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C A P Í T U L O 2 1

EL frío del final del otoño invadió el valle y las abigarradas nubes altas permanecían en el aire durante días. Elizabeth sentía la tristeza dorada del invierno cercano, pero se echaba de menos la emoción de las tormentas. Salía a menudo al porche para contemplar el roble. Las hojas estaban de un color marrón pálido, esperando tan sólo el azote de la lluvia para caer al suelo. Joseph había dejado de mirar al árbol. Cuando murió el árbol, murieron también sus sentimientos hacia él. Recorría con frecuencia las laderas de las montañas, pisando la quebradiza hierba. Llevaba la cabeza descubierta y pantalones vaqueros, una camisa y un chaleco negro. Habitualmente miraba las nubes grises y olfateaba el aire, pero sin encontrar nada que le proporcionara tranquilidad.

Estas nubes no son de lluvia le dijo a Thomas. Esto no es más que una niebla alta del océano.

Thomas había capturado dos cachorros de halcón en la primavera y hacía unas capuchas para ellos y los preparaba para que atacaran a los patos salvajes que surcaban silbando el cielo.

No es la época, Joseph le decía Thomas. El año pasado llegó la lluvia antes de tiempo, lo sé, pero he oído que no es normal en esta región que llueva mucho antes de Navidad.

Joseph se agachó y cogió un puñado de tierra seca, color ceniza y la dejó correr entre sus dedos.

Hace falta muchísima lluvia para que sirva de algo dijo en son de queja. El verano se bebió toda el agua, sin dejar gota. ¿Te has fijado en lo baja que está el agua en el pozo? Incluso las cuevas del río están secas.

He olido las anguilas muertas dijo Thomas. Mira, Joseph, esta capuchita de cuero se pone en la cabeza del halcón para que no vea hasta que yo esté preparado para lanzarlo. Esto es mejor que disparar a los patos.

El halcón arañaba los gruesos guantes de cuero mientras Thomas le colocaba la capucha en la cabeza.

Cuando llegó noviembre, dejando pasar sus días sin una gota de lluvia, la preocupación enmudeció a Joseph. Cabalgaba hasta los manantiales y los encontraba secos. Hundía entonces una vara bien profunda en la tierra, pero tampoco encontraba rastros de humedad. Las montañas se iban poniendo grises según iban desapareciendo sus cubiertas de hierba, y afloraban las piedras blancas que capturaban la luz del sol. A mediados de diciembre, las nubes se rompieron y se dispersaron. El sol calentó con más fuerza y parecía que había vuelto el verano.

A Elizabeth no se le escapaba que Joseph enflaquecía a causa de la preocupación. Veía sus ojos cansados y casi transparentes. Buscaba tareas para mantenerlo distraído. Necesitaba espacio en el armario, más cuerdas para tender la ropa; había que hacer una trona para el niño. Joseph se ponía manos a la obra a estas tareas y las terminaba antes de que Elizabeth pudiera pensar otras nuevas. Lo enviaba a la ciudad a comprar vituallas y volvía con el caballo empapado de sudor y jadeante.

¿Por qué has vuelto tan deprisa? le preguntaba.

No lo sé. Me da miedo estar fuera del rancho. Podría ocurrir algo.

Poco a poco se iba introduciendo en su mente la idea de que habían llegado los años de sequía. El aire polvoriento y las altas temperaturas del barómetro no conseguían tranquilizarlo.

Cundieron las jaquecas entre la gente del rancho. Los niños se sorbían los mocos todo el día. Elizabeth cogió una tos seca e incluso Thomas, que nunca se ponía enfermo, llevaba por las noches alrededor del cuello una compresa hecha de un calcetín negro. Joseph estaba cada vez más delgado y más tenso. Los músculos del cuello y de la mandíbula destacaban bajo una capa fina de piel morena. Sus manos no paraban quietas, ahora jugueteando con varitas, o con su navaja o acariciando incansables su barba, alisándola y volviendo las puntas hacia dentro.

Recorría la tierra con la vista y sentía que la tierra agonizaba. Las montañas y prados pálidos, la salvia gris, las rocas desnudas lo asustaban. En las montañas, lo único que no mudó su aspecto fue el pinar. Permanecía sombrío, como siempre, sobre la cumbre.

Elizabeth estaba muy ocupada con las cosas de la casa. Alicia había marchado a su casa en Nuestra Señora para ocupar dignamente su puesto de mujer triste cuyo marido regresaría algún día. Sobrellevaba su pena con dignidad y su madre recibía felicitaciones por la elegante resignación y honesto luto de Alicia. Cada mañana, Alicia comenzaba el día pensando que Juanito volvería al anochecer.

La ausencia de su asistenta aumentó el trabajo de Elizabeth. Cuidar del niño, lavar y cocinar llenaban sus días. Se acordaba de sus días de soltera vagamente y con mucho desprecio. Por las tardes, cuando se sentaba con Joseph, trataba de recuperar los puntos de contacto que se habían establecido entre ellos antes del nacimiento de su hijo. Le gustaba contarle cosas que le habían ocurrido cuando era pequeña, allá en Monterrey, aunque esas cosas ya no le parecían reales. Elizabeth le hablaba mientras Joseph mantenía la mirada fija en los destellos del fuego que se veían a través de las ventanillas de la estufa.

