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Los años de la locura

Pekín, año 1967

 El Cuartel General de la Brigada del 28 de Abril llevaba dos días siendo

asediado por parte de la Liga Roja. Sus banderas se arremolinaban en torno al

edificio, retorciéndose como llamas que ansían la leña.

 El comandante de la Liga Roja sentía una gran desazón. Lo que le preocupaba

no eran los defensores del edificio; aquellos poco más de doscientos guardias

rojos de la Brigada del 28 de Abril eran meros principiantes comparados con los

suyos: los guardias rojos de la Liga, formada en 1966 al inicio de la Gran

Revolución Cultural Proletaria, llevaban a sus espaldas múltiples y tumultuosas

marchas revolucionarias a lo largo y ancho del país, e incluso habían asistido a

las grandes concentraciones de Tiananmen para ver y escuchar en persona al

presidente Mao.

 El motivo de su desasosiego era la docena de estufas de hierro que había en el

edificio, todas ellas repletas de explosivos y conectadas entre sí por detonadores

eléctricos. No podía verlas, pero sentía su magnética presencia. Accionando un

solo botón, todos, revolucionarios y contrarrevolucionarios por igual, saltarían

por los aires ardiendo en llamas. Los jóvenes miembros de la Brigada del 28 de

Abril eran capaces de tal osadía y más. A diferencia de los hombres y mujeres de

la primera generación de guardias rojos, templados por mil y una batallas, aquella

nueva hornada de rebeldes resultaba tan descontroladamente enajenada como una

manada de lobos sobre carbón ardiente.

 En lo más alto del edificio surgió la espigada figura de una hermosa joven.

Hacía ondear una enorme bandera de la Brigada del 28 de Abril. Su aparición fue

automáticamente recibida por una copiosa lluvia de disparos provenientes de las

armas más diversas: desde antiguallas como carabinas americanas,

ametralladoras checas o fusiles japoneses tipo 38, hasta fusiles y metralletas más

modernos robados al Ejército de Liberación Popular tras la publicación del

«Editorial de Agosto»[2]; incluso había armas blancas como espadas y lanzas,

todo un compendio de la historia bélica reciente.

 No era la primera vez que un miembro de la Brigada protagonizaba un acto de

provocación como aquel. Además de hacer ondear banderas, también gritaban

eslóganes a través de megáfonos o arrojaban octavillas sobre las cabezas de sus

atacantes. En cada una de las ocasiones anteriores, el osado u osada había

logrado escapar indemne de las balas y ganarse fama de valiente.

 Claramente, aquella muchacha creía que iba a tener la misma suerte.

Enarbolaba la bandera como si se jactara de su impetuosa juventud, convencida

de que el enemigo acabaría sucumbiendo bajo las llamas de la Revolución,

imaginando que al día siguiente del ardor que corría por su sangre nacería un

mundo ideal… Siguió embriagada por la roja y espléndida pasión de su sueño

hasta que una bala le atravesó el pecho, tan tierno a sus quince años que el

proyectil apenas se detuvo antes de salir silbando por su espalda. La joven

guardia y su bandera se precipitaron al vacío, la primera casi más despacio que

aquel paño rojo, como si se tratara de un pájaro enamorado del cielo que se niega

a abandonarlo.

 Los miembros de la Liga Roja prorrumpieron en vítores. Algunos de ellos

corrieron hasta el pie del edificio para despedazar la bandera de la Brigada y

tomar en volandas el pequeño cadáver. Al rato de exhibirlo cual trofeo de guerra,

lo arrojaron contra la verja metálica del recinto. La mayor parte de las barras,

terminadas en punta, habían sido retiradas al principio de la guerra entre

facciones, para ser luego usadas como lanzas. Pero aún quedaban dos. Cuando la

atravesaron, el tierno cuerpo de la chica pareció volver a la vida

momentáneamente.

 A continuación, los guardias rojos tomaron distancia y comenzaron a

dispararle como si de un blanco de práctica se tratara. Para entonces, ella no

sentía nada y las balas que la acribillaban eran como gotas de lluvia fina; sus

lánguidos brazos apenas se mecían, eran dos enredaderas por las que resbalaba el

 agua. Después le volaron la mitad de la cabeza y en su joven rostro quedó un solo

ojo con que mirar el límpido cielo azul de 1967. Era una mirada sin rastro de

dolor. Una mirada obcecada en el fervor y la devoción.

