A: Graff%peregrinación@colmin.gov
De: Chamrajnagar%Jawaharlal@ifcom.gov
Asunto: Duda
Usted mejor que nadie sabe la necesidad de mantener la independencia de la Flota de las maquinaciones de los políticos. Ése fue mi motivo para rechazar la sugerencia de Locke. No obstante, resulta que estaba equivocado. Nada pone más en peligro la independencia de la Flota que la perspectiva de una nación dominante, sobre todo si, como parece probable, esa nación concreta ha mostrado ya su disposición a apoderarse de la F.I. y usarla para propósitos nacionalistas.
Me temo que me mostré muy brusco con Locke. No me atrevo a escribirle directamente, porque, aunque Locke podría ser de fiar, nunca se sabe qué haría Demóstenes con una carta oficial de disculpas del Polemarca. Por tanto, encárguese de que se le notifique que mi amenaza queda anulada y que le deseo lo mejor.
Aprendo de mis errores. Como uno de los compañeros de Wiggin permanece fuera del control del agresor, la prudencia dicta que el joven Delphiki sea protegido. Como está usted en la Tierra y yo no, le doy el mando de un contingente de la FIM y cualquier otro recurso que necesite, con órdenes cursadas por canales secundarios nivel 6 (naturalmente). Le doy órdenes específicas de que no me revele a mí ni a nadie más qué pasos toma para proteger a Delphiki o a su familia. No debe quedar ningún registro en el sistema de la F.I. o en el de ningún gobierno.
Por cierto, no confío en nadie de la Hegemonía. Siempre supe que era un nido de arribistas, pero la experiencia reciente me demuestra que los arribistas están siendo sustituidos por algo peor: los ideólogos rampantes.
Actúe con rapidez. Parece que estamos al borde de una nueva guerra, o que la Guerra de las ligas no llegó a terminar después de todo.
¿Cuántos días puedes permanecer encerrado, rodeado por guardias, antes de que empieces a sentirte prisionero? Bean nunca sufrió de claustrofobia en la Escuela de Batalla. Ni siquiera en Eros, donde los bajos techos de los túneles de los insectores se cernían sobre ellos como un ascensor que cae por su hueco. Ahora era distinto, encerrado con su familia, harto de recorrer las cuatro habitaciones del apartamento. Bueno, en realidad no las recorría. Le apetecía recorrerlas y en cambio permanecía sentado, controlándose, tratando de pensar en algún modo de recuperar el control sobre su propia vida.
Estar bajo la protección de otro era terrible: nunca le había gustado, aunque ya le había ocurrido en otras ocasiones, cuando Poke lo protegió en las calles de Rotterdam, y luego cuando sor Carlotta lo salvó de una muerte segura al acogerlo bajo su manto y enviarlo a la Escuela de Batalla. Sin embargo, en ambas ocasiones había cosas que podía hacer para asegurarse de que todo iba bien. Ahora la situación era distinta. Sabía que algo iba a salir mal, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
Los soldados que protegían el apartamento eran todos hombres buenos y leales, Bean no tenía ningún motivo para dudarlo. No iban a traicionarlo. Probablemente. Y la burocracia que mantenía en secreto su situación... sin duda sería una metedura de pata honesta, no una traición consciente, lo que revelaría su paradero a sus enemigos.
Mientras tanto, Bean sólo podía esperar, cercado por sus protectores. Eran la tela que lo sujetaba para la araña. Y no había nada que pudiera hacer para cambiar esa situación. Si Grecia participara en una guerra, habrían puesto a Bean y a Nikolai a trabajar, a urdir planes, a trazar estrategias. Pero
cuando se trataba de un asunto de seguridad, no eran más que niños a los que había que proteger y
cuidar. No servía de nada que Bean les explicara que su mejor protección era salir de allí, marcharse por su cuenta, labrarse una vida en las calles de cualquier ciudad donde podría ser un niño anónimo, perdido y a salvo. Porque lo miraban y no veían más que a un niño. ¿Y quién escucha a los niños pequeños?
A los niños pequeños hay que cuidarlos. Unos adultos que no son capaces de hacerlo. Tenía ganas de lanzar algo por la ventana y saltar detrás.
