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Capítulo 18: Inmortal

—Creo que está en su habitación —contestó Nina.

—¿Cómo está ella? —indagó Joe.

¿Se preocupaba por mí?

Por un instante mi pulso se aceleró tanto que creí que perdería el conocimiento.

—Está mejor que tú —comentó Alan.

Me pareció ver que Joe se estremecía.

—¿Tan mal aspecto tengo?

—Sí, terrible —le respondió Nina.

¡Demonios!

¿Era normal que a mí me siguiera pareciendo absolutamente hermoso?

Cuando Joe se dirigió hacia el pasillo, me levanté del suelo para evitar que pudiera verme. Como no tuve suficiente tiempo para correr y ocultarme en una habitación, me dispuse a limpiar los rastros de las lágrimas en mi rostro y apaciguar mi respiración. Él se detuvo para arrojarme una mirada penetrante al pasar por mi lado, la cual me provocó escalofríos en todo el cuerpo.

Mi respiración se alteró. Contuve el aliento para no evidenciarlo. A pesar de eso, sospeché que mis ojos mostraban todo mi desconsuelo.

Seguidamente, agachó la mirada, alzó la mano y recorrió mi nuca con un dedo. Sentí que mi cordura abandonaba mi cuerpo. Inmediatamente, exploró con las yemas de sus dedos la línea de mi clavícula hasta detenerse en el cuello de mi blusa, el cual sujetó con extraordinaria fuerza entre su puño.

Por un momento creí que tiraría de la tela para alzarme y me golpearía en la cara. Pero se limitó a juntar su nariz a mi garganta antes de absorber una bocanada de aire. Me estaba olfateando. Rápidamente se separó de mí y me echó otra mirada acusatoria, llena de desprecio, mientras negaba lentamente con la cabeza, como si estuviera decepcionado de mí.

Se marchó sin decirme una palabra. Me di cuenta de que había estado observando mi camisa manchada de rojo. Por supuesto, la había utilizado para limpiar la sangre de Donovan de mi boca. Era evidente que Joe pensaba que mordí al Succubus. Y lo hice, pero no de la forma que él estaría imaginando en ese momento.

¿Qué debía hacer? ¿Correr a rogarle perdón? ¿Darle explicaciones?

No, mi orgullo no me lo permitía.

***

Me encerré el resto del día. Estaba acostada en mi cama con los ojos cerrados cuando el reloj digital colgado en la pared emitió dos cortos bips, indicando que era medianoche. Al mismo tiempo, golpearon mi puerta. No tenía ganas de levantarme.

—Adelante —murmuré de mala gana—. Está abierto.

Al instante, cesaron los golpes en la puerta y escuché el leve crujido cuando se abrió. Su aroma penetró en mi habitación, dejándome completamente mareada.

¿Qué hacía Joe en mi dormitorio?

Me incorporé para comprobar lo que ya sabía.

El vampiro cerró la puerta a sus espaldas. Se encontraba de pie delante de la misma, sosteniendo un capullo de rosa roja, el cual se llevó a la nariz para inhalar su fragancia. De haber tenido un par de hermosas alas negras en la espalda, habría parecido un perfecto ángel maligno.

Abrí la boca para hablar, sin saber qué decir. Él se aproximó un poco más.

—¿Qué haces aquí? —protesté—. ¿Te has equivocado de habitación?

Él negó.

—Es más de medianoche. Feliz cumpleaños.

Alargó su brazo, ofreciéndome la rosa.

Desconcertada, pensé: ¿hoy es mi cumpleaños?

Ante mi rostro bañado en confusión, él respondió:

—Revisa el calendario. Hoy estás cumpliendo diecisiete años… de nuevo.

—¿Estás bromeando? —pregunté sin tener la menor idea de la fecha en la que nos encontrábamos.

Joseph señaló con la flor al reloj de pared. Me volví y observé la fecha ilustrada debajo de la hora.

Cierto, era mi cumpleaños.

Una vez más diecisiete, porque soy inmortal.

—¿A qué se debe esto…? —interrogué, sin entender sus intenciones.

—Sólo quería traerte un regalo —se excusó—. No es que quiera recordártelo, pero ya que tu familia no está aquí para celebrar contigo, quise darte algo especial.

Permanecí callada, cavilando.

