1 Su Gran Majestad ha llegado a la Tierra. Su luz ilumina al mundo; en las sombras sus hijos aún sufren.

De pronto, nadie pudo moverse.

El repentino canto de una flauta apareció en medio de la noche sangrienta, interrumpiendo el ruido de la batalla, silenciando los sollozos de los desamparados y hechizando en su lugar a ambos bandos. La melodía era simple, pero encantadora; una introducción a lo celestial. Unos cascabeles tintinearon una vez, su eco reverberando por cada rincón del mundo hasta perderse. Después sonaron una vez más, mas ahora acompañados del lamento de unas cuerdas.

Y así, como si obedecieran una antigua magia escondida en la canción, las armas regresaron a sus vainas. 

Luego, de repente, sonaron trompetas y se golpearon tambores. La tierra tembló, el mar se retiró y los oscuros cielos se abrieron cuando un rayo los partió por la mitad; un divino camino de luz dividió las tinieblas y quemó con su brillo a los demonios. La noche se volvió día, la angustia en esperanza. Si las sombras no se escondieron a tiempo, se derritieron hasta desaparecer. La helada que el mundo vivió durante quince años terminó, y, aunque el sol que recordamos no volvió, el níveo resplandor que irradiaban los recién llegados fue suficiente para dar calidez a los rotos corazones de esta abandonada tierra.

Dioses y humanos, y toda criatura que mora ya sea en las aguas, en la tierra o en los cielos, rindieron respeto hacia la luz. Porque desde más allá de las nubes, rodeado de glorias y flores y rompiendo un gran espejo de oro, emergía el séquito real de Su Gran Majestad. Las quimeras, sus guardianas, rugieron al aparecer.

Fue una entrada maravillosa.

Decenas de hermosos ángeles desfilaron ordenados y magníficos; aquella belleza suya tan etérea y delicada que era imposible de mirar directamente a sus rostros sin consecuencias. Mas, aunque la advertencia todos conocían, hubo atrevidos mortales que intentaron verla, quedando así cegados y llorando níveo nácar en lugar de comunes lágrimas. Debido a la desobediencia de estos y compadeciéndose de la incapacidad de los humanos de soportar la belleza extraterrenal, las encantadoras criaturas cubrieron sus angelicales rostros con pequeñas alas que surgieron desde atrás de sus cabezas.

Estos divinos seres eran quinientos o tal vez mil. Y cantaban magníficamente, aunque en un idioma desconocido, y tocaban con total maestría dulces canciones para acompañar las alabanzas. Hubo tantos y estaban muy bien organizados en tres grandes grupos. El primero, el principal, era el más llamativo. Resplandecía más que cualquiera y estaba ordenado en grupos más pequeños. Había el que guiaba a los demás alfombrando el camino con flores, y otro que volaba más alto que cualquiera porque cargaba con los reales estandartes de bandera blanca e hilos de oro. Y estaban los músicos y cantantes más talentosos del cortejo ahí, y también escoltas rodeándolos y porteadores, quienes, envueltos en una mística niebla plateada, cargaban sobre sus hombros desnudos la gigantesca litera de oro tan brillante como el día. Aquella era enorme, y su dosel tan alto; el interior era bastante espacioso, oculto tras vaporosas cortinas que dificultaban ver con claridad a la única persona dentro.

¿Pero qué hay que ver para saber?

Sentado en su trono, descendiendo junto a su magnífico séquito de ángeles…¡Es Su Gran Majestad Él'ya, nuestra luz y salvación!

¡He aquí a quien creó el mundo! ¡El Padre de todo, la Madre de todos! ¡Él'ya ha venido, no ha olvidado a sus hijos!

Los mortales, al verlo lloraron, y llenaron con gratitudes el cielo sollozando—: ¡Santificado sea el nombre de nuestro Gran Señor y Justa Señora! Honrado está el mundo por su visita que, lleno de su gracia, ¡ha sido librado de todo mal! —Sus rostros, antes demacrados y grises, se iluminaron con el brillo que les trajo la esperanza.

La dicha se desbordaba de los corazones de la humanidad; rieron, se abrazaron los unos a los otros e incluso algunos se desmayaron del alivio. No obstante, sus dioses, con expresiones complicadas e incómodas, tan sólo se alzaban del suelo en silencio. Luego, cual muñecos a cuerda, marcharon hacia el final del puente de luz para recibir a su padre y madre. 

