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C A P Í T U L O 1 3

JOSEPH entró en el granero que estaba a oscuras y avanzó por la galería alargada que corría por detrás de las casetas de los caballos hacia el farolillo que colgaba de un alambre. Al pasar detrás de los caballos, los animales detuvieron su rítmico masticar y le miraron por encima del hombro y uno o dos de los más vivos patearon para llamar su atención. Thomas estaba en la caseta frente al farol, ensillando una yegua. Dejó por un momento de apretar las cinchas y miró a Joseph.

He decidido llevarme a Ronny dijo. Es tranquila. Un viaje rápido la endurecerá.

Invéntate una historia le aconsejó Joseph. Di que resbaló y cayó sobre un cuchillo. Evita una investigación. Mañana enterraremos a Benjy si podemos.

Sonrió cansado.

La primera tumba. Esto sí que es crear un hogar. Casa, hijos y tumbas, eso es un hogar, Tom. Esto es lo que ata a una persona. ¿Qué hay en la cuadra, Tom?

Sólo está Patch respondió Thomas. Saqué ayer a los otros caballos para que comieran hierba y estiraran las patas. No hacen suficiente ejercicio. ¿Vas a salir ahora?

Sí.

¿Vas a ir en busca de Juanito? No lo encontrarás nunca en las montañas. Conoce hasta la raíz de cada brizna de hierba y cada agujero, incluso aquellos en los que sólo podría esconderse una serpiente.

Joseph colocó la cincha y el estribo sobre la silla en la percha y la descolgó agarrándola por la perilla y el arzón.

Juanito me está esperando en el pinar dijo.

Pero Joe, no salgas esta noche. Espérate a mañana, a que sea de día. Y llévate un arma.

¿Por qué he de llevar un arma?

Porque no sabes qué intenciones tiene Juanito. Estos indios son gente extraña. No hay forma de saber qué hará.

No me va a disparar le aseguró Joseph. Sería muy fácil y, además, no me importaría demasiado. Eso es más eficaz que un arma.

Thomas desató el ronzal y sacó marcha atrás a la somnolienta yegua de la cuadra.

De todas formas, espérate a mañana. Juanito aguantará.

No, me está esperando ahora. No lo voy a tener esperándome.

Thomas se alejaba hacia la salida del granero, conduciendo a su montura.

Sigo pensando que deberías llevar un arma le dijo por encima del hombro.

Joseph le oyó montar y alejarse al trote. Inmediatamente se oyeron unos jadeos apresurados. Dos cachorros de coyote y un sabueso salieron disparados tras él.

Joseph ensilló a Patch, lo sacó fuera, a la oscuridad y montó. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que la noche se había hecho aún más negra. Las laderas de las montañas, onduladas y carnosas, sobresalían suavemente en una perspectiva plana, y un fondo púrpura intenso aparecía pegado a su contorno. Todo en la noche, las montañas, los montículos de árboles, eran tan tiernos y agradables como un abrazo. Pero justo de frente, las puntas de flecha oscuras de los pinos atravesaban el cielo.

La noche declinaba en el amanecer y todas las hojas y las hierbas cuchicheaban y suspiraban bajo el viento fresco del alba. El aleteo de unos patos sonó por encima de su cabeza, donde un escuadrón invisible ponía rumbo al sur más que temprano. Los buhos revoloteaban inquietos por el aire al finalizar una noche de caza. El aire transportaba el perfume de los pinos de las montañas y el aroma penetrante de la resina y el olor de una mofeta, agradable como el de una azalea, por hallarse muy lejos. Joseph estuvo a punto de olvidar su misión, pues las montañas le abrían sus tiernos brazos y se mostraban amables e insistentes como una mujer enamorada medio dormida. Sentía el calor de la tierra al subir la ladera. Patch agitaba la cabeza y resoplaba por las aletas hinchadas de su nariz, sacudía la crin, subía la cola y bailaba, pateaba y levantaba las patas como un caballo de carreras.

La feminidad de las montañas evocó en la mente de Joseph el recuerdo de Elizabeth. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. No se había vuelto a acordar de ella desde que vio a Thomas junto al farol esperándole. «Rama se ocupará de ella», pensó.