—Dime algo —continuó luego de un largo silencio—, cualquier cosa. Extraño que me hagas preguntas como una loca, extraño que andes por ahí parloteando, te extraño a ti. Porque, para mi desgracia, estoy enamorado de ti.

Joseph rodeó la cama antes de sentarse a mi lado. En respuesta, mi corazón comenzó a latir más rápido.

—Eres un mentiroso —gruñí, recostándome en una pila de almohadas—. Lo único que extrañas de mí es llevarme a la cama, no me amas. Me deseas, nada más.

Él sacudió la cabeza.

—Te deseo demasiado, pero te amo todavía más.

—Basta de mentirme —repliqué—. Te escuché rogando por un abrazo de esa mujer hace un rato.

Soltó un resoplido de indignación.

—No hablaba de ella, hablaba de ti.

Petrificada, luché contra la tentación de satisfacer sus deseos. No podía dejarle saber que también anhelaba a muerte sentirme rodeada por sus fuertes brazos.

De manera distraída, tomó una de mis almohadas, la llevó a su nariz e inhaló profundamente el aroma en el cojín de satén.

—Huele a ti, a tu perfume, a tu cabello. Delicioso —dijo en tono bromista.

—Si... "me amas" —dije, haciendo énfasis en las últimas palabras y representando comillas imaginarias con mis dedos—. ¿Por qué estás con esa... —vacilé antes de mencionar su nombre—, Deborah?

Él sonrió débilmente.

—Porque no puedo tenerte —suspiró—. No sé cómo amar. Y, para ser honesto, necesito dejar de amarte. Estoy seguro de que esto nos va a lastimar. El amor es dañino, ¿sabes? Te mata. No es como lo pintan en las películas; siempre terminas herido si amas. Es sólo una debilidad —se detuvo por un momento—. Bueno, miénteme. Quiero que me mientas y me digas que nunca has estado con Donovan, que no han tenido sexo jamás, que te ha besado a la fuerza, que me amas…

Reflexioné sobre cada palabra que había dicho, sobre sus expectativas acerca del amor, su creencia de que era destructivo… Como si hubiera sido profundamente herido, como si hubiera sufrido mucho en el pasado. Me dolía escucharlo hablar de esa manera. Por otro lado, si obedecía sus caprichos de decirle lo que quería escuchar, realmente no habría sido una mentira.

—Nunca he estado con Donovan, no hemos tenido sexo jamás, me ha besado a la fuerza y te amo, Joe —dije cada palabra que había memorizado.

Joe sonrió de mala gana, interpretando que le estaba mintiendo.

—Gracias —lo oí balbucear—. Y... ¿aceptarás mi regalo?

Me ofreció una vez más la rosa que sostenía entre sus dedos. Extendí mi brazo para sujetarla, pero antes de que pudiera hacerlo, Joe acarició el largo de mi nariz con los pétalos rojos. Sentí su textura aterciopelada y percibí la fresca fragancia que desprendían. Mi piel se erizó.

—Cuidado —me advirtió, su voz sonando extremadamente sensual—. Tiene espinas.

Así que cautelosamente agarré el tallo entre mis manos. No obstante, las espinas laceraron las puntas de mis dedos de forma inevitable y mi sangre comenzó a gotear. Instintivamente, dejé caer la flor en mi cama.

Joe se tensó y, con un veloz movimiento, atrapó mi muñeca. El placer abrasó mi cuerpo tan pronto como me tocó. De improviso, acercó mis dedos a sus labios y comenzó a lamerlos uno a uno con la punta de su lengua. La sensación en las yemas de mis dedos al rozar sus exquisitos labios y su ardiente lengua húmeda me suministraba fuego desde mi interior; las magulladuras ardieron.

—Ya está —anunció—. Me voy. Espero que duermas… bien, y que tengas un buen cumpleaños. Me parece que debería recordarles a los chicos qué día es hoy, quizás…

—No —lo interrumpí—. No importa. Adiós, buenas noches.

Él se puso en pie y salió sin hacer ruido. Mientras atravesaba la puerta me quedé inmóvil, asombrada, observando cómo la rosa roja estaba comenzando a marchitarse repentinamente. Sus pétalos adquirieron un matiz ocre, o pardo oscuro, secándose al tiempo que el vampiro se alejaba por el pasillo.

