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Capítulo 1: La Tumba de los Condenados

Una infernal melodía de carrusel saturaba mis oídos, mientras destellos de luces vibrantes cegaban mis ojos con su deslumbrante paleta de colores: verde, azul, blanco, rosa y rojo. Una cortina de humo grisáceo se cernía sobre mí, provocándome una tos asfixiante. A mi lado, un individuo reclinado en la pared disfrutaba de su cigarrillo. Llevaba unos jeans desteñidos, una chaqueta de cuero marrón, botas puntiagudas y un sombrero vaquero que dibujaba sombras en su rostro.

El misterioso personaje inclinó ligeramente su sombrero, ocultando sus ojos. Con un gesto despreocupado, retiró el cigarrillo de sus labios y, sin previo aviso, exhaló una bocanada de humo espeso que se coló en mi garganta.

Perdida en un mar de desconcierto, continué avanzando con zancadas vacilantes, sumergiéndome aún más en la neblina coloreada de destellos de diferentes matices.

Un manto luminoso cubría el vacío que se extendía a mi alrededor. La persistente tonada de carrusel continuaba su letanía, mientras el aire ardía con una amalgama de olores peculiares: arena, whisky, huesos, azúcar, madera... y una inconfundible esencia nocturna. Sobre mi cabeza se alzaba un cielo negro desprovisto de estrellas.

Mis ojos se resentían ante la intensidad lumínica que encandilaba el entorno. Abriéndome paso entre los reflectores, me encontré frente a un colosal toldo de circo. Tras él, una imponente rueda de la fortuna se elevaba, acompañada por un carrusel de caballos de plástico, que giraban sobre una plataforma metálica. La diabólica canción venía de ahí.

Había una muchedumbre de personajes singulares circulando en ése caótico lugar: niños con voluminosas nubes de algodón de azúcar, sonrientes adultos, adolescentes góticos, vendedores ambulantes, vagabundos ebrios con botellas en mano, un grupo de payasos aterradores, bailarinas eróticas danzando con disfraces seductores y hombres de traje con máscaras que ocultaban parte de sus rostros. Todo era un surrealista pandemónium, donde la realidad parecía desdibujarse.

¿Dónde diablos estoy?

No conseguía recordar lo último que había vivido ni el último lugar en el que había estado. Al menos, mi nombre permanecía en mi mente:

Eva… mi nombre era Eva.

Un sujeto con el rostro maquillado de blanco, ataviado con un traje a rayas blanco y negro, pantalones sostenidos por tirantes y guantes del mismo tono que su cara, se aproximó con una sonrisa siniestra y una rosa escarlata en sus manos.

—Te estábamos esperando —murmuró el mimo sin abrir los labios. Había hablado mientras sostenía esa fatídica sonrisa pintada y me ofrecía la flor.

Recelosa, rodeé el tallo de la rosa al mismo tiempo que sus espinas se enterraban en mis dedos. Más tarde, el hombre se alejó dando saltos. Halloweentown resultaba mucho más acogedor que aquel extraño sitio.

Empecé a sentir dolor en las puntas de mis dedos, que ahora goteaban sangre. Continué avanzando con prudencia, dando pasos lentos hacia alguna dirección indeterminada

—¿Quieres? —una voz femenina resonó cerca.

Al girar la cabeza, me encontré con una mujer alta, de cabello rizado y dorado que caía hasta sus pechos. Ella también fumaba, sosteniendo un cigarrillo largo, delgado y rojo mientras me entregaba uno apagado con su otra mano.

Incapaz de resistirme, alargué el brazo y lo agarré. Contuve la respiración cuando ella exhaló humo en mi dirección. Volví la espalda a la mujer, sosteniendo la rosa que laceraba mis dedos en una mano y el largo cigarrillo en la otra.

—Tienes que fumarlo —insistió su voz detrás de mí.

Al regresar mi mirada hacia la dama, la vi ofreciéndome un encendedor. Negué con la cabeza.

Fue entonces cuando ella me regaló una sonrisa, revelando un par de colmillos blancos y afilados. Abrí los puños, dejando caer la flor y el cigarrillo antes de alejarme rápidamente de aquella figura.

Dando pasos decididos, me adentré en la multitud de personas extrañas, sintiendo cómo mis hombros chocaban con cada individuo cercano. Un sinnúmero de miradas se posaron en mí: "La pequeña rareza que ni siquiera comprendía lo que ocurría a su alrededor".

