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Delequiem

«Y los hombres lucharán contra los hombres, y las bestias junto a los hombres contra los hombres...» Un largo invierno, crías muertas, cultivos profanados y la repentina aparición de aleatorias manchas de hollín sobre la tierra. Los sagrados paladines han desaparecido y la ausencia de su venerable presencia comienza a pesar en los hombros de los más dependientes, gente que ahora clama por un mundano símbolo de idolatría, apegados a la herejía de que solo un mortal es capaz de traer la bonanza y la prosperidad a una tierra que parece haber sido olvidada por los celadores. Aunque la ancestral celebración del Demiserio mantiene la mente de las masas tranquila, su bendición no durará para siempre, y ante el acecho de un peligro desconocido surge la urgencia de los líderes por la búsqueda de aquel que fue anunciado por los druidas como el nuevo primero. En dicho contexto, sea o no aquel que ha sido profetizado, la icónica sombra de un cuervo blanco se hace presente en indirecta respuesta a las súplicas de quienes dudan de sus ancestrales cuidadores.

Orden · Fantasie
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De verde tantoriano

«Era extraño y curioso a la vez, una metáfora, una advertencia e incluso una comparación según como lo mire.

Ese día había soñado con el paladín de pálida armadura, y por primera vez en toda mi vida, estaba mirándome al espejo, contemplando con detenimiento el rostro de alguien más en lugar del que debía ser el mío.

Su apariencia me resultó sorprendentemente similar a las representaciones de «El Hijo de Orden», de hecho, hasta diría que era él.

La sensación de una guía volvía a mostrarse ante mí, sin alentar nada más que mi confusión como siempre»

En algún punto de la noche, vagando entre la consciencia y la inconsciencia, Cair esperó algo distinto a despertar con la cara en el suelo para el inicio de su día.

Era especialmente temprano, más de lo que acostumbraba, sin embargo, Cair no se sentía somnoliento en lo absoluto. Quizás el castañazo de la mañana le había valido para despertar, el caso es que se sentía más energético de lo usual, y eso que ya era alguien bastante inquieto.

En ese momento sostenía las riendas de Caballo mientras Adaia dormía plácidamente a su lado, cabeceando de lado a lado al compás del movimiento del carruaje.

Sí, el caballo de los Rendaral se llamaba Caballo.

Ninguno de sus abuelos era especialmente bueno con los nombres, mala cosa que Cair había heredado, pues fue él quien le entregó ese nombre tan creativo cuando era pequeño. En ese entonces, Adaia era muy pequeña todavía y Aram todavía no había llegado a vivir con ellos, aunque el resultado tampoco hubiera resultado muy distinto. Suerte la suya que no fueron sus abuelos quienes lo nombraron, y aunque no acababa de entender su significado literal «Ruina», en ortanense original(1), era probablemente mejor que cualquier clase de combinación de letras que pudiese presentarse en la cabeza de sus abuelos. Curiosamente, su primer apellido no tenía traducción literal, algo extraño en cualquier cultura. Con todo, nunca le había dado muchas vueltas al tema. Caballo era un destrero firme y saludable, quizás no era tan alto, pero era tan musculoso que resultaba igual de imponente. Lo criaron desde que era un potrillo, por lo que era un animal dócil y amistoso.

Era un bonito día, y a Cair ya le rugían las tripas por no haber desayunado, por lo que tuvo la excusa perfecta para detenerse en un paraje que siempre era de su agrado. Detuvo el carruaje y miró a su hermana.

— Despierta, mensa — Le dijo mientras le daba golpecitos en la mejilla con la punta del dedo. La única respuesta por su parte fue relamerse y acomodarse para seguir durmiendo.

Cair negó con la cabeza y bajó del carruaje de un salto, entonces amarró a Caballo a un árbol y se adentró entre los matorrales. Era improbable le ocurriera algo a su hermana, y, en cualquier caso, él estaría lo suficientemente cerca como para oír a Caballo si es que algo ocurría.

Así llegó hasta un peñasco que sobresalía por el acantilado, adornado únicamente por un par de arbustos, un tronco podrido lleno de musgo y un cerezo que, curiosamente, siempre estaba florecido, o por lo menos desde que él tenía memoria. Aunque era un lugar en el que se podía gozar de tranquilidad absoluta, no era ni de cerca el mejor aspecto de ese lugar. Cair tomó asiento en el tronco podrido, hurgó en su faltriquera hasta sacar de ella un pequeño paquete con un pan y un trozo de queso, una manzana y una botella de leche, entonces levantó la mirada.

Desde allí podía verse gran parte de la Extensión Occidental de Ampletiet, un trozo de la Extensión Septentrional, una ínfima parte de la Extensión Alta y una buena parte de la Central, esta última coronada por la imponente capital de Ampletiet, Orherem. Pese a la distancia, y aunque la ciudad parecía pequeña desde ahí, seguía mostrándose increíblemente majestuosa, pulcra y orgullosa. A su sombra se escondía su triste predecesora, una simple silueta escondida entre las montañas, aquella que alguna vez fue el pináculo de la civilización amplietana, un símbolo de poder ahora reducido a un olvidado cúmulo de ruinas y musgo. Entre ambas urbes se alzaba el Nos'Erieth, el Silbido Eterno. No solo era el centro del cordón montañoso más grande de Ampletiet, sino que también era uno de los puntos más altos de todo Ortande, al menos entre el territorio conocido y hasta dónde le habían dicho. Aquella formación rocosa tenía una forma particular, como si hubiese sido partida por la mitad, esta característica le otorgaba la peculiaridad de la que recibía su título, ya que emitía un sonido silbante cuando el viento surcaba a través de él. El cielo estaba despejado, adornado únicamente por una franja de nubes esponjosas que cubrían todo el horizonte y Junio. Una colosal silueta batía su cola en el denso mar de nubes; extrañamente Golaris había tenido la disposición de aparecer en su mañana. Cair bajó la cabeza, posando su mirada en el entorno cercano. Si se acercaba un poco más a la punta del peñasco, podría ver Ceis, su destino. El pequeño pueblo estaba ubicado sobre un terreno ligeramente elevado con respecto al Prado de la Gloria, contorneado por una muralla de ladrillos de piedra que no llegaba más allá del nivel del suelo del pueblo, al fin y al cabo, su objetivo no era el de proteger de asedios y/o cualquier tipo de trifulca a gran escala; aquello no ocurría en un sector tan apartado de las fronteras; su real función era la de mantener a raya cualquier bestia que campase por el bosque o los alrededores de la ciudad, aunque con el tiempo estos habían aprendido a mantener las distancias, por lo que ya se veían corroídos y cubiertos de vegetación; eso, sumado a la ausencia de cualquier guardia patrullando esos adarves, eran los signos más evidentes de su desuso. Evidentemente Cair era incapaz de percibir esos detalles a esa distancia, pero en todos sus años viviendo allí jamás los vio cumpliendo con su función. El río Aidennin, naciente del canal de Nnin, cortaba el pueblo por la mitad, proveyendo de agua a la gente de allí. En ese momento su caudal era abundante, casi llegando hasta el tope de los canales, al igual que prácticamente todos los complejos fluviales de Ampletiet tras el deshielo de la nieve caída durante casi un año completo de invierno.