En cambio, permanecía inmóvil. Leía libros. Entraba en las redes usando uno de sus muchos nombres y navegaba, buscando cualquier fragmento de información que se filtrara por los sistemas de
seguridad militar de cada nación, esperando algo que le dijera dónde estaban retenidos Petra y Fly Molo
y Vlad y Dumper. Algún país que mostrara signos de un poco más de arrogancia porque pensaban que ahora tenían la mano ganadora. O un país que actuara de manera más cauta y metódica porque por fin había alguien con cerebro dirigiendo su estrategia.
Pero no tenía sentido, porque sabía que por ahí no iba a encontrar nada. La información auténtica nunca llegaba a la red hasta que era demasiado tarde. Alguien lo sabía. Los hechos que necesitaba para encontrar a sus amigos estaban disponibles en media docena de sitios, lo sabía, lo sabía porque así había sido siempre, y los historiadores lo encontrarían y se preguntarían durante miles de páginas: ¿por qué nadie se dio cuenta? ¿Por qué nadie sumó dos y dos? Porque la gente que tenía la información era demasiado obtusa para reconocerla, y la gente que podría haberlo entendido estaba encerrada en un apartamento en un lugar abandonado que ni siquiera los turistas querían visitar ya.
Lo peor de todo era que incluso sus padres le enervaban. Después de una infancia sin padres, lo mejor que le había sucedido fue que sor Carlotta localizara a sus padres biológicos. La guerra terminó, y cuando todos los otros niños volvieron a casa con sus familias, Bean no se quedó atrás y también pudo regresar con su familia. No tenía recuerdos infantiles de ellos, por supuesto. Pero Nikolai sí, y Nikolai hizo que Bean tomara esos recuerdos como si fueran suyos propios.
Sus padres eran buena gente. Nunca le hicieron sentirse como si fuera un intruso, un extranjero, ni siquiera un visitante. Era como si siempre hubiera estado con ellos. Lo apreciaban. Lo querían. Era una sensación extraña y abrumadora estar con gente que no esperaba nada de él excepto su felicidad, que se alegraba sólo con tenerle cerca.
Pero cuando el encierro resulta enloquecedor, no importa cuánto aprecies a alguien, cuánto amor te inspire, lo agradecido que estés por su amabilidad. Te vuelven loco. Todo lo que hacen rechina como una canción desagradable y obsesiva: sólo quieres gritarles que se callen. Por supuesto, no lo haces,
porque les quieres y sabes que probablemente tú los estás volviendo también locos a ellos y mientras no
haya ninguna esperanza de ser liberado tienes que conservar la calma...
Y entonces por fin llaman a la puerta y la abres y te das cuenta de que algo diferente va a suceder por
fin.
Eran el coronel Graff y sor Carlotta. Graff iba vestido de civil, y sor Carlotta llevaba una extravagante
peluca pelirroja que la hacía parecer realmente estúpida, pero también bonita.
Toda la familia los reconoció de inmediato, aunque Nikolai nunca había visto antes a sor Carlotta. Pero cuando Bean y su familia se levantaron para saludarlos, Graff alzó una mano para detenerlos y Carlotta se llevó un dedo a los labios. Entraron y cerraron la puerta tras ellos e indicaron por señas a la
familia que se reunieran en el cuarto de baño, donde apenas si cabían los seis. Los padres acabaron
metiéndose en la bañera mientras Graff colgaba una maquinita de la lámpara del techo. Cuando estuvo en su sitio y la luz roja empezó a parpadear, Graff habló en voz baja.
—Hola —saludó—. Hemos venido a sacarlos de aquí.
—¿Por qué tantas precauciones aquí dentro? —preguntó el padre.
—Porque parte del sistema de seguridad que hay aquí consiste en escuchar todo lo que se dice en este apartamento.
—¿Para protegernos nos espían? —dijo la madre.
—Por supuesto —respondió el padre.
—Ya que todo lo que digamos aquí podría filtrarse al sistema —continuó Graff—, y sin duda saltará fuera, me he traído esta maquinita que oye todos los sonidos que hacemos y produce contrasonidos que los anulan para que les resulte muy difícil oírnos.
