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Capítulo 29: Trago amargo.

Cuando Kiyomi despertó, estaba sentada y atada a una palmera. Las cuerdas mordían su piel, raspando cada vez que intentaba moverse. A su lado, Ik se encontraba en la misma situación, con la mirada fija en el suelo y el ceño fruncido de rabia contenida. La selva a su alrededor se sentía densa y opresiva, con la humedad del aire pegándose a su piel y el sonido de los insectos creando una cacofonía constante.

—Tus ojos, ¿por qué son así? —preguntó Peeky, agachándose a la altura de Ik y observando con curiosidad los párpados del joven, que estaban tintados de un negro profundo.

—Lo mismo que con mis uñas y labios, no lo sé. Un día se tornaron de ese color —respondió el chico, su voz cargada de enojo y desdén mientras trataba de evitar el contacto visual con la mujer que tenía enfrente.

—¿Por qué le has estado preguntando todo esto al chico, Peeky? —preguntó Mirna, sin levantar la vista mientras terminaba de vendar su herida con torpes movimientos. Su voz era un eco de cansancio y frustración, reflejando el dolor que trataba de ocultar.

—¿No lo has notado? Este niño tiene los ojos idénticos a los de Khal. Puede que sea el niño que Yin no pudo secuestrar —respondió Peeky, con una chispa de interés malsano en su mirada. Sus palabras parecían colgar en el aire, cargadas de un peso que hacía que el corazón de Ik latiera con más fuerza.

Al escuchar el nombre de Yin, Ik sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral. Trató de disimular su reacción, apretando los dientes y mirando hacia otro lado, pero no pudo evitar que una sombra de reconocimiento pasara por su rostro. 

—¿Si crees eso, por qué no revisas si tiene la marca del Manautra en lugar de andar haciendo preguntas estúpidas? —sugirió Mirna, a lo que Peeky respondió enseñándole el dedo medio por hacerla sentir estúpida. Con un bufido, Peeky comenzó a levantar el cabello de Ik y, al ver los vendajes en su frente, decidió retirarlos sin delicadeza alguna.

—Oye, vaca, ¡tenías razón, es el hermano de Khal! —exclamó Peeky, sus ojos brillando con una mezcla de triunfo y sorpresa.

Mirna sonrió de manera siniestra mientras comenzaba a desatar a Ik, sosteniéndolo con fuerza del cuello. —Tenemos que llevarlo —dijo, sus dedos clavándose en la piel del chico.

—¿Y qué hacemos con la otra niña? —preguntó Peeky, levantando del suelo su gran roca, su expresión oscura y decidida.

—Aplasta su cabeza y ya —respondió Mirna con frialdad, sin un atisbo de compasión.

Kiyomi soltó un sollozo, sus ojos llenándose de lágrimas, el miedo palpable en cada línea de su rostro. La desesperación de Ik se intensificó al ver a su compañera al borde del llanto. —No, no, esperen. Si la dejan ir, yo las acompañaré sin intentar escapar —propuso Ik rápidamente, su voz temblando, pero decidida. Sabía que debía proteger a Kiyomi a toda costa.

Mirna levantó una ceja, mirando a Peeky con una sonrisa sardónica. —Mira eso, el niño está dispuesto a sacrificarse por su amiga. Qué conmovedor.

—Si aceptamos su trato, tal vez le sea más fácil a Khal hablar con él —le susurró Peeky a Mirna, quien aceptó el trato a regañadientes. Sin embargo, cuando estaban por irse del lugar, una extraña aura que hacía ver los colores en negativo rodeó a ambas mujeres, haciéndolas flotar por los aires.

—¡Nozomi, viniste! —exclamó Kiyomi, completamente aliviada al ver a su compañera.

Nozomi, con una expresión de concentración intensa, mantenía sus manos levantadas, manipulando la extraña energía que envolvía a las ladronas. —Ik, toma la roca, no se pueden defender —ordenó sin dejar de usar sus poderes. La atmósfera vibraba con la fuerza de su aura, los colores del entorno distorsionados por la influencia de su habilidad.

Ik, sin perder tiempo, corrió hacia la piedra solar, que brillaba intensamente en el suelo cerca de donde las ladronas habían estado discutiendo. La levantó con cuidado, sintiendo el calor que emanaba de ella. Sus ojos se cruzaron brevemente con los de Mirna, llenos de furia e impotencia.