***

Durante el desayuno, Alan me estaba mirando de una manera peculiar, y Nina observaba a Alan de la misma forma. Él buscaba mis ojos, lo cual me hizo sentir ligeramente intimidada.

—Deja que adivine —dijo finalmente—. Hoy es tu cumpleaños.

—¿Hoy es su cumpleaños? —preguntó Nina, susurrando—. ¿Cómo sabes eso?

—Un pajarito me lo ha comentado —repuso Alan, guiñándome un ojo—. Feliz cumpleaños.

¿Un pajarito? Deja de entrar en mis pensamientos, Alan, pensé.

—Angelique, siento mucho no haber sabido que hoy es tu cumpleaños, de verdad —se disculpó su novia—. Felicitaciones.

Sonreí educadamente.

—Gracias, chicos.

—¡Angelique! —me llamó Adolph desde la sala principal.

Engullí el pedazo de tostada francesa que tenía en la boca antes de abandonar la mesa. Caminé hasta el hombre, que sostenía un trozo de papel y un sobre de color negro.

—¿Qué sucede? —cuestioné.

—Angelique, tú… —me contestó con la vista puesta en el pequeño papel—. Has sido invitada a la famosa fiesta de los Ravenwood.

—¿Que yo qué?

—Has sido invitada a una famosa fiesta que se celebra todos los años de una ilustre familia de vampiros. Y no entiendo por qué. No he sido invitado a esta celebración desde hace unos… treinta años, ¿y ahora te invitan a ti? —declaró con el ceño fruncido.

—¡Es su cumpleaños! —cantó Nina mientras irrumpía en la habitación.

—¿Es tú cumpleaños? —Adolph dejó de mirar la invitación para posar sus ojos en mí.

Me encogí de hombros y asentí.

—¡Eh! ¡Felicidades! —exclamó antes de regresar al tema de la fiesta—. Ésta es la ceremonia de los Ravenwood, no hay forma de rechazar algo de semejante magnitud. Quiero que te compres un traje y vayas allí.

El hombre sacó de su abultado bolsillo un fajo de billetes y me los entregó. Sorprendida, pero dudosa, tomé los dólares.

***

De pie frente al moderno televisor de la sala, contuve la respiración al tiempo que Nina subía el cierre en mi espalda del hermoso vestido de etiqueta que abrazaba mi figura.

—Listo —anunció ella con una sonrisa—. Estás hermosa, espera a que Joe te vea.

Mi respiración se alteró al escuchar su nombre.

Fuera, una limusina negra, alargada y reluciente, contratada por Adolph para la ocasión, me esperaba. Entretanto, me preguntaba qué tan importante era esa extraña celebración. Adolph parecía genuinamente entusiasmado con la idea de que asistiera al festejo vampírico.

Caminé por un lado Joe, contoneándome con un toque de sensualidad y una mirada diabólica. Tenía que admitirlo, quería volverlo loco.

—Cuídate —me aconsejó Adolph—. Lo digo en serio.

—No debería ir sola a ese lugar —aseveró Joseph.

—Sabes que es exclusivamente para invitados, nadie puede ir con ella —objetó Adolph.

—Insisto, alguien debería seguirla y estar a su alrededor.

—Joe, tus problemas de celos puedes dejarlos para otro momento —replicó Donovan, apareciendo a sus espaldas—. Angelique es independiente, no nació pegada a ti. También tiene derecho de divertirse sola.

La ira se apoderó de la mirada de Joe, quien abandonó apresuradamente la sala.

De cualquier forma, tampoco quería estar sola en una festividad de desconocidos.

Adolph me escoltó hasta el elegante carruaje.

—De verdad, ten cuidado, Angelique —me advirtió una última vez.

Durante todo el trayecto, observé la ciudad a través de la ventana, las luces parpadeantes y la actividad en las calles de Nueva York. La limusina se detuvo frente a una majestuosa mansión iluminada por farolas con velas y decorada con esculturas en un exuberante jardín. Desde la entrada principal hasta la acera, se extendía una alfombra roja, la cual atravesaba aquel césped en el que descansaban candelabros.

Contemplé el lugar en silencio hasta que el conductor, ataviado con esmoquin, apareció para abrirme la puerta de la limusina.

