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Capítulo 30: Muñecas embrujadas

Delilah pensó en María. ¿Lo habría logrado? ¿En dónde estaría? ¿Habría podido llegar a la ciudad? ¿Qué haría una vez allí?

Había querido llevarla consigo al hogar, pero no tuvo otra opción que separarse de la mujer.

—Escuche, tengo una amiga que posiblemente esté en Castell'Arquato. Tal vez podríamos ir a buscar…

—Te llevaré a ti —la cortó el señor—. Tómalo o déjalo.

Preocupada por su bienestar, decidió aceptar. De todas formas, era poco probable que hallara a María sin tener indicios de dónde podía estar.

—De acuerdo —accedió en voz baja, insegura.

"Perdón, María". Se disculpó en su mente al tiempo que subía al carruaje del desconocido. "Espero que estés bien".

—¿No llevará insumos para el camino? —cuestionó la muchacha con curiosidad—. Es un largo viaje.

—Uhm. Ya llevo suficiente, niña.

Luego de un par de horas de recorrido, Delilah reconoció los castillos de piedra de Castell'Arquato. Supuso que debían atravesar la ciudad antes de partir a Mondovì. Según sus cálculos, llegarían al hogar aproximadamente a medianoche.

Inesperadamente, la carroza se detuvo frente a un mercado de cebollas.

—Tengo que hacer una parada —le avisó el conductor—. No te muevas.

El sujeto se dispuso a hablar con un mercader, el cual le entregó una bolsa de monedas. La joven oía el sonido de sus voces, mas no sabía lo que decían.

Cuando el cochero regresó, le señaló al mercader.

—Ese señor te llevará, debes irte con él.

Ella demostró su confusión.

—Pero le he pagado a usted para que me lleve. ¿Por qué lo hará él?

—Me hará el favor.

—Vi que ese hombre le entregó una bolsa de monedas.

—Soy un proveedor de su negocio.

—Pero no le ha dado ninguna mercancía.

Aquel intercambio le provocó a Delilah desconfianza.

—¡Te he dicho que te bajes y vayas con él! —golpeó el exterior de la carroza, enojado. Ella se sobresaltó por el sonido.

El mercader se aproximó.

—¿Necesitan ayuda?

—Llévatela.

Tan pronto como el vendedor de cebollas intentó tomarla de la mano, Delilah se apartó.

—Puedo sola —argumentó, bajando del vehículo. Una vez en el suelo, el mercader trató de sujetar su mano de nuevo. Ella la volvió a alejar—. ¿En qué carruaje iremos?

Sólo trataba de distraerlo con la charla, pues sabía con certeza que la "mercancía" que acababan de entregar era… ella.

Sin previo aviso, se echó a correr para escapar.

—¡Auxilio! —vociferó con todas sus fuerzas al mismo tiempo que los dos hombres salían disparados tras ella—. ¡Ayuda, por favor! ¡Me quieren vender!

Pateó uno de los puestos de cebollas, derribándolo para hacerles perder tiempo a sus atacantes.

Su vestido se enredó en sus pies, haciéndola caer de bruces.

Con desesperación, logró levantarse antes de ser atrapada.

—¡Auxilio, ayúdenme!

Al llegar a la parte más concurrida de la ciudad, fue escuchada por algunos transeúntes, quienes enseguida le preguntaron qué estaba sucediendo.

—¡Quieren secuestrarme! —dio un alarido, señalando a sus persecutores.

Las personas del pueblo formaron un círculo a su alrededor para protegerla a la vez que algunos hombres comenzaban a corretear a sus dos asaltantes, que en ese momento habían decidido huir para salvar sus vidas.

En poco tiempo, los perdió de vista.

—¿Estás bien? —le preguntaron varios entre la multitud, preocupados.

Pese a que ella asintió con la cabeza, no podía creerse que estuviera bien.

¿En qué momento se terminarían las persecuciones? Dijo en su mente. ¡Santísima madre del cielo!

Lo único que deseaba era estar sana y salva, en calma. Rodeada de gente en la que pudiera confiar.

—¿Qué ocurrió? —la siguieron interrogando.

—Estoy bien —aseveró—. Uno de ellos quiso venderme al otro. El señor recibió unas monedas y me entregó a cambio, como mercancía.

Quejidos se alzaron en la muchedumbre.

—¡Sabía que algo raro ocurría en el mercado de cebollas! ¡Hay que entregarlos a los soldados!

—¿Qué estás haciendo sola? —la puso en duda otra mujer.

—Pertenezco al Hogar y Convento Católico Santa Mesalina de Foligno del pueblo de Mondovì, en la provincia de Cúneo. Tengo que llegar hasta allí, las hermanas me están esperando.

—Lo único que podemos hacer por ti —empezó a decirle una señora—. Es llevarte hasta el convento de Castell'Arquato. Tal vez ellos tengan los medios para enviarte de vuelta. Está muy cerca de aquí, podemos acompañarte caminando.

Contenta, Delilah sonrió. Finalmente una buena noticia.

—¡Gracias! Son personas maravillosas, les debo mi vida.

*****

Durante su estancia en el convento de Castell'Arquato, Delilah fue bien alimentada y vestida con hábitos, debido a que era la única ropa que podían ofrecerle en un lugar como ese.

Aunque las hermanas eran mucho más estrictas y sobrias que las de su hogar, era el único sitio en el que se había sentido segura en mucho tiempo.

La Madre Superiora había acordado llevarla de regreso a Mondovì, pero únicamente si en su convento le confirmaban que ella pertenecía a aquella congregación.