 Lo cierto era que, comparado con el que deparaba a otros, el destino final de

aquella muchacha podía considerarse afortunado. Como mínimo, había muerto en

el afán de sacrificarse por un ideal.

 Aquellas escenas cruentas se reproducían por todo Pekín, como una multitud

de procesadores trabajando en paralelo cuyo resultado combinado era la

Revolución Cultural, un mar de locura que se propagaba por la ciudad inundando

hasta el último rincón.

 En los límites de la capital, en el recinto deportivo de la prestigiosa

Universidad de Tsinghua, millares de personas asistían desde hacía casi dos

horas a una de las llamadas sesiones de castigo. Estas tenían como objetivo el

escarnio público de los enemigos de la Revolución, y en ellas solían emplearse

salvajes abusos verbales y físicos a fin de lograr la confesión de los crímenes.

Corrían los tiempos del todos contra todos y los revolucionarios se dividían en

numerosas facciones opuestas. En el interior de la universidad se repetían los

encontronazos entre los guardias rojos, el grupo de trabajo por la Revolución

Cultural, el equipo de propaganda de los trabajadores y el de propaganda militar.

En ocasiones, cada una de ellas sufría disgregaciones que generaban nuevos

grupos rebeldes de orígenes e intereses opuestos, y ello conducía a más

encarnizadas luchas.

 Sin embargo, las víctimas de aquella sesión de castigo eran autoridades

académicas burguesas y reaccionarias, enemigas de todas las facciones por igual

y, por lo tanto, condenadas a soportar los feroces ataques procedentes de todas

ellas.

 A diferencia de otros «monstruos y demonios»[3], los miembros de las

autoridades académicas tenían algo en común: al principio todos se mostraban

invariablemente desafiantes y orgullosos, motivo por el cual en esas primeras

rondas murieron en mayor número. En el transcurso de cuarenta días, solamente

en Pekín, más de mil setecientas víctimas fueron vilipendiadas y torturadas hasta

la muerte en sesiones similares. Aún más numerosos fueron quienes escogieron

atajar el camino hacia su aciago destino. Eminentes literatos como Lao She, Yi

 Qun, Wen Jie y Hai Mo, los historiadores Wu Han y Jian Bozan; Fu Lei, traductor

al chino de Balzac, el meteorólogo y geofísico Zhao Jiuzhang y muchos otros

optaron por terminar con sus otrora honrosas y respetadas vidas.

 Los supervivientes de aquella etapa inicial se volvían insensibles al dolor

conforme discurrían las sesiones, gracias a una suerte de coraza mental que los

protegía del completo colapso emocional. Con frecuencia parecían entrar en un

trance del que solo despertaban cuando alguien les gritaba en la cara para

obligarles a recitar mecánicamente sus confesiones por enésima vez.

 Después de aquello, había quienes entraban en una tercera etapa: las infinitas

e interminables sesiones conseguían calar en su cerebro como si fuera mercurio;

hacerles ver vívidas imágenes políticas hasta que el edificio de sus mentes,

erigido por el entendimiento y la racionalidad, sucumbía a los embates y

terminaba colapsándose. Comenzaban a creer que eran culpables, que habían

perjudicado la gran causa de la Revolución, y rompían a llorar amargamente y a

pedir clemencia con un arrepentimiento mucho más sincero que el de aquellos

monstruos y demonios que no eran intelectuales.

 Para los guardias rojos, las sesiones de castigo de quienes se encontraban en

esas dos etapas mentales carecían de emoción. Solo aquellos monstruos y

demonios que aún se hallaban en la primera fase conseguían, como el capote del

torero, proporcionar a sus desbocados cerebros la excitación que ansiaban para

seguir embistiendo. Esa clase de sujetos era cada vez más escasa; en todo el

campus de Tsinghua quedaba solo uno. Y precisamente por ser tan raro lo habían

reservado para el final de la sesión.

