Shi Qiang se sentó a su lado.
—Tenía el coche justo en mitad del cruce de Wangfujing con Dongdan —dijo,
devolviéndole las llaves—. Llego a tardar un minuto más y los agentes de tráfico
se lo habrían llevado.
«Da Shi —pensó Wang, llamándolo por su apodo—, si hubiera sabido que me
seguía, me habría sentido mucho más tranquilo».
No se atrevía a verbalizar su alivio por vergüenza. Se llevó a los labios el
cigarrillo que le entregó el policía, dejó que se lo encendiera y dio su primera
calada en años.
—Bueno, ¿y cómo le van las cosas? —preguntó Shi Qiang—. Lo veo un poco
superado por todo, ¿no? Ya le advertí que no iba a dar la talla, pero insistió en
hacerse el fuerte…
—Usted no lo entiende… —lo interrumpió Wang, dando varias caladas más.
—Y usted lo entiende demasiado, ese es el problema. Bueno, vayamos a
desayunar.
—No tengo hambre.
—¡Pues echemos un trago! Invito yo.
Se metieron en el coche de Da Shi y se dirigieron a un pequeño restaurante
cercano. Todavía era pronto, así que el local estaba vacío.
—¡Dos raciones de tripa y una botella de aguardiente! —pidió a voces Da Shi
nada más entrar. Lo hizo sin levantar la vista. Debía de ser un cliente habitual.
Wang sintió náuseas en cuanto vio los dos grandes platos de intestinos que les
sirvieron. Entonces Da Shi reclamó para él un cuenco de humeante leche de soja
con tortitas de trigo. Wang se obligó a probar ambas cosas, pero terminó
dejándolo casi todo. Luego pasaron al aguardiente. Sorbo a sorbo, a Wang lo fue
embargando un dulce mareo que le soltó la lengua, y empezó a contar todo lo que
había vivido en aquellos tres días. En el fondo sospechaba que Da Shi ya estaba
al corriente de todo. O quizás incluso sabía más que él mismo.
—¿Me está diciendo que el universo… le guiñaba un ojo? —preguntó
incrédulo Da Shi, levantando un instante la cabeza del plato sin dejar de engullir.
—Por así decirlo, sí.
—Venga ya, no me cuente gilipolleces…
—Es en esta misma incredulidad en la que se basa su valentía.
—Otra gilipollez. ¡Vamos, beba!
Tras vaciar unos cuantos vasos más, Wang sintió que todo empezaba a darle
vueltas. Lo único fijo ante sus ojos era la imagen del comisario masticando tripa.
—Da Shi —dijo—, ¿usted nunca se ha planteado ninguna cuestión
trascendental? De dónde venimos, por ejemplo. O hacia dónde vamos. Cuál es el
origen del universo, su destino… Cosas así.
—No.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Pero alguna vez se habrá sentido admirado al ver las estrellas. ¿No
despiertan su curiosidad?
—De noche nunca miro el cielo.
—¿Cómo es posible? ¿Acaso no hace turnos de noche?
—¡Pues claro, pero si haciendo el turno de noche miro hacia arriba, se
escapan los ladrones!
—Qué poco nos parecemos… ¡Salud!
—Para serle sincero —prosiguió Da Shi—, ni aun poniéndome a contemplar
las estrellas, se me ocurriría pensar en esas cuestiones. ¡Tengo demasiadas cosas
en la cabeza! Que si la hipoteca, que si la universidad de los niños…, por no
hablar del montón de casos pendientes que se me acumulan. Yo soy un tío sencillo
y sin complicaciones, lo que como por la boca, me sale por el culo. Eso sí, nunca
he sabido cómo caerles bien a mis superiores: desde que me echaron del ejército,
llevo tantos años dando el callo en el Cuerpo… y mire dónde estoy todavía, sin
un solo ascenso. Porque se me da bien lo que hago, que si no, ya hace tiempo que
estaría en la calle… ¿Le parecen pocas cosas en las que preocuparme? Lo raro
sería que me quedaran fuerzas para filosofar.
—Razón no le falta… ¡Venga, bebamos!
—Ah, pero usted no sabe una cosa. He llegado a formular una ley universal.