Definitivamente ese lugar le traía calma. Cerró los ojos y dejó que la brisa meciese su cabello.

Al acercarse a la entrada del pueblo, el único guardia que estaba apostado allí se inclinó ante él y le dedicó una sonrisa a modo de saludo, por lo que luego de contar con su aprobación, guio el carruaje hasta uno de los costados de la entrada, ya que no podía entrar con él al pueblo por temas de espacio.

A pesar de que en su mente fuese un pueblo pequeño, Ceis era relativamente grande para ser considerado un pueblo menor. Su gente siempre parecía moverse con tranquilidad, saludando a prácticamente todo el mundo, cargando con pesados canastos de ropa y/o productos que habían adquirido de sus propios vecinos. Siguiendo el tranquilo ritmo de la mañana, Cair caminó junto a Adaia por una amplia calle adocrinada con estrechas viviendas de dos pisos a cada lado, en cuyo fondo se encontraba el mercado del pueblo. A pesar de que todavía falta mucho, guirnaldas y telas de un amplio abanico de colores anunciaban la llegada de las celebraciones del Demiserio, y aunque muchos solían dejar el pueblo para pasar las festividades en alguna ciudad, todavía quedaban los suficientes como para armar un auténtico jaleo, especialmente a mitades del mes Sol, donde no había prácticamente nadie en edad de beber sobrio.

El mercado era lo que podía esperarse de uno de pueblo, un par de puestos ubicados en dos hileras, con mostradores de madera y lonas de distintos colores para proteger a quien estuviese debajo del sol, todo a disposición de quien quisiese usarlos para vender sus productos. Por lógica, Cair sabía que los mejores puestos eran los de los extremos, y aunque no hubiera muchos comerciantes, era una sabia elección irse a por ellos teniendo la posibilidad de elegir.

— Iré a buscar los sacos que quedaron — Dijo Cair a su hermana.

Ella asintió y comenzó a ubicar cuidadosamente algunas verduras en el mostrador para exhibirlas.

Cair se tronó los huesos de la espalda y volvió al carruaje.

— ¿Ya no saludas? — Preguntó una voz antes de que alcanzara a echarse un saco sobre los hombros.

Era una chica de cabello cobrizo, delgada, de tez ligeramente bronceada y grandes ojos azules, su ancha sonrisa siempre era algo que le alegraba el día. Rena, aquella que alguna vez fue su pareja e incluso su prometida.

— No sabía que eras capaz de despertar antes que Julio — Espetó Cair, cruzándose de brazos.

— Yo tampoco, a decir verdad — Nunca había sido una persona especialmente expresiva, sin embargo, y con el tiempo, Cair había aprendido a leer los estados de ánimo en aquellas facciones de piedra. Se le veía ligeramente triste.

— ¿Sucede algo? — Ella le miró fijamente.

— Nada, nada, es solo que me resulta extraño verte aquí.

Cair frunció el ceño.

— Si te levantaras más temprano tendríamos más posibilidades de charlar. Este momento es un ejemplo.

— Sí, supongo que tienes razón — Su rostro reflejó el atisbo de una sonrisa —. ¿Necesitas ayuda?

— ¿Me ayudarías? — Preguntó Cair, divertido.

— No — Replicó ella, casi riéndose —. Me alegra verte bien — Estiró ambos brazos —. Bueno, nada más eso, me apetecía saludarte. Ahora debo irme antes de que madre me agarre a coscorrones.

— ¿Quién usa esa palabra? — Suspiró —. Nuevamente me sorprendes, es realmente extraño que debas hacer algo.

— Sí, bueno, nuevamente tienes la razón — Le observó fijamente —. Cuídate.

— Casi siempre tengo cuidado.

— Ese 'casi' siempre ha sido tu problema.

— Supongo que todos tenemos defectos ¿no? — Ella asintió.

— Ya, de verdad tengo que irme, adiós.

— Cuidado con los osos.

— Siempre.

Cair le dedicó un cabeceo y volvió a lo suyo tras dejar escapar un poco de su felicidad en forma de suspiro. Ella partió en dirección al bosque hasta perderse. Un escalofrío recorrió su espalda, aunque no supo darle un significado más allá del hecho de que trataba con quien alguna vez mantuvo cierto grado de afectividad. Le dio un bocado a una manzana y volvió con Adaia. No hacía falta darle más vueltas.

Ella estaba charlando con un hombre de facciones duras, completamente ataviado con una imponente armadura metálica y un tabardo verde bosque con un medio circulo atravesado por tres líneas grabado en el pecho, simbolizando la cumbre del Nos'Erieth, un caballero de Orherem, un «citadino» como diría su abuelo. A juzgar por las líneas plateadas de los bordes de su armadura, debía de ser como mínimo el capitán del grupo. Al ser un lugar tan tranquilo, era usual que los soldados consideraran un patrullaje en toda la extensión occidental como una forma de descanso y, producto de ello, era común verlos fuera de sus actividades, ya sea conversando con los pueblerinos, comprando productos locales e incluso en las tabernas del pueblo bebiendo algo mientras una pequeña parte de su grupo realmente se encargaba de hacer su trabajo. De hecho, en su momento, Aram le había comentado que, en la asignación de patrullajes, esa zona siempre era la última debido a ese mismo motivo.

— … Oh, ahí viene mi hermano — Le dijo apenas reparó en su presencia.

Cair dejó ambos sacos junto al mesón, se sacudió las manos y le tendió una al hombre.

— Ah, muy buenos días — Saludó el hombre.

— Buenos días — Repitió Cair, sin mayor cortesía, ya que no era necesario.

— Veo que no mentías al decir que teníais frutos de fuera de temporada… ¿Cómo lo hacéis? — Preguntó enseguida, luego se acercó al saco que recién había traído Cair —. ¿Puedo?

«Probablemente es la primera vez que viene por aquí» Un hombre dedicado a su trabajo si jamás lo había hecho. Tal vez lo habían obligado a ir allí, pues tenía un buen par de ojeras, a pesar de que no se le notara cansado.

— Por supuesto — Indicó Adaia —. Y… bueno, en realidad no sabría cómo explicar por qué — Se encogió de hombros —. Tocamos una granja bendita por los celadores, supongo — Declaró ella, repitiendo lo que decía el abuelo Jael cuando le preguntaban sobre el tema. Hipócrita, pues nunca fue particularmente religioso.