 Hasta entonces Ye Zhetai, profesor de Física, había sobrevivido a la

Revolución Cultural sin pasar de la primera fase mental: ni había reconocido

culpa alguna, ni se había suicidado, ni había entrado en trance. Al subir al

escenario y presentarse ante el público, su expresión era la de quien acepta con

determinación cargar sobre sus hombros la cruz que se le impone.

 Si bien la carga que los guardias rojos le hacían llevar no era una cruz,

pesaba igual o más: a las otras víctimas les colocaban sombreros de bambú, pero

a él le habían puesto uno hecho con gruesos barrotes de hierro. Del mismo modo,

la placa que portaba al cuello no era de madera, como la de los demás, sino la

puerta metálica de un horno de laboratorio que llevaba su nombre escrito en

llamativos caracteres negros tachados por una gran equis roja.

 El número de guardias rojos que lo escoltó hasta el escenario era el doble del

habitual: dos chicos y cuatro chicas. Los primeros avanzaban con paso firme y

 seguro, la viva imagen del joven bolchevique más sazonado. Eran estudiantes de

cuarto de Física Teórica, y Ye Zhetai había sido su profesor. Ellas, mucho

menores, eran estudiantes de segundo de secundaria en el instituto adscrito a la

universidad. Iban vestidas con uniforme militar y llevaban banderolas rojas en la

mano. Exudando un ímpetu adolescente, rodeaban a Ye Zhetai como si fueran

cuatro hambrientas llamas de color verde.

 La aparición del profesor revitalizó al público que había al pie del escenario;

como una ola que crece, este volvió a rugir eslóganes con un fervor que había ido

decayendo.

 Tras esperar pacientemente a que el clamor disminuyera, uno de los guardias

rojos se dirigió a la víctima:

 —¡Ye Zhetai! Como experto en mecánica, deberías darte cuenta de lo fuerte

que es y cuán unificada está la fuerza a la que te resistes. ¡Insistir en tu

empecinamiento solo te conducirá a la muerte! Continuaremos directamente por

donde lo dejamos la vez anterior, no hay necesidad de gastar saliva. Contesta con

sinceridad a la siguiente pregunta: entre 1962 y 1965, ¿decidiste o no añadir por

tu cuenta la teoría de la relatividad al temario del curso de Introducción a la

Física?

 —La relatividad es parte fundamental de la física teórica. ¿Cómo no iba a

incluirla en un curso introductorio?

 —¡Mentira! —le gritó una de las chicas—. ¡Einstein es una autoridad

académica reaccionaria a disposición del mejor postor! ¡Le faltó tiempo para irse

con los imperialistas americanos y ayudarles a construir la bomba atómica! ¡Para

establecer una auténtica ciencia revolucionaria, hay que derribar primero el negro

estandarte del capitalismo que representa la teoría de la relatividad!

 Ye Zhetai guardó silencio. Soportaba con dolor el peso del sombrero de metal

y la puerta de hierro, pero no le quedaban fuerzas para refutar afirmaciones que

no merecían la pena. Detrás de él, uno de sus estudiantes frunció el ceño.

 La guardia roja que acababa de hablar era la más inteligente de las cuatro y,

además, la que estaba mejor preparada. Antes de subir al escenario había

memorizado las consignas de la sesión. Sin embargo, contra alguien como Ye

Zhetai, unos pocos eslóganes carecían de efecto. Decidieron usar el arma secreta

que le habían preparado. Hicieron una señal a alguien que se encontraba en la

primera fila del público.

 Ye Shaolin, esposa de Ye Zhetai y también profesora de Física, se puso en pie

y subió al escenario. Su ropa, demasiado holgada, era de un color verde oliva

 destinado claramente a imitar el uniforme de los guardias rojos. A quienes la

conocían, y la recordaban dando clase enfundada en un ceñido qipao tradicional,

aquel vestido les resultaba forzado y ridículo.

 —¡Ye Zhetai! —chilló la mujer entre temblores, tratando inútilmente de

parecer firme. Saltaba a la vista que no estaba acostumbrada a aquellas

pantomimas, y cuanto más subía la voz, más evidentes eran sus sacudidas—.