—¡Vámonos, rápido! —instó Nozomi, su voz firme pero apremiante. Kiyomi e Ik no dudaron en seguirla, adentrándose en la selva mientras las mujeres flotaban indefensas en el aire. Cada paso resonaba en la vegetación, el latido de sus corazones marcando el ritmo de su huida.

Las sombras de los árboles los envolvían, creando un manto de seguridad mientras se alejaban. El poder de Nozomi mantenía a las ladronas suspendidas, pero sabían que no durarían mucho tiempo. Con cada paso que se alejaban, la tensión en el aire disminuía, y el aura de Nozomi comenzaba a desvanecerse.

Finalmente, cuando estuvieron lo suficientemente lejos, las ladronas cayeron al suelo, el hechizo roto. Mirna y Peeky se levantaron con dificultad, sus cuerpos doloridos por la caída. La furia en sus ojos era palpable, pero el tiempo para reaccionar había pasado.

—Zen psíquico, ¿cuánta probabilidad había? —preguntó Peeky apenas cayó al suelo, todavía impactada por el encuentro.

—Uno en un millón y nos venimos a topar con una niña así… ¿Qué le diremos al Khal? —respondió Mirna, su voz llena de amargura y frustración. Sentía la derrota en cada fibra de su ser, aun de rodillas en el suelo.

—Pues no sonará muy creíble que nos encontramos con una niña de naturaleza psíquica. De cualquier forma, creo que puedo lograr calmarlo —dijo Peeky, intentando mantener la compostura.

—Claro que sí, maldita perra, te encanta "calmarlo"... antes de que tú llegaras, Khal no era tan descuidado, pero míranos ahora. Jasha murió, Mori y Yin están en un viaje sin fin, y a nosotras nos humilla una simple niña. Somos un maldito chiste —dijo Mirna, dirigiendo toda su frustración e ira hacia Peeky. Su cuerpo temblaba de rabia, y cada palabra era como un veneno que destilaba su resentimiento.

Peeky, aún haciendo algunos estiramientos con su brazo recién vendado, mantenía la calma, aunque sus ojos reflejaban una frialdad calculada. —Comprendo que estés frustrada, pero no dejaré que me vuelvas a insultar solo porque crees tener sentimientos hacia Khal.

La provocación fue la chispa que encendió la mecha. Mirna se puso de pie de un salto, su mano derecha comenzando a liberar gas con una intensidad alarmante.

—¡Cállate de una maldita vez, odio tu estúpida voz, perra!... lárgate ya, voy a recuperar la piedra solar y no necesito que me estorbes con tu poder ridículo.

Peeky, sin inmutarse, se tronó los dedos, preparándose para lo que estaba por venir. —Tengo que vigilar que no hagas ninguna estupidez como de costumbre, vaca idiota.

El apodo fue la gota que colmó el vaso. Mirna, con el rostro deformado por la ira, avanzó un paso hacia Peeky, quien no retrocedió ni un milímetro. 

—Te advertí que no me volvieras a llamar así, Peeky —dijo Mirna, su voz un siseo venenoso.

Peeky, por su parte, adoptó una postura defensiva, sus músculos tensos y listos para la acción. —¿En serio quieres hacer esto, Mirna? No va a terminar bien para ti.

El aire se llenó de una tensión palpable. Mirna estaba al borde de perder el control, sus ojos chispeando con una rabia ciega, mientras Peeky, aunque calmada en apariencia, estaba claramente preparada para una confrontación inevitable. 

—¡Te voy a matar, Kasumi Peeky! —gritó Mirna, mientras corría hacia su compañera, liberando una inmensa cantidad de gas. Su furia era palpable, un torbellino de odio que se arremolinaba a su alrededor. Sin embargo, antes de que pudiera acercarse lo suficiente como para que su técnica tuviera efecto, la gran roca de Peeky la golpeó en el estómago, disparando su cuerpo varios metros hacia atrás con una fuerza brutal.

—¡Cierra el pico, maldita urraca! —exclamó Peeky, su voz resonando con un eco de autoridad y desprecio. La roca había encontrado su objetivo con una precisión letal, y Mirna fue lanzada hacia atrás, su cuerpo destrozando varias palmeras en su trayectoria. Cada impacto resonaba con un crujido siniestro de madera y hueso, y Mirna sintió cómo se rompían algunas costillas.

