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Capítulo 269.- La alianza de las mentes sinceras VII

El señor Gardiner lo había escuchado pacientemente. Reflexionó sobre todo lo que había oído sin pronunciar ni una palabra de indignación, a pesar de que el caballero las merecía. Darcy esperó.

Por fin el hombre levantó los ojos para mirarlo a la cara.

—Puede haber algo de culpa en sus actos, o mejor, en sus omisiones, joven, pero no puedo encontrar una responsabilidad tan grande como la que usted cree. En mi opinión, otras personas más cercanas a los sucesos en cuestión tienen más cosas por las cuales responder que usted. Si usted ha llegado a conocerse mejor, eso es algo que digno de alabanza; pero le ruego que no cargue en su conciencia con toda la culpa de este asunto.

Darcy hizo una inclinación.

—Usted es más amable conmigo de lo que merezco, pero no tengo excusa. Así las cosas, salí de Derbyshire sólo un día después que ustedes y vine a Londres con el único propósito de encontrar a su sobrina y volverla a llevar al seno de su familia.

—Lo mismo que yo, señor Darcy. ¡Pero ha sido en vano! —El señor Gardiner se dejó caer sobre el sillón y sacudió la cabeza—. Es como si se los hubiese tragado la tierra. Esto tiene tan perturbado a mi cuñado, el señor Bennet, que he insistido para que regresara a Hertfordshire.

—Ésa es la razón principal de que haya recurrido a usted, señor. Yo los he encontrado.

—¡Que los ha encontrado! ¡Santo cielo, señor! —El señor Gardiner se levantó de inmediato y agarró a Darcy del brazo—. ¿Dónde? ¿Cómo?

—Es mejor que no sepa dónde —respondió Darcy con gravedad—, y cómo lo hice resulta irrelevante en este momento. Simplemente, los he encontrado y ya he hablado con los dos. Su sobrina está bien.

—¿En serio? Tenía tanto miedo. —Se pasó una mano por los ojos y dio media vuelta para recuperar la compostura.

Darcy esperó unos minutos antes de continuar.

—Está bien, pero insiste en que no dejará a Wickham. Él me ha confesado en privado que nunca tuvo intenciones de casarse con ella.

—¡Maldito demonio! —gritó el señor Gardiner, dándose la vuelta.

—Muchos han dicho eso y es mejor tratarlo como tal. Le he hecho ver la necesidad de que haga lo correcto con su sobrina.

—¡Seguramente no apelando a su conciencia! —exclamó el señor Gardiner e insistió—: Usted habrá tenido que imponer sus condiciones de otra forma… por medio de una oferta económica, supongo. ¿Estoy en lo cierto?

—Me he hecho cargo de todas sus deudas.

—¡Ah! —respondió el señor Gardiner—. Eso habrá sido un incentivo, sin duda; pero estoy seguro de que no fue suficiente para hacerlo aceptar. ¡Porque él puede prometer cualquier cosa y, cuando usted haya pagado a sus acreedores, desaparecer! —Alzó las manos—. ¿No es posible que, incluso en este mismo momento, ya se haya marchado?

—Está bajo vigilancia, señor, y no puede hacer ningún movimiento sin que lo vean. Él lo sabe. Y también es consciente de que si lo hace, su coronel se enterará de su paradero y será arrestado para enfrentarse a un tribunal militar. No, no se moverá.

—¡Santo Dios, señor! —Abrumado por la emoción, el señor Gardiner estrechó la mano de Darcy con vigor—. Usted ha hecho más que cualquiera… —Tragó saliva—. Tiene que decirme cuánto le ha costado todo esto y le prometo que todo le será reembolsado.

Darcy retrocedió.

—No lo haré, señor. La suma va mucho más allá de las deudas de Wickham. Si queremos garantizar el futuro de su sobrina, hay que hacer mucho más de lo que usted o el padre de la chica podrían, si me perdona usted la impertinencia.

—No importa —respondió rápidamente el señor Gardiner—. Es deber de sus familiares recordar el carácter de la muchacha y asumir las consecuencias.

—Lo comprendo, señor, y me gustaría poder complacerlo —dijo Darcy, mirando al señor Gardiner con intensidad—. Pero es imposible.

—¡Hummm! —resopló su anfitrión transcurridos unos segundos—. ¡Ya veremos! Entonces, ¿qué hay que hacer? ¡Debe de haber algo que yo pueda hacer!

Darcy se relajó y volvió a tomar asiento.

