro para llevar el dinero.

—Mira, la tienda de porcelanas Müller ha cerrado —dijo Dodo señalando un escaparate cubierto con papel de periódico—. La abuela se pondrá muy triste. Seguía comprando ahí las tazas de café cuando se rompía alguna.

Eso se había convertido en algo habitual. Muchas tiendas de Augsburgo estaban cerradas, y las que continuaban abiertas colocaban género antiguo e invendible en los escaparates. Papá había dicho hacía poco en la comida que eran unos timadores, que se guardaban la mercancía buena para cuando llegaran tiempos mejores.

—Mira, Dodo. Ositos bailarines.

Leo miró con desdén a las niñas, que pegaron la nariz contra el cristal de la panadería. A él no le gustaban aquellos pegajosos ositos de goma roja y verde.

—Compra el café de una vez, Henny —refunfuñó—. Merkle está ahí mismo.

Se detuvo porque en ese momento se dio cuenta de que junto a la tienda de la señora Merkle estaba el negocio de sanitarios de Hugo Abele, el padre de Wilhelm Abele, Willi, ese canalla. ¿Habría llegado ya a casa? Leo avanzó un poco y miró el escaparate desde el otro lado de la calle. No tenían demasiadas cosas expuestas, solo un par de mangueras y grifos. Al fondo se alzaba un retrete de porcelana blanca. Se protegió los ojos del bajo sol de septiembre y comprobó que la refinada pieza llevaba un logotipo azul y estaba cubierta de polvo.

—No querrás comprar un retrete… —comentó Dodo, que lo había seguido.

—Claro que no.

Dodo también fisgoneó el escaparate y torció el gesto.

—Es la tienda de los padres de Willi Abele, ¿no?

—Mmm…

—¿Willi está dentro?

—Es posible. Siempre tiene que ayudar.

Los hermanos se miraron. Algo brilló en los ojos de color azul grisáceo de Dodo.

—Voy a entrar.

—¿Para qué? —Leo parecía preocupado.

—Voy a preguntar cuánto cuesta el retrete.

Su hermano negó con la cabeza.

—No lo necesitamos.

Pero Dodo ya había cruzado la calzada y al instante siguiente se oyó la campanilla de la tienda. La niña desapareció en el interior.

—¿Qué hace ahí? —preguntó Henny, y le puso delante de la nariz una bolsa de papel llena de regaliz y ositos de goma.

Vaya, no debía de haber sobrado mucho dinero para el café. Leo cogió una rueda de regaliz sin perder de vista la tienda.

—Está preguntando por el retrete.

Henny lo miró indignada, después sacó un osito verde de la bolsa y se lo metió en la boca.

—Tú te crees que soy tonta —masculló ofendida.

—Pregúntaselo tú misma.

La puerta se abrió y vieron que Dodo hacía una reverencia y salía. Tuvo que esperar un poco porque un coche de caballos pasó con gran estrépito, y después corrió hacia ellos.

—En la tienda está el papá de Willi. Es un señor grande con bigote gris. Tiene un aspecto raro, como si quisiera comerte.

—¿Y Willi?

Dodo sonrió. Willi estaba sentado en la trastienda clasificando tornillos en cajitas. Se había vuelto hacia él un instante y le había sacado la lengua.

—Puede que estuviera furioso, pero como su papá estaba allí no podía decir nada.

Y el retrete costaba doscientos millones de marcos. Precio especial.

—¿Doscientos marcos? —preguntó Henny—. Es mucho dinero para un retrete tan feo.

—Doscientos millones —corrigió Dodo.

Ninguno de ellos sabía contar tanto.

Henny frunció el ceño y pestañeó pensativa mirando hacia el escaparate, en cuyo cristal se reflejaba ahora el resplandeciente sol de mediodía.

—Yo también voy a preguntar.

—¡No! Tú te quedas aquí. ¡Henny!

Leo quiso sujetarla del brazo, pero ella se deslizó hábilmente junto a dos señoras mayores y lo dejó allí plantado. El muchacho negó con la cabeza y vio que los rizos rubios y el vestidito rosa de Henny desaparecían tras la puerta de la tienda.

—¿Estáis locas o qué? —le gruñó a Dodo.

Cruzaron la calle cogidos de la mano y miraron dentro a través del escaparate. En efecto, el papá de Willi lucía un bigote gris y tenía una mirada extraña. ¿Tendría los ojos irritados? Willi estaba al fondo, sentado a una mesa llena de cajas de cartón pequeñas y grandes. Solo se le veían la cabeza y los hombros.

—Me envía mi mamá —pio Henny, obsequiando al señor Abele con su mejor sonrisa.

—¿Y cómo se llama tu mamá?

Ella sonrió aún más e ignoró la pregunta.