Tenía un perro le dijo. Se llamaba Camille. Me parecía el nombre más bonito del mundo. Conocía a una niña que se llamaba así, Camille, y el nombre le pegaba mucho. Su piel era tan suave como la de las camelias. Le puse ese nombre a mi perro por ella, pero se enfadó mucho.

Elizabeth le contó cómo Tarpey mató de un tiro a un forajido y cómo lo colgaron de una rama y le habló también de la mujer seria y enjuta que cuidaba del faro en Point Joe. A Joseph le gustaba oír su voz agradable, aunque no solía prestar atención a sus palabras, pero cogía la mano de Elizabeth y la acariciaba con la yema de los dedos.

Algunas veces, Elizabeth trataba de hacerle ver lo irracionales que eran sus miedos.

No te preocupes por la lluvia. Llegará. Aunque este año no lloviera mucho, ya lloverá el año que viene. Conozco esta región, cariño.

Pero, ¡hace falta tal cantidad de lluvia! No dará tiempo si no empieza a llover inmediatamente. La lluvia va a retrasarlo todo.

Una tarde Elizabeth le dijo:

Me gustaría volver a cabalgar. Rama me ha dicho que ya puedo. ¿Vendrías conmigo, Joseph?

Claro que sí le respondió Joseph. Empieza montando poco a poco. Así no te hará

daño.

Me gustaría que vinieras conmigo hasta el pinar. El olor de los pinos nos sentará bien. Joseph la miró durante un rato.

Yo también he pensado en ir allí. Hay un manantial en el pinar y quiero ver si se ha

secado, como ha pasado con los otros.

Sus ojos se animaron al recordar el anillo de pinos. La roca estaba tan verde la última vez que la vio.

Debe de ser un manantial profundo. No tiene por qué haberse secado dijo.

Oh, pues yo tengo otras razones para ir allí declaró Elizabeth riéndose. Creo que ya te lo he contado. Cuando estaba embarazada, engañé un día a Thomas y fui con el carro hasta el pinar. Y llegué hasta ese claro circular que hay en su interior, donde están la roca y el manantial.

Frunció el ceño pensativa, tratando de recordar cómo era exactamente.

Desde luego dijo mi estado fue el responsable de todo lo que ocurrió. Estaba demasiado sensible.

Levantó los ojos y vio que Joseph la miraba con ansia.

¿Sí? Cuéntame.

Bien, como te decía, era mi estado. Cuando estaba embarazada, las cosas más pequeñas parecían enormes. Cuando llegué al pinar no encontré el camino para entrar, de forma que me abrí paso entre la maleza, hasta que llegué al claro. Todo estaba tranquilo, Joseph, más tranquilo que cualquier otro lugar en el que haya estado. Me senté delante de la roca, porque me parecía que aquel lugar rezumaba paz. Tenía la impresión de que me

proporcionaba algo que necesitaba. Al hablar de ello, volvió a sentir aquella sensación. Se arregló el pelo detrás de las orejas y sus ojos, muy abiertos, se perdieron en la lejanía. Y sentí un gran amor hacia la roca. Es difícil describirlo. Sentí hacia la roca un amor más grande que el que te tengo a ti, o al niño o a mí misma. Lo que voy a decir puede resultar todavía más difícil de entender, pero mientras estaba ahí sentada, me pareció que entraba en la roca y que el arroyo manaba de mí y que yo era la roca y la roca fue..., no sé, fue, en aquel momento, la cosa más querida en el mundo.

Recorrió nerviosa la mirada por la habitación. Sus dedos pellizcaron su falda. Lo que había empezado a contar como una anécdota volvía a apoderarse de ella con vigor.

Joseph asió la mano de Elizabeth y aquietó sus dedos.

Sigue le pidió con suavidad.

Bien, debí quedarme ahí un rato largo, porque el sol avanzó bastante, pero a mí me pareció corto. Después, de repente, el lugar cambió. Se introdujo una presencia maligna. Su voz se hizo ronca al rememorar. Había algo malicioso en el claro, algo que quería destruirme. Huí corriendo. Me pareció que me perseguía aquella roca enorme agazapada y cuando conseguí salir, recé. ¡Oh!, recé durante mucho tiempo.

Los ojos claros de Joseph la miraban penetrantes como agujas.

Entonces, ¿por qué quieres volver? le preguntó con interés.

¿Es que no te das cuenta? respondió Elizabeth con viveza. Todo aquello lo provocó mi estado. Pero he soñado con ese lugar más de una vez y me viene a la mente a menudo. Ahora que estoy bien de nuevo, quiero volver y comprobar que no es nada más que una roca cubierta de musgo en un claro. Con ello, dejaré de soñar y ya no me dará miedo nunca más. Quiero tocar la roca y quiero insul' tarla porque me asustó. Liberó sus dedos de las manos apretadas de Joseph y se las frotó para aliviar su dolor. Me has hecho daño en la mano, Joseph. ¿También a ti te asusta ese lugar?

No respondió Joseph. No me da miedo. Te llevaré allí.

Se sumergió en un silencio, pensando si debía decirle a Elizabeth lo que había contado Juanito de las mujeres indias embarazadas que iban a ese lugar a sentarse delante de la roca y de los indios viejos que todavía vivían en el bosque. «Podría asustarse», pensó. «Es mejor que pierda el miedo a ese lugar». Abrió la portezuela de la estufa y echó más leña al fuego, y puso el regulador del tiro en posición vertical para que prendiera bien.

¿Cuándo quieres que vayamos? le preguntó.

