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La ergonomía es fascinante...

La mañana en Nueva York comenzó con un despertar relajado para Kintaro. Había pasado la noche en su pequeño apartamento, pero el sueño no fue del todo reparador. Con el sol entrando a raudales por la ventana, se levantó y comenzó su rutina matutina. Con movimientos que alternaban entre torpes y entusiastas, preparó un desayuno simple y se duchó, usando un viejo método que había aprendido de uno de sus trabajos anteriores en Japón, hacer todo lo posible para sentirse como un héroe en un día ordinario.

Con su característico uniforme desordenado, salió a la calle para iniciar su jornada como repartidor de pizzas. Después de unas entregas y en busca de un descanso, se dirigió a un parque cercano. Mientras estaba allí, descansando en un banco y haciendo anotaciones en su cuaderno, se encontró con un anciano de aspecto vivaz, que parecía tener un aire de sabiduría y curiosidad similar al suyo.

El hombre que se acercó a Kintaro era de estatura mediana, probablemente de unos ochenta años, pero mantenía una postura erguida y una vitalidad sorprendente para su edad. Su cabello, completamente canoso, estaba peinado hacia atrás, aunque algunos mechones rebeldes escapaban hacia los lados. Una espesa pero cuidada barba blanca le cubría la mandíbula, dándole un aire de sabiduría y experiencia acumulada a lo largo de los años. Llevaba gafas grandes, de montura gruesa y negra, que acentuaban sus ojos chispeantes, llenos de vida y humor, como si siempre estuviera a punto de soltar una broma. Su ropa era sencilla pero elegante: una chaqueta beige clara sobre una camisa azul, con unos pantalones marrones bien planchados y zapatos de cuero pulido que hacían juego. Aunque su rostro estaba marcado por arrugas profundas, especialmente alrededor de los ojos y la boca, irradiaba una energía juvenil que desmentía su apariencia.

"Hola, joven. Pareces estar muy concentrado en tu cuaderno," dijo el anciano, con un tono de voz que reflejaba una vida llena de aventuras.

Kintaro levantó la vista, sorprendido por la presencia del hombre. "¡Hola! Sí, estoy anotando todo lo que veo. Nueva York es una ciudad fascinante."

El anciano se sentó junto a él. "Ah, yo solía hacer lo mismo en mis días jóvenes. Trabajé en muchas cosas diferentes, siempre con el deseo de aprender algo nuevo."

"¡Qué interesante!" exclamó Kintaro. "¿Y qué te llevó a hacer todas esas cosas?"

El anciano rió suavemente. "La curiosidad y el amor por las historias. A veces, la vida te lleva por caminos inesperados, pero siempre vale la pena explorarlos."

Mientras conversaban, Kintaro no podía evitar notar las similitudes entre ellos, aunque el anciano era mucho mayor. La conversación fluyó de manera natural, ambos compartiendo sus experiencias y la pasión por las aventuras. Finalmente, el anciano se levantó para irse, y antes de partir, le dijo a Kintaro: "Recuerda, joven, la curiosidad es lo que te mantiene joven."

Kintaro asintió, agradecido por la conversación. "¡Gracias! ¡Seguiré explorando y aprendiendo!"

No mucho después de que el anciano se alejara, Kintaro continuó con su día, pero su entusiasmo pronto se desvió hacia una interacción menos agradable. Mientras pedaleaba a alta velocidad, un oficial de policía lo interceptó, visiblemente molesto.

"¡Oye, tú! ¿Otra vez tú? Ya te he visto hacer estas locuras antes," dijo el oficial con un tono severo. "¿No puedes pedalear de manera normal y segura? ¡Ya te advertí antes!"

Kintaro, distraído por los audífonos que llevaba puestos, apenas notó la presencia del oficial hasta que lo tuvo justo a su lado. "¡Lo siento! ¡No me di cuenta de que estaba haciendo algo malo!" respondió Kintaro, tratando de sonar inocente.

El oficial frunció el ceño. "¡No es solo una advertencia! ¡Tu comportamiento es peligroso y ya hemos tenido quejas! Ahora, ven conmigo."

El oficial llevó a Kintaro al restaurante de la pizzería, donde se encontró con el jefe esperando, con una expresión de disgusto. "¿Qué te pasa, Kintaro? ¿Por qué sigues haciendo tonterías en las calles?" dijo el jefe, cruzando los brazos. "¡Te voy a poner a limpiar los baños! Quizás eso te enseñe a comportarte."

Kintaro, con un gesto de resignación, aceptó el castigo. Mientras que el policía advertía al jefe.

Pasó un tiempo limpiando los baños del restaurante, lidiando con la suciedad acumulada. Después de terminar con los baños para clientes, entró en el baño del personal, sudando levemente tras haberse encargado de los sucios baños de los clientes. Estaba agotado, pero había algo en el baño del personal que lo intrigaba. Justo antes de entrar, había visto a la mujer del dueño salir rápidamente, sin siquiera mirarlo. Kintaro observó cómo su figura desaparecía por el pasillo y su mente comenzó a correr a mil por hora. Sus pensamientos se volvieron turbios cuando imaginó lo que acababa de suceder dentro de ese baño.