¿Pensabas que no iba a denunciarte, a desenmascararte? ¡Sí, en el pasado me dejé

cegar por tu visión reaccionaria del mundo y de la ciencia, pero ahora me he

quitado esa venda de los ojos y lo veo claro! ¡Gracias a la ayuda de las

juventudes revolucionarias, hoy estoy del lado de la Revolución, del lado del

pueblo! —Se volvió hacia el gentío—. ¡Camaradas! ¡Estudiantes, profesores y

personal revolucionario! Seamos conscientes de la naturaleza reaccionaria de la

teoría de la relatividad de Einstein. Resulta especialmente evidente en la

relatividad general: su modelo estático del universo niega la naturaleza dinámica

de la materia, ¡es antidialéctico[4]! Concibe el universo como algo limitado, lo

cual es, sin duda, una forma de idealismo reaccionario y…

 Ye Zhetai, al escuchar la interminable verborrea de su esposa, esbozó una

amarga sonrisa.

 «¿Que yo te cegué a ti, Shaolin? A ti, que siempre fuiste un misterio para mí.

Una vez alabé tus aptitudes delante de tu padre, en paz descanse, quien por fortuna

no tuvo que presenciar tanta calamidad, y él negó con la cabeza y me dijo que no

esperaba de ti grandes logros académicos. Lo que añadió a continuación acabaría

cobrando gran importancia en la segunda mitad de mi vida: "Mi Shaolin es

demasiado inteligente. Para trabajar en teoría fundamental, lo que hay que ser es

tonto".

 »Tuvo que pasar mucho tiempo hasta comprender sus acertadas palabras.

Shaolin, eres muy inteligente. Hace años que supiste ver el viraje ideológico que

se avecinaba en el mundo académico y te preparaste a conciencia para ello. Por

ejemplo, en tus clases les cambiaste el nombre a muchas leyes y constantes de la

física: a la ley de Ohm la llamaste ley de resistencia; a las ecuaciones de

Maxwell, ecuaciones electromagnéticas; a la constante de Planck, constante

cuántica… Te aseguraste de explicar a tus estudiantes que todo logro científico

era fruto de la sabiduría de las masas trabajadoras, y que las autoridades

académicas capitalistas las bautizaban con sus nombres para usurparles el mérito.

 »Ni siquiera así fuiste del todo aceptada en los círculos revolucionarios.

 Mírate ahora, todavía despojada del privilegio de lucir en el brazo la banda roja

con las palabras "Profesorado y personal revolucionario", aún sin el rango

necesario para poder llevar en la mano un ejemplar del Libro rojo de Mao… La

culpa es tuya por haber nacido en una destacada familia de la vieja China

prerrevolucionaria, quién te mandaba tener de padres a tan eminentes

académicos…

 »Mencionas a Einstein, pero tú tienes mucho más que confesar sobre él que

yo. En invierno de 1922 Einstein estuvo en Shanghai y tu padre, que hablaba

alemán, formó parte de la comitiva invitada a acompañarlo en su visita. ¿Cuántas

veces me dijiste que tu padre decidió dedicarse a la física alentado por el mismo

Einstein y que tú seguiste su ejemplo? ¿Cuántas veces te vanagloriaste de cómo

Einstein había sido, de manera indirecta, tu mentor? ¡Lo feliz y orgullosa que te

sentías!

 »Más tarde supe que tu padre había maquillado la verdad, que él y Einstein

apenas habían cruzado unas palabras. La mañana del 13 de noviembre de 1922 lo

acompañó en un paseo por la avenida Nanjing. Entre otros, también estaban Yu

Youren, decano de la Universidad de Shanghai, y Cao Gubing, director del

periódico La Gran Justicia. Al pasar por un tramo en obras, Einstein se detuvo a

observar a un muchacho que picaba piedra. Llevaba la ropa hecha jirones y tenía

el rostro y los brazos cubiertos de mugre. Entonces Einstein le preguntó a tu padre

cuál era el sueldo diario de aquel joven obrero y él, después de preguntarle al

chico, le dijo que cinco centavos.