— Sup… ¿Tienes los ojos blancos, muchacho? — Sus ojos manifestaban la tan acostumbrada sorpresa al reparar en la tonalidad de sus ojos.

— Suele ser en lo primero que repara la gente. Sí.

— Perdona lo abrupto de mi pregunta, es solo que de verdad me sorprendió… y eso que ya he visto bastante mundo, pero nunca un tantoriano de ojos blancos — Desde luego así lo reflejaba su rostro.

— No se preocupe, ya está acostumbrado — Respondió Adaia por él. Cair asintió en confirmación.

— De verdad sois una familia extraña — Manifestó luego de una molesta risotada.

Cair se encogió de hombros.

El hombre compró una buena cantidad de oro en productos, y tras breve intervalo de tiempo desde su partida llegó otro par de soldados de Orherem, luego otros tantos y así sucesivamente. Entremezclados con los pueblerinos que ya los conocían de sobra fueron vaciando los sacos a medida que Cair los llevaba al puesto.

Sin embargo, no fue aquello lo que retuvo la atención de Cair. Lo que lo hizo, o más bien, quien lo hizo, fue una muchacha de cabello verde, una tantoriana, sentada a los pies de un árbol con su bolso en el regazo. Pero, curiosamente, tampoco era su inusual color de cabello lo que llamó particularmente su atención, en cambio, sí lo fue su impresionante belleza. De más o menos su edad, tes clara, ojos grandes y redondos tan azules como el cielo, labios rosados y una figura de lo más refinada, era probablemente la mujer más hermosa que Cair había visto en su vida, tanto que tuvo el impulso de salir corriendo hacia ella y entablar conversación directamente.

— Oye… — Le susurró Adaia, dándole un codazo en las costillas. En las costillas más que nada por la diferencia de estatura, ya que ella era especialmente baja y Cair especialmente alto entre los amplietanos —… Seguro que ya la viste, pero la chica que está debajo de aquel árbol… es demasiado hermosa ¿no? — Incluso ella lo había percibido.

— Tanto que me resulta extraño — Replicó Cair.

— Lleva un rato mirándote — Añadió.

— Es por lo que me di cuenta de ella entre toda esta gente.

Pasó el rato, y, con el tiempo, el contenido de los sacos fue reduciéndose progresivamente hasta solo un par de bayas que habían guardado para comérselas ellos. Cair exhaló una profunda bocanada de aire una vez se retiró el último comprador, entonces se dejó caer sobre uno de los taburetes que tenía cerca y se limpió las manos con el agua de una cubeta de madera que había llevado Adaia. Al levantar la cabeza nuevamente, aquella chica tantoriana estaba frente a su puesto, inclinada hacia el mostrador con una amplia sonrisa en el rostro.

— Oh, lo sabía — Dijo ella. Su tono de voz era tan armonioso como el arpa de un juglar. Cair levantó una ceja y observó de reojo como Adaia fruncía los labios y se cruzaba de brazos. De cerca se le antojo incluso más hermosa. Llevaba un chal verde, un vestido de montar gris acinturado por un cinturón de cuero, medias y botas altas. Probablemente era una viajera —. Eres tantoriano, al igual que yo — Observó la chica, señalándose a sí misma con el fino dedo índice de su pequeña mano.

— ¿Resulta tan llamativo? — Preguntó él, poniéndose de pie. Ella era un poco más alta que Adaia, aun así, Cair tuvo que inclinarse un poco para quedar a la altura de sus ojos.

— Pues no todos los días se ve un tantoriano… y menos uno de ojos plateados.

— Tengo familiares que sí — Declaró él, señalando con el mentón a Adaia. Instintivamente había dejado en claro que ella era su hermana.

Ambos sonrieron.

— Nunca te había visto, evidentemente me habría percatado, ¿de dónde eres?

— Vengo de Icaegos… algo cerca, como ves — Todavía estaba inclinada hacia el mostrador, indecorosamente cerca de él. Y eso que no le llegaba más allá de los hombros —. Todos esos frutos… ¿los cosechan ustedes?

— Yo, mi abuelo — Cair se inclinó hacia adelante con cierta picardía innata en su mirada. La chica al fin retrocedió, entonces agregó —: Y quizás mi hermana.

— Ya veo… — Retrocedió un poco más —. No preguntaré como es que consiguen que crezcan en esta temporada porque llevo oyéndolo desde que me senté allí.

Cair se encogió de hombros.

— Es lo que hay — Cair cogió una bolsa de fresas blancas que habían guardado —. Ya que veo que no vas a comprar nada, y tampoco es que tenga mucho que ofrecer… ¿Gustas?

La chica ladeó un poco la cabeza y volvió a sonreír. Aquel jugueteo de sonrisas, sumado a lo embelesado que estaba, provocó que Cair sonriera también.

— Vaya…

Cair ladeó la cabeza, aún con la sonrisa en su rostro. Más que nada porque no sabía que otra expresión mostrar, además, él siempre creyó que se veía bien haciéndolo.

— ¿Qué te trae a Ceis?

— Trabajo — Replicó lacónicamente. Extendió la mano hacia la bolsa de fresas y le dedicó una mirada a Cair. Él asintió, por lo que ella sacó un segundo fruto.

— Ya veo, suerte que por aquí no ocurre nada especial. Viajaste en zepelín hasta Cleinlorim, me imagino.

Ella asintió.

— Y a caballo hasta aquí — Soltó una risita y lució su vestido girando la cintura para zarandearlo. Cair tragó saliva —. Por eso el vestido — Adaia rio de fondo.

— Bastante lindo la verdad — Cair frunció el ceño para ocultar su expresión de bobo. Siempre le habían dicho que era alguien inusualmente atractivo, pero nunca lo había agradecido tanto hasta ese momento —. ¿Vienes escoltada?

— Eh… No — Volvió a sonreír —. Se podría decir que sé cuidarme sola.

«Pinta de espadachín no tiene, debe ser hechicera… Sí, seguro» inquirió Cair.

— Independiente de eso, es bastante peligroso. Sobre todo, considerando que eres el ejemplo vivo de la perfección humana tanto facial como corpo… — En ocasiones, su lengua tendía a sobrepasar a su cerebro. «Imbécil» pensó. Se rascó la nuca e hizo una mueca. Ella abrió los ojos con estupor. Entre los amplietanos no era usual ser tan directo —. Mis disculpas, siempre he sido algo suelto de lengua.

La muchacha echó a reír.

— No te preocupes, me lo dicen seguido…

— Y con justa razón — Agregó él mientras ella hablaba.

— … Aunque no de forma tan… rebuscada, como lo acabas de hacer — Dijo ante el halago., divertida y con sorprendente tranquilidad.

Cair extendió una mano.

— Soy Cair, quizá es un poco tarde para presentarme… pero bueno.

