Mi madre, con voz preocupada, respondió al teléfono:
—¡Dígame qué ha pasado! ¿Mi hijo está bien?
Pude escuchar al detective Morgan explicarle lo sucedido, mencionando la pelea y cómo Kiyo había salido más afectado que yo. Morgan le aseguró que tanto Minata como yo estábamos bien y que pronto podríamos volver a casa.
—Sin embargo, quiero que entienda que este tipo de enfrentamientos en lugares públicos pueden tener consecuencias legales. Es importante que su hijo comprenda la gravedad de la situación y evite involucrarse en peleas futuras —dijo el detective con firmeza.
Mi madre agradeció la llamada y le expresó al detective su preocupación por mi seguridad. Le prometió que hablaría conmigo para asegurarme de que entendiera las consecuencias de lo que había pasado. Ambos acordaron mantenerse en contacto, y luego Morgan se despidió, deseándonos una pronta recuperación.
Cuando llegó la ambulancia, Kiyo fue llevado al hospital para que lo atendieran. Luego decidimos irnos a casa, sabiendo que allí mi madre nos estaría esperando.
Al llegar a casa, mi madre nos recibió en silencio, pero sus ojos lo decían todo: preocupación, alivio, y una tristeza que intentaba esconder detrás de su calma. Mientras le contábamos todo, asentía con suavidad, limpiando nuestras heridas con manos temblorosas, como si cada raspón fuera una herida que también llevaba en el alma.
—Tienen que ser más cuidadosos y evitar meterse en situaciones peligrosas —nos advirtió—. Si se encuentran en problemas, busquen a un adulto, no lo enfrenten solos.
Después de tratarnos, preparó la cena para que pudiéramos relajarnos un poco. Durante la comida, tratamos de dejar de lado lo sucedido y nos concentramos en temas más ligeros.
Ya entrada la noche, mi madre nos deseó buenas noches y nos recordó que siempre estaría allí para nosotros. Minata y yo nos fuimos a descansar, con la esperanza de que los días por venir fueran más tranquilos.
Pasó dos semanas relativamente tranquilas. Kiyo seguía recuperándose. No podía quitarme de la cabeza la promesa que Kiyo le había hecho a Minata de enseñarme a pelear. Aunque no había tenido contacto con él desde el incidente, sabía que eventualmente tendría que enfrentarme a esa realidad.
Una tarde, mientras estaba en mi habitación, Minata vino a decirme que Kiyo había llamado. La conversación había sido breve, pero Kiyo quería que me reuniera con él para comenzar el entrenamiento. Sentí una pereza momentánea al pensar en salir, pero sabía que tenía que aprender a defenderme. Después de todo lo que había pasado, ya no era solo por mí; también era por Minata. No podía permitir que ella resultara herida por mi culpa.
Con un suspiro, me preparé para ir. Sabía que este entrenamiento no sería fácil, pero era necesario.
Llegué a la dirección que Minata me había dado y me detuve frente al dojo, una estructura imponente de un rojo vibrante. Las estatuas de los Konoha Tengu se alzaban imponentes, como si observaran cada uno de mis movimientos. Sus ojos de piedra parecían vivos, juzgándome, evaluando si era digno de cruzar el umbral. El símbolo de Sojobo, grabado en la puerta.
Con una mezcla de asombro y emoción, me detuve un momento para admirar el dojo. Era impresionante, mucho más de lo que había imaginado.
De repente, las enormes puertas del dojo se abrieron lentamente, y allí estaba Kiyo, vistiendo un traje bastante peculiar que no pude ignorar.
—Hola, Kirata —me saludó con seriedad.
—Perdón, pero... ¿Qué llevas puesto?—pregunté, tratando de no soltar una carcajada.
—Es una sotana, y si quieres entrenar aquí, tienes que ponértela —respondió con toda seriedad.
—Nah, gracias. No quiero parecer una monja —le contesté, bromeando mientras entraba al dojo.
Al atravesar la puerta, todo cambió. Las paredes estaban decoradas con elegantes pinturas que representaban a los legendarios Tengus, seres que yo sabía que tenían un gran poder y sabiduría.
La sala principal del dojo era enorme, llena de colores vibrantes y detalles exquisitos. Las estatuas de los Konoha Tengu estaban por todas partes, en diferentes posiciones, como si estuvieran vigilando el lugar con su presencia imponente. Sentí una mezcla de serenidad y respeto mientras mis pies hacían eco en el suelo de madera pulida.
Mis ojos se posaron en las máscaras Tengu que decoraban las paredes. Algunas parecían desafiantes, mientras que otras transmitían una especie de sabiduría profunda. Me quedé embelesado con los detalles, sin poder decidir qué me llamaba más la atención.
En una esquina, vi un pequeño altar, decorado con incienso que llenaba el aire de una fragancia sagrada. El sonido suave de una fuente cercana completaba el ambiente, dándole un toque de tranquilidad que casi me hacía olvidar por todo lo que pase.
Estaba absorto en todo eso cuando escuché la voz de Kiyo cortando el silencio.
—¡HEY! Te dije que no entraras sin la sotana.
—¿Cómo quieres que entrene con ese traje de monja? ¿Acaso puedes moverte con eso?
Kiyo me miró con seriedad. Su tono cambió ligeramente cuando me explicó:
—No es un simple traje —dijo Kiyo con una seriedad que caló hondo—. Esta sotana es lo que siempre llevé cuando entrenaba con mi abuelo. Cada costura, cada pliegue, guarda recuerdos. Entrenar aquí sin llevarla sería como olvidar todo lo que él me enseñó.
Su tono de voz, de repente, tenía un toque de nostalgia. Pude notar cuánto significaba ese traje para él.
—Wow, ¿esto es de tu abuelo? Debe ser un hombre increíble. ¿Dónde está ahora? —le pregunté, genuinamente curioso.
—Desapareció hace dos años
Su tono cambió, y en sus ojos vi algo que no había visto antes: una mezcla de nostalgia y dolor. Era como si, al mencionar a su abuelo, hubiera desenterrado un recuerdo que aún le pesaba en el alma. El dojo y la sotana no eran solo cosas del pasado, eran todo lo que quedaba de una conexión perdida.
—Lo siento... —dije, bajando la mirada. Quería hacer algo para aliviar el momento, así que, tomé la decisión.
Nunca me imaginé vistiéndome así, pensé mientras me ponía la sotana, sintiendo el peso de la tela sobre mis hombros. Lo hago por respeto, no solo por él, sino por lo que este lugar significa. Si voy a entrenar aquí, quiero hacerlo bien, con todo lo que eso implica.