Cuando ésta se abrió, el aire cambió, de uno artificial acondicionado a una gélida brisa natural. Tan pronto como el chofer me ofreció su mano, la tomé y bajé con cuidado.

De repente, me sentí asquerosamente pequeña y tímida, sola en ese colosal espacio mientras cruzaba una alfombra roja que parecía no tener fin y que hacía más amena mi tardanza de camino a la entrada.

Mientras mi cabello ondeaba al viento, me cuestionaba qué diablos hacía en una fiesta llena de vampiros sin ningún acompañante, donde no reconocía ni a mi propia sombra. Al llegar a la entrada, con escalofríos inquietantes recorriéndome, un vampiro pálido me sonrió.

—¿Cuál es su nombre, joven? —preguntó al tiempo que sostenía un pergamino dorado.

—Moore —revelé—. Angelique Moore.

Sin consultar la lista de invitados, sonrió aún más ampliamente, asintió y se apartó para dejarme entrar.

—Diríjase a la mesa principal, los Ravenwood la esperan —indicó—. Están ansiosos por conocerla, señorita. Cuando distinga a la familia de rostros pálidos con vestimenta negra, sabrá de quiénes hablo.

Al ingresar, descubrí un salón gigantesco amueblado con mesas de fiesta, ceniceros de oro, copas de cristal y comida suficiente para un ejército.

¡Qué irónico! Como si necesitáramos comida.

Vampiros de belleza deslumbrante adornaban cada rincón, al tiempo que camareros distribuían licor y copas con sangre.

En el centro, divisé una mesa alargada con unos doce puestos ocupados por hombres, mujeres y niñas de palidez mortífera, todos vestidos de negro. Debían de ser los Ravenwood.

Con inseguridad, me dirigí hacia ellos. Había dos parejas que aparentaban tener entre dieciocho y veinte años, así como ocho chicas con vestidos góticos, de edades entre cinco y quince años, con pieles traslúcidas y ojos rojos.

Aterradoras.

En ese momento me di cuenta de que prefería a los vampiros jóvenes y bronceados como... no lo sé... Joe, quizás, con su piel dorada y sus mejillas y labios sonrojados. Eso era mucho mejor que estos seres del infierno.

—¡Buenas noches! —me saludó cordialmente un hombre junto a su posible esposa, puesto que llevaban anillos en conjunto—. Debes ser la señorita Moore, es un placer conocerte.

Nunca me había sentido tan cohibida como en ese instante. El sujeto extendió su brazo para darme un apretón de manos, las suyas estaban frías.

—Igualmente —correspondí con una sonrisa tenue.

—Estábamos ansiosos por verte, Edmond nos ha hablado mucho de ti —continuó con excesiva amabilidad.

—¿Edmond? —balbuceé, atragantada—. Él... ha sido él…

No logré concluir mi frase sin sentido.

—No te asustes, querida —trató de tranquilizarme el apuesto chupasangre—. Soy Jonathan Ravenwood —señaló a la mujer a su lado—, y ella es mi esposa. Éste es mi yerno —apuntó hacia el único hombre además de él en la mesa—. Y todas ellas son mis hijas —hizo un gesto hacia las jóvenes y niñas que lo rodeaban—. Edmond es uno de mis hermanos, al igual que lo era Bartholomeo. Pero, no te preocupes, no ha sido ese pequeño el que te ha invitado, ni ninguno de nosotros. Aun así, anhelaba conocerte. Y todo lo que puedo decir es que estoy encantado... fascinado con tu insignificante presencia.

Levantó mi mano, aún dentro de la suya, y me dio un corto y frío beso en la parte trasera de mi palma.

—Gracias, es un honor, también estoy... —¿Aterrada? Pensé, tratando de mantener la sonrisa en mi rostro—. Encantada.

Todavía mostrando sus perfectos dientes, dejó ir mi mano y besó a su esposa.

—Ve a divertirte, cara mia.

Esa pareja parecía demasiado joven para tener tantos hijos y tan mayores.

Todos en la familia estaban esbozando una perfecta sonrisa, equipada con letales colmillos. Me observaban como si quisieran darme un buen recibimiento, pero su calidez era tan apócrifa y forzada que resultaba escalofriante.