Cuando sea. Si mañana no hace frío, puedo preparar la comida y meterla en las alforjas. Rama cuidará del niño. Podemos hacer una excursión. Hablaba muy animada. No hemos hecho ninguna excursión en el tiempo que llevamos aquí. Nada me gusta más. En casa

le dijo llevábamos la comida a Huckleberry Hill y después de comer, mi madre y yo cogíamos cubos de bayas.

Iremos mañana confirmó Joseph. Ahora, voy a dar una vuelta por el granero, querida.

Viéndolo salir de la habitación, Elizabeth supo que le ocultaba algo. «Quizá no sea más que su preocupación por la lluvia», se dijo a sí misma, e instintivamente dirigió la vista al barómetro y vio que la aguja estaba alta.

Joseph bajó los escalones del porche. Se acercó al roble antes de recordar que el árbol estaba muerto. «Ojalá estuviera vivo», deseó en su interior, «entonces sabría qué he de hacer. Ya no tengo quien me aconseje». Siguió andando hasta el granero y entró esperando encontrar allí a Thomas, pero el granero estaba a oscuras y los caballos resoplaron al pasar Joseph detrás de ellos. «Hay heno más que suficiente para el ganado este año», pensó. El comprobar esto lo tranquilizó.

Había una bruma ligera en el cielo cuando cruzó el patio. Le pareció ver que la luna tenía halo, pero era tan leve que no podía estar seguro.

Al día siguiente, antes de la salida del sol, Joseph fue al granero, almohazó dos caballos y los cepilló, y como colmo de la elegancia, pintó sus cascos de negro y frotó sus colas con aceite.

Thomas entró mientras estaba trabajando.

Te estás tomando muchas molestias le dijo. ¿Vas a la ciudad? Joseph frotó el aceite hasta que las pieles quedaron como metal mate.

Llevo a Elizabeth a dar una vuelta le comunicó. Hace mucho tiempo que no monta a caballo.

Thomas pasó una mano por debajo de una de las lustrosas grupas.

Ojalá pudiera ir con vosotros, pero tengo cosas que hacer. Me llevo unos cuantos hombres al lecho del río para cavar un hoyo. Puede que tengamos problemas de agua para el ganado pronto.

Joseph dejó su trabajo un momento y miró con aire de profunda preocupación a Thomas.

Ya lo sé, pero tiene que haber agua debajo del lecho. Deberías encontrarla a pocos pies de profundidad.

Lloverá muy pronto, Joseph. Espero que así sea. Estoy harto de tener la garganta seca. El sol salió tras una delgada y alta capa de nubes que absorbían su calor y apagaban su

luz. Un viento recio y frío cruzó las montañas. Arrastró la tierra en ondas y formó montoncillos

con las hojas amarillas caídas. Era un viento solitario, corriendo a ras del suelo, discurriendo uniforme, sin hacer ruido.

Después del desayuno Joseph sacó los caballos del establo y Elizabeth, ataviada con falda pantalón y botas de tacón alto, salió de la casa llevando una bolsa con la comida.

Llévate algo de abrigo le aconsejó Joseph. Elizabeth miró al cielo.

Ya es por fin invierno, ¿no, Joseph? El sol ya no calienta.

Joseph la ayudó a montar su caballo. Elizabeth rió feliz al sentir de nuevo la silla y dio unos golpecitos cariñosos sobre la perilla.

¡Qué agradable es volver a montar! dijo. ¿Donde iremos primero?

Joseph señaló con el dedo un pico pequeño de la sierra oriental por encima de los pinos.

Si vamos a esa cumbre, podremos mirar a través del desfiladero de Puerto Suelo y ver el océano explicó, y podemos ver las copas de las secuoyas.

¡Qué agradable es sentir el movimiento del caballo! repitió Elizabeth. ¡No sabía lo que lo echaba de menos!

Los brillantes cascos de los caballos levantaban una polvareda de tierra blanca que se quedaba en el aire después de haber pasado ellos y formaba un reguero como el humo de un tren. Subieron la loma con tranquilidad, pisando la escasa y delgada capa de hierba y en los cortes secos de las arroyadas bajaban y subían después de un salto.

¿Te acuerdas del agua que llevaban las arroyadas el año pasado? le recordó Elizabeth

. Dentro de poco estarán así.

A lo lejos, en la ladera de un monte, vieron una vaca muerta, cubierta casi por completo por los buitres glotones.

Espero que el viento no nos llegue, Joseph. Joseph apartó los ojos del festín.

No dan tiempo a que se pudra la carne dijo. Los he visto revoloteando en círculo sobre animales moribundos, esperando que murieran. Saben cuándo es el momento.

La ladera se empinaba. Se adentraron en la crujiente salvia, oscura, seca, sin hojas. Las ramas estaban tan frágiles que parecían muertas. Tardaron una hora en llegar a la cumbre y desde allí vieron el triángulo del océano a través del desfiladero. El agua no era azul, sino gris metálico y en el horizonte se alzaban oscuros bancos de niebla como macizas murallas.

Ata a los caballos, Joseph le dijo Elizabeth. Sentémonos aquí un rato. Llevo tanto tiempo sin ver el océano. A veces me despierto por la noche y creo que voy a oír las olas y la sirena del faro y la boya de campana más allá de China Point. Y a veces las oigo, Joseph. Deben ser recuerdos que tengo muy grabados en mi mente. A veces, lo oigo. Por las mañanas, temprano, cuando no había viento, se oían las barcas de los pescadores dando golpes al salir y las voces de los pescadores llamándose unos a otros de barca a barca.