Formaron dos filas, una a cada lado del camino. Izquierda, derecha. Derecha, izquierda. Izquierda, izquierda, derecha, izquierda. Dejaban algunos huecos, pero al parecer no importaba. Cuando todos terminaron de colocarse en sus lugares, agacharon sus cabezas solemnemente hacia el centro y esperaron. La coordinación era increíble. A pesar de estar tan agotados y heridos, mantuvieron su correcta reverencia sin demostrar dolor o cansancio alguno. 

La formación era perfecta, dispuesta según el rango de cada dios y su cercanía con Su Majestad, tal y como se les fue enseñado desde jóvenes. La única deficiencia que se podría señalar fue la desigualdad de espacios dejados entre uno y otro: en algunos podría formarse uno más, en otros incluso cuatro. ¡Tan desordenado como extraño! Mas, el motivo no tardó en darse a conocer: de repente, una estrella fugaz cayó del cielo y aterrizó en uno de aquellos vacíos. Y segundos después cayó una segunda, y la sucedió una tercera. Y otra, y otra, y otra más. La tierra se agitó por los duros impactos y el polvo se levantó tan denso que escondió casi por completo a las figuras que se erguían con dificultad del suelo. Y aunque tardó, poco a poco se dispersó y asentó, siendo así revelados los rostros de los recién venidos dioses, quienes, tras salir de su confusión, ordenaron rápidamente sus ropas y realizaron la reverencia correspondiente.

Si es que podían mantenerse de pie.

Esto no estaba nada bien. 

Ellos no estaban bien; esto debe de parar.

No obstante, cuanto más cerca se encontraba Su Majestad , más eran invocados a la fuerza. Y fue tan terrible, un infierno de desafortunados fantasmas traído, porque ninguno de esos hijos suyos se encontraba en mejores condiciones que los ya presentes: además de peores malheridos y mutilados aún sin tratar, hubo entre los invocados más de una decena de malolientes cadáveres y muchos que podrían confundirse con unos, pero de los que aún se escuchaba su corazón. Uno estaba en medio del proceso de momificación cuando lo trajeron.

Pero quién se preocupara por ellos…

Ninguno de los hermanos se inmutó, ni siquiera un latido suyo se alteró. Hermanos con los que crecieron, hermanos con los que trabajaron, hermanos con los que compartieron… Sólo unos pocos dejaron luego aflorar su pena, y permitieron que el dolor del luto cayera en silencio de sus ojos. Con su mirada perdida en el suelo, oscura y sin brillo —almas atrapadas, vacías y controladas—, su postura jamás titubeó. 

Hasta entonces, cuando cayeron las dosúltimas estrellas. 

Impactaron, y entre el polvo y la tierra sucia de sangre, aparecieron, no otro par de hermanos, sino un par de extrañas flores marcando el final de cada fila. Una flor marchita en una y una flor lozana en la otra. Los dioses cercanos que las notaron tardaron un tiempo en reconocerlas, mas, cuando lo hicieron, temblaron cual hojas secas expuestas a viento de otoño.

Ahora, los hijos de Él'ya estaban completos. Ahora todos notaron las flores.

Hubo quienes ahogaron sus gritos mordiéndose los labios ya rotos y hubo quienes clavaron sus uñas en la carne de sus manos, abriendo antiguas heridas de pelea. Ninguno es capaz de huir. Su cuerpo sólo obedece la voluntad de Él'ya, su padre y madre.

Agitados y nerviosos, se miraron unos a otros en siniestro silencio, sus rostros retorcidos en muecas de terror. No había qué decir, no estaban equivocados al pensar que esas flores eran…

—Mira. —susurró alguien. La despreocupación en su tono era irritante.

—Shh.

—Mira, —insistió—. El hermano mayor no está.

Con sólo mencionar al favorito de Padre y Madre, la desgracia del mundo, los demás supieron que este imprudente hermano sólo hablaba para causar más caos en la familia.

'Incluso en una situación así, ¿qué cree que hace?', pensaron. 

Enojados, fruncieron sus labios, endurecieron sus rostros y lo ignoraron. Sólo una diosa actuó, pues fue tanto su desprecio que envió una nube gris de tormenta a soltar un rayo sobre el impertinente. No obstante, ese alborotador siguió hablando, desapareciendo la nube con un simple soplo.

—Ahh… Sé que todos ustedes lo notaron incluso antes que yo, pero no lo mencionaron. ¿Por qué? Pensé que le temían tanto a su ausencia como a su presencia.

Su objetivo era obvio, por lo que nadie le respondió o siquiera miró. 