Me alejé de ellos después de hacer una reverencia cortés, y cuando estuve lo bastante apartada como para permitirme respirar, pensé en la estúpida pregunta que olvidé hacer:

¿Quién me ha invitado a esta vampírica celebración?

La música clásica resonaba entre las paredes y el aroma era fresco. A diferencia de los lugares atestados de humanos, donde solía oler a sangre comestible, sudor, cigarrillo, alcohol y sexo; en este ambiente, el aire tenía un atípico olor a rosas, diferentes perfumes costosos y cocteles de frutas. ¡Bastante grato!

Cada vampiro estaba ensimismado en su grupo de conversación; ninguno se detenía a admirar los alrededores tal y como yo lo hacía. Sólo en ocasiones se volvían para mirarme franquear el lugar.

Sin saber qué hacer ni adónde ir, caminé desorientada hacia un pasillo en el que entreví dos puertas de caoba con el símbolo representativo de los baños. Entré al de mujeres, verificando que se encontrara vacío.

Me miré al espejo. Podía pasar toda la noche allí sola, contemplando mi inocente reflejo. Casi parecía tan buena… Me acerqué más al vidrio y saqué de mi bolso en forma de sobre mi clásico labial rojo. Tan pronto como empecé a delinear el borde de mis labios, apareció en el reflejo la última persona a la que quería ver.

—Rojo —dijo Deborah a mis espaldas—, a Joe sólo le gusta porque yo lo utilizo.

Detuve mi mano a mitad de la aplicación del labial y puse los ojos en blanco, sintiendo cómo la ira me inundaba hasta ahogarme.

La vampireza meneó su larga cabellera antes de reclinarse sobre la barra del lavamanos.

Maldita mujer anciana con medidas perfectas y curvas tan cerradas como las de una carretera…

Era toda una zorra en traje de diabla, con colmillos y mirada asesina. Ella extrajo de su diminuto bolso un lápiz labial escarlata.

¡Bueno! Entonces era cierto. Utilizaba el mismo tono.

Ladeé la cabeza con malicia y esbocé una sonrisa desafiante a su reflejo en el espejo. Yo también podía ser tan sanguinaria y malévola como esa arpía. Era mi turno de mostrar mis garras, o colmillos. Sólo quedaba ponerme manos a la obra después de que esa prostituta barata me dejara claro lo buenas amigas que podríamos ser. Había insinuado una competencia por el hombre trofeo, Joe, convirtiendo la situación en un juego de "¿Qué estúpida caerá más rápido en mis brazos?".

No es que quisiera reclamarlo como premio, pero disfrutaba coquetear con la idea de la victoria, sobre todo si eso enfurecía al resto de las participantes.

—¡Curioso! —murmuré con una expresión sarcástica y una tonalidad venenosa e inocente a la vez—. Juraría haber escuchado a Joe decir que prefiere el rojo en mis labios.

Guardé mi barra de labios en su estuche y me di la vuelta para retirarme. Apenas tuve tiempo de colocar mi mano en el pomo de la puerta cuando sentí un frío metal tocando mi cuello.

Una daga.

—Querida, debes entender que Joseph Blade es mío —declaró, apretando el filo con más fuerza sobre mi garganta.

—No he dicho que no sea tuyo. Sin embargo, él no parece estar al tanto. Cada vez que te das la vuelta, cae rendido a mis pies.

Angelique, ¿qué estás diciendo? Esta mujer podría rebanarte la piel en un abrir y cerrar de ojos. Me dije, afligida.

Ella largó una pérfida carcajada.

—Pobre niña —escupió con soberbia—. ¿Sabes que podría matarte ahora mismo? No estoy sosteniendo un cuchillo de juguete, es de plata. Podría enviar tu cuerpecito infantil a un cementerio si lo deseara, pero te daré una advertencia: aléjate de él.

Me tensé al sentir el filo punzante presionando mi cuello hasta lastimarme. No obstante, aunque muriera ahí mismo, necesitaba ponerla en su lugar, que se revolcara en su propio infierno.

—¡Oh! Pero si no estamos en un concurso de belleza —respondí con acrimonia—. Es más bien una competencia para ganar al chico hermoso que acompaña a Barbie en su caja. ¿Cuánto tiempo estuve equivocada de concurso?

Deborah soltó una maldición entre dientes.