—¿Muy difícil? —preguntó Bean.
—Por eso no entraremos en detalles. Sólo les diré lo siguiente: soy el ministro de Colonización, y tenemos una nave que partirá dentro de unos pocos meses. Tiempo suficiente para sacarlos de la Tierra, subir a la LSI y viajar a Eros para el lanzamiento.
Pero mientras lo decía sacudía la cabeza, y sor Carlotta sonreía y sacudía la cabeza también, para
que supieran que todo era mentira. Una tapadera.
—Bean y yo hemos estado antes en el espacio, mamá ._—dijo Nikolai, siguiendo el juego—. No es tan malo.
—Para eso libramos la guerra —continuó Bean—. Los fórmicos querían la Tierra porque es igual que los mundos en los que ya vivían. Así que ahora que han desaparecido, nosotros nos quedamos con sus
mundos. Es justo, ¿no creéis?
Naturalmente, sus padres comprendían lo que estaba sucediendo, pero Bean conocía ya lo suficiente a su madre y no se sorprendió de que tuviera que hacer una pregunta completamente inútil y peligrosa sólo para asegurarse.
—Pero en realidad no vamos a... —empezó a decir. La mano del padre le cubrió amablemente la boca.
—Es la única manera de ponernos a salvo —prosiguió—. Cuando vayamos a la velocidad de la luz, a nosotros nos parecerá que pasan un par de años, mientras que en la Tierra pasarán décadas. Para
cuando lleguemos al otro planeta, todos los que nos quieren muertos estarán muertos ya.
—Como José y María cuando se llevaron al niño a Egipto —comentó la madre.
—Exactamente.
—Excepto que ellos regresaron a Nazaret.
—Si la Tierra se destruye en alguna estúpida guerra, ya no nos importará, porque seremos parte de un nuevo mundo. Conténtate con esto, Elena. Significa que podremos estar juntos.
Entonces la besó.
—Es hora de irnos, señores Delphiki. Acerquen a los chicos, por favor.
—Graff alargó la mano y desconectó el silenciador de la luz del techo.
Los soldados que los esperaban en el pasillo vestían el uniforme de la F.I. No había a la vista ni un solo uniforme griego. Mientras caminaban rápidamente hacia las escaleras (nada de ascensores, nada
de puertas que de pronto pudieran abrirse para dejar paso a un enemigo dispuesto a arrojar una granada
o unos cuantos miles de proyectiles) Bean vio la manera en que el soldado que abría camino lo controlaba todo, comprobando cada rincón, la luz bajo cada puerta en el pasillo, para que nada pudiera sorprenderlo. Bean vio también cómo se movían los músculos del hombre bajo la ropa, con una especie de fuerza contenida que podía romper la tela como si fuera de papel a la menor presión, porque nada podía contenerlo excepto su autocontrol. Era como si su sudor fuera pura testosterona. Así se suponía que debía ser un hombre. Eso era un soldado.
Yo nunca lo fui, pensó Bean. Trató de imaginarse a sí mismo tal como había sido en la Escuela de Batalla, con aquellos uniformes siempre demasiado grandes para él. Parecía el monito de alguien, disfrazado de humano como diversión, o un bebé al que hubieran vestido con las ropas de su hermano mayor. El hombre que tenía delante, eso era lo que Bean quería ser en el futuro. Pero por mucho que lo intentara, no podía imaginarse de mayor. Siempre tendría que mirar al mundo desde abajo. Podría ser varón, podría ser humano, o al menos humanoide, pero nunca sería varonil. Nadie lo miraría nunca para decir: eso es un hombre.
Pero claro, a este soldado nunca le habían dado órdenes que cambiaron el curso de la historia. Tener un aspecto magnífico con el uniforme no era la única forma de ganarse un lugar en el mundo.
Bajaron tres tramos de escalera y luego se detuvieron un momento para dirigirse a la salida de emergencia mientras dos de los soldados salían y aguardaban la señal de los hombres del helicóptero
de la EL, que esperaba a treinta metros de distancia. La señal llegó. Graff y sor Carlotta abrieron la
marcha, a paso rápido, concentrados en el helicóptero. Subieron, se sentaron, se abrocharon el cinturón de seguridad, y el helicóptero se elevó y sobrevoló las aguas.