 »Esa fue la única interacción que tuvo con el gran científico que cambió el

mundo. No hablaron de física ni de la teoría de la relatividad, solo de la cruda y

fría realidad. Según tu padre, tras escucharle, Einstein observó los mecánicos

movimientos del muchacho durante un largo rato sin dar siquiera una calada a la

pipa.

 »Después de compartir ese recuerdo conmigo, tu padre suspiró con amargura

y me dijo: "En China, cualquier idea que quiera tomar vuelo terminará

estrellándose contra el suelo. El peso de la realidad es demasiado fuerte"».

 —¡Agacha la cabeza! —gritó uno de los chicos.

 Ye Zhetai se preguntó si aquello era un velado gesto de misericordia por parte

de su exalumno: todas las víctimas de las sesiones de castigo debían bajar la

cabeza. Si lo hacía, aquel pesado sombrero de metal caería al suelo y, mientras no

lo levantara, no habría motivo para volver a colocárselo. Pero Ye Zhetai mantuvo

la cabeza bien alta, soportando aquel enorme peso con su fino cuello.

 —¡Agacha la cabeza, reaccionario testarudo!

 Una de las chicas se quitó el cinturón y lo fustigó. La hebilla de latón le dejó

una profunda marca en la frente, que enseguida quedó cubierta de sangre. El

profesor se tambaleó unos instantes para después volver a incorporarse.

 —También introdujiste muchas ideas reaccionarias cuando enseñabas

mecánica cuántica —anunció uno de los dos chicos, haciendo un gesto con la

cabeza para que Shaolin prosiguiera.

 Esta, ansiosa por continuar, no tardó ni un segundo en reaccionar. Sabía que

debía seguir hablando o, de lo contrario, su débil mente perdería la poca cordura

que le quedaba.

 —¡Ye Zhetai, de esta acusación no puedes eximirte! ¿Cuántas veces has

adoctrinado a tus estudiantes con la reaccionaria interpretación de Copenhague de

la mecánica cuántica?

 —No es más que la explicación más coherente con los resultados

experimentales que hay hasta la fecha.

 El tono calmado con que respondía, pese a ser el blanco de tan furibundos

ataques, la desconcertaba. Empezaba a sentir pánico.

 —Según la misma —continuó ella—, la mera observación externa conduce al

colapso de la función de onda. ¡No es más que otra muestra de idealismo

reaccionario, y de las más descaradas!

 —¿Es la filosofía la que debe guiar los experimentos o son los experimentos

los que deben guiar la filosofía?

 La súbita réplica del profesor consternó a los perpetradores de la sesión de

castigo. Durante unos instantes no supieron qué hacer.

 —¡Pues claro que la correcta filosofía marxista debe guiar los experimentos!

—espetó finalmente uno de los chicos.

 —Eso equivale a decir que la filosofía correcta viene dada del cielo. Se

contradice con la idea de que la verdad emerge de la experiencia. Niega los

principios con los que el mismo marxismo busca entender la naturaleza.

 Ni Shaolin ni ninguno de los dos chicos supieron qué contestar. A diferencia

de aquellos guardias rojos que aún estaban en el instituto, ellos no podían

permitirse el lujo de ignorar la lógica.

 Las cuatro chicas, en cambio, tenían sus propios e infalibles métodos

revolucionarios. La que acababa de fustigar al profesor volvió a quitarse el

cinturón y repitió la hazaña. Sus compañeras la imitaron: ante tamaña exhibición

de fervor revolucionario sentían la necesidad de parecer, como mínimo, igual de

 implicadas. Los dos chicos no interfirieron. Si lo hacían, alguien podía sospechar

que no eran suficientemente revolucionarios.

 —¡También enseñabas la teoría del Big Bang! —intervino uno de ellos,

tratando de reorientar la sesión—. ¡Una de las teorías más reaccionarias!

 —Quizá sea refutada en el futuro, pero dos de los más grandes

descubrimientos de nuestro siglo, la ley de Hubble y la observación del fondo

cósmico de microondas, la confirman como la explicación al origen del universo

más plausible de las que barajamos en la actualidad.