Todo resultaba tan espeluznante que se me helaba la piel y la parte trasera de mi cuello se erizaba debido al pánico.

Consciente de que mi rostro había perdido color, miré mis manos con nerviosismo. Una de ellas llevaba un guante para motoristas, la otra estaba al descubierto, pálida y pequeña, con dedos magullados y espinas aún clavadas.

Con el miedo atenazando mi pecho, caminé hacia la extensa lona rayada que se erigía como la carpa de circo. En la entrada, una fila de rostros sonrientes aguardaban impacientes para ingresar a lo que parecía ser un espectáculo de magia.

La gigantesca fila de personas aglomeradas avanzó tan velozmente que parecía inverosímil que tantos asistentes pudieran ingresar a ese lugar simultáneamente.

La entrada era un arco adornado con luces de bengala, letras brillantes y flores. Al espiar dentro del marco, solo logré vislumbrar una oscuridad absoluta.

Había un hombre de esmoquin negro de pie a un lado del umbral.

—¿Estás segura de querer entrar? —preguntó con voz grave.

No podía recordar la última vez que había escuchado mi propia voz, así que temí abrir la boca y oír mis propias palabras. Sacudí la cabeza. Por supuesto que no estaba segura. A pesar de que ansiaba entrar y estaba preparada para asumir riesgo, la negrura que se extendía en su interior me paralizaba.

—Muy buena respuesta —susurró el hombre sin dejarme ver su rostro, puesto que dirigía su mirada al suelo de piedra—. Si hubieras mentido, habría cortado tu lengua.

Finalmente, alzó la barbilla y me examinó con ojos felinos y dorados, increíblemente hipnotizantes. Aparté la vista, intimidada y llena de terror.

Movi mi lengua dentro de mi boca para asegurarme de que aún estuviera en su lugar, palpando con ella los filosos incisivos que habían crecido abruptamente.

—Adelante, niña —el sujeto se movió para dejarme entrar—. Bienvenida al abismo, donde te presentaremos la más oscura magia cara a cara. Debes estar preparada para explorar el más allá y dejarte seducir por él, pero recuerda… el precio de tus sueños hechos realidad es sumamente alto.

Respiré profundamente antes de dar el primer paso. Un temor excesivo invadía mi tórax. ¿Cómo era posible que el interior de ese lugar estuviera tan oscuro y tan repleto de lugareños?

Atravesé el umbral al tiempo que cerraba mis ojos. Al siguiente paso, los abrí de nuevo y me encontré en un auditorio con butacas de terciopelo rojo, paredes envueltas en lona, una alfombra púrpura bajo mis pies y un numeroso público rodeándome.

Tomé asiento en la primera fila, hundiéndome plácidamente en la comodidad de la butaca. Dirigí mi mirada hacia el escenario oculto tras el telón, iluminado por focos suspendidos desde las vigas del techo.

El sitio estaba atestado de un dulce aroma que hacía picar mi nariz. A mi lado, una mujer de ojos granates me observaba con curiosidad, como si fuera una especie de ser extraño. Le sonreí abiertamente, mostrando mis colmillos. Cuando me devolvió el gesto de forma intimidante, sentí un escalofrío recorriendo mis huesos.

De repente, una ovación ensordecedora llenó mis oídos. El telón frente a mí se desplegó, revelando un grupo de mujeres ornamentadas con plumas, las cuales ejecutaban un vibrante baile al estilo de Las Vegas. La música estalló y las luces descendieron, concentrándose únicamente en las damas sobre el escenario.

Las bailarinas se desvanecieron de la pista en una danza fugaz, cediendo paso a la entrada de un hombre vestido de negro, coronado por un sombrero de mago sobre su melena larga.

—Bienvenidos, condenados —declaró desde la tarima con una voz temeraria e increíblemente sensual, la cual evidenciaba un acento inglés sofisticado—. Bienvenidos a la antesala del infierno.

Su voz envolvía mis oídos de manera tan agradable que parecía hechizarme. Era tan atrayente como la noche misma.