Por tal motivo, escribieron una carta dirigida a la abadesa para corroborar la información. Ella temía que Bruna, cansada de su presencia en el hogar, la desmintiera y dijera que había sido adoptada hacía bastantes meses, que ya no era parte de aquel convento.

Varios días después llegó la tan esperada respuesta.

No fue Bruna, sino Immacolata, quien escribió la carta, la cual decía que Delilah había sido enviada a Castell'Arquato por un mandato, pero que estarían felices de recibirla nuevamente.

La ilusión creció dentro de Delilah, que no podía esperar para reencontrarse con la única familia que tenía. No podía esperar para volver a ser Patata Piccolina y jugar con las demás niñas.

Aquella mañana, partió muy temprano en una calesa junto al cochero del convento de Castell'Arquato.

—¡Adiós, hermanas! —se despidió alegremente desde el vehículo mientras les saludaba con la mano.

A diferencia de la jovencita, las monjas se despidieron con mucha sobriedad.

Alrededor del mediodía, había llegado a Mondovì. El conductor hizo ascender el carruaje a través del sendero de las colinas, tal como le indicó Delilah, para llegar hacia el hogar.

A ella le sorprendió ver que no había ni una sola niña o monja en el exterior. Únicamente los caballos, cabras y ovejas aguardaban en la pradera.

Incluso antes de que el vehículo estuviera completamente detenido, saltó fuera.

—Muchas gracias, señor. ¡Que Dios le pague su viaje! Las monjas también le harán llegar dinero al convento, no se preocupe.

Él agitó la mano para decirle adiós antes de conducir colina abajo.

De inmediato, la joven corrió a través de la montaña, sobre el césped, levantando su vestido para no caerse.

En mucho tiempo, no se había sentido tan libre. Sin poder evitarlo, se tumbó boca arriba sobre la hierba, sintiendo el sol sobre su cara.

Escuchó el cantar alegre de los pájaros, sintió la fresca brisa, vio a las mariposas revolotear cerca de su nariz…

—¡Es Delilah, ya volvió! —gritó Gisela mientras abría la puerta principal del hogar. Las niñas más pequeñas la siguieron, precipitándose colina abajo.

Al oír los chillidos de emoción de las huérfanas, Delilah se incorporó hasta quedar de rodillas en la tierra. Todas corrieron a arrojarse en sus brazos. Ella las apretujó, dándoles besos en el rostro a las más chicas.

Se dio cuenta de que algunas de las niñas eran caras nuevas. Otras, no la recordaban tan bien, debido a que ella había partido cuando eran muy chiquitas.

Y de sus compañeras más antiguas, de su misma edad, sólo estaba Gisela.

La había extrañado infinitamente. Ambas se dieron un fuerte abrazo, contentísimas y sonrientes.

—¿Por qué Pia y Alfonsina no han venido a saludarme? —preguntó Delilah a su amiga.

—Oh, se han marchado. Se fueron juntas a recorrer el mundo, como lo habían planeado —la muchacha se alejó para verla de arriba abajo—. Estás hermosa, Delilah. ¡Has crecido tanto en tan pocos meses!

—¡Tú igual, Gisela! —la halagó con sinceridad—. ¿Pia y Alfonsina se marcharon con sus esposos?

Ella recordaba el plan de ambas de partir junto a sus futuros maridos.

—¡Mejor aún! ¡Se fueron solteras!

Las hermanas Fátima e Immacolata fueron las siguientes en salir a recibirla. Al verla, las dos corrieron para estrecharla entre sus brazos.

—¡Delilah, querida! —dijo Immacolata en tono compasivo mientras la revisaba de pies a cabeza de forma protectora—. Cuando escuché que estabas alojada en el convento de Castell'Arquato me preocupé mucho por ti, creí que te habían hecho daño. Ni siquiera lo pensé, pedí que te trajeran de inmediato.

—¿Qué fue lo que sucedió? —curioseó su amiga Fátima.

Delilah no quería pensar en su familia.

—No fue nada —las calmó—. Mi familia no era como lo esperaba. Mi vida estaba corriendo peligro en ese lugar. Por suerte, pude irme antes de que me ocurriera cualquier cosa.

—Oh, Dios Santísimo —Fátima se santiguó, dando gracias al cielo de que estuviera a salvo.

—Lo importante es que te encuentras bien, ¿verdad? —insistió Immacolata.

Ella sonrió ampliamente.

—Ahora más que nunca.

Mientras todas caminaban tranquilamente hacia el interior del hogar, las niñas más chicas le hacían miles de preguntas a Delilah. Tiraban de su falda para llamar su atención o se enganchaban a sus piernas.

—Tu vestido es muy bonito, ¿cuánto te costó?

—Oh —ella miró su atuendo. Era uno de los vestidos más sencillos de su madre que se había probado. Sólo lo había usado para trabajar en la mansión de su abuela—. Era de mi madre.

Todas se sorprendieron, dejando escapar grititos ahogados.

—¿Tú tienes mamá?

—La tuve, pero ya no —explicó con calma.

—¿Es verdad que las muñecas de trapo que dejaste antes de irte están embrujadas?

Delilah se puso las manos en la cintura, fingiendo enojo.

—¿Y quién te dijo esa mentira? —le hizo cosquillas a la niña, que se retorció de risa.

—¡Me lo dijo ella! —señaló a otra de sus amiguitas.

La joven se rió antes de volverse a ver a Immacolata.

—¿Dónde está Spaghetti?