Joseph se apartó de ella.

Yo no puedo echar eso de menos. Nunca lo he tenido. Las cosas de Elizabeth le parecían un poco heréticas. Elizabeth dio un profundo suspiro.

Cuando oigo todas esas cosas en mi cabeza, siento nostalgia de mi casa. Este valle me tiene atrapada y tengo la impresión de que nunca podré escapar y que nunca volveré a escuchar las olas de verdad, ni la boya de campana, ni a las gaviotas deslizándose con el viento.

Puedes volver de visita en cualquier momento que quieras le dijo Joseph amablemente. Yo te llevaré.

Pero Elizabeth movió la cabeza negando.

Nunca será igual. Me acuerdo de lo emocionada que estaba en Navidad, pero ya no puedo estarlo igual.

Joseph alzó la cabeza y aspiró el aire.

Se huele la sal dijo. No te debería haber traído a este lugar, Elizabeth, para ponerte triste.

Pero es una tristeza buena. Es una tristeza que me da gusto. Me acuerdo de los charcos al amanecer, cuando bajaba la marea, brillantes y húmedos, de los cangrejos trepando por las rocas y las crías de anguila bajo las piedras redondas. Joseph le preguntó,

¿podemos comer ahora?

No es mediodía todavía. ¿Ya tienes hambre?

Siempre tengo hambre cuando voy de excursión le respondió sonriendo. Cuando madre y yo íbamos a Huckleberry Hill a veces empezábamos a comer antes de haber perdido de vista nuestra casa. Me gustaría comer mientras estamos aquí.

Joseph se acercó a los caballos, aflojó las cinchas y volvió con las alforjas. Se comieron los sustanciosos emparedados mirando al desfiladero y al océano enfadado al otro lado.

Parece que las nubes se mueven hacia el interior observó Elizabeth. A lo mejor llueve esta noche.

No es más que niebla, Elizabeth. Por esta época siempre es niebla. La tierra se está volviendo blanca, ¿ves? El marrón está desapareciendo.

Elizabeth masticaba su emparedado sin apartar los ojos del trozo minúsculo de mar.

Recuerdo tantas cosas dijo. Me vienen a la cabeza de repente, como los patos en una barraca de tiro. Me acabo de acordar de los italianos, que andaban por las rocas cuando la marea estaba baja con enormes trozos de pan en las manos. Partían en dos los erizos de mar y extendían parte en el pan. Los machos saben dulce, pero las hembras amargo, los erizos, no los italianos, claro está.

Elizabeth recogió los papeles de la comida y los guardó en la alforja.

Será mejor que continuemos, querido. No quiero volver tarde.

Aunque no había habido movimiento de nubes, la bruma alrededor del sol se había hecho más espesa y el viento más frío. Joseph y Elizabeth descendieron la ladera montados en los caballos.

¿Todavía quieres ir al pinar? le preguntó Joseph.

¡Claro que si! Ésa es la razón principal de la excursión. Quiero frustar a la roca.

Mientras hablaba Elizabeth, un halcón bajó disparado del cielo con las garras dobladas. Escucharon el choque de carne y en un segundo, el halcón alzó el vuelo, llevando entre sus garras a un conejillo que no dejaba de chillar. Elizabeth soltó las riendas y se tapó los oídos hasta que desapareció el sonido. Le temblaban los labios.

Está bien; sé que es así, pero a pesar de todo, odio verlo.

Falló el golpe dijo Joseph. Debería haberle partido el cuello al conejillo al primer golpe, pero falló.

Miraron cómo el halcón volaba por encima de las copas de los pinos para desaparecer entre los árboles.

No tenían que ir muy lejos, bajar una ladera y seguir después la cumbre hasta llegar a la avanzadilla de árboles. Joseph paró su caballo.

Ataremos aquí los caballos y seguiremos a pie.

Cuando ya habían desmontado, Joseph se adelantó corriendo hasta el arroyuelo.

No está seco le gritó a Elizabeth. No ha decrecido nada. Elizabeth se acercó a él y se quedó junto a él de pie.

¿Te sientes mejor, Joseph?

Joseph volvió rápido la cabeza hacia Elizabeth, notando una ligera burla en sus palabras, pero no había ninguna en su cara.

Es la primera corriente con agua que veo en mucho tiempo dijo. Es como si la región no estuviese muerta mientras esta corriente lleve agua. Es como una vena por la que todavía circula la sangre.

¡Bobo! le dijo Elizabeth, vienes de una región en la que es frecuente que llueva. Fíjate cómo se va poniendo negro el cielo, Joseph. No me extrañaría que lloviera.

Joseph miró a lo alto.

No es más que niebla dijo. Pero dentro de poco hará frío. Vamos, entremos en el bosque.

El claro estaba silencioso, como siempre y la roca seguía verde. Elizabeth habló en voz alta para romper el silencio.

¿Ves?, sabía que fue mi estado lo que me hizo tener miedo a este lugar.

El manantial tiene que ser muy profundo para seguir corriendo dijo Joseph. Y la roca debe de ser porosa para absorber agua para el musgo.

Elizabeth se agachó y miró hacia el interior de la cueva oscura de la que manaba la corriente.