—Permítanme presentarme —de los labios de aquel sujeto continuó emanando esa voz hipnótica, convirtiéndome en una cautivada espectadora, poseída por ese sonido que me seducía igual que una serpiente susurrando en mi oído—. Soy el vástago de las tinieblas, engendrado en la oscuridad y habitante de ella. Puedo hacer realidad todas tus fantasías —cogió su sombrero negro de copa en una mano y de su interior hizo surgir un raudal de palomas blancas que revolotearon sobre los espectadores antes de desaparecer—. Poseo todo lo que deseas y lo pondré al alcance de tus manos.

El misterioso mago sacudió su negra melena que llegaba hasta sus hombros y extendió frente al público sus manos enfundadas en guantes blancos, exponiendo un mazo de naipes. Con un soplido, hizo que las cartas se elevaran en el aire, flotando como si la gravedad fuera inexistente.

Cerré los ojos con el único objetivo de deleitarme con aquella majestuosa voz que estremecía mi vientre. Él hablaba y yo escuchaba, perdida en un averno.

A continuación, lo oí aproximarse hacia mi lugar en la multitud. La luz se enfocó en mí, ofuscándome incluso a través de mis párpados cerrados.

—Eva —escucharlo pronunciar mi nombre fue mi perdición definitiva, resultaba ardiente—. ¿Te gustaría ser mi primera voluntaria?

Acto seguido, abrí los ojos súbitamente y lo vi frente a mí. Su rostro era perfecto, malévolo y oscuro. Cuando rodeó mi cuello con su mano, su tacto me hizo petrificarme de miedo. Acarició mi rostro, descendió hasta mis hombros y clavícula, y deslizó sus dedos por la longitud de mi brazo hasta encontrar mi temblorosa mano.

—Ven —me instó.

Tenía que seguirlo, mi cuerpo respondía por sí mismo a esa voz que lograba dominarme. Ascendí algunos escalones aferrada a su mano hasta llegar al tablado.

—Damas y caballeros —proclamó. Sentí que mi cuerpo se movía por su propia voluntad—, no se dejen engañar. Esto sí es magia.

El mago me atrajo hacia sí antes de sostener mi mentón y acercar su rostro al mío. Respiró sobre mis labios, fijando su mirada en ellos. Su aliento chocó contra mi piel durante un interminable instante. Desprendía maldad en cada exhalación.

Sus labios, mórbidos como la seda, tocaron los míos con delicadeza. Luego se movieron lentamente, succionando mi labio inferior en su boca.

—Entra —ordenó con severidad, señalando con su barbilla una caja negra rectangular que había aparecido de repente.

Me introduje en esa enorme caja justo antes de que el hombre del sombrero cerrara la puerta. En su interior, solo reinaban las penumbras. Había tanta escasez de luz que era como si mis ojos estuvieran cerrados, aunque no lo estuvieran.

Entonces, un resplandor blanco se filtró cuando la puerta se abrió de nuevo.

Después de salir disparada fuera de la caja, ya no formaba parte de aquel espectáculo de magia. Ahora me hallaba en un terreno arenoso, despejado y al aire libre. Pensé en correr, pero no sabía hacia dónde dirigirme.

A lo lejos, divisé una sombra que se acercaba rápidamente, tan veloz como si estuviera corriendo. Era una figura masculina y tranquilizadora. Me provocó confianza.

—¡Angelique! —exclamó el chico.

¡Santo cielo! Era Darius. Darius Ross, mi amigo fantasma que solía protegerme de la muerte.

Y mi nombre no era Eva, era Angelique.

Angelique Eve Moore.

Extendí mis brazos y corrí a abrazarlo.

—¡Darius! —proferí con horror en la voz, a punto de llorar de pavor—. ¡Ah! ¡Gracias al cielo! Darius, no sé cómo llegué aquí, no sé dónde estoy, no sé qué pasó y no sé dónde está Joseph. ¡Ayúdame, por favor!

Él me sostuvo entre sus brazos con firmeza, temiendo que me desmayara.

—¡Dios! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo…? —se interrumpió para estudiarme—. Cálmate, ¿estás bien?

—Demonios, sí, relativamente —respondí—. ¿Dónde estoy?

—Estás en "La Tumba de los Condenados" —aseveró—. Angelique, tranquilízate y trata de recordar lo último que has vivido antes de llegar aquí. Trata de recordar qué es lo último que viste, qué es lo que sucedió.