—A ver, dígamela —pidió Wang.
—Cuando algo es muy raro, es que hay gato encerrado.
—¿Qué ley es esa?
—Significa que, detrás de aquello que parece no tener explicación, siempre
se esconde la mano de alguien —respondió Da Shi.
—Si tuviera un mínimo de conocimientos científicos, sabría que todo lo que
me ha pasado es materialmente imposible de provocar, sobre todo lo último: la
idea de una fuerza capaz de manipular las cosas a escala universal se sale no solo
de los límites de la ciencia, sino de todo lo concebible más allá de ella. ¡Resulta
más que sobrenatural! ¡Es… sobrenosequé!
—Se lo vuelvo a repetir: gilipolleces. Si le contara la cantidad de historias
raras que he visto y que luego…
—¿Ah, sí? Entonces, aconséjeme. ¿Cuál debe ser mi próximo paso?
—Ayudarme a terminar la botella. Y luego, a dormir.
—De acuerdo.
Sin tener muy claro cómo, Wang consiguió llegar hasta el coche. Una vez
dentro, se echó en la parte trasera y se durmió al instante. En esa ocasión no soñó
con nada. Tras un tiempo que le pareció breve, abrió los ojos y se sorprendió al
ver el sol descendiendo por la parte oeste de la ciudad.
Salió del vehículo. A pesar de la resaca del aguardiente, se sentía francamente
bien. Reconoció la muralla de la Ciudad Prohibida. El sol poniente la bañaba con
su luz dorada y hacía resplandecer las aguas del foso. El mundo ante sus ojos
recuperaba su augusto estoicismo.
Pasó un buen rato disfrutando de aquella placidez tan insólita para él en los
últimos tiempos. Luego, un Volkswagen Santana negro de lo más familiar se salió
del tráfico y fue a frenar a escasos metros de él. Shi Qiang salió del coche.
—¿Ha dormido bien? —le preguntó a voces.
—Pues sí —respondió Wang—. ¿Cuál es el siguiente paso?
—¿Para quién, para usted? Cenar. Volver a echar un trago. Y después, a
dormir otra vez.
—¿Y luego?
—Supongo que mañana tendrá que ir a trabajar, ¿no?
—Pero a la cuenta atrás solo le quedan mil noventa y una horas.
—Al carajo con la cuenta atrás —replicó Da Shi—. Su prioridad es mantener
la fortaleza para que no vuelva a encontrármelo hecho un ovillo en cualquier
esquina. Después, ya veremos.
—¿Puede contarme algo más sobre lo que está sucediendo?
El comisario lo miró fijamente un buen rato. Luego se echó a reír a
carcajadas.
—Le diré lo mismo que le he repetido tantas veces al general Chang: ¡somos
náufragos del mismo barco a la deriva! Lo cierto es que no tengo el rango
necesario para recibir ningún tipo de información. Hay días que me parece estar
viviendo una pesadilla.
—Pero usted sabe más que yo.
—Está bien. Le contaré lo poco que sé —concedió Da Shi, señalándole un
banco próximo al foso de la Ciudad Prohibida.
Había anochecido y a sus espaldas el tráfico fluía, incesante, como un río de
luces. Sentados cerca del foso, observaron cómo sus sombras crecían y
menguaban sobre el agua.
—Verá —comenzó Da Shi—, en el fondo lo que hacemos quienes nos
dedicamos a mi profesión es, sencillamente, encontrar el nexo entre muchas cosas
sin relación aparente. Luego, si las piezas del puzle se ordenan bien, uno llega a
la verdad. Por ejemplo, hace un tiempo se dispararon los crímenes en el mundo
de la universidad y de la ciencia. Usted más que nadie conoce la explosión que
hubo en plena construcción del acelerador de Liangxiang. Luego fue el asesinato
de aquel premio Nobel. Lo más extraño, en ambos casos, era la supuesta falta de
móvil: ni cuestiones de dinero, ni de venganza, ni motivaciones políticas…,
simple y llana destrucción. Pero eso no es todo; además de los crímenes, están
sucediendo muchas más cosas extrañas. Todo el tinglado de Fronteras de la
Ciencia, por ejemplo. Los académicos suicidándose a montones. Y la
radicalización extrema de los activistas medioambientales, que cuando no están
saboteando la construcción de una presa o de una planta nuclear se dedican a
crear comunidades experimentales. Y todavía me dejo cosas… ¿Va usted mucho
al cine?