No se ve nada aquí dijo. Nada más que un agujero en la roca y el olor a tierra húmeda. Volvió a agacharse y dio unos golpecitos en los lados cubiertos por el musgo de la roca. Es un musgo muy bonito, Joseph. Mira lo profundo que es. Arrancó un puñado de musgo y mostró a Joseph las raíces oscuras empapadas. Nunca más soñaré contigo dijo Elizabeth a la roca. El cielo estaba gris oscuro y el sol había desaparecido.

Joseph sintió un escalofrío y se alejó de la roca.

Volvamos a casa, cariño. Se acerca el frío. Avanzó en dirección al sendero.

Elizabeth seguía junto a la roca.

Crees que soy una tonta, Joseph, ¿no es así? dijo en voz alta Elizabeth. Voy a subirme a la roca para domarla.

Clavó el talón en el lado empinado de la roca cubierta de musgo y dio un paso y subió y después otro.

Joseph se dio media vuelta.

Ten cuidado de no resbalar gritó a Elizabeth.

Elizabeth hundió el talón para dar un tercer paso, pero el musgo se desgarró un poco. Sus manos se asieron al musgo y lo arrancaron. Joseph vio cómo describía un arco pequeño con la cabeza y daba contra el suelo. Mientras avanzaba hacia ella corriendo vio que su cuerpo se giraba de costado y se agitaba con una sacudida breve. Después se quedó quieta. Joseph se quedó de pie ante ella un instante antes de acercarse al manantial para llenarse las manos de agua. Pero al volver junto a Elizabeth, dejó caer el agua sobre la tierra al ver la postura del cuello y el color cenizo que iba cubriendo sus mejillas. Se sentó impasible en el suelo junto a ella y mecánicamente cogió su mano y abrió los dedos apretados llenos de agujas de pino. Buscó su pulso, pero no tenía. Joseph soltó la mano de Elizabeth con muchísimo cuidado, como si temiera despertarla. Dijo en voz alta: «No sé qué es». El frío helador se iba metiendo en su cuerpo. «Debería darle la vuelta», pensó. «Debería llevarla a casa». Miró las marcas oscuras de la roca hechas un momento atrás por los talones de Elizabeth. «Ha sido tan sencillo, tan fácil, tan rápido» dijo en alto. «Demasiado rápido». Sabía que su mente no podía asimilar lo que había ocurrido. Trató de darse cuenta de lo que había pasado. «Todas las

historias, todos los incidentes que hacían la vida se pararon en un segundo, las opiniones se pararon y la capacidad de sentir, todo se detuvo sin ningún significado». Quería hacerse consciente de lo que había ocurrido, pues sentía que la calma se iba apoderando de él. Quería gritar, al menos por una vez, su dolor personal antes de que no le fuera permitido y se viera incapaz de sentir pena o resentimiento. Notó unas gotitas punzantes de frío en la cabeza. Miró hacia arriba y vio que llovía con suavidad. Las gotas caían sobre las mejillas de Elizabeth y hacían relucir sus cabellos. La calma le iba dominando. Dijo: «Adiós, Elizabeth». Antes de terminar de decir estas palabras, ya se encontró excluido y solo. Se quitó el abrigo y cubrió a su esposa. «Era la oportunidad de comunicarnos. Ya se ha pasado».

La lluvia golpeaba contra el suelo, provocando pequeñas explosiones de tierra en el claro. Oía el débil murmullo del arroyo mientras se deslizaba por el llano y desaparecía bajo la maleza. Continuó sentado junto al cuerpo de Elizabeth, reacio a moverse, amortiguado en la calma. Se levantó al fin y tocó la roca con timidez, mirándola. La lluvia produjo una sacudida de vida en el claro. Joseph alzó la cabeza como si estuviera escuchando y después acarició la roca con ternura. «Ahora sois dos y tú estás aquí. Ahora ya sabré dónde debo venir». Tenía la cara y la barba mojadas. Le entraba la lluvia a chorros por el cuello abierto de su camisa. Se agachó y levantó el cuerpo de Elizabeth en sus brazos. Sujetó la cabeza flácida contra su hombro. Marchó camino abajo y salió del pinar.

Al este se veía un arco iris opaco, atado en sus extremos a las montañas. Joseph dejó suelto al caballo que ahora volvía sin jinete para que lo siguiera. Se echó su carga al hombro mientras montaba el caballo y después colocó el bulto inerte delante de él en la silla. El sol apareció entre las nubes y se reflejó en las ventanas de los edificios de la granja a los pies de la montaña. Había dejado de llover; las nubes se habían retirado hacia el océano otra vez. Joseph se acordó de los italianos andando sobre las rocas, partiendo erizos de mar para ponerlos en el pan y comérselos. Y después su mente recordó algo que había dicho Elizabeth una eternidad atrás: «Se cree que Homero vivió en el siglo IX antes de Cristo». Se repitió esta frase una y otra vez, «antes de Cristo, antes de Cristo. ¡Querida tierra, querida tierra! Rama lo va a sentir profundamente. Ella no lo puede entender. Las fuerzas se aunan y se juntan, haciéndose una sola y fuerte. Yo también me uniré a ellas». Pasó a sujetar su carga con el brazo. Se dio cuenta de que sentía amor y odio hacia la roca. Entrecerró, cansado, los ojos.

«Sí, Rama lo va a sentir profundamente. Tendrá que ayudarme con el niño».