 —¡Mentira! —interrumpió Shaolin, quien comenzó a explicar la teoría del

Big Bang procurando intercalar, cada vez que le era posible, alusiones críticas a

su naturaleza reaccionaria.

 Sin embargo, su novedad atrajo el interés de la chica más inteligente, que no

pudo evitar preguntar:

 —Entonces, ¿también el tiempo surgió con la singularidad? ¿Y qué existía

antes?

 —Nada —respondió Ye Zhetai, empleando el mismo tono con que contestaba

las preguntas de cualquier estudiante curioso, y volvió la cabeza hacia la chica

para dirigirle una mirada afable. Herido y bajo el peso del sombrero y la placa,

se movía con extrema dificultad.

 —¡¿Nada?! ¡Eso es completamente reaccionario! —exclamó con espanto la

chica. Miró aturdida a Shaolin, quien acudió en su ayuda.

 —Eso deja lugar para la existencia de Dios —apostilló, clavándole los ojos

con intención.

 De pronto confundida, la joven guardia roja tuvo con aquello por donde

retomar su argumentario. Levantó el brazo que sostenía el cinturón y, señalando a

Ye Zhetai, exclamó:

 —¡Dices… dices que Dios existe!

 —No lo sé.

 —¡¿Cómo?!

 —Lo que digo es que lo ignoro. Si por Dios te refieres a algún tipo de

superconciencia fuera del universo, no sé si existe o no. La ciencia no ha aportado

pruebas fehacientes ni en un sentido ni en otro.

 En realidad, en medio de aquel escenario de pesadilla, Ye Zhetai se inclinaba

a pensar que Dios no existía.

 Aquella afirmación reaccionaria causó una gran conmoción entre el público,

que, alentado por una de las guardias rojas, comenzó a gritar eslóganes:

 —¡Abajo la autoridad académica reaccionaria Ye Zhetai!

 —¡Abajo todas las autoridades académicas!

 —¡Abajo todas las doctrinas reaccionarias!

 Cuando los eslóganes amainaron, la chica gritó:

 —¡Dios no existe, las religiones son instrumentos de la clase dominante para

oprimir el espíritu del pueblo!

 —Esa es una opinión muy poco imparcial —repuso con calma Ye Zhetai.

 Furiosa y humillada, la joven guardia roja concluyó que contra aquel enemigo

no valían las palabras. Cinturón en mano, se abalanzó sobre el profesor y volvió a

fustigarlo. Sus compañeras hicieron lo mismo. Ye Zhetai era muy alto y las cuatro

tenían que estirar los brazos para alcanzarle la cabeza. Después de varias dianas,

el sombrero de hierro, que lo había protegido en cierta medida, se le cayó de la

cabeza. Los golpes de las hebillas continuaron sucediéndose y, entonces sí,

terminaron por derribarlo.

 Envalentonadas por el éxito, las chicas redoblaron el fervor con que se

entregaban a aquella gloriosa sesión de castigo. Luchaban por su fe y por sus

ideales; orgullosas de su coraje, les deslumbraba el brillante papel que les había

reservado la historia.

 Entonces los chicos no pudieron más y corrieron a liberar a su antiguo

profesor de Física de aquellas cuatro furias.

 —¡El Gran Timonel nos ordena convencer con elocuencia, no con violencia!

—recordó uno de ellos.

 Pero ya era demasiado tarde. Ye Zhetai yacía inmóvil sobre el escenario con

los ojos aún abiertos y la sangre brotándole de la cabeza. El público detuvo su

algarabía y se hizo el silencio. Lo único que se movía era un fino reguero de

sangre, que serpenteaba por el escenario, llegaba hasta el borde y goteaba sobre

un baúl. Su cadencia recordaba al de unos pasos alejándose.

 Una risa desquiciada rompió el silencio. Era Ye Shaolin, que había terminado

de perder el juicio. Su tétrico sonido perturbó a los asistentes, quienes

comenzaron a marcharse. El recinto quedó desierto a excepción de una sola

persona frente al escenario.

 Era Ye Wenjie, la hija de Ye Zhetai.

