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Capítulo 229.- A pesar de tu perjurio VII

—Hermano —suspiró Georgiana, llevándose los dedos a los labios para reprimir un sollozo—. ¡Has sufrido tanto, Fitzwilliam! ¡Yo sabía que tu rabia y tu aislamiento tenían su origen en alguna pena, pero no fui capaz de imaginar esto! Amar y recibir… —La emoción la embargó y le impidió continuar.

—Mi dolor… —Darcy buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó su pañuelo para secar las mejillas de su hermana—. El dolor que he padecido no justifica mis acciones, aunque no hubiese sido yo mismo el que lo ha causado.

—¡Somos una pareja patética! —Georgiana miró a Darcy mientras él le secaba las lágrimas—. Nos dieron la oportunidad de cuidarnos solos y hemos respondido como niños, rechazando las enseñanzas y evitando la disciplina.

—Pero creo que tú estás reconciliada contigo misma. —Darcy la miró atentamente—. Mientras que yo sólo estoy resignado.

Georgiana apoyó la cabeza sobre el hombro de Darcy y le puso la mano en el corazón de manera tímida.

—Lo sé —susurró—. Pero eso sólo está a un paso del rabioso dolor que has estado experimentando en soledad. Por favor, no sigas así, Fitzwilliam.

Darcy deslizó los brazos alrededor de Georgiana y la abrazó, al tiempo que le estampaba un beso en la cabeza.

—¿Serás mi Porcia y presentarás mi caso ante el tribunal? —Apoyó la mejilla en el lugar que había besado.

Georgiana suspiró, hundiéndose más en el hombro de Darcy.

—No sólo yo, querido hermano. Pero sí, siempre seré tu Porcia.

Darcy pasó el resto del día en su estudio, trabajando en todos los asuntos que tenía descuidados, bajo la benévola observación de su mastín. Parecía que Trafalgar también lo había perdonado, pues había aparecido inesperadamente en el lugar de siempre, junto al escritorio, tan pronto como Darcy había atravesado el umbral. En Erewile House se seguía respirando un ambiente de calma, pero ya no había tanto silencio pues los criados estaban haciendo los preparativos de la cena de esa noche para el invitado que vendría más tarde. Desde el otro lado de la puerta, Darcy oía pasos suaves que cruzaban el corredor, puertas que se abrían y cerraban, el tintineo de la vajilla y la plata y órdenes murmuradas en voz baja, creando un ambiente que recordaba a la normalidad.

Más de una vez, al caer la tarde, Darcy levantó la vista de sus papeles para observar el retrato de su hermana y recordar su extraordinaria conversación. Georgiana sabía ahora todo lo que tenía que saber. La personalidad de Darcy había quedado al descubierto y su hermana conocía su devastadora incursión en el amor, pero el resultado no había sido un alejamiento sino una nueva cercanía, que se afirmaba sobre la base del conocimiento mutuo y no del parentesco que los unía. Se levantó del escritorio para mirar la figura de Georgiana con más cuidado y, después de su examen, llegó a la conclusión de que ella lo había visto todo con más claridad que él. Lawrence no había sabido captar su personalidad. Era un hermoso cuadro, no había duda, pero Georgiana tenía razón. Aunque ella lo había expresado en palabras muy distintas, Darcy veía ahora que el retrato no había logrado percibir la humanidad esencial de esa sorprendente jovencita que era su hermana. Decidió no insistir en una ceremonia pública para descubrir el cuadro. Si la familia quería venir a verlo, podían hacerlo; luego lo enviarían a Pemberley.

Un golpe lo hizo girar la cabeza, y cuando la puerta se abrió y apareció la cara sonriente de Witcher, Trafalgar levantó la cabeza.

—Discúlpeme, señor Darcy. Lord Brougham está aquí, señor.

Darcy miró más allá de su mayordomo, pero no vio ninguna señal de su supuesto visitante, que había llegado muy temprano.

—¿Lord Brougham, Witcher? ¿Y dónde está? —Un ruido de pasos indicó que su invitado se acercaba y segundos después apareció jadeando en la puerta del estudio—. Ah, sí. Tiene usted razón, es Brougham. Un poco temprano para la cena, ¿no te parece? ¿O se te ha hecho tarde para venir a tomar el té?

