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S.E.L "Union en la oscuridad"

En medio de un cautiverio desolador, Octavio Montes, un renombrado bioquímico y catedrático, recibe la visita de su secuestrador. Giovanni, inicialmente un simple engranaje en una maquinaria mayor, se sorprende al ver el deterioro de su antiguo profesor. Mientras examina las heridas del cautivo, se siente atraído por su esencia: la suavidad de la piel, la familiaridad de la fragancia. En medio de la tensión y la confusión de sus emociones, Gio se debate entre su deber y un deseo creciente hacia Octavio. Sentimientos impensables comienzan a desdibujar las líneas de la racionalidad, perdidos en una extraña forma de conexión humana, llena de odio y pasión.

DANxRA · LGBT+
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10 Chs

Capítulo 2: Tómalo, rómpelo, destrúyelo.

"Lo prometí, me prometí a mí mismo no volver a caer en el viejo hábito. Porque el desamor es salvaje y el amor es una perra."

Two Feet - Love is a bitch.

Octavio, inmerso en la penumbra del desconocimiento y envuelto en el sigiloso manto del inconsciente, observa cómo sus sentidos, aferrados a la ausencia, entretejen la delicada red de la percepción.

Una voz suave y susurrante, se infiltra en su mente.

Los pensamientos brillan como luciérnagas en la oscuridad, buscando el camino de regreso.

En el aire estancado en la habitación, la agitada respiración del hombre sobre su cuerpo se expande sin tregua, formando una densidad asfixiante.

Con las piernas dobladas hacia adelante, conteniendo las rodillas del profesor, el perpetrador se inclina y desliza la yema de los dedos rozando los botones de la camisa.

Un tono rojizo se acrecienta en su rostro.

En silencio, procede a desprenderlos uno por uno. La ansiedad se revela en el movimiento de sus manos y una sensación de cosquilleo sube y baja por su abdomen.

En la oscuridad, la humedad de sus labios traza como un pincel cada poro del amplio pecho de Octavio.

Los párpados, pesados y reticentes, se aventuran a alzarse, revelando solo la penumbra de la tela que los envuelve.

El profesor tiene los brazos cruzados y sujetos con cinta adhesiva desde los codos hasta las muñecas. Inmovilizados y aferrados a su espalda.

La respiración de Octavio, antes tenue, ahora se vuelve más profunda, recuperando el ritmo natural.

Poco a poco, como un amanecer lento y apacible, se desprende del letargo.

La conciencia recobra cada rincón de su ser, devolviéndole el sentido de sí mismo. Un pequeño quejido escapa de sus labios.

—¡Augh!

El individuo alza la mano y aparta hacia un lado los mechones húmedos de cabello que caen sobre la frente del profesor. Observa con detenimiento las finas líneas que contornean ese rostro. Una sonrisa juguetona se forma en la comisura.

—Al fin despertó.

Octavio, aún mareado, parpadea tratando de entender la situación.

—No te acerqués —advierte instintivamente, mientras esquiva el contacto moviendo la cabeza.

Desorientado, lucha por reconstruir los recuerdos, rememorando el momento en que lo sacaron de su laboratorio, reviviendo la discusión y los golpes que sufrió.

Un intenso dolor atraviesa su cabeza lacerando sus neuronas. Una pregunta resuena una y otra vez en su mente: «¿Eva? ¿La encontraron?» Su propia respuesta se repite en eco: «No, no creo, no estaría acá si la hubieran hallado».

Tras un autoanálisis, nota algo crucial: su instinto de alerta ante el peligro se activa.

Solo entonces se da cuenta de que su pecho está expuesto, su piel húmeda y por alguna razón desconocida, sus labios arden.

Una mano masculina lo acaricia y le presiona el muslo.

Un escalofrío gélido recorre su médula. No puede creer lo que está ocurriendo y frunce el ceño al preguntar:

—¿Qué estás haciendo?

—Estaba disfrutando de su encanto, ¿no es evidente?

