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Capítulo 7: El delator

La niña miró con enojo a Massimo, a su perro y a su amiguita Patata. La abadesa se adelantó para intervenir.

—Pia, vamos. Conseguiremos otro vestido entre las donaciones. Seguramente hay alguno que te quede.

Las hermanas se disculparon con los invitados y empezaron a limpiar la comida.

—¿Qué esperan? —alzó la voz Gaudenzia a las pequeñas—. ¡Ayuden a limpiar!

Las que llevaban uniforme se dispersaron rápidamente para buscar la escoba y los utensilios de limpieza, mientras que los invitados eran conducidos al jardín decorado. Las de vestido blanco se reunieron con los visitantes.

—Ni pienses que podrás ir a celebrar, Delilah —le reñía Gaudenzia—. El resto de ustedes puede irse cuando todo esté limpio. Pero tú, pequeño demonio, te quedarás para ayudar a cocinar más comida. Y no podrás celebrar con las demás.

Delilah estaba tan acostumbrada a perderse las cosas divertidas por culpa de su torpeza o de sus travesuras, que ni siquiera se quejó.

—No es justo —refutó Massimo—. De verdad, no fue su culpa. No pude sostener a Cannoli.

—¡Los dos saben muy bien que ese animal mugriento no está permitido en el hogar! —Gaudenzia le respondió—. ¡No te metas, mocoso impertinente, ve a trabajar con las ovejas!

Spaguetti recogió a Cannoli en sus brazos y se marchó con el ceño fruncido.

Pia regresó al jardín con un vestido que parecía más una cortina, debido a que le quedaba enorme. Era el vestido que Fátima había usado hacía muchos años en su propia comunión. Y evidentemente, no era su talla.

El obispo le hizo un gesto a la Madre Superiora, llamándola. Bonafila se le acercó al tiempo que vigilaba a las pequeñas.

—Mañana vendrá un inspector.

Ella no se sorprendió.

—No hay nada de qué preocuparse, procuraré que Delilah no haga ninguna travesura.

El hombre hizo un mohín.

—Oh, no, no. Eso no es lo que me preocupa. Es el niño.

—¿Cómo? ¿Massimo? ¿Qué tiene que ver en esto? No es parte del hogar. Trabaja con nosotros.

—Ya sabe que todo está cambiando. El gobierno no ve con buenos ojos el trabajo infantil. Además, es un huérfano sin apellido. Si no pertenece al hogar, será trasladado a otro orfanato.

Bonafila sacudió la cabeza.

—¿Qué me está diciendo? Él pertenece aquí.

—No hay ningún documento que lo pruebe. Es un huérfano que pertenece a un orfanato, pero no a este.

—Puedo hacer su documentación, si ese es el problema.

—No lo permitirán. Este es un hogar para niñas, no mixto. Y ya sabe de sobra que un hogar mixto debe estar acondicionado para que los niños duerman en un edificio diferente que las niñas y tengan una educación especializada para niños. No puede ser educado como una mujer.

Pensativa, la abadesa ideaba la forma para hacer que se quedara.

—Haré que se vaya al momento de la inspección.

—Si regresa, estaré obligado a delatarla, Madre Superiora. Soy un hombre de fe, no puedo mentir.

—El padre Flavio puede darle clases.

—Aún así, tendría que acondicionar un edificio para el niño, registrar el hogar como una casa de acogida mixta y documentar al niño. Todo eso antes de mañana a la tarde, que es cuando viene el inspector.

Ella lo miró de reojo.

—Me subestima, Su Excelencia.

Recogió las faldas de su hábito para apresurarse al interior del hogar, donde las monjas cocinaban junto a Delilah.

Massimo las veía, recostado del lado de afuera de la ventana de madera.

—¡Immacolata! —llamó, agitada—. Necesito que organice a las hermanas para que lleven algunas camas viejas al carpintero. Díganle que las repare con urgencia. Las precisamos para mañana temprano. Luego, mande a las niñas a que limpien el granero. Debe parecer un dormitorio y estar libre de gallinas antes del amanecer.

—¿Y dónde ponemos las gallinas? —le surgió la duda a Immacolata.

—Ya se las arreglaran.

—¿Vienen nuevos monstruos? Digo, niñas —comentó con desdén Gaudenzia.

—No —continuó Bonafila—. Gaudenzia, usted dígale al padre Flavio que por favor necesitamos que imparta clases en el hogar, clases para niños. A partir de mañana.

Todas abrieron los ojos mucho más, pero no dijeron nada.

—¿Niños? —chilló Gaudenzia.

—Si esto no pasa para mañana al amanecer, se llevarán a Massimo a otro orfanato —la abadesa se volvió para verlo—. Prepárame el carruaje, Massimo. Me marcho. Espero estar de vuelta por la mañana.

El niño corrió a toda velocidad para preparar al caballo en el carruaje, que la hermana Bonafila sabía conducir a la perfección, a pesar de su edad.

Al mismo tiempo, Delilah salió disparada al jardín, apremiada por comentarle a sus compañeras lo que tenían que hacer.