Thomas salió al patio para recibir a Joseph. Se disponía a hacerle una pregunta cuando vio la cara desencajada y pálida de Joseph. Se acercó despacio y alzó los brazos para coger el cuerpo. Joseph desmontó totalmente abatido, cogió el caballo suelto y lo ató a la valla del corral. Thomas estaba parado, sin hablar, con el cuerpo en sus brazos.

Resbaló y se cayó le explicó Joseph falto de expresión. Fue una caída tonta. Creo que se ha roto el cuello. Extendió los brazos para coger el cuerpo otra vez. Trató de subir a la roca del pinar siguió contándole. El musgo se desprendió. Una caída tonta. No te lo podrías creer. Al principio creí que no era más que un desmayo. Le llevé agua antes de darme cuenta.

¡Cállate! le dijo Thomas con voz penetrante. No hables más de ello. Y le quitó el cuerpo. Vete, Joseph. Yo me encargaré de todo. Monta a caballo y vete. Vete a Nuestra Señora y emborráchate.

Joseph escuchó y acató las órdenes.

Iré a caminar bordeando el río dijo. ¿Habéis encontrado agua?

No.

Thomas se dio la vuelta y se dirigió a su casa, llevando el cuerpo de Elizabeth. Por primera vez en lo que él podía recordar, Thomas lloraba. Joseph lo siguió con la mirada hasta que lo vio subir los escalones del porche; después se alejó a paso rápido, casi corriendo. Llegó al río seco y caminó río arriba presuroso, pisando las rocas redondas y lisas. El sol descendía en dirección a la boca del Puerto Suelo. Las nubes que poco antes habían descargado la lluvia, descollaban al este como murallas rojas, reflejando la luz carmesí sobre la tierra, tiñendo los árboles desnudos de púrpura. Joseph siguió río arriba andando deprisa. «Había un pozo profundo», pensó. «No puede estar seco del todo. Era demasiado profundo». Caminó más de una milla río arriba, hasta que finalmente encontró el pozo, profundo, parduzco y maloliente. A la luz del atardecer se veían las grandes anguilas negras contorneándose con lentitud. El pozo estaba rodeado en dos de sus lados por piedras lisas, redondas. En tiempos mejores, una

pequeña catarata caía sobre él. El tercer lado daba a una playa arenosa, cortada, con huellas de animales; las elegantes puntas de lanza de los ciervos y las almohadillas de las patas de un león y de las manitas de los mapaches, pero predominaban las huellas fangosas de los cascos de los jabalíes. Joseph se subió a lo alto de una de las rocas erosionadas por el agua y se sentó, rodeando una rodilla con los brazos. Sintió un escalofrío de frío, aunque no tenía frío. Mientras contemplaba la charca, pasó ante sus ojos todo el día, pero no como un día, sino como una época. Recordaba gestos insignificantes que no sabía que había visto. Las palabras de Elizabeth acudían a su memoria, tan reales en su entonación, tan completas en su énfasis que creyó que las oía realmente otra vez. Las palabras sonaban en sus oídos.

«Esto es la tormenta», pensó. «Esto es el principio de lo que sabía. Es un ciclo, firme, inalterable e inexorable como un volante». Su mente cansada le hizo pensar que si miraba la charca y limpiaba su mente de toda imagen que allí quedara podría llegar a conocer el ciclo.

Se oyó un gruñido agudo en la maleza. Joseph perdió el hilo de sus pensamientos y miró hacia la playa. Cinco c'achorros de jabalí magros y un enorme jabalí de colmillos curvos salieron de la maleza y se acercaron al agua. Bebieron con cautela y después, metiéndose ruidosamente en el agua empezaron a capturar a las anguilas y a comérselas, mientras los esbeltos pececillos golpeaban y forcejeaban en sus bocas. Dos jabatos cogieron una misma anguila y berreando enfadados la desgarraron en dos, masticando cada uno su ración. Ya era casi noche cerrada cuando volvieron a la playa y bebieron una vez más. De repente, se vio un centelleo de luz amarilla. Uno de los jabatos cayó fulminado por el violento rayo. Se oyó un chasquido de huesos y un grito penetrante y después el rayo le hizo arquear el lomo a la par que el león flaco y lustroso miraba a su alrededor y pegaba un salto hacia atrás para apartarse del jabato electrocutado. El jabato bufó a su muerte y después dio una vuelta e hizo que los otros cuatro cachorros se adentraran en el follaje. Joseph se puso en pie y el león lo miró, meneando la cola. «Ojalá te pudiera matar de un tiro» dijo Joseph en voz alta. «Entonces habría un fin y un principio nuevos. Pero no tengo ningún arma. Sigue con tu cena». Bajó después de la roca y se alejó, entre los árboles. «Cuando se seque la charca, los animales se morirán», pensó «o quizá, marcharán a la otra vertiente de las montañas». Volvió caminando lentamente al rancho, sin ganas de volver, pero algo asustado de estar fuera durante la noche. Pensó que ahora había un lazo más que lo ataba y lo unía más a la tierra.

Había un farol encendido en el cobertizo detrás del granero y se escuchaba un martilleo. Joseph se acercó y desde la puerta vio a Thomas haciendo el ataúd y entró.

Parece algo pequeño le dijo.

Thomas no apartó los ojos de su trabajo.

Tomé las medidas. Valdrá.

He visto un león, Thomas. Lo vi matar a un jabalí. Deberías ir con unos perros y matarlo, cuanto antes. Los terneros podrían sufrir, si no. Siguió hablando deprisa. Tom, cuando Benjy murió hablamos. Dijimos que son las tumbas las que hacen que un lugar sea tuyo de verdad. Es cierto. Eso nos hace parte de un lugar. Hay muchísima verdad en ello.