— Naeve, Naeve Aldre'an. Y el placer es mío, Cair — Desde luego no era un apellido local, probablemente trobondinense. Cair retuvo su mano y la besó cortésmente. El atisbo de una sonrisa se enmarcó en su rostro cuando percibió un pequeño espasmo por parte de la muchacha. Era amplietana después de todo, al menos de crianza.

— Ella es Adaia, mi hermana, evidentemente pequeña. Y no solo de estatura — La joven le pidió disculpas por no haberla visto y ambas se saludaron con una reverencia corta(5), seguido del típico «Es un placer»

— No es pequeña, tú eres demasiado alto.

Adaia se encogió de hombros y le pateó la rodilla. Naeve soltó una carcajada.

— Espero no parecer tan abrupta, pero ahora que nos hemos presentado, aprovecharé la oportunidad para preguntar: ¿Por qué hay tantos soldados aquí? ¿Y por qué se llevan a algunas personas al bosque?

— ¿No lo hacen en Icaegos? — Preguntó Adaia.

Ella negó con la cabeza.

— No que yo sepa — Replicó, encogiéndose de hombros.

Cair arrugó el entrecejo, él creía que aquello era normal en todos los pueblos y ciudades de Ampletiet. Después de todo, desde la desaparición de los paladines, el reino se ha visto afectado por la inestabilidad social y la proliferación de importantes grupos de bandidos. Pero la chica no mentía. Haciendo memoria, Cair recordó jamás haber sido llevado a algún templo mientras estuvo en Icaegos.

— No los llevan al bosque en sí, sino que al templo Noytia… está a unos minutos de aquí.

— ¿A qué?

— Lo hacen un par de veces al año, de hecho, creía que lo hacían en todos lados — Cair dirigió su mirada hacia el bosque, visible al fondo de la calle por la que habían llegado —. Básicamente para saber si alguno es bendecido por Desleris.

— ¿Cómo?

— Paladines — Replicó Adaia, lacónica. Cair recordó que traía el abalorio paladín bajo su camiseta, por lo que, inconscientemente, ajustó el cuello de esta.

— Oh, que lenta…

— Lo llevan haciendo desde hace un tiempo y nunca han tenido suerte… No es que nos quejemos, a los de aquí nos encanta tener forasteros y a nosotros nos encanta tener clientes.

— Oh, ya veo… Mi profesora en Icaegos me habló de algo al respecto.

— ¿Estudias allí? — Preguntó Adaia.

— Sí, técnicamente es mi primer año.

— Y estás aquí.

Ella soltó una risita.

— Se podría decir que fueron ellos quienes me enviaron aquí — Hubo unos segundos de silencio —. ¿Dónde queda su granja?

Cair señaló la dirección en la que estaba.

— Siguiendo el sendero a más o menos unos veinte minutos ¿Por qué?

— Me gustaría ver y estudiar vuestra tierra, evidentemente. Creo que es la primera vez que veo un caso así. Además, una de las razones por las que estoy aquí es para estudiar la vegetación de esta parte de Ampletiet… ¿No creen que es algo fascinante?

— Bueno, mi interés por ello es meramente práctico, así que no. Pero tengo esto — Cair husmeó en su faltriquera y sacó su diario de apuntes —. Si quieres puedes echarle una ojeada.

Allí tenía información sobre todas las plantas que conocía y sus usos. Más que nada porque le resultaba algo tan aburrido de memorizar que simplemente prefería dejarlo anotado en algún sitio, pero no podía decirle eso a ella.

Naeve recibió el diario con ambas manos y lo abrió más o menos por la mitad.

— Está ordenado — Comentó Naeve —. Creía que todos los hombres escribían mal… sin ofender.

— Pues ese todos se acaba de convertir en un casi todos. Mi abuelo, por bruto que sea, tiene muy buena caligrafía, aunque se debe, en gran medida, a lo estricta que es mi abuela.

— Así veo — Dijo ella, divertida —. ¿Dónde aprendiste a dibujar?

— Dibujando — Replicó Cair.

Antes de que Naeve pudiese decir algo, un soldado se acercó a ellos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, dedicó solemnes reverencias cortas a cada uno de ellos.

— Buenos días, jóvenes — Saludó el sujeto, librándose de toda la rigidez propia de la formalidad. Pasó de cabeza en cabeza apúntandolos con dos dedos hasta detenerse en Cair y Adaia —. Solo ustedes son de aquí, ¿no?

Adaia asintió.

— ¿Fueron ya al templo?

— Yo sí — Declaró Adaia —. Adaia Rendaral heo Cragnan.

— ¿Cuándo? — Preguntó Cair.

— Ayer, temprano junto al abuelo — Replicó la muchacha.

— ¿Y usted?

— Evidentemente no… Cair Rendaral heo Cragnan.

El soldado sacó un papel y apoyándose en el mesón escribió el nombre de Cair en la lista.

— Con la autoridad de su majestad, la corona de Ampletiet… Va, esto ya se lo saben de memoria — A Cair le hizo gracia la falta de formalidad —. Bueno, lamento las molestias.

— No se preocupe — Dijo Cair.

— Tú eres prácticamente el último, el siguiente grupo partirá en unos diez minutos, asegúrate de ir con ellos.

» Dicho esto, gracias por su tiempo — Enrolló el papel y lo guardó, nuevamente les dedicó una reverencia a cada uno y se retiró.

— Me tocó — Dijo Cair —. ¿Me esperas, Adaia?

— Sí, sí. Tampoco es que tenga mucho que hacer en casa.

— Bien, pues nos estamos viendo — Cair cogió la mano de Naeve y volvió a besarla, no sin antes consultarle con la mirada.

— Hasta luego. Ha sido un verdadero placer.

En el camino, detrás de un árbol curiosamente encorvado, Cair vio algo que parecía ser una armadura de bronce «¿Qué clase de imbécil deja su armadura tirada?» pensó. No le dio mucha importancia, pues estaba concentrado en oír a un par de soldados que hablaban sobre una «Situación preocupante». La curiosidad lo instó a acercarse disimuladamente y escuchar, o directamente preguntarles al respecto. No lo hizo, al menos de momento.

Tras más o menos quince minutos de lenta caminata llegaron hasta unos amplios arcos de piedra grabada que cubrían un sendero ahora adocrinado con bloques de piedra de la misma tonalidad pálida hasta la entrada del templo en sí. Un amplio y ruinoso jardín demarcaba el que antaño fue el territorio de los paladines, la mayoría era de la misma piedra, los mismos arcos de la entrada adornaban algunos caminos y pequeños parches de césped eran el indicativo perfecto de su abandono. En el centro de aquel patio había un círculo de un material metálico con intrincados inscritos en ortanense original, en cuyos extremos habían incrustadas un centenar de pequeñas piedras negras, las cuales ahora Cair supo reconocer como riscalco. Cuatro canales, dos a cada lado del templo conectaban con el río Aidennin tras ellos.

