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Roxana estaba parada en el balcón de su nueva casa, contemplando el océano frente a ella. Alejandro había elegido el lugar perfecto para su hogar, todavía cerca del océano al que ella estaba acostumbrada.
Mientras observaba el sol de la tarde, él se sentó entre sus viejos amigos en la habitación. Los gatos. Después de almorzar, Roxana sugirió que llevaran las sobras a los gatos y terminaron trayéndolos a casa.
A sus amigos les gustaba la comodidad después de comer. Roxana usualmente tomaba una siesta con ellos cada vez que se reunían, así que Alejandro los observaba confundido cuando seguían acurrucándose y restregándose contra él.
—No sabía que también atraía a los gatos —bromeó—. Les gusto demasiado. Son justo como tú.
Ella negó con la cabeza.
—Especialmente este —dijo señalando al que se frotaba contra su pierna.
Roxana soltó una risita.
—Yo no hago eso.
—No, tú haces otros tipos de roces —dijo él, haciendo que sus mejillas ardieran.
Ella carraspeó y cambió de tema.
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