—¡Se supone que usted me iba a dar un par de minutos, Witcher! —Brougham le lanzó al criado una mirada de exasperación—. ¡Es una expresión, hombre! ¡Nunca se me ocurrió que lo tomara al pie de la letra! —Brougham se volvió hacia Darcy, mientras el mayordomo, que no parecía arrepentido en absoluto, hizo una inclinación y cerró la puerta—. Ese hombre es inestimable, Fitz, pero particularmente testarudo en los momentos más importantes.

—Lo que muestra que todavía tienes que aprender a manejarlo. —Darcy se rió, pero una aguda sensación de inquietud ante la llegada de su amigo le hizo moderar su reacción. Después de todo un día de reflexionar sobre las estupideces y las confesiones de borracho que Darcy le había hecho, ¿con qué ojos lo vería Dy?—. ¡Verdaderamente inestimable! Pero has llegado temprano. No te esperábamos hasta dentro de una hora.

—¡No podía esperar más para saber cómo estaba tu cabeza, amigo mío! O el resto de tu cuerpo, a decir verdad. Tengo la sensación de que hacía algún tiempo que no bebías tanto.

En lugar de responder, Darcy esbozó una sonrisa lacónica e hizo una breve inclinación.

—¡Aquí me tienes! Juzga por ti mismo.

Tomando su invitación en sentido literal, Brougham comenzó a caminar alrededor de Darcy, imitando con exactitud el examen que le había hecho Brummell durante la velada en casa de lady Melbourne.

—Más bien en mal estado —concluyó Brougham, sacudiendo la cabeza—. ¿Te puedo preguntar cómo te sientes?

—No tan mal como debiera, gracias a la asquerosa poción de Fletcher, pero lo suficientemente mal como para barajar la idea de volverme metodista.

Brougham lo miró con curiosidad.

—¿Qué quieres decir?

—Sólo que creo que debo abstenerme de beber durante algún tiempo. —Darcy miró a su amigo con la misma curiosidad—. ¿A qué pensabas que me refería?

En una actitud típica de él, Brougham lo ignoró y respondió con otra pregunta.

—¿Le has explicado a la señorita Darcy lo que ocurrió anoche? —preguntó, avanzando hacia la estantería.

—Sí, sí, lo he hecho. —Darcy observó a Dy que acariciaba perezosamente con sus dedos los volúmenes encuadernados en cuero ordenados en la estantería.

—¿En detalle? —preguntó Brougham, mientras estudiaba los títulos.

—¡No, claro que no! —respondió—. Georgiana sólo sabe que anoche fui a caer con malas compañías y que tú me ayudaste a ver lo imprudente que sería permanecer allí. —Hizo una pausa, antes de añadir—: Le conté también algo de Hertfordshire y luego… y luego sobre Kent.

—Ah. —Brougham sacó un volumen, lo apoyó en la estantería y lo abrió al azar—. Entonces ella conoce lo relativo a dama y todo lo demás. —Con la mirada fija en las páginas del libro que comenzó a hojear, Dy preguntó—: ¿Cómo reaccionó?

—Me perdonó —contestó Darcy con sencillez.

—Bueno, tenía que hacerlo, ¿no? —Dy miró a Darcy fugazmente y luego volvió a concentrarse en el examen del libro—. Puesto que es una persona tan religiosa.

Darcy se quedó rígido al oír el tono de su amigo. ¿Qué quería decir con eso?

—Creo que ella me perdonó de verdad —contestó con altivez— y de todo corazón.

—Ya veo. —Dy miró a Darcy con una ceja levantada y esa irritante expresión que le conocía desde la época universitaria y que indicaba que no creía nada de lo que estaba oyendo, o que las palabras de su interlocutor no eran más que basura—. Eso es un gran consuelo… elegir la verdad de cada uno. Vivir en esos términos hace que la vida sea bastante tolerable, ¿no es así? Bueno, al menos durante un tiempo. —Se encogió de hombros—. Hasta que uno se estrella contra la verdad de otra persona que no va en la misma dirección que la de uno.

—¡Mirad quién pretende disertar sobre la naturaleza de la verdad! —repuso Darcy, herido por el descarado escepticismo de su amigo.

—¡Yo sí he leído un poco de filosofía, amigo mío! —protestó Brougham con tono suave, mientras pasaba la página.