El templo en sí consistía en una edificación de arquitectura no atribuible a ninguna actual, la piedra estaba perfectamente labrada, calzando sus bloques sin prácticamente dejar espacios, los picapedreros que habían realizado aquella obra sin duda alguna debieron ser expertos y dedicados en su trabajo, mientras que los de ahora se cagaban por salir de sus ciudades. Amplios y altos vitrales retrataban sucesos relacionados a la historia de los paladines, hechos acaecidos hace cientos de años, en su mayoría rotos, aunque unos pocos aún se mantenían en buen estado. Curiosamente, la vegetación parecía respetar los espacios del templo, dejando libres los pasillos y los senderos de este, aun así, y al igual que el patio, la estructura mostraba evidentes signos de abandono. Como no, si quienes alguna vez lo habitaron habían desaparecido por completo hacía ya casi treinta años. Aún con todo, el templo seguía siendo imponente y majestuoso; era como un vagabundo de porte regio. Una larga alfombra roñosa los condujo a través de armerías y librerías vacías, en el piso aún había rastros de hojas que estaban prácticamente pegadas a él por la humedad, algunos libros, cuya inmensa mayoría de hojas habían sido arrancadas, estaban acumulados por montones en algunas esquinas, como si alguien hubiese buscado lo esencial de ellos y luego los hubiese descartado. Le resultó algo inquietante pensar en que quienes podrían haberlo hecho son los mismos paladines, ya que ni siquiera los gnolls se atrevían a profanar esos salones santos. Fácilmente debía haber una treintena de habitaciones conectadas entre sí por inmensas entradas con bordes de plata y riscalco. Ahora que Cair conocía la existencia del metal, pudo reconocerlo en todas las paredes y entradas, en finas franjas que producían diminutos y delicados patrones sobre la piedra y prácticamente cualquier bloque del templo. Imaginar todas aquellas franjas brillando en un dorado radiante hizo que un escalofrío le recorriese la espalda.

Al final, llegaron a una especie de altar con dos hileras de banquillos que daban hacia el mismo en paralelo a la alfombra, en el fondo, se veía la imagen de un eofolito de cuatro alas. Al fin y al cabo, era Desleris quien supuestamente les entregaba la capacidad de canalizar la Luz.

Uno a uno los soldados hicieron pasar hasta el altar a todos los presentes, ordenándoles que pusieran las manos sobre un cristal negro en el centro de la mesa del altar. Aquello no era riscalco, ya que era un cristal traslúcido y teóricamente, solo podía activarse mediante la Luz, lo que eventualmente provocaría que todo el templo volviese a la vida. Era innegable, probablemente todo el mundo allí había fantaseado alguna vez con la idea de ser el famoso y esperado nuevo primer paladín; de que, en el momento dado, sus ojos se tiñesen de dorado y su pelo comenzara a flamear bajo los efectos de una brisa inexistente. Cair no era la excepción.

Al cabo de unos veinte minutos ya habían puesto sus manos sobre el cristal cerca de una tercera cuarta parte de los presentes, exceptuando, obviamente, a los propios guardias.

Cuando se disponía a sentarse en una de las bancas, el alto y corpulento capitán del grupo se le acercó con naturalidad.

— ¿Aburrido? — Preguntó, apoyando la espalda en la pared junto a él, con la mirada en dirección al altar. Su ronca voz parecía retumbar en su cabeza.

— Naturalmente — Respondió Cair —. En el pueblo había una hermosa chica y he tenido que pasar de ella por esto. Aunque sospecho que no estoy más aburrido que ustedes — Añadió tras un segundo de silencio.

El capitán bufó.

— Al menos es solo una vez al año.

— ¿Usted cree que volverá a nacer un paladín? — Preguntó Cair luego de un momento de silencio. Por sacar un tema de conversación más que nada —. En este punto lo veo improbable.

— Nah, en este punto es normal que la fe de un hombre decaiga — Se llevó la mano a la mandíbula — Esto es información pública, así que dudo que tenga algún problema contándotelo — Se cruzó de brazos —. La druida del décimo signo(6) aseguró que el día que naciese, ella lo sabría.

— ¿Por qué ella? — Cair alzó una ceja —. Creía que los paladines no tenían ninguna relación con ellos, y si la tuvieran ¿Por qué el rey sigue ordenando esta parafernalia?

El capitán aspiró una larga bocanada de aire que luego expulsó lentamente.

— El caso es que ya nació — A Cair se le heló la médula, una mezcla de envidia y emoción invadió su cuerpo —. Nació hace ya varios años y aún no se ha mostrado… de hecho, supuestamente es de este pueblo, por eso esto solo se hace aquí. Ya no sé qué le ocurre a este mundo — Bajó la mirada — Llevábamos casi un año y medio de invierno, aparecen restos de campamentos en las afueras de los pueblos y ciudades, las plantaciones dan en su mayoría grano contaminado, los animales dan a luz crías enfermas o directamente muertas. Definitivamente está ocurriendo algo, y ahora que los necesitamos, los dichosos paladines se niegan a aparecer.

— Tenía constancia de la primera, la tercera y la cuarta última aseveración ¿Pero restos de campamentos? — Aquella debía de ser la preocupación de los soldados de antes.

— Me sorprende que no lo sepas — El soldado volvió a adoptar su porte firme —. El problema no son los campamentos en sí, el problema es que cuando nos acercamos a comprobar si hay alguien allí luego de divisar humo, solo nos encontramos con los restos del campamento. Cientos de granjeros han solicitado protección para sus tierras por miedo.

Cair bajó la mirada, pensativo.

— ¿Esto ocurre en otros reinos?

— Hace algunos días llegó a la capital un emisario de Teorim, y pues ellos creían que éramos nosotros los culpables. En cuanto a los zalashanos… No, definitivamente no es esa su manera de hacer las cosas.

— Lo decía para saber si ellos pasaban por lo mismo, pero igualmente es bueno saberlo.

— Lo siento — Estiró los brazos —. Bueno, al menos el Demiserio llegará bien este año — El capitán sonrió —. ¿Siempre has tenido los ojos de ese color?

— Eso dicen mis abuelos.

— ¿No irás a ser tú ese tortuoso paladín?

— Supongo que ya lo sabríamos — Replicó Cair, aludiendo a las doce veces que había hecho lo mismo.

— Sí, tienes razón — El capitán posó la mirada en su espada —. Veo que traes una espada.

— Por supuesto — Car se desabrochó el cinto de la vaina y entregó la espada al capitán, quien la desenvainó nada más recibirla.

— Es una muy buena hoja… ¿Es tuya?

— De mi abuelo — Replicó —. No, en realidad se podría decir que es la espada familiar.

— ¿Sabes usarla?

— Lo suficiente como para no cercenarme un brazo y decir que sé usarla.