La madre exigió saber el plan verdadero, pero una vez más Graff cortó toda discusión:
—¡Esperemos a no tener que gritar para poder discutirlo!—exclamó de buen humor.
A la madre no le gustó. En realidad a ninguno de ellos les gustó. Pero sor Carlotta mostraba su mejor sonrisa de monja, como una especie de Virgen en período de prácticas. ¿Cómo no iban a confiar en ella?
Cinco minutos en el aire y se posaron en la cubierta de un submarino. Era grande, con las barras y estrellas estadounidenses, y a Bean se le ocurrió que, puesto que no sabían qué país había secuestrado a los otros niños, ¿cómo podían estar seguros de que no se estaban entregando a sus enemigos?
Cuando entraron en la nave, pudieron ver que aunque la tripulación vestía uniformes americanos, los únicos que llevaban armas eran los soldados de la F.I. que los habían traído y media docena más que los esperaban en el submarino. Ya que el cañón de un arma era lo que otorgaba poder, y las únicas armas a bordo estaban a las órdenes de Graff, Bean se tranquilizó un poco.
—Si intenta decirnos que no podemos hablar aquí... —empezó a decir la madre, pero para su consternación Graff alzó de nuevo una mano y sor Carlotta pidió silencio con un gesto mientras Graff les
indicaba que siguieran al soldado por los estrechos pasillos del submarino.
Finalmente los seis se apretujaron una vez más en un espacio diminuto, el camarote del primero de a bordo, y de nuevo esperaron a que Graff colgara su absorbedor de sonidos y lo conectara. Cuando la luz empezó a parpadear, la madre fue la primera en hablar.
—Estoy intentando decidir cómo podemos estar seguros de que no nos están secuestrando como a los demás —dijo secamente.
—Sí, claro —respondió Graff—. Todos fueron secuestrados por un grupo de monjas terroristas, ayudadas por burócratas gordos y viejos.
—Es una broma—dijo el padre, tratando de calmar la ira de la madre.
—Ya lo sé, pero no le veo la gracia. Después de todo lo que hemos pasado, encima tenemos que marcharnos sin decir palabra, sin hacer una sola pregunta, solamente... confiando.
—Lo siento —dijo Graff—. Pero ya confiaban en el gobierno griego cuando estaban allí. Tienen que confiar en alguien, ¿por qué no en nosotros?
—Al menos el ejército griego nos explicaba la situación y fingía que teníamos derecho a tomar decisiones.
A mí y a Nikolai no nos explicaron nada, quiso decir Bean.
—Vamos, niños, nada de peleas —dijo sor Carlotta—. El plan es muy sencillo. El ejército griego continuará vigilando ese edificio de apartamentos como si ustedes siguieran allí, y les llevarán comida y se encargarán de la lavandería. Probablemente eso no engañará a nadie, pero permitirá que el gobierno griego se sienta útil. Mientras tanto, cuatro pasajeros que coinciden con su descripción volarán bajo nombre supuesto a Eros, donde embarcarán en la primera nave colonial. Sólo entonces, cuando la nave haya despegado, se hará el anuncio de que, por su protección, la familia Delphiki ha optado por emigrar permanentemente e iniciar una nueva vida en otro mundo.
—¿Y dónde vamos a estar en realidad? —preguntó el padre.
—No lo sé —respondió sencillamente Graff.
—Ni yo tampoco —intervino sor Carlotta. La familia de Bean los miró, incrédula.
—Supongo que eso significa que no nos quedaremos en el submarino —dijo Nikolai—, porque entonces sabrían dónde estamos.
—Es una doble estratagema —dijo Bean—. Van a separarnos. Yo iré por un lado, vosotros por otro.
—Ni hablar —dijo el padre.
—Ya hemos sido una familia dividida bastante tiempo —replicó la madre.
—Es la única manera —dijo Bean—. Yo lo sabía ya. Yo... quería que fuese as��.
—¿Quieres dejarnos? —preguntó la madre.
—Es a mí a quien quieren matar.
—¡Eso no lo sabemos!