Atrás había quedado la larga ladera y comenzaba una subida más fuerte y empinada. Patch dejó de juguetear e inclinó la cabeza sobre sus patas para ascender el monte. Según avanzaban, se alargaban los afilados pinos, penetrando más y más en el cielo. Junto al camino se oía el siseo de un arroyuelo, descendiendo presurosamente hacia el valle. Llegaron al punto donde el pinar bloqueaba el camino. La masa oscura de pinos cerraba como una muralla el sendero. Joseph giró a la derecha, intentando recordar a qué distancia estaba el ancho sendero que conducía al centro del pinar. Patch relinchaba con voz aguda, pateaba y meneaba la cabeza. Cuando Joseph intentó que siguiera el camino del pinar, el caballo se negó en redondo. Las espuelas sólo sirvieron para hacer que el animal levantara las patas delanteras y se las machacara contra la piedra y el látigo sólo consiguió hacerlo descender a tumbos la ladera. Joseph desmontó y trató de llevarlo al camino, pero el animal plantó las patas en tierra y se cerró en banda a moverse. Joseph se acercó a la cabeza del caballo y palpó los músculos temblorosos del cuello.

Está bien le dijo. Te dejaré aquí atado. No sé de qué tienes miedo, pero también

Thomas temía algo y él te conoce mucho mejor que yo.

Cogió el ronzal de la perilla y lo ató con dos nudos a un arbolillo.

El camino entre los pinos estaba oscuro. Incluso el cielo había desparecido entre las ramas entrelazadas. Joseph caminaba a tientas, con mucho cuidado, estirando los brazos hacia delante para evitar chocar contra los troncos. No se oía nada, excepto el murmullo de una corriente de agua oculta en algún lugar cerca del camino. Un poco más adelante, apareció una mancha gris. Joseph bajó los brazos y corrió al lugar. Las ramas de los pinos batían bajo un viento que no logró entrar en el bosque, pero que contagió al pinar un desasosiego que no era ni sonido ni vibración, sino algo intermedio. Joseph avanzó con más cautela, pues notaba un hálito de miedo en el bosque dormido. Sus pies no producían ningún sonido sobre las agujas de los pinos. Finalmente llegó al círculo abierto del bosque. El lugar estaba gris, lleno de partículas de luz y cubierto por el pálido espejo de pizarra del cielo. En lo alto, los vientos habían refrescado hasta tal punto que las copas de los pinos se movían sosegadamente, haciendo sisear las agujas. La enorme roca del centro del claro se veía negra, más negra incluso que los troncos de los árboles. En un lado de la roca una luciérnaga desparramaba su pálida luz.

Cuando Joseph se diponía a acercarse a la roca, tuvo un presentimiento y le asaltó una sospecha, como al niño que entra en una iglesia vacía y hace un corte profundo en el altar, sin levantar los ojos, por miedo a que algún santo mueva la mano o el Cristo sangrante proteste desde la cruz. Decidió entonces rodear la roca a distancia, sin dejar de mirarla. La luciérnaga había desaparecido y ya no se veía.

El susurro aumentó de volumen. Todo el círculo se sobrecargó de vida y se saturó de movimientos furtivos. A Joseph se le puso el pelo de punta. «Hay una presencia maligna aquí», pensó. «Ya sé por qué el caballo estaba asustado». Retrocedió a la sombra de los árboles y se sentó, apoyando la espalda en el tronco de un pino. Al sentarse, sintió una leve vibración en la tierra. Después escuchó una voz queda junto a él.

Aquí estoy, señor. Joseph pegó un brinco.

Me has dado un buen susto, Juanito.

Ya veo, señor. Todo está tan callado. Siempre está así. Se oyen ruidos, pero siempre son de fuera, expulsados de aquí, tratando de entrar.

Permanecieron en silencio durante un rato. Joseph no alcanzaba a ver más que una sombra más oscura entre la oscuridad reinante.

Me pediste que viniera le dijo a Juanito.

Sí señor, amigo mío. No quiero que lo haga otro que no sea usted.

¿Hacer, qué, Juanito?, ¿qué quieres que haga?

Lo que debe hacer, señor. ¿Ha traído un cuchillo?

No respondió Joseph desconcertado. No tengo ningún cuchillo.

Entonces, le dejaré mi navaja. Es la que uso con los terneros. La hoja es corta, pero si la hunde en el sitio adecuado, servirá. Le diré dónde.

¿De qué estás hablando, Juanito?

Clave la hoja limpiamente, amigo mío. Así entrará entre las costillas. Le diré dónde para que la hoja entre bien.

Joseph se puso en pie.

Estás diciendo que te apuñale, Juanito.

Debe hacerlo, amigo mío.

Joseph se acercó a Juanito, tratando de verle la cara, pero no pudo.

¿Por qué había de matarte, Juanito?

He matado a su hermano, señor. Y usted es mi amigo, ahora tiene que ser mi enemigo.

No repuso Joseph. Te equivocas.