—Yo… —comencé de manera evasiva—. Yo… no lo sé. Había un arma, disparé, la maté, maté a Deborah. Joe me besó y luego hubo lluvia, sangre y luces. ¡No lo sé! ¡No lo sé! —vociferé, exaltada.

—Oh, no —susurró Darius para sí—. Escúchame bien, no podré acompañarte más. Debo irme porque no pertenezco a este lugar, pero debes tener mucho cuidado. No aceptes nada de nadie; eso puede significar un serio compromiso aquí. Tampoco los mires a los ojos. Cuando te hablen, finge escucharlos, pero no lo hagas realmente. No les mientas, porque lo sabrán y te castigarán. Por último, intenta ser respetuosa, aquí nada ni nadie es lo que parece.

—No, yo… —divagué—. Escucha, un hombre me regaló una rosa, una mujer me ofreció un extraño cigarrillo y el tipo del sombrero… me ha besado.

—¡Ah! —suspiró—. De acuerdo, no vuelvas a aceptar nada de nadie. Creo que estarás bien, pero… ¡ni siquiera puedo saberlo con seguridad!

—¡No entiendo nada, no sé qué está sucediendo! ¿Cómo llegué aquí? —clamé, desconcertada.

—Ojalá lo supiera —Él miró más allá de mí—. Te están llamando. Anda, Angelique. Estaré… cerca, cuidándote.

Di la vuelta, dándole la espalda. La puerta de la caja negra estaba abierta, invitándome de forma tentadora a regresar. Cuando giré para despedirme de Darius, ya se había esfumado.

Luego de que ingresé de nuevo a esa caja gigante, la puerta se cerró. En la oscuridad, resonaron los anticipados aplausos. La puerta se abrió y ahí estaba yo de nuevo, sobre el escenario. El hombre del sombrero de copa, con sus ojos endemoniados, me ofreció su mano para ayudarme a salir. El público vitoreaba mientras yo miraba en todas direcciones, sintiendo un atroz vacío en el estómago.

Inmediatamente, salí corriendo, dispuesta a abandonar apresuradamente la carpa de circo. En las afueras del toldo, todo era igual a como lo recordaba: el cielo negro, la noria, el carrusel y la música. Excepto porque ahora un tren aguardaba frente a mí. Los vagones, pintados con colores vivos, exhibían imágenes tenebrosas de bufones, títeres y payasos.

Caminé entre la frívola multitud. Cada pocos pasos, me encontraba con jaulas rodantes que transportaban prostitutas de aspecto diabólico, con maquillaje llamativo, vestimenta sugerente y botas de tacón. Aferradas a las barras de hierro, me lanzaban miradas siniestras mientras se insinuaban a los transeúntes, como animales de circo encerrados. Una de ellas extendió su brazo más allá de las barras y rasguñó ligeramente mi mejilla con sus uñas largas.

Mientras me alejaba a toda prisa, sentí que tiraban de mi abrigo de cuero. Sea quien fuera, me hizo detenerme en seco. Cuando me volví hacia atrás, el chico me soltó. Era extraordinariamente hermoso, joven, con intensos ojos verdes, cabello negro y el rostro de un ángel. ¿Cuál era su nombre?

Sí. Christian Blade, el hermano de Joe.

—Oye, tú —llamó mi atención—. No sé por qué estás aquí, pero si llegas a ver a mi hermano de nuevo, dile que no cargue con la culpa de mi muerte. Lo he perdonado y liberado de toda responsabilidad.

Pálida como un espectro, tragué saliva.

No puede ser. ¿Estaba viendo a más muertos? Nada de eso podía ser cierto.

—¿Tú… estás… muerto? —pregunté en un murmullo.

Él alzó una ceja.

—¿Tú no?

—Eh, no, claro que no —respondí.

Sonrió.

—Entonces debes estar en problemas.

Di un paso más hacia él.

—¡Eh, niña! —exclamó un hombre borracho que se aproximó a nosotros.

—Déjala, está conmigo —le advirtió Christian sin mirarlo.

—¿Qué es este lugar? —dije al fin, sin comprender nada.

El joven exhaló aire antes de agarrar mis dos manos.

—La Tumba de los Condenados es la antesala del infierno —me explicó—. Aquí permanecen las almas que esperan un juicio para ser condenadas. Pero nadie quiere estar aquí, nadie desea ser un condenado.

¡Oh por Dios! Yo… era…

—¿Soy una condenada?