—No mucho, la verdad —respondió Wang.
—De un tiempo a esta parte, todos los grandes estrenos tienen la misma
estética bucólica. Son películas ambientadas en grandes parajes naturales con
protagonistas jóvenes y guapísimos de una época indeterminada, que viven en
perfecta comunión con la naturaleza. Parafraseando a los directores, muestran lo
hermosa que era la vida antes de que la ciencia desecara la naturaleza. La última
que se ha estrenado, El jardín de los melocotoneros, es un tostón que aburre a las
ovejas, por muchos millones que se gastaran en hacerla. También crearon un
certamen de novela de ciencia ficción, con un primer premio dotado con más de
cinco millones para el autor que imaginara el futuro más asqueroso. Encima les
faltó tiempo para gastarse varios cientos de millones más en adaptar al cine los
libros ganadores. Ah, y también están apareciendo muchas sectas raras con
líderes millonarios.
—¿Qué tiene que ver eso último con el resto?
—¡Trate de recomponer las piezas del puzle! Yo antes no me dedicaba a estos
pasatiempos, pero desde que me transfirieron de la Brigada Anticriminal al
Centro de Comandancia de Batalla, forma parte de mi trabajo. Hasta el general
Chang quedó impresionado por mi capacidad para atar cabos…
—¿Y cuál es su conclusión?
—Que todo lo que pasa está coordinado desde la sombra por alguien con un
único propósito: terminar con cualquier tipo de investigación científica.
—¿Quién es ese alguien? —preguntó Wang.
—No tengo ni idea —respondió Da Shi—. Pero sé que tienen un plan
metódico y concienzudo. Primero dañan las infraestructuras científicas, luego
matan a los investigadores o bien los torturan psicológicamente hasta que acaban
suicidándose… Siempre procuran manipular al máximo sus pensamientos hasta
que terminan volviéndose más tontos que la gente corriente.
—Esta última observación es realmente perceptiva —reconoció Wang.
—Al mismo tiempo, tratan de manchar la reputación que tiene la ciencia en la
sociedad. Es verdad que siempre ha habido gente que ha realizado acciones en
contra de la ciencia, pero nunca de forma coordinada.
—Le creo.
—¡Ja! Eso será ahora. ¿Alguien como yo, que tuvo que hacer formación
profesional, resolviendo aquel enigma que traía de cabeza a los más reputados
científicos? Al principio, tanto mis superiores como los académicos se reían de
mi teoría.
—Si me la hubiese contado a mí, le aseguro que no me habría burlado. ¿Sabe
qué es lo que más temen todos esos timadores que se dedican a engañar a la gente
con las pseudociencias? —preguntó Wang.
—A los científicos, por supuesto —respondió Da Shi.
—No. Hay muchísimos científicos famosos que caen en el engaño de las
pseudociencias; los hay incluso que llegan a dedicarles toda su vida. A quien más
temen las pseudociencias es a una clase de personas a las que cuesta mucho
engañar: los prestidigitadores. ¡Ya son varios los bulos que han logrado
desmontar! Su experiencia como policía le permite estar más preparado para
detectar una conspiración a gran escala que cualquier sabiondo de la comunidad
científica.
—Pero también es verdad que hay mucha gente más lista que yo —repuso Da
Shi—. Hace tiempo que las altas esferas están al corriente de la trama. Al
principio, me ridiculizaban porque no me estaba dirigiendo a los interlocutores
adecuados. Después acudí al general Chang, que enseguida me transfirió aquí,
aunque la verdad es que me tiene de chico de los recados… Bueno, ya está. Ya
sabe tanto como yo.
—Una pregunta más —dijo Wang—. ¿Qué tiene que ver el ejército en todo
esto?
—A mí también me chocó su presencia, pero al preguntar me dijeron que
estábamos en guerra y, por lo tanto, el ejército debía involucrarse por necesidad.
