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Capítulo 25: La Capilla del Castillo: Parte 2

La campana sonó una vez, seguida de una segunda campanada, y luego una tercera.

El coro se fue preparando para empezar a cantar, posicionándose estratégicamente en el segundo piso de la capilla, que se extendía desde la entrada hasta el final del recinto. La disposición había sido cuidadosamente planeada: al principio, cerca de la entrada, se ubicaron los niños, cuyas voces agudas aportarían claridad y brillo al conjunto coral. Sus rostros reflejaban concentración y una pizca de nerviosismo ante la inminente actuación.

A continuación, en la sección media del segundo piso, se situaron los jóvenes de entre 12 y 16 años. Sus voces, en pleno cambio y desarrollo, servirían de puente entre la inocencia de los tonos más altos y la madurez de las voces más bajas. Esta mezcla de timbres creaba una rica textura sonora, una transición armoniosa que fluía con naturalidad hacia la profundidad y resonancia de las voces adultas.

Finalmente, en la parte trasera, cerca del final del segundo piso, se encontraban los adultos. Sus voces graves y potentes eran el cimiento sobre el que se construía el resto del coro. La solidez de sus tonos bajos proporcionaba un contrapunto perfecto a la ligereza de los niños, y juntos, creaban un espectro completo de sonidos que llenaría la capilla con una música celestial.

Con todos en su lugar, el director del coro levantó las manos, pidiendo silencio y atención. Un último vistazo de confirmación recorrió las filas de cantantes, y con un gesto sutil, el director marcó el inicio. Las primeras notas se elevaron, puras y claras, comenzando el tejido de una armonía que se expandiría por todo el espacio sagrado, envolviendo a todos en la belleza del canto coral.

Mientras el coro entonaba el himno sagrado, la procesión comenzó a entrar por la puerta de la capilla. La música llenaba el espacio con su reverencia y solemnidad:

"Adorate Deum omnes Angeli eius:

audivit et laetata est Sion:

et exsultaverunt filiae Iudae.

Dominus regnavit, decorem indutus est:

indutus est Dominus fortitudinem, et praecinxit se.

Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto.

Sicut erat in principio, et nunc, et semper,

et in saecula saeculorum. Amen."

Los primeros en la procesión eran el crucífero, llevando con orgullo la cruz alta que se alzaba por encima de la multitud, y a su lado, el portador de velas, cuya luz simbolizaba la presencia de Cristo como la luz del mundo. Sus roles eran fundamentales, marcando el comienzo de la ceremonia con su paso solemne y medido.

Entre los que seguían, destacaba el diácono, vestido con la estola y la dalmática, sus vestiduras litúrgicas que denotaban su orden y función dentro de la iglesia. Se movía con una gracia que reflejaba su profundo respeto por el ritual que estaba a punto de desempeñar.

Finalmente, al final de la procesión, venía el sacerdote, el celebrante principal de la misa. Su presencia era la más esperada, y su entrada marcaba el comienzo formal de la liturgia. Vestido con la casulla sobre sus otras vestiduras, simbolizaba la autoridad y la responsabilidad de guiar a la congregación en la adoración y la oración.

La multitud se puso de pie, sus rostros se volvieron hacia la procesión mientras pasaba por el pasillo central, cada miembro del clero y los fieles preparándose para entrar en la sagrada comunión de la misa. La música del coro, elevándose desde el segundo piso, envolvía a todos en una atmósfera de devoción y expectación.

Mientras el coro volvía a entonar la canción, creando un ambiente de devoción y continuidad, los miembros de la procesión comenzaron a dejar sus objetos ceremoniales en los lugares designados.

El crucífero colocó la cruz en su soporte, y el portador de velas situó las suyas en los candelabros preparados para ello. El diácono, tras una reverencia al altar, se dirigió a una habitación al final de la capilla, conocida como la sacristía, donde los ministros y servidores se preparan antes de la misa y guardan las vestiduras y objetos litúrgicos.

El sacerdote, mientras tanto, se acercó al altar, quedándose de pie detrás del atril desde donde se proclaman las lecturas de la Escritura y se predica la homilía.

Con el final de la canción como telón de fondo, el sacerdote se preparaba para iniciar la liturgia de la Palabra, momento en el que se leen las escrituras y se reflexiona sobre ellas. La comunidad, ya sumida en el recogimiento, esperaba con anticipación las palabras que resonarían desde el ambón, palabras que alimentarían su fe y les guiarían en su camino espiritual.

El sacerdote, de pie detrás del ambón, tosió suavemente para captar la atención de la congregación. Un silencio reverente se extendió por la capilla, y todas las miradas se dirigieron hacia él. Con una voz clara y serena, el sacerdote anunció:

"Antes de comenzar, vamos a orar un Padre Nuestro en voz alta."

La comunidad se unió en una sola voz, recitando la oración que Jesús enseñó a sus discípulos. Mientras las palabras del "Padre Nuestro" resonaban en el espacio sagrado, el encargado de la colecta comenzó a pasar entre los bancos con un saco de tela, recogiendo las ofrendas de los fieles.

Urraca, con una expresión de devoción, depositó tres monedas de oro en el saco, su generosidad reflejando su estatus y su compromiso con la iglesia. Los sirvientes principales, no menos piadosos en su entrega, ofrecieron cinco monedas de plata cada uno, su brillo capturando la luz de las velas mientras caían en el saco.

Los demás sirvientes, cada uno a su manera, contribuyeron con lo que podían, entregando entre 50 y 80 deniers de cobre. Aunque las monedas de cobre no brillaban tanto como el oro o la plata, cada una representaba un acto de fe y un sacrificio personal.

El sonido de las monedas al chocar unas con otras marcaba el ritmo de la oración, y cuando el último "Amén" fue pronunciado, el saco había sido llenado con las ofrendas de todos los presentes. El acto de dar no solo era un gesto de caridad, sino también una parte integral del servicio, un momento de comunión y de compartir las bendiciones de cada uno con la comunidad más amplia.