—¡Qué dulce! ¿Crees que eres competencia para mí? Joseph ya es mío.

Estallé en carcajadas.

—¿Le gustan los vejestorios y perras de burdel? Entonces has ganado, felicidades —me mofé.

Ella me agarró del hombro, dándome la vuelta para propinarme una fuerte bofetada que me arrojó al suelo. Con la mano extendida sobre mi mejilla, solté un quejido agudo de dolor. Sus largas uñas me habían hecho rasguños profundos a lo largo de la cara. Y, ¡oh!, estaba sangrando.

—¡Cielos! Te ves como mujer pero golpeas como hombre —gruñí, sin mostrar cuán adolorida me encontraba.

Una vez que me levanté, contemplé mi reflejo en el espejo, horrorizada por la sangre que manchaba mis labios y mejilla.

—Te destrozaré esa carita de muñeca de porcelana que traes, y Joe jamás volverá a mirarte, ¡zorra! —La diabla me sujetó del cabello, tirando de un puñado de mechones castaños entre sus dedos.

Largué un corto chillido poco audible.

—¡Anda! Haz lo que quieras, bruja —le ultrajé más seriamente—. No te tengo miedo, puedes hacerme lo que quieras. No creas que voy a salir huyendo porque me has golpeado o amenazado con tu navaja de plata. No pienso esconderme de ti, ni hacer nada de lo que me digas.

—Puede que no te importe lo que pueda hacerte a ti, pero sé que te importará si le hago daño a él —manifestó la víbora, soltándome—. No pienses que no soy capaz de lastimarlo. Si no es mío, no será de nadie.

Abrí la llave de agua del lavabo y comencé a limpiar las heridas en mi rostro, quitándome el maquillaje en el proceso y manchando de sangre la cerámica blanca. Petrificada, observé mi reflejo al tiempo que ese líquido carmesí corría por el desagüe.

Deborah agarró su bolso y se encaminó hacia la salida.

—Adiós, querida, lamento haber arruinado tu maquillaje —se despidió de manera vil—. ¡Ah! Por cierto, he sido yo la que te ha invitado.

Una vez que salió por la puerta, tomé aire profundamente. Aguardé unos minutos, conteniendo mi furia, y luego me marché, todavía ensangrentada. Mientras atravesaba el salón principal, todos los vampiros se giraron instintivamente al olfatear mi sangre. Estaba a punto de llegar a la salida cuando Jonathan Ravenwood se interpuso en mi camino.

—Te llevaré a casa —se ofreció inesperadamente—. Para mí es una vergüenza que te haya sucedido esto en mi fiesta. Déjame compensarte.

Sin dirigirle la palabra, negué con la cabeza antes de continuar caminando con atolondradas zancadas.

***

Aturdida, tomé un taxi afuera y regresé a casa con esos horribles arañazos en mi rostro.

Al entrar, noté que todo estaba oscuro. Lancé mis cosas sobre la mesa, me senté en el sofá y me quité los zapatos.

—¿Qué estás haciendo aquí tan pronto? —Adolph emergió de las sombras y advirtió mi mejilla magullada—. ¡Mierda! Siento mucho haberte hecho ir a ese lugar. ¿Quién te ha hecho eso?

—Esa diabla… —musité con odio.

Adolph intentaba reprimir una carcajada.

—Haré responsable de esto a Joe —contestó, le estaba costando horrores no reírse de mí—. Al menos dime que tú has ganado. ¿Le diste una paliza?

Lo aniquilé con la mirada.

—No es gracioso —protesté antes de ponerme de pie—. Ni siquiera la golpeé, pero de seguro le ha dolido todo lo que dije. Ha de estar ahogándose con su propio veneno.

Adolph rodeó mis hombros con su brazo.

—Mucho mejor así. Aunque habría sido interesante darle una paliza, recuerda llamarme la próxima vez que tengan un enfrentamiento —se rió—. Solo bromeo, pero ¿quién va a curarte ahora? Después de todo, tú eres la enfermera aquí.

—Se curará solo. Estoy bien —respondí con desgana.

Al girarme para irme, noté que Joe salía de su habitación. Cuando vio mi rostro lacerado, hizo una expresión de desagrado.