Cerró la puerta detrás de él, y se acercó al inodoro con un interés inusitado. Inclinándose hacia adelante, palmeó suavemente el asiento del retrete, notando el calor residual que todavía quedaba del cuerpo de la mujer. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y sus labios se curvaron en una sonrisa tonta. La situación se tornó aún más absurda cuando comenzó a reírse en voz baja, murmurando para sí mismo:

"¡Qué fascinante! ¡Este trono ha sido usado por la reina misma...!"

Palpaba el asiento como si estuviera explorando un descubrimiento científico, su respiración se aceleraba y su rostro se sonrojaba con una mezcla de excitación y desconcierto. Kintaro, atrapado en sus propios pensamientos, no escuchó la puerta abrirse.

"¡¿Pero qué demonios haces?!"

La voz del jefe retumbó en el pequeño baño. Kintaro se giró rápidamente, aún con la mano en el asiento del retrete, mientras la figura corpulenta del jefe entraba furioso en la habitación, seguido de su esposa, que lo miraba horrorizada. La cara de Kintaro palideció, pero en lugar de disculparse, soltó una carcajada nerviosa, como si de alguna manera su cerebro no pudiera procesar la gravedad de la situación.

"¡Yo... yo... solo... estaba... um... estudiando la... ergonomía!" balbuceó, sin saber cómo justificar lo que claramente no tenía explicación.

"¡Fuera de aquí, ahora mismo!" gritó el jefe, sus puños apretándose mientras su rostro se ponía rojo de furia. La esposa del jefe lo miraba con una mezcla de repulsión y vergüenza.

"¡Y estás despedido! ¡No quiero volver a verte cerca de este lugar!" añadió la esposa, sin apartar la mirada del pervertido en el que ahora veía a Kintaro.

Kintaro, todavía confuso y sin comprender del todo la magnitud de su error, salió apresurado del baño, agachando la cabeza y murmurando disculpas. Pero estaba claro que nada de lo que dijera en ese momento iba a cambiar la situación.

Horas después, con la cabeza baja y su orgullo herido, Kintaro se dirigió a su pequeño apartamento. El día había sido un desastre y lo único que quería era olvidar lo que había pasado. Se recostó en su cama, mirando el techo, pensando en su futuro incierto.

Más tarde, ese mismo día, una figura conocida entró en la pizzería. El anciano del parque, el que había compartido una curiosa conversación con Kintaro esa mañana, se detuvo en el mostrador, con su habitual sonrisa amigable.

"Buenas tardes," saludó el anciano con una voz tranquila y alegre, "estaba buscando a un joven. Se llama Kintaro. Compartí un bocadillo con él esta mañana en el parque, y me alegró el día. Quería agradecerle."

El jefe, que aún estaba furioso por el incidente del baño, lo miró con sorpresa. "¿Kintaro? ¿Ese chico? Lo despedí hoy por un... incidente desagradable." Su tono estaba cargado de desprecio, pero el anciano no pareció inmutarse.

"Vaya, qué pena. Era un muchacho bastante amable cuando lo conocí. Muy curioso, eso sí, pero me dio la impresión de que solo estaba tratando de encontrar su camino," comentó el anciano, ajustándose las gafas con una sonrisa. "Me recuerda a mí mismo cuando era joven. Siempre metido en situaciones extrañas, pero con buenas intenciones."

El jefe y su esposa intercambiaron miradas. No podían creer que alguien pudiera describir al mismo Kintaro que ellos acababan de despedir como un pervertido.

El anciano continuó, sin darse cuenta del peso de sus palabras. "Pasamos un buen rato juntos, y me hizo pensar que quizás no todo está perdido en la juventud de hoy. Creo que todos merecemos una segunda oportunidad, ¿no?"

El jefe, que había estado firme en su decisión de despedir a Kintaro, sintió un leve remordimiento. No podía negar que el chico había sido trabajador y que, a pesar de sus locuras, no parecía una mala persona.

"Bueno..." comenzó el jefe, "quizás fui un poco duro con él. Ha hecho algunas cosas... raras. Pero si usted dice que le alegró el día, tal vez no sea tan malo después de todo."

El anciano asintió, sonriendo. "Oh, le aseguro que es un buen muchacho. Solo necesita un poco de dirección."

Tras un momento de silencio, la hija del jefe, que había estado escuchando desde la cocina, salió y se ofreció a disculparse en nombre de sus padres. "Yo... iré a verlo más tarde. Quizás hablar con él pueda aclarar las cosas," dijo, con una leve sonrisa. Aunque estaba avergonzada por lo que había pasado, también se sentía un poco culpable por cómo habían tratado a Kintaro.

"Gracias," dijo el anciano, inclinando la cabeza levemente. "Estoy seguro de que todo saldrá bien."