Las calles de Athenas hervían. Los murmullos no finalizaban en ningún momento, debido a la conmoción generalizada.
Hoy era un día especialmente activo debido a esto. Diversas personas, de diversas creencias, compartían conversaciones sin distinción ni prejuicio. El único interés yacia en el eje causante.
"¿Has escuchado?". Dijo una mujer de mediana edad chismosa.
"¿Te has enterado?". Comentó una anciana con perplejidad mientras tomaba té junto a su mejor amiga de toda la vida.
"¿Te presentarás hoy en la plaza?". Preguntó un hombre sudoroso, a su compañero de trabajo.
Incluso en una pequeña plaza, dónde diversos juegos infantiles se plantaban, la voz corría con piernas.
"Yo soy el gobernante y te condenó, vil humilde. ¡Jaja!". Vociferaba con alegría un infante, mientras agitaba un palo simulando un arma.
Ante esto, rápidamente se acercó una señora a su pequeña figura. Con reproche, agitó varias veces su dedo instando a que su acción era incorrecta e inmoral.
El niño con los ojos llorosos, se arremangaba de forma lamentable. Su ignorancia infantil, no le permitía comprender la gravedad del asunto.
"¡Yo te condenó, vil humilde!".
...
La razón causante de tal efecto, se rastreaba a horas antes.
Un Federick decidido, quién había abandonado su común infantilismo o locura esquizofrénica, había abandonado su residencia.
En sus manos llevaba un caballito de madera excelentemente tallado. Era un juguete que le pertenecía, el cual obtuvo en agradecimiento por su simpatía.
No dudo en sus pasos, siendo firmes. Su pulso no temblaba ante el caballito, dirigiéndose en dirección al Palacio de Athenas.
Reconocía con claridad el "fin invisible". Acciones superficiales, que escondían su verdadero grosor. Podría ser razón de su paranoia, pero debía responder de forma firme.
No debía temblar, o sería engullido en el olvido frío.
Finalmente estaba a sólo un paso de la oficina de su abuelo, el Rey Carlos II.
Los Reyes eran sabios e inteligentes, registraba el refrán atheniense.
La arrogancia de un Rey benévolo era el no necesitar guardias.
Así como el don de uno fuerte...
Tocó de forma concisa tres veces las puertas de gran grosor y altura. En su mano izquierda, aún mantenía el caballito que algún día valoró.
Al finalizar su llamado, las puertas se abrieron en par. Revelando a la figura de su abuelo, detrás de diversos papeles.
"Entra". Carlos II pronunció con voz grave y cansada.
Federick sin ostentar nerviosismo ni galardia, entró según el pedido. Su vista enfocada en el rostro anciano de el Rey.
"Su Excelencia, espero que me permita una cita con usted". Federick expresó con sumo respeto, recordando las enseñanzas de sus maestros.
"No estoy de humor, así que sé rápido". Carlos II respondió severamente.
La presión era palpable. Y era causado por un anciano testarudo y su nieto inocente.
"Espero que, Su Majestad, alivie sus preocupaciones. Por ello, aquí un obsequio". Federick dijo, ofreciendo el caballito de madera que le había pertenecido por años. Un regalo de los siervos de su familia.
Carlos II alzó su ceja con duda ante está demostración, pero una ligera sonrisa de interés apareció en su rostro.
"Ya veo. Ahora expresa tu punto". Carlos II dijo y aceptó el juguete entre sus manos incomparables con las de su nieto.
'Aunque hubiera preferido oro'. Pensó con humor, observando los detalles del juguete.
"Vengo con un pedido, un pedido severo. Debido a la reciente situación, mí expectativa es que el castigo sea equitativo, sin distinciones". Federick dijo antipático.
"Oh... Naturalmente. Como la víctima, ¿tienes otras palabras?". Carlos II preguntó con su interés disminuyendo. Después de todo, era obvio el fin de los causante...
"Horca". Federick simplemente expresó una palabra, pero que mantenía un peso comparable.
"Las tornas cambian... ¿Estás seguro? ¿Seguro de ser el juzgador?". Carlos II respondió de forma retórica con extrema seriedad.
"Hay que responder". Federick contestó con extrema confianza.
"Mhm... No eres ignorante". Carlos II valoró con una segunda mirada.
...
Con un fuerte sonido, Federick cayó al suelo sin fuerzas. Había golpeado corporalmente con una fuerza considerable contra el frío y duro suelo.
Su brazo derecho había recibido la mayor parte del impacto. Probablemente no podría agarrar una pluma y andar bien, durante una semana.
Por otro lado, su cabeza daba vueltas, y sus dientes se habían raspado. No podía mantenerse en equilibrio, debido al constante mareo.
Pero un electrificante dolor le sacudía las espinas dorsales, proveniente de su mejilla izquierda. Quien lentamente se inundaba de un color rosado débil.
Allí yacia la causa de su caída y dolor. Había recibido un golpe firme y certero, de la palma abierta de su abuelo. Quién probablemente pesaba más de doscientos kilos...
"Pero tampoco una víctima". Carlos II comentó con desprecio.
Una sonrisa de burla enfermiza se formó. No fue en el cielo, sino mundana; No encontró razón en lo celestial, sino en lo terrenal.
Ocultandose entre ramas marchitas y lunas menguantes...