El muchacho era tan parecido a su hermano que perdía el aliento al verlo a los ojos.

—No lo sé —dijo al tiempo que sacudía la cabeza—. Solo tú sabes qué pecados has cometido en vida, solo tú sabes si lograrás salir de aquí.

—Estás diciéndome que… —no continué la oración porque Christian desapareció, desmaterializándose frente a mí sin dejar algún rastro aparente de que alguna vez estuvo ahí.

Una masa de personas desconocidas me rodeó. Se acercaban a mí como dispuestas a devorarme. Me alejé, tropezando con una docena de esos condenados.

Seguí avanzando sin saber el rumbo ni el destino, recorriendo un lugar que no se encontraba en ningún mapa, bajo un cielo sin estrellas, asustada y sola.

Joseph, me pregunté, ¿dónde podría estar?

Lo necesitaba. Anhelaba su presencia con desesperación, ¡por todos los cielos! Rogaba escuchar su voz, ansiaba tocar aunque fuera su mejilla ruborizada y cálida. Lo imaginaba, hermoso como un ángel, tan agraciado que hasta dolía.

¿Dónde se encontraba él? ¿Y dónde estaba yo?

Una punzada dolorosa atravesó mi estómago al tiempo que mis colmillos palpitaron con urgencia. Necesitaba... sangre.

No obstante, nadie a mi alrededor parecía poseer lo que buscaba. En ese lugar, nadie desprendía el aroma de la sangre, no lograba escuchar el latir de sus corazones, ni percibir la fragancia de su sudor, mucho menos sentir el flujo de su organismo. Ellos no... ¿no eran humanos?

Caí de rodillas sobre el empedrado, llevando mis manos hacia mi abdomen hambriento.

Me di cuenta de que temblaba de debilidad, ansiando desesperadamente saciar mi sed. Mis piernas vacilaban, mi cuerpo parecía inmovilizado. Un fuerte dolor de cabeza nublaba mi mente.

Examiné el sombrío entorno, poblado de extraños, forasteros y condenados.

Sangre, repitió una voz dentro de mí. Necesito sangre.

Tumbada en el suelo, encogí mis rodillas hacia mi pecho y las rodeé con mis brazos.

—Hola —oí una suave voz aniñada.

Al levantar mi rostro, la vi: una niña de seis años. No tenía ni idea de cómo obtuve el conocimiento sobre su edad, pero algo me lo decía. Su cabello estaba recogido en dos trenzas de mechones rubios que caían sobre sus hombros, llevaba un bonito vestido abultado, zapatillas brillantes y un oso de peluche bajo el brazo. En su otra mano sostenía un colorido caramelo de espirales.

¿Los niños también podían ser condenados?

—Hola —respondí con recelo.

—¿Tienes hambre? —Extendió su brazo para entregarme el caramelo.

Asentí lentamente.

"No aceptes nada de nadie", me había advertido Darius.

—Pero, yo no… no como caramelos.

—¿Comes sangre? —inquirió la niña.

¿Cómo podía explicarle a una niña de seis años que mi dieta consistía en sangre?

"No les mientas", recordé una vez más a Darius.

Volví a asentir.

—¡Pobre! —canturreó con lástima—. Aquí nadie tiene sangre. Y aquí nadie muere.

La pequeña se alejó sonriente, dando saltitos con su caramelo y su oso. Sus palabras hicieron eco en mis pensamientos.

¡Mierda! Estaba tan sedienta que sentía la incoherente tentación de morderme a mí misma. Mi cuerpo estaba frágil, carente de fuerzas.

Debía beber, maldición, tenía que beber un poco...

Tiritando, me recosté contra una de las sucias ruedas de los vagones del colorido tren. En el horizonte, divisé un puente de piedra que se curvaba hacia lo alto. Otra fila de personas se acumulaba a lo largo de las escaleras en espiral que ascendían hasta la cima del puente. Con atención reparé en sus acciones.

Como un pelotón de no muertos, se apiñaban uno tras otro, esperando su turno para lanzarse desde el puente. Metros y metros hasta impactar contra el suelo. Buscaban la muerte.

En el centro del puente había una mujer con el rostro íntegramente cubierto de suciedad, mugre y magulladuras secas. Vestía un largo vestido blanco, rasgado y polvoriento. Su melena desordenada descendía más allá de sus caderas.