—A mi mamá le gustaría saber cuánto cuesta el retrete.

—¿El del escaparate? Trescientos cincuenta millones. ¿Quieres que te lo apunte?

—Sería muy amable por su parte.

Mientras el señor Abele buscaba un papel, Henny se volvió rápidamente hacia Willi. Desde fuera no se podía ver lo que hacía, pero a Willi se le abrieron los ojos como platos. Henny salió orgullosa de la tienda con un pedazo de papel en la mano y le pareció increíble que Dodo y Leo la hubieran estado observando por el escaparate.

—¡Déjame ver! —Dodo le cogió la nota de la mano.

Se leía «350» y después la palabra «millones».

—¡Qué tramposo! ¡Pero si hace un momento eran doscientos millones! —exclamó Leo, indignado.

Henny ni siquiera sabía contar hasta cien, pero había entendido que ese hombre era un estafador. ¡Menudo granuja!

—¡Voy a entrar otra vez! —gritó Dodo, decidida.

—Mejor déjalo estar —le advirtió Leo.

—¡Ahora sí que no!

Leo y Henny se quedaron delante de la tienda y espiaron por el cristal. Tuvieron que acercarse mucho y hacer sombra con las dos manos porque el reflejo del sol les impedía ver. Oyeron el tono enérgico de Dodo y después la profunda voz de bajo del señor Abele.

—¿Y ahora qué quieres? —refunfuñó.

—Me ha dicho que el retrete costaba doscientos millones.

El hombre la miró fijamente, y Leo se imaginó los engranajes del cerebro del señor Abele poniéndose en movimiento.

—¿Qué he dicho?

—Antes ha dicho que costaba doscientos millones. Es correcto, ¿verdad?

El hombre miró a Dodo, después hacia la puerta, y por último hacia el escaparate donde estaba la pieza de porcelana blanca. Entonces descubrió a los dos niños pegados al cristal.

—¡Mocosos! —rugió enfadado—. Fuera de aquí. No voy a permitir que me toméis el pelo. ¡Largo de aquí u os echo a patadas!

—¡Pero tengo razón! —insistió Dodo con actitud temeraria.

Entonces se dio la vuelta a toda prisa porque el señor Abele se acercaba amenazador e incluso había extendido el brazo para agarrarla de las trenzas. La habría pillado junto a la puerta si Leo no hubiera entrado y se hubiera puesto delante de su hermana para protegerla.

—Maldita pandilla de alborotadores —bramó el señor Abele—. ¿Me tomáis por tonto? Esto es lo que te mereces, muchachito.

Leo se agachó, pero el señor Abele le había agarrado el cuello de la chaqueta y la bofetada lo alcanzó en la nuca.

—¡No pegue a mi hermano! —chilló Dodo—. O le escupiré.

Y le escupió. Parte llegó a la chaqueta del señor Abele, pero por desgracia también le dio a Leo en el cogote. Entretanto, en la tienda había aparecido la madre de Willi, una mujer delgada de pelo negro, y tras ella salió su hijo.

—¡Me han sacado la lengua, papá! Ese es Leo Melzer. ¡Por su culpa hoy el profesor me ha dado una bofetada!

Al oír el apellido Melzer, el señor Abele se quedó quieto. Leo se agitaba porque no le soltaba el cuello de la chaqueta.

—¿Melzer? ¿No serán los Melzer de la villa de las telas? —preguntó el señor Abele, y se volvió hacia Willi.

—¡Ay, Dios! —exclamó su esposa, y se llevó las manos a la boca—. Te vas a buscar la ruina, Hugo. Suelta al niño, te lo pido por favor.

—¿Eres un Melzer de la villa de las telas, sí o no? —le rugió el dueño de la tienda a Leo.

Este asintió. Entonces el señor Abele lo soltó.

—Pues aquí no ha pasado nada —murmuró—. Me he confundido. El retrete cuesta trescientos millones. Puedes decírselo a tu padre.

Leo se frotó la nuca y se puso bien la chaqueta. Dodo miró al hombretón con desprecio.

—A usted seguro que no le compraremos ningún retrete —dijo altanera—. Ni aunque fuera de oro. ¡Vamos, Leo!

Leo seguía atontado. No rechistó cuando Dodo lo agarró de la mano y tiró de él. Luego enfilaron la calle en dirección a la puerta Jakober.

—Como se lo cuente a papá —balbuceó.

—¡Qué va! —lo tranquilizó Dodo—. Pero si el que tiene miedo es él.

—¿Dónde se ha metido Henny? —dijo Leo, y se detuvo.

La encontraron en la tienda de la señora Merkle. Al final había conseguido un cuarto de libra de café a cambio del dinero que le quedaba.

—¡Porque somos muy buenos clientes! —dijo resplandeciente.