Siguió insistiendo—: Ah… Ha pasado tanto tiempo ya. Él no vendrá, ¿no? Estamos en problemas, ja, ja, ja, él es tan audaz y tan poco filial, ja, ja, ja. Si yo fuera Zim-

—Cállate, —exigió alguien por fin. Todos giraron a mirar. Fue un dios alto, de facciones duras y voz imponente quien lo hizo. Por su posición en la fila, él tenía un rango más alto que el contrario—. ¿Audaz? Audaz es esa boca tuya, al querer hablar de lo prohibido con nombres que no están a su alcance. Audaz es tu descaro al conocer y fingir ignorancia.

El regañado sonrió por lo bajo burlón.

El dios mayor prosiguió, pero esta vez habló un poco más alto para que sus demás hermanos y hermanas lo escucharan—: Su Majestad ama y adora abiertamente al Primer Hermano; por lo que su alteza nunca fue ni será obligado a cosa semejante a esta. Mas ha de estar en camino; todos sentimos la llegada de Padre y Madre, así que él también vendrá.

Luego, dirigiéndose de vuelta al alborotador, dijo—: Por más caprichoso que sea el Primer Hermano, su alteza conoce su lugar. Deberías conocer también el tuyo…, Noroeste.

Ambos dioses del viento callaron. Uno cansado, el otro humillado.

Suena el último tintineo del cascabel.

El espejo en el cielo desapareció y, con este, gran parte de la luz. Su Gran Majestad, Nuestro Padre y Madre, acababa de arribar.

Apenas el noble cortejo celestial tocó nuestra mísera tierra, llegó el amanecer y la belleza floreció de la podredumbre que la cubría: de los sucios charcos de sangre brotaron coloridos lotos mientras que de las armas se formaron jazmines y claveles, cuyo aroma cubrió el de la sangre y la pólvora. Los cadáveres se deshicieron en fuego y fueron esparcidas sus cenizas con el viento, dejando atrás blancas mariposas que revolotearon hacia el trono de Él'ya. 

La música y los cantos se detuvieron; la nieve siguió cayendo.

El trono fue dejado, y cual pluma hizo temblar la tierra. Raíces gruesas y doradas surgieron de su base, se trenzaron y enterraron en el suelo mientras alzaban el magnífico asiento más allá de los tres metros; la densa y brillante niebla serpenteó hasta alcanzarlo y formó una amplia escalera hacia abajo. De las columnas brotaron más flores, y de las raíces el pasto tierno que creó un camino digno hacia y entre los dioses.

El escenario creado era discordante, pero hermoso. Tantos años de guerra, hambre, miedo y muerte… Ver algo de vida —algo rebosante de ella— era grandioso. Significaba que ya todo había terminado. Y se sentía como haber sido bendecido, así que las lágrimas asomaron en los ojos de todos.

Al mismo tiempo, se pudo ver que su Gran Majestad —quien aún estaba dentro de la ostentosa litera— se levantó; su sombra caminó hasta la salida. Al llegar, se detuvo y no salió, sólo una hermosa mano de dedos largos y delgados asomó desde adentro apartando las sedas y velos, anillos y cadenas de oro tintineando con sus movimientos.

Delicada y blanca como el jade, su piel parecía brillar sutilmente.

Con un ademán suave y casi imperceptible, Su Gran Majestad ordenó que la pompa y circunstancia se disolviera, y así sucedió. Los ángeles se separaron y acudieron de inmediato a recoger a los heridos, tanto humanos como no, para llevarlos entre brazos al cielo.

Las campanas de una iglesia no muy lejana sonaron sin que nadie las tocase. El sonido retumbó en los pechos de quienes la escuchaban, alivianando el peso y alejando su temor. Cayeron desmayados y así fueron llevados ellos también. 

Hasta el final, ese Primer Hermano nunca apareció para ocupar el más cercano lugar a la derecha del Padre. En su sitio siguió acumulándose la nieve…

—Le saludamos y damos gracias, Padre y Madre, —reverenciaron en sola voz los hijos cuando el campo terminó de despejarse—, porque has retomado el poder sobre esta tierra, y has reinado destruyendo a los que la destruyen.

Entonces, Su Gran Majestad separó totalmente los tules y emergió de entre ellos elegante y hermosa.

Fueron sus movimientos suaves y cuidadosos, fluidos y calmos; su postura recta y mirada al frente le hacían ver incluso más alta de lo que ya es. Vestía con abundantes túnicas y vestidos de blanco y dorado, accesorios de oro cubriendo lo que la tela no alcanzaba a esconder, lo cual era incluso su rostro. Sobre su cabeza, una gran corona de doce estrellas brillaba y destacaba; los adornos con forma de flores que de ella colgaban se mecían junto a sus largos y abundantes cabellos de seda negra. Su Gran Majestad lucía como la perla más preciosa brillando sobre fango.