 Cuando las cuatro guardias rojas empezaron a arrebatarle violentamente la

vida a su padre, ella quiso intervenir y subir al escenario, pero dos viejos bedeles

la sujetaron con fuerza y le susurraron al oído que solo conseguiría morir. Por

más que se desgañitó cuando aquella sesión de castigo acabó convertida en

 pesadilla, sus gritos quedaron ahogados por los eslóganes y vítores del gentío.

Después, en cuanto volvió a reinar el silencio, fue incapaz de emitir sonido

alguno.

 A medida que observaba el cuerpo inerte de su padre en la tarima, el llanto y

los gritos de rabia que había ahogado se le fueron congelando en la sangre. La

acompañarían el resto de su vida.

 Una vez dispersos los asistentes, ella permaneció inmóvil, como una estatua,

en la misma postura que al sujetarla los bedeles. Al cabo de un largo rato bajó los

brazos, caminó hacia el escenario, subió y se sentó junto al cuerpo de su padre y,

fijando la mirada en la distancia, tomó una de sus manos, ya fría.

 Cuando por fin vinieron a llevarse el cuerpo, se sacó un objeto del bolsillo y

lo puso en la mano del muerto. Era su pipa.

 A continuación Ye Wenjie abandonó el recinto, arrasado cual campo de

batalla, y se fue a casa. Al llegar al edificio donde vivían los miembros del

profesorado y sus familias, oyó una risa espeluznante que procedía del segundo

piso. Era la mujer que había sido su madre.

 Dio media vuelta y echó a andar sin preocuparle el rumbo.

 Poco después se halló frente a la puerta de la casa de Ruan Wen. Durante sus

cuatro años de universidad, la profesora había sido su tutora y amiga. En los dos

años siguientes, cuando realizó sus estudios de posgrado en el Departamento de

Astrofísica, y también durante los años caóticos que siguieron, fue siempre la

persona con quien tuvo más confianza, aparte de su padre.

 Ruan Wen había estudiado en Cambridge y eso se notaba en su casa, que

siempre había fascinado a Ye Wenjie. Estaba repleta de los libros más

cuidadosamente editados, de óleos, vinilos, un piano; también había un juego

completo de pipas occidentales exhibidas en un expositor (unas de madera de

brezo, otras de espuma de mar), y todas ellas parecían impregnadas de la

sabiduría del hombre que una vez las tomó en su mano o sostuvo, pensativo, su

boquilla entre los labios. Ruan nunca le mencionó su nombre. La pipa que

pertenecía al padre de Ye Wenjie había sido, en realidad, un regalo de Ruan Wen.

 Aquella casa refinada y acogedora se convirtió en un oasis para Ye Wenjie,

cada vez que quería refugiarse de los problemas de su mundo. Lo fue antes de que

los guardias rojos la registraran de arriba abajo y confiscaran las posesiones de

Ruan Wen. Al igual que el padre de Ye Wenjie, también la profesora había caído

en desgracia durante la Revolución Cultural. En sus sesiones de castigo, los

guardias le ataron un par de zapatos de tacón y le pintarrajearon la cara por haber

 llevado un estilo de vida capitalista y corrupto.

 Wenjie abrió la puerta de la casa y vio que ya no existía el caos que los

guardias rojos habían dejado a su paso, que alguien había hecho limpieza. Las

pinturas, rasgadas, habían sido recompuestas y volvían a colgar de las paredes. El

piano volvía a tenerse en pie y brillaba como antes, aunque estaba roto y ya nadie

podría tocarlo. Los pocos libros que quedaban habían vuelto a la estantería.

 Ruan Wen estaba sentada en su silla tras el escritorio, con los ojos cerrados.

Ye Wenjie se acercó a ella y le acarició la frente, el rostro, las manos. Estaban

frías.

 Nada más entrar, se había fijado en el frasco de somníferos vacío.

 Guardó silencio unos instantes. Luego se volvió y se marchó, incapaz de sentir

pena. Le pasaba lo mismo que a un medidor Geiger: expuesto a tal cantidad de

radioactividad, su lectura siempre tendía a cero.

 Antes de irse volvió a mirar a su profesora por última vez.

 Se había maquillado con mimo. Tenía los labios pintados de carmín. Llevaba

zapatos de tacón.