Extendió los brazos a los lados como si fueran alas y se arrojó al vacío. Su cabello y vestido flotaban detrás de ella, dando la ilusión de volar o caer lentamente. Sin embargo, iba a toda velocidad hacia una muerte segura.

Cuando colisionó contra el suelo, ninguno hizo un comentario, como si todos esperaran ese desenlace. Ella permaneció tendida boca abajo por unos segundos antes de incorporarse sobre sus codos. Se arrastró de vuelta a la fila de condenados, sin lograr su cometido: la muerte.

Una oleada de náuseas se atascó en mi garganta.

—Aquí estás —dijo Darius, corriendo hacia mí—. Hay algo que debo mostrarte, algo que necesitas saber.

Me tendió sus manos para ayudarme a ponerme de pie.

—Tengo... —balbuceé, adolorida por la necesidad de sangre—, mucha sed —concluí.

—Voy a intentar sacarte de este lugar —me tranquilizó el fantasma—, pero primero tienes que ver esto. Debes salir de aquí, de lo contrario, nunca podrás saciar tu sed y terminarás como ellos —señaló hacia la multitud suicida en el puente—. No hay sangre en este lugar. Los vampiros condenados deben soportar la arrolladora sed sin tener la capacidad de morir jamás. No te lo recomiendo. Ven conmigo.

Me estremecí.

Lo seguí entre la niebla de colores y los destellos luminosos de los faros. En un oscuro rincón, una mujer sostenía una daga filosa, con la cual se cortaba las muñecas una y otra vez de manera insistente, sin lograr derramar ni una gota de sangre.

Atravesamos el puente de piedra por debajo, justo antes de que otro condenado pudiera lanzarse.

Del otro lado, el suelo no estaba cubierto de piedras, sino de pavimento negro y húmedo. Había comenzado a llover, pero el agua no me mojaba. Era como si no pudiera tocarme. En el cielo azul oscuro, aparecieron estrellas y una luna llena plateada.

Mientras más daba pasos, el entorno se asemejaba más a Nueva York. Una extensa carretera se extendía hacia el horizonte, con autos que levantaban agua al correr por las vías antes de perderse en la neblina.

Pronto distinguí aquella escena distante. El suelo brillaba por el agua que lo cubría, iluminado tenuemente por los faros de tres motocicletas. Dos de ellas estaban detenidas una al lado de la otra, mientras que la tercera yacía unos metros más lejos.

Ahí estaba Nina, llorando contra el pecho de Adolph, junto a un charco enorme de sangre, en el que flotaban mi lápiz labial y aquella rosa que había vuelto a marchitarse.

Lo siguiente que vi hizo que mi corazón se detuviera al mismo tiempo que mi respiración. Lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas al ver a Joe arrodillado junto a mi ultrajado cuerpo. Su perfecto rostro estaba cubierto de cristalinas lágrimas que podían diferenciarse de las gotas de lluvia con facilidad.

—¿Ella está bien, verdad? —murmuró con la voz rota, apretando los dientes—. Alan, ella no está muerta. Dime que no.

El Zephyr se hallaba de cuclillas a su lado, con sus delicados rizos empapados al igual que la ropa.

—Joe —susurró con pesar—, escúchame. Ella… se ha ido.

Ayudó a Joe a levantarse con cuidado, mientras este último apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos eran blancos.

—Es mi culpa —gruñó. Su voz era una exhalación baja y absolutamente exhausta—. ¡Yo la maté! —gritó enloquecido antes de patear la motocicleta con todas sus fuerzas—. ¿Por qué? Maldita sea, ¿por qué? —continuó dando alaridos entre sollozos—. ¡Soy un desgraciado, un maldito infeliz!

Pateó la motocicleta unas cien veces más, deseando hacerse daño. Hasta que finalmente se dejó caer de nuevo junto a mi cuerpo.

—Te amo —le habló a mi cadáver—. No puedes dejarme, por favor, Angelique. ¿Por qué tuve que hacerte esto?

—Cálmate, por favor —rogó Alan—. No fue tu culpa, fue un accidente. Estaba muy débil, había perdido mucha sangre, no pudo resistir.

—Todo fue mi culpa, ¿no lo entiendes? —Joe lo sujetó con ira desde la camisa, parecía dispuesto a golpearlo—. Yo le hice esto, maté a la mujer que amo.