— Eso es bueno, todos deberían saber empuñar una — Afirmó mientras le devolvía el arma.

— Mi abuelo siempre dice lo mismo — Comentó Cair, divertido. Dejó la espada apoyada en la pared.

— ¿Él es bueno con la espada?

— Con la espada es muy bueno; con la lanza, el mejor que he visto. Si le entrega ambas, le aseguró que jamás perdería.

El capitán esbozo una sonrisa.

— Es un hombre de cultura, me encantaría conocerle. Tengo la impresión de que nos llevaríamos muy bien — Le puso una mano en el hombro a Cair —. Te dejo, iré a ver qué tal va todo.

Cair asintió y volvió a sentarse.

Al cabo de un par de minutos, y luego de que un curioso rayo de luz se filtrara por unas grietas en el techo, provocando un rotundo malentendido que cobró bastante tiempo, llegó el turno de Cair.

Él caminó hasta el altar y una vez allí, puso ambas manos sobre el cristal negro. Sintió el usual cosquilleo en las manos, pero no ocurrió nada.

— Bueno pues — Comentó el capitán —. Otra jornada sin frutos — Luego alzó la voz y les comunicó a todos que se podían ir.

Fuera ya caía la tarde, las tonalidades rosadas, anaranjadas y púrpuras características de aquella hora del día se hacían presentes en la cúpula celeste, bañando los árboles con su hermoso contraste. A medio camino, Cair palpó su espalda en busca de su espada, pero para su desgracia y por su estupidez, esta no estaba en su sitio. Maldiciendo la masa de carne que era su cerebro, Cair regresó corriendo al templo.

Recorrió nuevamente aquellos pasillos olvidados con una extraña sensación atenazándole los hombros, provocándole un sentimiento de pérdida al observar más detenidamente aquellos salones. La luz de la tarde cruzaba a través de los vitrales, proyectando sus imágenes en el piso, las motas de polvo, visibles en los haces de luz, bailaban incesantemente hasta que salían de ellos y desaparecían. Por alguna razón, siempre reparaba en eso.

Al llegar a la sala del altar, Cair recogió su espada y no pudo evitar sentir la curiosidad y el morbo de volver a probar su afinidad con la Luz. Nuevamente, nada ocurrió. Estiró el cuello y se volvió a ajustar el cinto de la espada en la espalda. En cuanto dio un último jalón a la correa, su intuición advirtió la presencia de alguien dentro de aquella sala, alguien que estaba observándole. Naturalmente lo primero que hizo fue llevar su mano a la empuñadura de su espada y se volteó lentamente.

En la entrada estaba de pie un hombre viejo, tan viejo que su rostro casi parecía el de un muerto. Su cabello largo color ceniza caía por su espalda y su barba del mismo tono casi llegaba hasta el mismo punto, meciéndose al compás del viento entrante. Vestía una armadura completa que parecía de bronce, oxidada, arañada y abollada, decorada por unos cuantos trozos de tela blanquecinos colgando y hechos jirones. Cojeaba y daba la impresión de que sus brazos simplemente caían por los costados de su cuerpo, pero a pesar de su postura débil, detrás de esa armadura se veía un cuerpo robusto y una presencia increíblemente abrumadora. Mientras caminaba hacia él, desenvainó lentamente su espada. Cair se quedó de piedra.

Era exactamente la misma espada con la que había soñado el día anterior y en otras tantas ocasiones. Tan similar que sintió la misma amalgama de emociones al verla. Pero había una diferencia, y es que su hoja no era metálica. En el momento en el que la mano de aquel hombre rodeó la empuñadura, la guarda emitió una especie de pulso de luz y la hoja se volvió de un color azulado ligeramente traslucido, como si fuese de cristal.

— ¡Aléjate! — Gritó Cair, apretando la empuñadura.

El hombre levantó súbitamente la cabeza. Entre tanto cabello, Cair fue capaz de ver algo de sorpresa.

— Se suponía que aquí no habría nadie… — Murmuró, entonces envainó la espada y se acercó a él —. Guarda tu espada — Su voz era áspera y ronca. Hablaba amplietano, pero tenía un acento extraño que no supo atribuir a ninguna lengua.

¿Era ciego? Cair entornó los ojos para intentar ver los de ese hombre. No tenía ojos. O bien, si los tenía, pero eran negros, negros con pequeños destellos de distintos colores, como una noche estrellada… como una literal representación de Orden.

El hombre negó con la cabeza.

— ¿Quién eres? — Preguntó con sutileza —. ¿Por qué estás aquí?

Antes de que tuviese la oportunidad de formular una respuesta, la habitación se llenó de humo, pero no era un humo denso como el del fuego, de hecho, se podía ver perfectamente a través de él. Inmediatamente el hombre volvió a desenvainar su espada, siendo su filo brillante perfectamente visible entre la cortina de humo. En el piso justo frente a él apareció una mancha negra, como si fuese el hollín de los restos de una hoguera. Cair lo asoció a lo que le había comentado el capitán, pero lejos de quedarse así, se manifestó otro aspecto recurrente en sus sueños, los zarcillos negros. Al verlos, su corazón comenzó a latir lo suficientemente rápido como para nublar sus pensamientos.

No hubo mucha chance de pensar para Cair, pero el hombre saltó de inmediato frente a él y hundió la mano en los zarcillos con brutalidad, generando una pequeña explosión blanquecina que iluminó parte del riscalco a su alrededor.

Cair comenzó a inhalar y exhalar con fuerza. Ese hombre era un paladín, uno en carne y hueso. Su cabello no se mecía gracias al viento, pues allí no corría ni la más mínima brisa.

— No vuelvas aquí — Dijo en voz baja antes de saltar dentro de los zarcillos.

Nuevamente se había quedado pasmado.

Fuera ya caía la tarde, las tonalidades rosadas, anaranjadas y púrpuras características de aquella hora del día se hacían presentes en la cúpula celeste, bañando los árboles con su hermoso contraste. A medio camino, Cair palpó su espalda en busca de su espada, pero para su desgracia y por su estupidez, esta no estaba en su sitio. Maldiciendo la masa de carne que era su cerebro, Cair se dispuso a volver corriendo al templo.

— Ten — Dijo el capitán, lanzándole su espada —. Bastante despistado por tu parte.

Algo confundido, Cair recibió su espada y volvió a colgársela. Suspiró.

— Gracias.

El capitán le dedicó un cabeceo y siguió con su camino.

Cair tuvo la intención de hacer lo mismo, pero había una parte de sí que sentía que ese no era el curso natural de sus acciones, como si todavía hubiera algo ahí de lo que se había olvidado. Se palpó todo el cuerpo comprobando que llevara todo encima; y efectivamente, no le faltaba nada. Aun así, allí se quedó de pie, dudando unos segundos sobre si volver o no, por si las moscas. Mientras movía su cabeza de arriba a abajo para decidirse entre volver o seguir, Cair reconoció el árbol bajo el que estaba la armadura de bronce. No había nada allí.