—Dejé claro que no era buena idea que Angelique se fuera sola —se quejó con Adolph antes de dirigirse a mí—. ¿Quién te ha lastimado?

Las comisuras de mis labios se elevaron en una satírica sonrisa.

—Adivina.

—Deja los rodeos, dime quién fue y lo asesinaré —sentenció Joe, cargando amargura en su voz.

Me reí a carcajadas y, a mis espaldas, también atendí a la risa discreta de Adolph.

—Eso quiero verlo —me regodeé—. Dime, ¿ya has decidido golpear mujeres? Sería un espectáculo ver cómo acabas con esa diabla.

De repente, Joe se mostró estupefacto.

¿Qué pasa? ¿No te lo esperabas, cariño? Quise decir, pero Adolph hizo su jugada para tratar de poner fin a la discusión.

—Joe, ¿has visto mi jersey?

¡Qué mal intento de apagar el fuego de un futuro altercado!

Me regocijé al ver la expresión atónita de Joseph. Podía apostar a que había pensando que su diabla era una dulce angelita caída del cielo, incapaz de cometer tales actos.

—No —le contestó a Adolph, sin siquiera haber escuchado la pregunta. Me miró fijamente—. ¿Deborah te hizo esto?

—¿Te sorprende? ¿Aún no te has enterado de que no es más que una perra?

Su rostro perplejo indicaba que no podía creerlo. ¿Tan ciego estaba por esa mujer?

—Yo... aún me cuesta asimilarlo —murmuró.

Lancé un resoplido, absolutamente decepcionada. Debí prever que no me creería. Indignada, hice ademán de marcharme, pero Joe me sujetó del brazo.

—¡Espera! —exclamó—. ¿Cómo pasó?

—Joe, ¡no lo sé! ¡Corre a preguntarle a ella! Seguro que te dirá la verdad porque, claro, es todo un ser de luz. Sería incapaz de lastimarme. Es una mujer maravillosa. ¿Por qué no se casan? Hacen una pareja perfecta, ambos son tan sucios y repugnantes… —repuse con acritud.

—Iré a hablar con ella —rebatió, recogiendo su abrigo del perchero antes de dirigiese a la salida—. Adolph, aquí está tu jersey.

—Sí, vete a besuquearla para recompensar el trabajo que hizo rompiéndome la boca.

—Voy a decirle que te deje tranquila.

—¡Qué lástima! Por un momento pensé que la ibas a eliminar. ¿No era eso lo habías dicho que harías con mi agresor? —continué de forma mordaz—. Espero que no vuelvas.

—No te lleves el auto —le advirtió nuestro líder.

Después de que el vampiro se hubiera retirado rapidamente, me dispuse a irme, pero antes de que pudiera moverme, Adolph me detuvo.

—Angelique —dijo en tono paternal—. No permitas que los celos acaben con lo que tienes con Joe. Sé por experiencia que los celos son un veneno letal para el corazón. Los dos sufrirán mucho cuando terminen alejados y amándose. Porque todo lo que existe en este mundo es finito y posible de destruir, excepto el amor.

—¿Por qué me estás diciendo esto?

—Tú y Joe están enamorados y se han sobrepasado provocándose celos. Lamentarán el día en que tengan que vivir con ese dolor permanente en el pecho, mientras siguen adelante a pesar de las heridas.

Después de un breve instante de reflexión, refuté sus palabras:

—Adolph, estás equivocado. Él no está enamorado de mí, está enamorado de ella. ¿Y sabes qué más? Ya ni siquiera me importa.

***

Pasada la medianoche, mi cumpleaños llegó a su fin. Había recibido dos obsequios: una paliza y una rosa que se marchitó al instante. Nunca había tenido un cumpleaños tan desolador.

Recostada en el sillón de la sala, con el control del televisor entre mis manos y abrigada con cobijas, cerré los ojos, esperando sumirme en un sueño profundo y olvidar todo. Hasta que disintinguí los pasos y el aroma de Donovan en la proximidad.

—¿Duermes? —me interrogó. Abrí los ojos y sacudí la cabeza—. Ya lo sabía.

Del otro lado de la puerta de entrada, se escuchó el tintineo de unas llaves. Joe había regresado.

—Bésame, Donovan —le rogué entre susurros, sabiendo que entraría en cualquier momento.