—Pero estamos bastante seguros —adujo Bean—. Si no estoy con vosotros, aunque os encuentren os dejarán en paz.
—Y si estamos divididos —apuntó Nikolai—, el perfil de lo que están buscando cambiará. No será una pareja y dos niños. Ahora será una pareja y un niño. Y una abuela y su nieto.
—Nikolai le sonrió a sor Carlotta.
—Esperaba que me tomasen por una tía—sonrió ella.
—¡Habláis como si ya conocierais el plan!
—Era evidente —dijo Nikolai—. Desde el momento en que nos contaron esa tapadera en el cuarto de baño. ¿Por qué si no iba a traer el coronel Graff a sor Carlotta? —Para mí no fue tan evidente —se lamentó la madre.
—Ni para mí —repuso el padre—. Pero eso es lo que pasa cuando tus dos hijos son brillantes mentes militares.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la madre—. ¿Cuándo acabará? ¿Cuándo recuperaremos a Bean?
—No lo sé —contestó Graff.
—No puede saberlo, mamá —dijo Bean—. Al menos hasta que sepamos quién llevó a cabo los secuestros y por qué. Cuando averigüemos cuál es la amenaza, entonces podremos juzgar si hemos tomado las medidas adecuadas para abandonar nuestro escondite.
La madre se echó a llorar.
—¿Y tú quieres esto, Julian?
Bean la abrazó. No porque sintiera ninguna necesidad personal de hacerlo, sino porque sabía que ella precisaba de ese gesto suyo. Vivir con una familia durante un año no le había dado el complemento de tener respuestas emocionales humanas normales, pero al menos sí le había hecho ser más
consciente de cuáles deberían ser. Y tuvo una reacción normal: se sintió un poco culpable porque sólo
podía fingir ese sentimiento que la madre necesitaba, en vez de experimentarlo de corazón. Para Bean, esos gestos nunca surgían del corazón. Era un lenguaje que había aprendido demasiado tarde para que acudiera a él de manera natural. Siempre hablaría el lenguaje del corazón con un torpe acento extranjero.
La verdad era que aunque amaba a su familia, estaba ansioso por llegar a un lugar donde pudiera ponerse a trabajar para establecer los contactos que necesitaba a fin de conseguir la información que le llevara a encontrar a sus amigos. Excepto Ender, era el único del grupo que estaba libre. Lo necesitaban, y ya había perdido bastante tiempo.
Así que abrazó a su madre, y ella se aferró a él y lloró. También abrazó a su padre, pero más brevemente; y «Nikolai y él tan sólo se dieron puñetazos en el brazo. Todos eran gestos extraños para Bean, pero sabía lo que debían significar para ellos, y los ejecutó como si fueran reales.
El submarino era rápido. Llegaron pronto a puerto: Salónica, supuso Bean, aunque podría tratarse de
cualquier puerto comercial del Egeo. El submarino no llegó a entrar en la bahía. Salió a la superficie entre dos barcos que llevaban rumbo paralelo. Sus padres, Nikolai y Graff subieron a un carguero junto con dos de los soldados, que ahora vestían de paisano, como si eso pudiera ocultar la manera marcial en que actuaban. Bean y Carlotta se quedaron atrás. Ninguno de los dos grupos sabría adónde iba el otro. No habría ningún esfuerzo por contactar. Aceptar eso también le había costado trabajo a la madre.
—¿Por qué no puede escribir?
—Nada es más fácil de rastrear que el correo electrónico —explicó el padre—. Aunque usemos falsas identidades, si alguien nos encuentra, y le escribimos regularmente a Julian, verán la pauta y lo localizarán.
La madre lo comprendió entonces. Con la cabeza, aunque no con el corazón.
En el submarino, Bean y Carlotta se sentaron en una diminuta mesa en el comedor.
—¿Bien? —dijo Bean.
—Bien —dijo sor Carlotta.
—¿Adónde vamos?
—No tengo ni idea. Nos trasladarán a otro barco en otro puerto, y nos marcharemos, y yo tengo estas falsas identidades que se supone debemos usar, pero en realidad no tengo ni idea de adónde deberíamos ir a partir de ahí.