Él ladeó la cabeza lentamente mientras pensaba. No era un detalle relevante, pero por alguna razón la parte de si mismo que sentía que ese no era su camino lógico cobró fuerza. Finalmente se encogió de hombros y decidió volver. Al fin y al cabo, solo sería un momento y en todas las ocasiones en las que dudó se su intuición las cosas no salieron particularmente bien.

Recorrió nuevamente aquellos pasillos olvidados con una extraña sensación atenazándole los hombros, provocándole un sentimiento de pérdida al observar más detenidamente aquellos salones. La luz de la tarde cruzaba a través de los vitrales, proyectando sus imágenes en el piso, las motas de polvo, visibles en los haces de luz, bailaban incesantemente hasta que salían de ellos y desaparecían. Por alguna razón, siempre reparaba en eso, tanto que le pareció insistente.

Al llegar a la sala del altar, Cair recogió su espada y no pudo evitar sentir la curiosidad y el morbo de volver a probar su afinidad con la Luz. Nuevamente, nada ocurrió. Estiró el cuello y se volvió a ajustar el cinto de la espada en la espalda. En cuanto dio un último jalón a la correa, su intuición advirtió la presencia de alguien dentro de aquella sala, alguien que estaba observándole. Naturalmente lo primero que hizo fue llevar su mano a la empuñadura de su espada y se volteó lentamente.

En la entrada estaba de pie un hombre viejo, tan viejo que su rostro casi parecía el de un muerto. Su cabello largo y color ceniza caía por su espalda y su barba del mismo tono casi llegaba hasta el mismo punto, meciéndose al compás del viento entrante. Vestía una armadura completa que parecía de bronce, oxidada, arañada y abollada, decorada por unos cuantos trozos de tela blanquecinos colgando y hechos jirones. Cojeaba y daba la impresión de que sus brazos simplemente caían por los costados de su cuerpo, pero a pesar de su postura débil, detrás de esa armadura se veía un cuerpo robusto y una presencia increíblemente abrumadora. Cair se quedó de piedra al ver la espada que empuñaba.

Era exactamente la misma espada con la que había soñado el día anterior y en otras tantas ocasiones. Tan similar que sintió la misma amalgama de emociones al verla. Pero había una diferencia, y es que su hoja no era metálica, sino que lo era de un color azulado ligeramente traslucido, como si fuese de cristal.

— ¡Aléjate! — Gritó Cair, apretando la empuñadura.

El hombre levantó súbitamente la cabeza. Entre tanto cabello, Cair fue capaz de ver algo de sorpresa.

— ¡¿Quién eres?! — Masculló. Enojado, sacó un escudo igual de maltrecho que su armadura y adoptó su postura de combate.

Cair tragó saliva y sintió una repentina ansiedad. Desenvainó la espada al instante. El sonido del filo al rozar con la boquilla de la vaina resonó en toda la instancia, produciendo un escalofriante e incómodo eco.

De un momento a otro la habitación se llenó de humo, pero no era un humo denso, de hecho, se podía ver perfectamente a través de él. El filo brillante de la espada de ese hombre era perfectamente visible entre la cortina de humo. En el piso justo frente a él apareció una mancha negra, como si fuese el hollín de los restos de una hoguera. Cair lo asoció a lo que le había comentado el capitán, pero lejos de quedarse así, se manifestó otro aspecto recurrente en sus sueños, los zarcillos negros.

— ¡¿Quién eres tú y qué es esto?! — Cair apretó fuertemente la empuñadura.

Al ver un pequeño bulto que sobresalía de los zarcillos, su corazón comenzó a latir lo suficientemente rápido como para nublar sus pensamientos. No porque le tuviera miedo a las criaturas sin rostro; era la coincidencia, el hecho de que sus sueños le advirtieran de algún modo la aparición de esas cosas. Instintivamente, Cair atacó a la criatura antes de que tuviese la oportunidad de salir de los zarcillos, hundiendo su espada en aquella carne blanda.

Al levantar la cabeza para prestar atención a las acciones del hombre, lo único que fue capaz de ver fue la estela provocada por la espada entre el humo, moviéndose de lado a lado, emitiendo pequeños estallidos blanquecinos que iluminaban parte del riscalco cercano al lugar de su origen. Evidentemente era el hombre el que se movía a esa velocidad sobrehumana, pero tampoco se escuchaba el crepitar típico en la magia de rayo, por lo que aquellos movimientos estaban impulsados únicamente por la fuerza física del viejo.

Ese hombre era un paladín, y Cair no tenía dudas sobre ello.

— ¡Cuidado! — Gritó el viejo. Cair se volteó rápidamente, confundido, y lanzó un corte, volviendo a sentir la resistencia de esos cuerpos gelatinosos antes de que sus ojos pudieran ver a su víctima ¿De dónde habían salido si únicamente había una mancha en el piso?

Aún más confundido, Cair se volteó y observó la docena de cadáveres que manchaban el piso.

Por acto de reflejo Cair dio un paso atrás cuando el hombre saltó hasta el altar junto a él, alzando su espada en punta contra este, utilizando la postura de su abuelo. Pero el hombre no le prestó atención al instante, en su lugar, se acercó a la criatura que Cair había asesinado y rozó sus vísceras blancas con los dedos, solo entonces se volteó hacia Cair.

— Esa postura… — Bajó su espada —. ¿Quién eres? — Se acercó a él con una mano hacia adelante.

Cair dudó, pero en cuanto el brazo del hombre estuvo lo suficientemente cerca, utilizó su antebrazo para desviarlo. Apenas lo tocó, el hombre retrocedió, se llevó la mano a la cabeza y un hilillo de sangre escurrió de su nariz, momento en el que empezó a respirar con intensidad. Una bocanada de sangre cayó al piso desde su boca. Levantó la cabeza súbitamente y lo miró fijamente.

— ¡¿Quién demonios eres?! — Gritó Cair, comenzando a canalizar maná para un eventual combate. Pero el hombre cayó de rodillas mientras convertía el piso en un auténtico reguero de sangre, la sangre de un paladín. Su ansiedad le instaba a acabar con él ahí mismo ahora que tenía la oportunidad. «Pero es un paladín…»

De la nada, el hombre empezó a llorar.

— No lo puedo creer — Gimió entre el llanto —. Existes… — Cair creyó verlo sonreír —. Encajan… encajan... — Prorrumpió en llanto.

— ¡Te hice una pregunta!

Repentinamente se puso de pie, aún con la respiración agitada se secó las lágrimas de los ojos y sonrió.

— Espero que me perdones — Desenvainó su espada. Cair inmediatamente saltó hacia él, pero era imposible que un hombre común y corriente lograra que su acero alcanzara a un paladín.