El más sucio barro.

Petrificado, Su Majestad observó el campo de batalla. Un sollozo se rompió en su boca.

Sus hijos vieron temblar sus hombros y se sintieron miserables. Esta no es la Tierra que Él'ya les dejó, aquella que se les confió. En silencio, su Padre y Madre buscaba ansioso con la mirada algún lugar que se mantuviera tal y como en sus recuerdos. Sintieron su dolor, sintieron su desgarro. Agradecen que el divino rostro de su Padre y Madre está siempre cubierto por un velo, porque, de lo contrario, presenciarían su incontenible llanto.

Y no lo soportarían.

Las reverencias fueron más profundas, algunos golpearon su frente contra las piedras. Estos dioses terrenales se avergonzaron a tal punto que desearon arrancarse el rostro con sus propias uñas. Padre y Madre comenzó a ir con cada uno, acariciándoles las heridas y acunando sus mejillas mientras lloraba por ellos, ¡era tan difícil mantenerse fuerte! Sintiendo ese cariño, su toque tierno y la preocupación que no merecían, ¡sólo querían morir!

Encogiéndose en su lugar como cobardes, enfrascados en el cariño anhelado, no se percataron de la tormenta repentinamente calmada.

Hasta que alguien lo sintió. Esa electricidad, ese mal presagio.

¿Cuándo dejó de nevar? El temor abrazó con espinas su corazón y el de otros más cuando ellos también repararon que la nieve, de pronto oscura, se unía a la tierra siendo ahora lágrimas.

Empezaron a sudar frío. Se miraban entre ellos con terror.

—¿... Primer Hermano? —Tembló un pequeño dios.

—Shh. Está bien, está bien. —Sonrió cálida una hermana mayor de hermoso rostro aunque sucio con sangre y tierra. Se aproximó a él y le acarició la cabeza—. Invierno aún está aquí. No alarmes a nuestros hermanos.

A pesar de la seguridad con la que hablaba esta deidad, espió temerosa desde su lugar a Padre y Madre. Su Majestad no había reaccionado, como si ni siquiera hubiérase dado cuenta del cese de la nevada…

Tal vez, de verdad estaba todo bien.

Él'ya seguía viendo a sus hijos, curando sus heridas y despertando a los que parecían dormidos. Sí, dejó de nevar y él aún no aparece para calmar a su Padre y Madre, pero está todo bien, ¿no?

¿No?

¡Click!

No.

Abruptamente, todos lo sintieron. Fue como un corte, un jalón que provocó que algo dentro suyo se desconectara. 

Ya no está ahí, ya no lo sienten. Esto no estaba bien. Nada bien.

Sálvese quien pueda.

Voltearon a ver a Su Gran Majestad; sabían que su Padre y Madre también lo sintió, por supuesto que lo hizo. Todos temblaron en sus lugares, pues no podían huir. 

Y lo vieron: de la profunda tristeza a la incredulidad, y luego a la desesperación, Su Majestad levantó a quien antes con ternura sostenía, aplastó su cabeza y lo arrojó sin piedad lejos. Su aura cambió. A su alrededor, la belleza se marchitó y volvió a su estado original; las mariposas de alma cayeron ennegrecidas, muertas. Las heridas sanadas por Él'ya aparecieron de nuevo e incluso se expandieron y pudrieron en los cuerpos adoloridos. Su Majestad se levantó presurosa y, aprovechando su altura dos metros más alta que el más alto de sus hijos, comenzó a buscar entre ellos.

—Dónde… dónde… ¿Dónde…? —murmuraba ansiosa con un hilo de voz.

Sus manos temblaban. Buscó entre los cadáveres, buscó entre los árboles cercanos. Luego se detuvo. Ahora estaba enojado. Arrojó, arrancó, pisó y aplastó hasta encontrar a la deidad perfecta que sufriría de su total arrebato.

—¡Tú!

La mano derecha de Madre y Padre, su alteza Konohana Sakuya, Señora de la Primavera, era siempre la desafortunada.

Pobre de nuestra princesa.