Al igual que usted, pensé que me tomaban el pelo, pero no es así: el ejército se
halla realmente en estado de máxima alerta. Hay más de veinte Centros de
Comandancia de Batalla como el nuestro repartidos por el mundo. A todos los
rige una instancia superior, pero me faltan los detalles.
—¿Quién es el enemigo? —preguntó Wang.
—No tengo ni idea —respondió Da Shi—. La OTAN está metida en la sala de
mando del Cuartel General del Ejército de Liberación Popular y hay un puñado de
oficiales nuestros trabajando en el Pentágono… ¿Cómo coño voy a saber quién es
el enemigo?
—Me parece todo tan increíble… ¿Está seguro de lo que dice?
—Varios de mis antiguos compañeros en el ejército han llegado a generales,
de manera que algo sí sé.
—¿Y los medios? ¿Por qué no se hacen eco de un asunto tan importante?
—Ah, esa es otra: todos los países se han puesto de acuerdo para tapar el
tema, y de momento se están saliendo con la suya. Pero le aseguro que el enemigo
es tan formidable que tiene a todos los gobiernos acobardados. Conozco al
general Chang desde hace años y no es precisamente alguien que tiemble ante
nada ni nadie, así se derrumbe el cielo sobre su cabeza. Pero ahora se le nota que
anda preocupado por un desastre de enormes dimensiones. Todos están
aterrorizados y no creen en sus posibilidades de victoria.
—La sola idea de que todo esto sea cierto ya resulta aterradora.
—Bueno, pero todo el mundo le teme a algo, incluyendo el enemigo. Y cuanto
más poderoso sea, más tendrá que perder si sucumbe a sus miedos.
—¿A quién o a qué cree usted que teme el enemigo? —inquirió Wang.
—A ustedes, los científicos —contestó Da Shi—. Y lo curioso es que cuanto
menos práctica es la naturaleza de sus investigaciones, cuanto más se acercan a
las teorías más abstractas, como las que investigaba Yang Dong, más miedo les
causan. ¡Un pavor mucho mayor que el que usted sintió cuando el universo le
guiñó un ojo! Por eso se muestran tan despiadados… Si para conseguir su
propósito, bastara con asesinar a todos los científicos del mundo, hace tiempo que
lo habrían hecho. Su estrategia más efectiva es otra: atacar sus facultades
mentales. Cuando muere un científico, otro lo reemplaza; pero si se vuelve loco,
la ciencia se resiente.
—¿O sea, que teme a la ciencia básica?
—Eso, a la ciencia básica.
—Aun así, mis investigaciones son de una índole muy distinta de las de Yang
Dong —dijo Wang—. Los nanomateriales no pertenecen al campo de la ciencia
básica. Solo se trata de un material extremadamente fuerte… ¿qué amenaza puede
suponer para el enemigo?
—Debe de ser un caso especial —repuso Da Shi—. Es cierto que no suelen
actuar contra quienes se dedican a la investigación aplicada. Ese material que
está usted desarrollando debe de tener algo que los intimida.
—¿Y qué puedo hacer?
—Ir a trabajar. Seguir con sus investigaciones. Esa es la mejor manera de
contraatacar. Y deje de preocuparse por la cuenta atrás. Si quiere relajarse
después del trabajo, juegue a ese videojuego. Si puede, termínelo.
—¿Se refiere a Tres Cuerpos? ¿Cree usted que tiene alguna conexión con todo
esto?
—Por supuesto. En el Centro de Comandancia de Batalla, hay varios
especialistas que lo investigan en exclusiva. No se trata del típico videojuego.
Los pobres incultos como yo somos incapaces de avanzar; está pensado para
cerebros privilegiados como el suyo.
—¿Qué más?
—De momento, nada. En cuanto averigüe algo más, se lo haré saber. Procure
mantener el móvil encendido. ¡Y sea fuerte! Si vuelve a acojonarse, acuérdese de
mi ley universal.
Antes de que Wang tuviera ocasión de darle las gracias, Da Shi se había
metido en el coche y arrancaba a toda velocidad.