—Será mejor que no continúes con esto.

Dominado por la desesperación, libera su ira pateando el aire con sus piernas, esperando que alguno de esos movimientos alcance al hombre que lo retiene.

Sin embargo, sus esfuerzos son en vano.

Los sonidos de las cadenas en sus tobillos resuenan en el aire cargado de frustración.

—¡Hijo de puta, si me tocas te mato!

—¡Qué sorpresa! Jamás imaginé que el profesor O. podría usar palabras tan vulgares.

La mente de Octavio se tensa. ¿Cómo lo había llamado este sujeto? Hacía más de cuatro años que nadie le decía así. ¡No! Peor aún, solo sus mejores alumnos le llamaban de está forma ¿Quién diablos era este tipo?

—No me juzgue, profesor. Debo decir que su forma de manejar el estrés es admirable. —Desliza el borde de los dedos por la línea central del abdomen del cautivo, observando con atención el subir y bajar del pecho inquieto—. Tan refinada y llena de... color.

—¡Basta ya! No te atrevas, pedazo de mierda —advierte, los labios vibrando de furia.

—Hay cosas que nunca cambian, ¿verdad?

Presiona con firmeza el pecho del cautivo y se inclina sobre su cuerpo. La nariz roza el costado del rostro, ascendiendo hasta el oído.

—¿No me reconoce? ¿No me recuerda? —susurra con una voz cálida y húmeda. Ante la falta de respuesta, se endereza y cambia a un tono frío y seco—. Soy Gio, profesor.

Octavio queda perplejo.

El profesor es alguien que raramente reconoce a la gente y para aquellos que logran captar su atención, él solo se fijará en su apellido.

Siempre lo han tachado de arrogante y prepotente; son pocos los que conocen la verdadera persona detrás de esa apariencia.

—No tiene idea de quién soy. No me sorprende en absoluto viniendo de usted.

Octavio intenta retroceder en el tiempo, explorando lo más remoto de su memoria. Sin embargo, no encuentra rastro alguno de un sujeto llamado "Gio". «¡Maldición! ¿Quién diablos es este lunático?»

Se esfuerza por analizar la voz de este hombre. Suena joven y seguro, con un sarcasmo marcado en cada palabra que pronuncia. Es suave pero denota un tono masculino.

Calcula que este individuo debe tener entre veinticinco y treinta años.

Pero esa información no le sirve de mucho; ha tenido innumerables alumnos, además de haber participado en seminarios e investigaciones.

Frunce los labios. «Dice que se llama "Gio", ¿será un apodo? ¿Giovanni sería su nombre? ¡Demonios, no es un nombre común! Pero no, no lo reconozco en absoluto». Intenta calmarse un momento y evitar este dilema.

Antes de que pueda decir algo, siente las manos del hombre acariciándole la cadera.

—Es simpático hasta cierto punto ver cómo intenta recordarme.

—De acuerdo, no sé quién sos, pero esto es demasiado. No sé qué tipo de mal entendido tengas conmigo, pero créeme que no es el camino para resolverlo.

—La verdad es que no hay malentendido alguno. Esto puede terminar ahora mismo. ¿Usted lo sabe, verdad?

Octavio no puede evitar reír.

—Esto es absurdo, no va a suceder.

El hombre presiona con fuerza sus pulgares sobre el abdomen del profesor y los desliza hacia arriba.

—Entonces deberá enfrentar las consecuencias de sus decisiones. Usted solía llenarse la boca con palabras pueriles, aún recuerdo cada una de ellas. Eran como un sermón aburrido que repetía sin cesar.

»Nuestra ética y moral están fundamentadas en el principio de evitar causar daño. Es crucial comprender que cualquier acción que pueda perjudicar a otros, directa o indirectamente, no es aceptable. Esto se refleja tanto en la investigación, donde buscamos el beneficio sin comprometer la integridad y el bienestar de las personas, como en nuestra práctica profesional, donde priorizamos el cuidado y respeto por la salud y seguridad de la comunidad. Además, es fundamental asumir la responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones, siendo conscientes de cualquier impacto negativo que puedan generar.