—Igual que yo. —La frustración dio paso a la rabia—. Pero yo no me refiero a eso y tú lo sabes perfectamente. Esa farsa tuya, ese deseo de esconder una inteligencia de primer orden tras la máscara de un petimetre con cabeza de chorlito se ha vuelto extremadamente irritante. ¿Qué verdad ocultas ahí, mi querido amigo? —Dy levantó la vista de la página al oír el tono acalorado de Darcy, pero la sonrisa con que recibió el ataque verbal sólo enfureció más a su amigo—. ¡Y anoche en casa de Monmouth! ¡Haciéndote pasar por camarero, por Dios! ¡Cerrando las tabernas en lugar de los taberneros! ¡Y mi puerta! —recordó Darcy de repente—. ¡La cerradura! Puede que estuviera borracho, pero recuerdo lo que pasó con la cerradura.

—Tenía la esperanza de que eso se te hubiera olvidado. —Brougham negó con la cabeza—. ¡Es una lástima! —Puso el libro a un lado y miró a Darcy con aire pensativo—. Pero te prometí una explicación y la tendrás… Algún tipo de explicación, en todo caso. —Levantó una mano para anticiparse a la expresión de disgusto que estaba a punto de brotar de los labios de su amigo—. Te debo una explicación por más de una razón y te voy a decir todo lo que pueda revelarte, por el bien de nuestra amistad y el futuro de nuestra relación. —Suspiró y su rostro adoptó una expresión sombría—. Aunque es un asunto más bien complicado, te lo advierto.

—¡Me lo imagino! —Darcy cruzó los brazos y se recostó contra el borde del escritorio—. ¡Llevas siete años con este juego! —Brougham hizo una mueca de incomodidad, lo que impulsó a Darcy a decir—: Pero, por favor, adelante.

—Todo comenzó a mediados de nuestro último trimestre en la universidad. —Brougham dio media vuelta y se dirigió hacia la ventana para mirar a la calle—. Estábamos compitiendo por el premio de matemáticas, ¿recuerdas?

—Sí —recordó Darcy—. No te vi durante varios días mientras preparábamos nuestros ejercicios.

—Sí, bueno… Yo no estaba trabajando en mi ejercicio; no todo el tiempo. Ni siquiera estaba en Cambridge sino aquí, en Londres.

—¡En Londres!

Su amigo asintió con la cabeza, pero siguió mirando por la ventana.

—Una noche, mientras estaba trabajando en mi tesis, aparecieron en mi habitación unos hombres que me llevaron a una reunión muy privada, a la que no me podía negar a asistir. Aparentemente, mi trabajo acerca de la relación entre las matemáticas y la lingüística había llamado la atención de ciertos funcionarios del gobierno, que querían que aplicara mis teorías a algunos mensajes codificados que habían interceptado aquí en Inglaterra. ¡Siendo joven e impresionable, accedí enseguida! —Brougham se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su amigo—. No, ésa no es toda la verdad. Accedí porque era, por fin, la oportunidad de exorcizar un fantasma personal. Jamás te he contado nada sobre mi padre, Darcy. ¿Nunca te has preguntado por qué?

—Claro que sí. —Darcy se incorporó, sorprendido por el giro que había tomado la explicación de Dy e intrigado por ver adónde iba a parar todo aquello—. El hecho de que no usaras tu título, Westmarch, sino que prefirieras usar Brougham, siempre me extrañó. Pero desde muy pronto tú dejaste claro que cualquier cosa que tuviera que ver con tu familia era un asunto privado.

—¡Mi familia! —resopló Brougham—. Sí, supongo que puedes llamarla así. Se dice que mi padre, el conde de Westmarch, era un hombre brillante, y quizá lo haya sido alguna vez. Pero yo no tuve más pruebas de su intelecto que las ingeniosas formas que encontraba para perseguir a mi madre y humillarme a mí. También tenía un temperamento endemoniado, le encantaba pegarle a la gente con su fusta y tenía pasión por el juego. La fortuna que mi madre aportó al matrimonio desapareció rápidamente y, cuando yo nací, él ya no la necesitaba para nada y prefería pastar en otros prados.

—¡Santo Dios, Dy!

Brougham se encogió de hombros.

—Es una historia bastante frecuente en nuestra clase social, Fitz. ¿Entiendes ahora por qué prácticamente te rogué que me invitaras a pasar ese verano con tu familia en Pemberley, después de nuestro primer año? Aunque el conde ya había muerto y yo no tenía nada que temer al ir a casa, ansiaba experimentar la sensación de tener una familia de verdad. ¡Tu padre fue toda una revelación para mí! Me siento honrado por haberlo conocido y confieso que él siempre ha representado mi ideal de lo que debe ser un esposo y un padre.