Se detuvo incómodo, pues el viento ya no soplaba por encima de los árboles y un silencio, como niebla espesa, se había asentado en el claro, de forma que su voz parecía colmar el aire con un sonido no deseado. Siguió hablando quedamente, de forma que algunas de sus palabras no eran más que un susurro, pero aun así, el claro se sentía molesto por su habla.

Te equivocas. No sabías que era mi hermano.

Debería haber mirado, señor.

No, aunque lo hubieras sabido, no sería diferente. Fue algo natural. Hiciste lo que pedía tu naturaleza. Es lógico y ya está hecho.

Seguía sin poder ver la cara de Juanito, aunque comenzaba a entrar en el claro la débil luz grisácea del amanecer.

No lo entiendo, señor dijo Juanito con voz quebrada. Esto es peor que el cuchillo. Sentiría un dolor como fuego un instante y después desaparecería. Yo estaría bien y usted también. De esta manera, no lo entiendo. Es como pasar la vida en prisión.

Los árboles destacaban por la tenue luz que iba surgiendo entre ellos y semejaban testigos oscuros.

Joseph dirigió su mirada a la roca, buscando fortaleza y comprensión. Distinguía su rugosidad y el hilo de luz plateada de la corriente que cruzaba el claro.

No es castigo dijo finalmente. No tengo poder para castigar. Quizá tú te debes castigar a ti mismo, si te lo piden tus instintos. Seguirás el curso de tu raza, como hace un perro de caza cuando llega al lugar donde se esconden los pájaros, porque está en su raza. No tengo castigo para ti.

Juanito corrió hasta la roca, cogió agua con las manos y la bebió. Volvió rápidamente.

Esta agua es buena, señor. Los indios vienen a buscarla y se la llevan para bebería cuando están enfermos. Dicen que viene del centro de la tierra.

Se secó la boca con la manga. Joseph distinguía el contorno de su cara y las cuevas que albergaban sus ojos.

¿Qué vas a hacer? le preguntó Joseph.

Haré lo que me diga, señor. Joseph gritó enfadado:

Me exiges demasiado. Haz lo que quieras.

Pero yo quería que me matara, amigo.

¿Seguirás trabajando en el rancho?

No respondió Juanito lentamente. Está demasiado cerca la tumba de un hombre que no ha sido vengado. No puedo volver hasta que el muerto tenga los huesos limpios. Desapareceré un tiempo, señor. Cuando los huesos estén limpios, volveré. Cuando haya desaparecido la carne, desaparecerá el recuerdo del cuchillo.

Joseph sintió que la pena lo ahogaba y sintió dolor en el pecho.

¿Dónde irás, Juanito?

Conozco un lugar. Me llevaré a Willie. Iremos juntos. Estaremos bien donde haya caballos. Si tengo a Willie a mi lado para ayudarle a luchar contra el sueño del lugar solitario y de los hombres que salen de sus tumbas para atormentarlo, el castigo no será tan duro.

De repente se metió entre los pinos y desapareció. Su voz llegó desde el otro lado de la muralla de pinos.

Aquí está mi caballo, señor. Volveré cuando los huesos estén limpios.

Un instante después, Joseph escuchó el quejido de la correa del estribo y el golpeteo de los cascos sobre las agujas de los pinos.

El cielo comenzaba a iluminarse. En lo alto, sobre el centro del claro, ardía una nube minúscula, pero el claro seguía oscuro y gris, y la gran roca incubaba su centro.

Joseph avanzó hasta la roca y pasó la mano por su piel de musgo. «Del centro de la tierra», pensó y se acordó de los polos de una batería. «Del centro de la tierra», se alejó andando muy despacio, sin atreverse a dar la espalda a la roca y mientras descendía la ladera, salió el sol a sus espaldas y vio cómo destelleaba en las ventanas de las casas de las granjas abajo en el valle. La hierba seca brillaba con el rocío. En esa estación, las laderas enflaquecían y se desgastaban, preparándose para el invierno. Un grupo de novillos lo vio pasar, dándose la vuelta con parsimonia para seguirlo con la mirada.

Joseph se sentía feliz, pues acababa de tomar conciencia en su interior de que su naturaleza y la naturaleza de la tierra eran la misma. Puso el caballo al trote, pues de repente se acordó de que Thomas había marchado a Nuestra Señora y sólo quedaba él para construir el ataúd de Benjy. Mientras el caballo avanzaba veloz, intentó pensar cómo era Benjy, pero desistió enseguida porque no lo recordaba bien.

Una columna de humo salía de la chimenea de la casa de Thomas cuando entraba en el corral. Soltó a Patch y colgó la silla. «Elizabeth estará con Rama», pensó. Entró rápidamente en la casa, ansioso por ver a su esposa.