«¿Por qué…? ¡¿Qué mierda está pasando?!»

El dolor… era intenso, pero también algo cautivador. Era la primera vez que recibía una herida así. Aunque no sabía si era mortal o no, la ansiedad rápidamente consumió sus pensamientos, impidiéndole actuar lógicamente y en base a su entrenamiento. En vez de contraatacar, a lo único que atinó fue a cubrirse la herida con las manos mientras la sangre emanaba de ella. No había perdido ni la mitad de la sangre que había perdido el viejo, pero ya se sentía mareado y débil.

— Sé que puede sonar inapropiado, pero no le digas a nadie sobre mí — Dijo el viejo, antes de volver a envainar su espada y retirarse a paso lento sin perderlo de vista.

Cair golpeó el suelo, se sentía tan inútil e indefenso que pronto el dolor fue opacado por la frustración. Apretó los dientes, cogió su espada, la usó para apoyarse y se dispuso a ir a por el viejo.

Algunas brasas revolotearon a su alrededor.

Lo buscó por todo el templo, pero ni rastro del hombre. Únicamente el remordimiento de haber sido herido de forma tan estúpida lo impulsaba a caminar descuidadamente mientras su costado sangrada. Aunque solo pudo sostener su búsqueda hasta que sus piernas titubearon ante la insistencia de su mente a dar otro paso, sin embargo, y casi arrastrando los pies, Cair fue capaz de llegar hasta Ceis, casi perdiendo la consciencia en el último tramo.

Una vez allí, al verle el solitario guardia que custodiaba la entrada, contuvo una exclamación y se acercó para asistir a Cair.

— ¡¿Dónde está! — Exclamó, enojado, dejando por un segundo que el dolor y el cansancio se apoderaran de él. Pero su cuerpo ya no aguantaba más —. ¡¿Dónde está?! — Insistió mientras su visión se nublaba lentamente.

— ¡Que alguien llame a un médico y que otro avise a lord Agehelmar! — Gritó el guardia.

— Es… — Cayó de rodillas al suelo, manteniéndose erguido con la ayuda de su espada. Cada segundo todo se veía más borroso y los sonidos eran menos claros —… peligroso…

Una difusa, pero conocida voz femenina comenzó a gritar algo:

— Por los celadores… ¡A un lado, soy druida del sexto signo!

Finalmente perdió la consciencia.

Apéndice

1.- Ortanense original: Se dice que era el idioma que hablaban los primeros habitantes de Ortande, antes de la formación de los primeros reinos durante la era del Adoctrinamiento(2).

2.- Eras: Según lo difundido por académicos de Trobondir, la historia de Ortande puede dividirse en cinco eras:

· Era de la ignorancia (hipotética): Extensión de tiempo que comprende desde la aparición de las primeras formas de vida hasta la aparición del raciocinio.

· Era del adoctrinamiento (hipotética): «Adoctrinamiento», pues se considera el período de tiempo en el que los celadores se encargaron de guiar de forma más directa a los seres racionales que habitaban el planeta. Se inicia con la aparición de los primeros seres racionales, y termina con la aparición de Ealan(3). Apenas hay registros de esta era.

· Era de la unificación (hipotética): La evidencia indica que imperio ealeño fue fundado por una mujer joven de cabello blanco, y que fue gracias a su sabiduría que el imperio ealeño logró unificar gran parte de Ortande bajo su estandarte. Aunque Ealan es un imperio cuya existencia no acaba de comprobarse, se usa su supuesta fundación para marcar el inicio y su caída para marcar el fin de esta era.

· Era del individualismo (1213 años): «Cualquiera que tenga la intensión unificar el mundo ha de saber que toda cuerda es capaz de soportar una cantidad determinada de peso» Con la desaparición de la mujer de cabello blanco, las guerras civiles se hicieron más frecuentes entre los grupos culturales de cada zona, por lo que inevitablemente era cosa de tiempo hasta que Ealan desapareciera casi por completo de la historia, quedando repartida en pequeños reinos a lo largo de Ortande. Marcada por guerras, derramamiento de sangre y redistribución de límites fronterizos, esta era inicia con la caída de Ealan y termina con la creación de los reinos actuales.

A partir de esta era se comenzaron a enumerar los años.

· Era de reyes (504 años): La fundación de los reinos actuales trajo un extenso periodo de paz. En esta era no hubo mayores hitos que la fundación de las capitales en cada reino: Orherem, en Ampletiet; Iabrisna, en Zalasha, a pesar de no ser considerada un reino como tal; Tier'al, en Trobondir y Praes, en Teorim. Termina con el inicio de la Guerra de los Cuatro Colores.

· Era de los colores (298 años): Esta era comprende toda la duración de la Guerra de los Cuatro Colores y acaba con la caída de la antigua Orherem, en Ampletiet.

· Era sin título (218 años y contando): Su nombre hace referencia a la carencia de eventos globales importantes con los que darle nombre.

3.- Ealan: Imperio que logró conquistar una gran porción de Ortande. Aunque su existencia no acaba de comprobarse. Probablemente su nombre real jamás se conozca, ya que el nombre que ahora posee se le fue dado en base a los ealeños, que es el gentilicio que se les otorga a los habitantes de los pueblos que no pertenecen a ningún reino, generalmente ubicados en los Bordes(4).

4.- Borde: Nombre que se le entrega a cualquier territorio en Ortande no perteneciente a ningún reino. Son tremendamente hostiles, y hay quienes creen que esa es la forma que tiene el mundo de cuidar los territorios vírgenes.

5.- Reverencias en Ampletiet: Usado comúnmente como saludo, la inclinación responde a la formalidad del encuentro, reservándose la reverencia completa para dirigirse a la realeza y la nobleza. Antiguamente, antes de que Ampletiet fuera unificada y al igual que en casi todos los rincones del mundo, los amplietanos se daban la mano a la hora de saludar, sin embargo, una enfermedad llamada Cólera del Sur hizo que las personas evitaran acercarse las unas a las otras, por lo que ese tipo de saludos a distancia acabó por consagrarse como la forma predilecta de saludar en Ampletiet. El saludo de mano aún se utiliza para encuentros más personales.

6.- Círculo druídico: Grupo de personas con la capacidad de manipular magia de naturaleza, encargados principalmente de velar por los asuntos directamente ligados al planeta, tales como plagas, sequías, desastres naturales, etcétera. Hay un círculo druídico por reino, el de Ampletiet reside en las afueras de Icaegos.

Los signos son básicamente la forma que tiene el círculo druídico de jerarquizar, siendo el primer signo un druida recién nacido, que no es más que alguien con la capacidad de manipular magia de naturaleza; y el décimo signo la persona más importante y afín al mundo mismo, supuestamente pudiendo hablar con este.