Sin dudarlo, me sonrió y tomó mis manos para ayudarme a ponerme de pie. Dejé caer al suelo las mantas al tiempo que cerraba los párpados, esperando el contacto con sus labios. El Succubus me apretó contra su cuerpo antes de tomar mi boca. Consciente de que Joe acababa de ingresar a la sala, puse los brazos alrededor del cuello de Donovan mientras le devolvía el beso.

Eso tenía que dolerle…

Sin interrumpirnos, Joseph se alejó hasta que dejé de percibir su olor, momento en el cual desistí de besar a Donovan.

—No —se negó el Succubus a mi rechazo—. No te irás ahora que me has utilizado. Nadie me utiliza. Tendrás que ofrecerme algo a cambio del favor que acabo de hacerte.

—¿Qué es lo que te pasa? ¡Ya puedes soltarme, enfermo!

Pero Donovan hizo lo contrario. Me sujetó con más fuerza y empezó a besar mi cuello. Me resistí, tratando de empujarlo o gritar. Sin embargo, me cubrió la boca con una mano mientras con la otra intentaba subirme el vestido. Acto seguido, golpeé su entrepierna con mi rodilla, lo cual lo obligó a soltarme. Se dobló adolorido, sin aliento.

—Desgraciado —jadeé, poniendo distancia entre los dos.

—Ven aquí.

Tan pronto como se recuperó, me agarró de la muñeca e inesperadamente me propinó una bofetada en la misma mejilla donde Deborah me había golpeado.

—Me golpeaste, maldito —balbucí, horrorizada.

Cuando me eché a correr, me dejó huir. Sabía que había demasiadas personas en casa como para intentar algo más. Y ya me había golpeado.

Al transitar por el pasillo, descubrí la puerta abierta del dormitorio de Joseph. Sin poder evitarlo, me detuve para observar lo que el vampiro hacía. Tenía el rostro enrojecido y una expresión de frustración mientras guardaba todas sus pertenencias en su inconfundible mochila negra. Supe al instante que se había dado cuenta de que lo estaba contemplando desde el umbral.

—¿Qué sucede? ¿Peleaste con tu amorcito? —refunfuñó sin mirarme, al tiempo que empacaba sus cosas.

—Algo así —dije con frialdad e indiferencia antes de entrar—. ¿Qué estás haciendo?

—Empacando —espetó, como si no quisiera hablar.

—Gracias por la aclaración, Mr. Obvio —solté irónicamente—. Quiero decir, ¿por qué diablos estás empacando tus cosas?

Joe permaneció en silencio durante numerosos segundos. Entretanto, no pude evitar admirar su belleza y los músculos tensos bajo su ropa. Su fragancia impregnaba todo el cuarto y cada inhalación de su exquisito perfume, me embriagaba como si fuera una droga.

¡Dios! Esos labios.

No, no debes pensar en sus labios.

¡Cielos! Me dolía no poder estar entre sus brazos, dolía que estuviera tan cerca y, al mismo tiempo, tan distante. Me dolía que fuera tan perfectamente hermoso.

—Me voy —explicó finalmente—. Dejaré el clan. No soporto estar aquí más.

Sentí que se formaba un nudo en mi garganta.

—Quieres decir que… —vacilé, asombrada de lo que acaba de escuchar—. ¿Te irás? ¿Dejarás de vivir aquí?

—Sí. No volverás a verme, eso debe hacerte muy feliz.

—Pero… ¿por qué?

Por primera vez desde que había entrado a su dormitorio, me miró a los ojos. Cuando se acercó y sujetó mi mentón entre sus dedos, me estremecí.

—No puedo más —confesó—. Ya no soporto tener que verte besándolo. Siento que debo alejarme de ti para siempre.

—No tienes que irte por mi culpa, Joe —dije con seriedad y miedo. Miedo de perderlo—. Tú estuviste aquí primero; si alguien tiene que irse, seré yo.

—No digas tonterías. ¿Tienes idea de lo que eres? No tienes experiencia siendo vampiro. ¿Sabes lo peligroso que es que una novata como tú esté sola vagando por el mundo? —aproximó sus labios mucho más a los míos, sus palabras rozaban mi piel—. Ya he tomado una decisión y nada me hará cambiar de parecer. A partir de ahora, andaré solo.