Al escuchar las noticias, las niñas dejaron lo que estaban haciendo y se pusieron en marcha, siguiendo a Delilah hacia el granero con sus escobas y baldes de agua. Algunas de las que estaban celebrando su primera comunión, prefirieron seguir con los invitados, como Pia. Otras, no dudaron ni un instante antes de abandonar la celebración.

Delilah persiguió a las gallinas hasta que todas estuvieron fuera del establo.

Por su parte, las monjas enviaron la última tanda de comida a los invitados antes de ir a buscar un par de camas viejas entre la montaña de camas rotas del almacén.

Dos hermanas continuaron vigilando la fiesta, mientras que el resto trabajaban en conjunto para llevar las pesadas camas de madera colina abajo hacia la casa del carpintero. Massimo las ayudaba.

Gaudenzia, en cambio, se tomó su tiempo para ir hacia la parroquia a hablar con el padre Flavio, que seguramente aceptaría con gusto la propuesta, pues le encantaba ayudar.

A Gaudenzia le preocupaba el hecho de que el hogar tuviese licencia de hogar mixto. ¿Eso significaba que más niños, además de Massimo, podrían ser acogidos en el futuro?

Si eso pasaba, terminaría internada en el hospital. Ya estaba planeando en su cabeza los castigos que les daría a los niños si la desobedecían y la sacaban de sus casillas.

*******

—¡Conozco a Elena de Montenegro, la esposa del rey! —presumió Bonafila, muy enojada, a la secretaria de la oficina de gobierno de aquel pueblo—. Le escribí una carta sobre este asunto y la envié con un mensajero de confianza directo a Roma. A caballo, muy probablemente la entregará mañana temprano. Si no cree en mi palabra, me quedaré aquí esperando hasta que usted reciba las órdenes del rey. Si confía en mí, agilicemos el trámite y déjeme firmar esos papeles ahora mismo.

La secretaria la observó de arriba a abajo con aburrimiento.

—¿Sabe cuántas personas vienen aquí con cuentos similares? Usted deberá esperar a que el gobierno apruebe su solicitud como todos los demás. La respuesta demorará entre siete y quince días —la mujer hojeó una enorme pila de documentos, sin prestar atención a la religiosa sentada frente a su escritorio—. Usted es bastante impertinente para ser monja. Pensé que tendrían un carácter más dócil.

—¿Disculpe? —cuestionó la señora Bonafila, verdaderamente indignada de que cuestionara su carácter—. Apuesto a que los trámites del dichoso inspector sí serán resueltos con inmediatez. Pero mientras sea mujer y católica, no se me tomará en serio.

La secretaria soltó un resoplido de hastío.

—Señora, tengo muchas otras personas a las que atender, le agradecería que se retire.

—Le dije que no me movería de aquí, señorita.

Cuando un hombre de mediana edad vino a recoger los documentos sobre el escritorio, se quedó viendo fijamente a la Madre Superiora.

—¿Bonafila?

La anciana sonrió.

—La misma.

—¿Algo muy urgente?

—Para mañana temprano.

El hombre arrugó la cara.

—¿Ya escribió a la reina?

La secretaria se quedó petrificada, con los ojos bien abiertos.

—Sí —aclaró Bonafila—. Pero no creo que pueda recibirlo a tiempo.

El señor se frotó las sienes.

—Es un caso bastante complejo.

La abadesa asintió con la cabeza.

—Lo sé.

*****

Lo más difícil de la limpieza del establo había sido retirar cada pequeña hebra de heno sobre el suelo. Las niñas habían tardado una eternidad. Ni ellas, ni las hermanas, habían dormido nada en toda la noche.

Cuando el sol empezó a salir, todas seguían encaramadas a las escaleras, con candelabros en las manos, mientras pintaban las paredes del establo.

El lugar parecía un cielo gris azulado, con nubes dibujadas como decoración. También, una pared en específico, estaba escrita con mensajes de todas las niñas y las hermanas para Massimo.

Como Delilah todavía no era experta en escribir, se limitó a realizar un dibujo: Una patata, un cannoli y un plato de Spaghetti, el cual había hecho reír a todas.

Tanto Delilah como Massimo, habían inventado sus apodos en una pelea que tuvieron tiempo atrás. Ella lo comparó con el Spaguetti, porque era delgado como tal. En cambio, Massimo había dicho que era fea como una patata. Pero no cualquier patata, sino una pequeña y arrugada. Desde entonces, la llamó Patata Piccolina.

Cannoli había sido nombrado por ambos. Cuando lo hallaron, los dos estuvieron de acuerdo en que tenía que llamarse como algo que les gustara a ambos. Pero a Delilah le gustaban los claveles y a Massimo las rosas. A ella le gustaban las ranas y a él los sapos. A ella le gustaba el color azul oscuro, pero a él el rojo. A ella le gustaban los caballos, pero a él los leones...

Sin embargo, en lo único que coincidían, era en que ambos amaban los cannolis. Podían comerse dos docenas sin parar.