Thomas asintió con la cabeza sin dejar de trabajar.

Lo sé. José y Manuel cavarán la fosa por la mañana. Yo no quiero cavar las tumbas de los nuestros.

Joseph se dio media vuelta para salir del cobertizo.

¿Estás seguro de que es suficientemente grande?

Sí. Tomé las medidas.

Y, Tom, no pongas una valla alrededor. Quiero que se cubra de tierra y desaparezca cuanto antes.

Después, salió a toda prisa del cobertizo. En el patio, oyó los susurros de los niños, conocedores ya de la noticia.

Ahí va dijo Martha. No hay que decirle nada.

Entró en su casa, a oscuras, encendió las lámparas y prendió un fuego en la estufa. El reloj al que había dado cuerda Elizabeth seguía andando, conservando en su muelle la presión de su mano, y los calcetines de lana que había puesto a secar sobre la rejilla de la estufa, seguían mojados. Todo esto eran partes vitales de Elizabeth que todavía no habían muerto. Joseph reflexionó serenamente sobre ello. No se puede segar una vida de repente. Una

persona no está muerta hasta que las cosas que cambió estén muertas. Su efecto es la única prueba de su vida. Aunque lo que perdure sea un recuerdo lastimero, una persona muerta no ha desaparecido, no ha muerto. Y pensó: «La muerte de una persona es un proceso lento y largo. Matamos una vaca y está muerta tan pronto como nos hemos comido su carne, pero la vida del hombre muere de la misma manera que el alboroto de las aguas tranquilas de un estanque, en olas pequeñas, extendiéndose y aumentando según se acercan a la tranquilidad». Se echó hacia atrás en la silla y redujo la mecha de la lámpara hasta que no era más que una minúscula lucecilla azul. Y se quedó sentado relajado y trató de congregar de nuevo sus pensamientos, pero se habían dispersado, pastando en cientos de lugares diferentes, de forma que su atención se encontraba perdida. Pensó en los tonos, en corrientes de movimiento, en colores y en un ritmo lento, pesado. Recorrió con los ojos su cuerpo repantigado sobre la silla, sus brazos doblados y sus manos que descansaban sobre su regazo.

El tamaño cambió.

Una cordillera montañosa se extendía en una larga línea ondulada. En uno de sus extremos había cinco sierras pequeñas, alargadas, con valles estrechos entre ellas. Observando atentamente, se podían ver ciudades en los valles. Las montañas estaba revestidas de salvia oscura y los valles terminaban en extensas llanuras de tierra oscura cultivable, que acababan en un abismo. Las tierras eran buenas. Las casas y la gente eran tan pequeñas que apenas se podían ver. En lo alto de un pico enorme, destacando sobre las montañas y los valles, estaba el cerebro del mundo y los ojos que miraban hacia abajo, al cuerpo de la tierra. El cerebro no podía comprender la vida de su cuerpo. Permanecía inerte, sabiendo vagamente que podía acabar con la vida, las ciudades y las casitas que había en los campos con la furia de un terremoto. Pero el cerebro estaba aletargado y las montañas quietas y los campos tranquilos sobre los acantilados redondeados que descendían hasta el abismo. Y así, inalterado y tranquilo, había permanecido durante un millón de años porque el cerebro descansaba en un estado muy próximo al sueño. Sentía pena, pues sabía que en algún momento tendría que moverse y entonces la vida sería sacudida y destruida y el largo trabajo de cultivo de la tierra desaparecería y las casas de los valles se vendrían abajo. El cerebro sentía pena, pero eso no podía cambiar nada. Pensó: «Afrontaría incluso una pequeña contrariedad con tal de preservar este orden que ha nacido a la existencia por accidente. Sería una pena destruir este orden». Pero la tierra encumbrada estaba cansada de permanecer tanto tiempo en la misma postura. Se movió, repentinamente y las casas se desmoronaron, las montañas se desplazaron de una forma terrible y todo el trabajo de un millón de años se perdió.

Y el tamaño cambió y el tiempo cambió.

Sonaron pasos en el porche. Se abrió la puerta y entró Rama, sus ojos oscuros muy abiertos y con lágrimas de pena.

Estás casi a oscuras, Joseph le dijo.

Joseph se llevó las manos a la barba para acariciársela.

Apagué la luz.

Rama avanzó y subió la llama un poco.

Es un momento duro, Joseph. Quería ver cómo te encontrabas. Sí dijo. No hay cambio. Me tranquiliza. Temía que te vinieras abajo. ¿Estás pensando en Elizabeth?

Joseph pensó qué respuesta dar. Sentía el impulso de contarle a Rama todo tal y como lo sentía.

Sí, algo dijo lentamente y algo dudoso, en Elizabeth y en todas las cosas que mueren. Parece que todas las cosas, menos la vida, trabajan con un ritmo periódico. Sólo se nace una vez y sólo se muere una vez. Ninguna otra cosa es así.

Rama se acercó a Joseph y se sentó a sus pies.

Querías a Elizabeth.

Sí respondió Joseph. Sí que la quería.

Pero no la conocías como persona. Nunca has conocido a nadie. Nunca tienes conciencia de las personas, Joseph, sólo de la gente. No eres capaz de ver unidades, Joseph, sólo el todo. Rama se encogió de hombros y se sentó erguida. Ni siquieras me estás escuchando. Vine a ver si habías cenado algo.

casa?