—Tenemos que mantenernos en movimiento. Sólo unas cuantas semanas en un solo lugar —dijo Bean—. Y tengo que entrar en las redes con nuevas identidades cada vez que nos mudemos, para que nadie pueda rastrear la pauta.
—¿De verdad crees en serio que alguien catalogará todo el correo electrónico de todo el mundo y seguirá a todos los que se muevan? —preguntó sor Carlotta.
—Sí. Probablemente ya lo hacen, así que es sólo cuestión de efectuar una búsqueda.
—Pero hay miles de millones de emails al día.
—Entonces hará falta esa cantidad de empleados para comprobar todas las direcciones electrónicas en los archivos del servidor central —dijo Bean, sonriendo.
Ella no le devolvió la sonrisa.
—Eres un niñito descarado e irrespetuoso.
—¿Va a dejarme decidir adónde vamos?
—En absoluto. Simplemente estoy esperando a que tomemos una decisión con la que los dos estemos de acuerdo.
—Oh, ésa sí que es una excusa pobretona para que nos quedemos aquí en el submarino con todos esos hombres guapetones.
—El nivel de tus pullas se ha vuelto aún más burdo que cuando vivías en las calles de Rotterdam —
dijo ella, fríamente analítica.
—Es la guerra —respondió a Bean—. Cambia a los hombres.
Ella no pudo seguir manteniendo la cara seria. Aunque su risa fue sólo un simple ladrido, y su sonrisa apenas duró un instante más, fue suficiente. Todavía lo apreciaba. Y él, para su sorpresa, aún la apreciaba a ella, aunque habían pasado años desde que vivió con Carlotta mientras lo preparaba para la Escuela de Batalla. Se sorprendió porque, en todo el tiempo que vivió con ella, nunca se había permitido darse cuenta de que la apreciaba. Después de la muerte de Poke, no había estado dispuesto a admitir que apreciara a nadie. Pero ahora sabía la verdad. Apreciaba igualmente a sor Carlotta.
Naturalmente, al cabo de algún tiempo ella le atacaría los nervios también, igual que sus padres. Pero al menos cuando eso sucediera podrían recoger las cosas y ponerse en marcha. No habría soldados manteniéndolos encerrados y apartados de las ventanas.
Y si alguna vez se volvía verdaderamente molesto, Bean podría marcharse por su cuenta. Nunca se lo diría a sor Carlotta, porque eso sólo la preocuparía. Además, ya debía de saberlo. Tenía los datos de todos sus tests. Y esos tests habían sido diseñados para contarlo todo sobre una persona. Vaya, probablemente ella lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.
Naturalmente, él ya sabía eso cuando hizo los tests, así que apenas hubo una sola respuesta sincera en ninguna de las pruebas psicológicas. Cuando las hizo ya sabía suficiente psicología para saber exactamente qué respuestas eran necesarias para mostrar el perfil que lo llevaría a la Escuela de
Batalla. Así que en realidad ella no lo conocía por aquellos tests en absoluto.
Pero claro, él no tenía ni idea de cuáles tendrían que haber sido las respuestas de verdad, ni entonces ni ahora. Así que tampoco se conocía mucho mejor a sí mismo.
Y como ella lo había observado, y era sabia a su modo, probablemente sí que lo conocía.
Qué risa. Pensar que un ser humano podía conocer de verdad a otro. Te podías acostumbrar al otro, habituarte tanto que podías decir sus palabras al mismo tiempo, pero nunca sabías por qué las demás personas decían lo que decían o hacían lo que hacían, porque ellos mismos no lo sabían nunca. Nadie comprende a nadie.
Y sin embargo de algún modo vivimos juntos, casi siempre en paz, y hacemos cosas con un promedio de éxitos lo bastante alto para que la gente siga intentándolo. Los seres humanos se casan y un montón de matrimonios salen bien, y tienen hijos y la mayoría de ellos crece para convertirse en personas
decentes, y tienen colegios y negocios y fábricas y granjas con resultados aceptables... todo ello sin
sospechar siquiera lo que pasa por la cabeza de nadie.
Chapotear, eso es lo que hacen los seres humanos. Ésa era la parte de ser humano que más odiaba
Bean.