—Queda en sus manos, señor, presentar el asunto a la familia de su sobrina, pues nadie más, aparte de su esposa, debe enterarse de mi participación en esto. —Darcy hizo una pausa y luego se inclinó hacia su anfitrión—. ¿Aceptaría usted recibir a su sobrina y tenerla aquí hasta el día de la boda? Tiene que dar la impresión de que ella sale de su casa para casarse.

—¡Por supuesto! —contestó el señor Gardiner y luego, haciendo una pequeña demostración de indignación, añadió—: ¡Creo que somos lo suficientemente solventes como para organizar al menos una boda!

Dos semanas más tarde, mientras se encontraba de pie en la puerta de la iglesia, Darcy se entretenía pensando que la forma en que la cálida luz de agosto entraba por las vidrieras de la iglesia de St. Clement no podría haber sido más perfecta. Probablemente aquélla sería la única perfección que vería en los próximos minutos y se detuvo para contemplarla un rato y deleitarse en ella, antes de volver a mirar hacia la calle. Los Gardiner se retrasaban. Era algo extraño en los familiares de Elizabeth, a quienes había llegado a estimar durante el curso de aquel enojoso drama, y trató de adivinar, sin temor a confundirse, de quién era la culpa. Suspirando, miró por encima del hombro hacia la puerta que se cerró detrás del novio. El corpulento Tyke Tanner se apoyaba contra el marco con una expresión de amarga resignación, mientras pensaba en todo el tiempo que tendría que esperar hasta que pudiera dar por concluida su misión. Darcy hizo una mueca y se giró de nuevo a mirar hacia la calle. Pensaba en que Gardiner tenía que imponerse y controlar a la muchacha. ¡Cuánto deseaba que todo terminara y pudiera quedar libre y con la conciencia tranquila para regresar a Pemberley! No tenía muy claro que aquel enlace fuera a ser muy satisfactorio. Evidentemente, no podía prever mucha felicidad en la vida de la pareja en cuestión, pero el peso de su deber y la esperanza de restablecer el prestigio de la familia de Elizabeth a los ojos de la sociedad era lo que lo había impulsado a seguir. Pronto concluiría todo lo que su nombre y su fortuna podían rectificar.

Un carruaje dobló la esquina y frenó hasta detenerse ante las escaleras de la iglesia. Tan pronto como bajaron la escalerilla, apareció un caballero con cara de angustia. El señor Gardiner tenía el rostro encendido, pero cuando levantó la vista hacia la puerta y vio a Darcy, no pudo ocultar la sensación de alivio. Después de hacer un gesto de asentimiento, se volvió otra vez hacia el carruaje y levantó la mano para ayudar a bajar a las damas que venían con él. Al instante apareció Lydia con un revuelo de faldas y un sombrero de alas increíblemente anchas. La novia iba seguida por la menuda pero decidida señora Gardiner. El respeto de Darcy por aquella dama había crecido todavía más desde que había sabido que, durante las semanas anteriores, se había esforzado por imprimir en su protegida un poco del decoro que se esperaba de una joven esposa respetable.

El pequeño grupo subió los escalones y el señor Gardiner le tendió la mano a Darcy para saludarlo.

—Señor Gardiner. —Darcy inclinó la cabeza cortésmente y también en señal de respeto—. ¿Cómo está? —Miró fugazmente a la novia—. ¿Están todos bien?

—Señor Darcy —respondió el hombre, jadeando un poco por la subida—. Le ruego que nos disculpe. Un asunto inesperado nos ha retrasado, pero sí, todos estamos bien y listos para proceder. ¿Y por su parte, señor?

—No hay ningún problema. El novio está preparado. ¿Entramos?

—Enseguida —respondió el señor Gardiner—. Quiera Dios que este asunto termine rápidamente y cumplamos con nuestro deber. —El caballero asintió para mostrar que estaba totalmente de acuerdo con los sentimientos del señor Gardiner y se volvió para saludar a su esposa y a la futura novia.

—¿Dónde está Wickham? —interrumpió Lydia Bennet moviendo el ala enorme de su ridículo sombrero, tratando de mirar hacia la iglesia—. ¿Está dentro? ¿No debería estar aquí?

La señora Gardiner levantó la vista alarmada, pero Darcy se apresuró a tranquilizarlas.

—Sí, está aquí. ¿Entramos? —Darcy ayudó a las dos mujeres a cruzar el umbral y se detuvo sólo para ver un rápido gesto de Tyke Tanner, que indicaba que Wickham estaba en su lugar, delante del altar. Darcy se volvió hacia la señora Gardiner—. ¿Puedo acompañarla, señora? —Luego le ofreció el brazo.

—Gracias, señor Darcy. —La señora Gardiner suspiró con gratitud, mientras agarraba el brazo del caballero—. Gracias por todo.