Una sonrisa burlona se dibuja en el rostro de Gio.

—Si lo piensa bien, al crear a E.V.A, usted mismo pecó al creerse Dios.

El rostro de Octavio se oscurece, decide no hablar más.

El hombre observa en silencio la figura desordenada. Un seductor tono violáceo resalta debajo de la piel translúcida, cada vez que las venas del cuello del profesor se tensan.

En cada movimiento por liberarse, la camisa se desliza por los hombros rectos y varoniles de Octavio. Y aunque la mirada está cubierta, Gio puede imaginar el enrojecimiento que los envuelve y el asco que brota de ellos.

La nuez de Adán del hombre sube y baja, mostrando su éxtasis. Cierra los ojos por un momento; al abrirlos de nuevo, solo se vislumbra un deseo intenso y profundo.

Agarra del pelo a Octavio y lo besa con fuerza.

Sin embargo, solo es un golpe seco; el profesor no cede. Con la mano libre presiona la mandíbula con tal rudeza, que de forma automática los dientes se abren.

En un beso profundo lo invade sin remordimiento. Entremezcla sus lenguas y juega sin piedad alguna.

Se envicia.

Se pierde.

La racionalidad de Gio se desvanece ante la ambición de poseerlo. Sin importar la confusa situación, las disculpas no servirán de nada.

Viejas palabras se arraigan en el inconsciente como justificación.

"Tómalo, rómpelo, destrúyelo".

El pecho del hombre se eleva y desciende ante la estimulación. Pequeños calambres en el abdomen se intensifican y solo el sonido húmedo de la boca de ambos resuena en su cerebro.

"Si no lo hace uno mismo, alguien más lo hará".

Succiona y absorbe como un animal hambriento, disfrutando de una presa que, tras una larga persecución, finalmente puede saborear.

Los ojos negros y profundos no desperdician tiempo, graban en su retina cada reacción del profesor. El aroma amaderado se intensifica y una corriente eléctrica invade su cuerpo.

Sin embargo, Octavio no puede soportarlo más. Siente que va a morir asfixiado; enfurecido, muerde con fuerza los labios del agresor.

Sus dientes aprietan con fiereza, cortando la piel aterciopelada.

El otro se retira con un gemido de dolor, mientras el profesor lucha por recuperar el aliento, una sonrisa fría se forma en la comisura de los labios de Gio.

La sangre de la herida fluye por el cuello y el penetrante olor metálico invade sus fosas nasales.

Pasa la mano por la boca y un brillo peculiar aparece en su mirada al ver la sangre en ella. Se lame la palma y ríe con sorna.

—Vaya, ¿así que tiene estos gustos? Sabe, esto me duele, realmente lo hace. Debería habérme avisado, soy un maestro a la hora de jugar de esta forma.

La mano presiona la mitad del rostro del profesor, dejando a la vista solo los labios delgados.

—Debería ser consciente de su situación —balbucea, para volver a acercarse y besarlo.

Con la nariz cubierta y la invasión sin escrúpulos, las pestañas de Octavio se humedecen.

El sudor tibio se desparrama por debajo de la tela. Los sabores se vuelven intensos; la saliva insulsa se mezcla con el matiz ferroso y salado de la sangre.

Octavio clava las uñas en la carne blanda de su mano y varias venas aparecen en su frente. Los músculos mandibulares y de la garganta queman. La saliva rosada se desliza descontroladamente por la comisura y las arcadas no consiguen liberarse.

Está ahogándose.

Es cuando el hombre decide retirarse que el profesor vuelve a respirar.

¡Cof! ¡Cof! ¡Cof!

—Bastardo, aléjate de mí.

Lamentablemente para Octavio, la esencia humana de Gio se rinde ante el anhelo.

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