No quiero comer dijo Joseph.

Bien, lo entiendo. El niño está conmigo, ya lo sabes. ¿Quieres dejarlo conmigo en mi

Buscaré a alguien que se haga cargo de él tan pronto como pueda. Rama se levantó, dispuesta a marcharse.

Estás cansado, Joseph. Vete a la cama e intenta dormir, si es que puedes. Si no te

duermes, descansa echado. Por la mañana tendrás hambre. Vente a desayunar con nosotros.

Sí respondió Joseph con aire ausente. Por la mañana tendré hambre.

¿Te irás ahora a la cama?

Joseph dijo que sí sin saber exactamente qué le había dicho Rama.

Sí, me iré a la cama.

Cuando se marchó Rama, Joseph la obedeció automáticamente. Se quitó la ropa y se quedó delante de la estufa, mirándose el estómago y las piernas enflaquecidas. La voz de Rama repiqueteaba en su cabeza: «Tienes que acostarte y descansar». Cogió la lámpara y se fue a su habitación y se metió en la cama, dejando la lámpara en la mesilla. Desde que había entrado en su casa, sus sentidos habían estado aprisionados en su pensamiento, pero ahora, mientras estiraba y relajaba su cuerpo, los sonidos de la noche se hicieron perceptibles para sus oídos y oyó el murmullo del viento y el susurro ronco de las hojas secas del roble muerto. Y escuchó el mugido lejano de una vaca. La vida volvía a la tierra y el movimiento que el pensamiento había matado surgió de nuevo. Pensó apagar la luz pero su cuerpo, contra su voluntad, se negó a ejecutar la acción.

Sonaron pasos furtivos en el porche. Oyó la puerta de entrada abrirse lentamente. Llegó un ruido de faldas desde el cuarto de estar. Joseph se quedó quieto, escuchando, preguntándose distraídamente quién andaría ahí, pero no llamó. Al poco, se abrió la puerta de su dormitorio y volvió la cabeza para ver quién era. Rama estaba desnuda en el umbral de la puerta. La luz de la lámpara caía sobre ella. Joseph vio sus abultados pechos, terminados en duros pezones oscuros y la tripa ancha y redonda y sus piernas poderosas y el triángulo de vello negro rizado. Rama jadeaba, como si hubiera estado corriendo.

Es una necesidad susurró con voz ronca.

Joseph sintió una opresión en la garganta y en el pecho, como gravilla ardiente que le bajara por el cuerpo.

Rama apagó de un soplo la luz y se lanzó sobre la cama. Sus cuerpos se unieron furiosamente, sus muslos pegando y golpeando y las piernas musculosas de Rama agarradas a él. La respiración se cortaba en sus gargantas. Joseph sentía los pezones duros contra su pecho; Rama se quejó con voz ronca y sus anchas caderas tamborilearon contra él y su cuerpo se estremeció hasta que la presión de los brazos tensos de Rama aplastó la respiración en el pecho de Joseph y sus miembros hambrientos extrajeron sin resistencia posible la semilla agonizante del cuerpo de Joseph.

Rama se relajó, respirando pesadamente. Los músculos tensos se volvieron suaves; se quedaron juntos, exhaustos.

Tú lo necesitabas le dijo en un susurro. En mí era deseo, pero en ti era necesidad. El río caudaloso de tu pena se ha desviado y ha pasado a mí. El dolor es como un placer triste y cálido y se quita en un momento. ¿No crees tú lo mismo, Joseph?

Sí respondió Joseph. Tenía necesidad.

Se levantó de Rama y se tumbó de espaldas, junto a ella. Rama hablaba adormilada:

Ya ha pasado a mi memoria. Una vez en mi vida ¡una sola vez en mi vida! Toda mi vida buscándolo y después, mi vida retrocediendo hambrienta. No era por ti. Ahora parece que se

ha calmado, y quizá sea así, pero me temo que quedarán restos del deseo y que serán más

fuertes que el primero.

Rama se incorporó y besó a Joseph en la frente y su pelo cayó un instante sobre el rostro de Joseph.

¿Hay alguna vela sobre la mesa, Joseph? Necesitaré una luz.

Sí, hay una sobre la mesa, en un candelero de aluminio y cerillas en la bandeja.

Rama se levantó de la cama y encendió la vela. Miró su cuerpo y palpó los cardenales rojo oscuro de su pecho.

Me lo había imaginado antes dijo. Muchas veces lo he imaginado. En mi mente nos quedábamos tumbados juntos después de habernos unido y te hacía muchas preguntas. Siempre en mi imaginación, así era como lo imaginaba.

Con una mano tapó la luz de la vela que iluminaba su cuerpo desnudo como si hubiera sentido un arrebato repentino de decencia.

Creo que te he hecho mis preguntas y que las has respondido. Joseph se reclinó sobre un codo.

Rama, ¿qué quieres de mí? le preguntó.

Rama se acercó a la puerta y la abrió muy despacio.

No quiero nada. Tú ya estás completo de nuevo. Quería ser parte de ti y puede que ya lo sea. Pero no lo creo. Su voz cambió. Ahora duérmete y por la mañana ven a desayunar con nosotros.

Salió y cerró la puerta. Joseph escuchó el roce de sus vestidos al ponérselos, pero se quedó dormido tan deprisa que no la oyó salir de la casa.