Ella conocía su destino desde el comienzo, pero también conocía que era inútil esconderse. Siempre sería encontrada. Por ello, permaneció de pie en su puesto, temblando y esperando, y suplicando para sus adentros que esta actitud sumisa la salvase aunque sea por una vez de la ira de su Madre y Padre… Ella está cansada, ha perdido mucho, ha presenciado los mil horrores de una guerra, está rota, ya no quiere más.

Si tan esta vez, sólo está vez, Él'ya considerara sus sentimientos y la tratara bien…  Si eso pasare, promete perdonar todos los anteriores atropellos, abandonos y maltratos, y comenzar de nuevo. Volverá a creer que Él'ya la ama y nunca más dudará. ¡Lo promete!

Mírenle. Está llorando, herida, y sostiene entre sus brazos al amor de su vida agonizante. Esta hija sólo desea el abrazo de su madre y padre. Nada más. Oh, Madre, apiádate de ella y consuela a tu hija, por favor. Y Padre, no la lastimes y finge de nuevo quererla, por favor.

"Una vez es suficiente… , se lo suplico".

Pero Su Majestad ignoró los silenciosos ruegos, aún conociéndolos.

Y enloqueció más. 

La arrancó lejos de su amado y la arrastró tirando del cuello de su ropa entre las piedras y la arena antes de alzarla a la altura de su rostro. La trató peor que a vieja muñeca de trapo; la pobre diosa perdía aire y su rostro comenzó a volverse de un color escalofriante.

—¡¿Dónde está?! —lloró Su Majestad en su oído.

Y a falta de una respuesta clara, su alteza fue arrojada con enojo al suelo, provocando así que sus lesiones se abrieran y sangraran nuevamente por el impacto. Primavera no logró levantarse por su cuenta.

Su Padre y Madre al verla sin reacción, volvió a tomarla cambiando la ubicación de su agarre a sus largos cabellos. Primavera desgarró su garganta de dolor; mas Su Majestad continuó tirando de ellos, y así la sostuvo en los aires.

—¡Padre, duele! ¡Madre, me estás haciendo daño!

La escena era terrible. Una de las diosas terrenales más poderosas y respetadas, frente a Él'ya, se convertía en una tan pequeña y vulnerable criatura. 

Su alteza siguió gritando aterrada y lloró, retorciéndose inútilmente.

Pero su Padre y Madre también lloró y gritó, y su voz era más alta y sus lágrimas más grandes.

—¡¿DÓNDE ESTÁ?! ¡¿DÓNDE ESTÁ?! ¡¿DÓNDE ESTÁ?!

Él'ya sacudió a su hija exigiendo una respuesta que ya conocía. La mirada de la diosa se nubló por primera vez con el odio y resentimiento que tanto tiempo ignoró y escondió.

Pero ya lo aceptó.

—¡¿Quién?!,—retó apretando los dientes.

Y acto seguido, no soportándolo más, terminó consigo misma.

Aceptó que nunca sería vista por su Padre y Madre, aceptó que nunca la amaría como a su hermano mayor. Nunca sería así de importante para Él'ya. Por más que lo intentara, por más que se esforzara. Jamás sería alguien a los ojos de su creador. ¿A dónde se fue esa madre que jugó todos los días con ella en su niñez? ¿A dónde se fue ese padre que le dijo que esperase a que él volviera y nunca lo hizo? Se fueron con el Primer Hermano para darle el amor que a ella le correspondía.

Entonces, su realización se juntó con la carga que silenció, y explotó. Literalmente. Su cuerpo reventó con un ¡pop! y de él se dispararon cientos de flores marchitas que alcanzaron el cielo y luego cayeron como fuegos artificiales.

Finalmente, su alteza era libre. Ya nunca más podrían herirla.

Su Majestad quedó paralizada. Dentro de su puño, entre sus dedos de nudillos blancos, colgaban hilos largos de seco pasto amarillo. Los arrojó con indiferencia lejos y siguió caminando.

—¿Dónde? Mi pequeño… M-Mi hermoso copo de nieve… ¿Él dónde está? —Su Majestad cayó sobre sus rodillas, ensuciando terriblemente el blanco de sus vestidos. Sin temor, sus ángeles se acercaron para sostenerle—. A él, lo estoy buscando a él. Primavera, sólo tenías que decirme dónde. ¡¿Dónde está mi Zima?!

En realidad, su alteza Konohana Sakuya lo sabía, pero decidió provocar a su Él'ya. En realidad, todos sabían a quién buscaba el Creador, porque, como ella, también sintieron que la conexión que tienen con su hermano se rompió. 

Y eso sólo significaba una cosa:

Su alteza Zima, el hijo favorito de Su Majestad, acababa de morir.

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