—Es usted muy amable, señora —comenzó a decir, pero su acompañante le dio un golpecito en el brazo.

—No, señor, es usted quien es muy amable, así como muchas otras cosas buenas y admirables. —La señora Gardiner le sonrió de una forma enternecedora, haciéndole ruborizarse. Al mirar hacia delante, la señora Gardiner volvió a suspirar—. Es un día tan hermoso… Lydia, esa chiquilla malcriada, no se lo merece, pero ¡así son las cosas! —Miró a su alrededor—. Si no fuera porque eso le subiría más los humos a mi díscola sobrina, desearía que su familia estuviera aquí, al menos Jane y Elizabeth.

Se colocaron detrás de su marido y Lydia y los siguieron al interior de la iglesia, recorriendo con pasos lentos el pasillo central, que se veía salpicado aquí y allá de manchas de color que se proyectaban desde las vidrieras. Era una hermosa mañana, pensó Darcy, reduciendo todavía más el paso, y con más fervor del que la señora Gardiner se podía imaginar deseó que el anhelo de la tía de Elizabeth pudiera hacerse realidad. ¡Que aquél fuera el día de su boda y llevara a Elizabeth del brazo! La mezcla de placer y dolor que le causó aquel pensamiento lo golpeó con violencia.

Llegaron hasta el altar. La señora Gardiner se soltó del brazo de Darcy y ocupó su lugar detrás de su sobrina, mientras que él se dirigía al suyo, a la derecha de Wickham. La impecable chaqueta azul del novio, cuya tela todavía crujía al ser nueva, le confería una dignidad que éste asumía con aterradora tranquilidad frente al pastor. La novia se sonrojó y le dijo a su tía, en un tono que todo el mundo pudo oír:

—¿No te parece muy apuesto?

—Queridos hermanos… —El sacerdote comenzó la ceremonia. Wickham echó los hombros hacia atrás. Darcy miró directamente al frente, por temor a que la descarga de sabiduría de las palabras que el ministro estaba recitando y que irrumpían como cañonazos en medio de aquella charada en la que estaba participando hiciera que su rostro revelara sus verdaderos pensamientos. Milagrosamente, en pocos minutos todo estuvo concluido. Darcy se inclinó para firmar como testigo en el registro, mientras la señora Gardiner abrazaba a su sobrina y estrechaba ligeramente la mano de su nuevo sobrino. El señor Gardiner estampó un rápido beso sobre la frente de la novia.

—Bueno —dijo el señor Gardiner, ignorando el ademán que hizo Wickham para estrechar su mano—, creo que todo está preparado en casa. ¿Querrá usted acompañarnos al desayuno nupcial, señor? —le dijo al pastor, que declinó la oferta con cortesía. Luego se volvió hacia Darcy—. Sé que usted debe marcharse y no nos acompañará, pero espero que venga a cenar mañana, cuando estos dos se hayan ido. —Le tendió la mano, que Darcy estrechó con firmeza para testimoniar el aprecio que sentía por él—. Es usted un gran hombre, señor Darcy. Es un honor. —El señor Gardiner se inclinó y, llamando a su esposa para que lo acompañara, bajó las escaleras hasta el carruaje que los esperaba.

—Darcy —le dijo Wickham.

—Wickham… Señora Wickham —respondió Darcy. La señora Wickham hizo una reverencia y se rió.

—¿Cuándo…? —preguntó Wickham, acercándose un poco.

—Tan pronto como llegue a casa, todo se pondrá en marcha —murmuró—. Atiende a tu esposa y todo irá bien.

—¡Por supuesto! —Wickham retrocedió y agarró la mano de su flamante esposa—. Ella significa mucho para mí, ¿no? —Se oyó otra cascada de risitas.

—Señora Wickham. —Deseando marcharse ya de allí, Darcy hizo una rápida inclinación a la novia y bajó las escaleras hacia su carruaje.

—A casa —le indicó al conductor.

—Sí, señor —respondió su cochero, tomando las riendas. El mozo recogió la escalerilla y cerró la puerta, y Darcy perdió de vista a la pareja de recién casados. Arrojó el sombrero sobre el asiento, cerró los ojos y se estiró, liberando la tensión de sus músculos. ¡Ah, era estupendo estar de nuevo en su propio carruaje! Viajar de manera anónima en ruidosos coches de alquiler había sido emocionante, pero ya había terminado; y se alegraba de que así fuera. Prefería dejar ese tipo de intriga a otros que, por naturaleza, la disfrutaban. Debía salir para Pemberley lo más pronto posible… lo más pronto posible. Se relajó, deleitándose con aquel pensamiento. Pemberley. ¡Necesitaba estar en casa!