Cuando Peeky alcanzó a su compañera, esta yacía en el suelo, tratando desesperadamente de recuperar el aliento. Peeky levantó su roca, preparada para aplastarle la cara y poner fin a su rivalidad de una vez por todas. Sin embargo, en el último momento, intentó cancelar el ataque, pero ya era tarde. Lo único que pudo conseguir fue reducir la intensidad del golpe, evitando matar a Mirna pero infligiéndole un dolor atroz.

—Por un momento creí que en verdad me ibas a matar, pero resultó que tenía razón, eres débil, Peeky —comentó Mirna, con una voz rota pero llena de un veneno triunfante. Su cara estaba destrozada; el parche metálico que llevaba estaba agrietado, su ojo izquierdo enrojecido por la hemorragia interna, y la nariz rota. Sonrió, mostrando un par de dientes partidos, una mueca siniestra que acentuaba su estado deplorable.

—¿De qué hablas? ¿Dejaste que la roca te aplastara?

Mirna rió entre dientes, una risa llena de burla y dolor. —Mira a tu alrededor, perra —respondió, señalando con un movimiento apenas perceptible de su mano.

Peeky siguió la dirección de la señal y se dio cuenta con horror de que estaba rodeada por una gigantesca nube de gas. La comprensión la golpeó con la fuerza de un mazo: Mirna había estado liberando gas durante todo el enfrentamiento.

—¡Mirna, ¿en serio piensas matarme?! —preguntó Peeky, su voz temblando con un miedo genuino que rara vez mostraba. 

Mirna, con una sonrisa macabra en su rostro destrozado, hizo chasquear los dedos a pesar del dolor que esto le provocaba debido a su pulgar roto. El chasquido resonó en el aire, seguido por un estruendo ensordecedor que sacudió toda la isla. La explosión fue tan poderosa que alertó a todos los guardias, quienes inmediatamente se lanzaron en busca de las mujeres.

Cuando Ik despertó, sintió una confusión abrumadora al encontrarse de nuevo en su cuerpo de siete años, sentado en el comedor del orfanato donde había pasado una parte significativa de su infancia antes de ser rescatado por los Warriors de la Ciudad de Zen. El entorno le resultaba familiar, con las mesas largas, el sonido de platos y utensilios, y el murmullo de voces infantiles.

—Oye Nine, ¿te vas a comer tu pan? —le preguntó un chico pelirrojo con labios grandes y dientes amarillos.

—Ah, eres tú, Seven. Cómelo tú si quieres, detesto el pan de mamá —respondió Ik automáticamente, pero se quedó helado al ver la expresión de pánico en el rostro de su amigo. Se giró lentamente y vio a "mamá" de pie justo detrás de él.

—¿Cuál es tu nombre, jovencito? —preguntó mamá, con una voz que contrastaba con su apariencia. Aunque su cuerpo parecía el de una niña de diez años, su presencia y autoridad eran las de una adulta. Llevaba un entallado vestido rojo, perfectamente combinado con el maquillaje que adornaba su rostro.

Ik tragó saliva y, con la determinación que aún mantenía, respondió: —Me llamo Ik Orochi.

El comedor entero se quedó en silencio, todos los niños miraban a Ik con miedo reflejado en sus ojos. Mamá sonrió de una manera que no auguraba nada bueno.

—¿Escuchaste eso, Big Daddy? —preguntó mamá, llamando a alguien desde la sala contigua.

Un gigantesco hombre, conocido como Big Daddy, entró en la habitación. Su presencia llenó el espacio de una manera opresiva. Medía casi tres metros y sus músculos eran descomunales, mucho más exagerados que los de cualquier guerrero que Ik hubiera conocido, incluyendo a Yin. Su rostro estaba cubierto por una espesa barba y sus ojos irradiaban una mezcla de frialdad y desprecio.

—Sí, lo escuché —respondió Big Daddy, su voz profunda resonando como un trueno.

—¿Quieres que lo lleve a la pecera, mamá? —preguntó Big Daddy, su voz retumbando en la habitación.

—Déjalo ahí durante dos tanques de oxígeno —respondió mamá, con una fría indiferencia. Big Daddy se llevó a Ik, quien aún estaba tratando de asimilar lo que sucedía, a un gran cuarto con una inmensa pecera en el centro. La habitación estaba oscura y tenía un aire opresivo, con apenas suficiente luz para ver los contornos de los objetos.

Big Daddy le colocó a Ik un par de botas de hierro y una máscara de látex conectada a dos tanques de oxígeno. Luego, con una brutalidad casi casual, lo metió en la pecera. El agua estaba fría y el silencio era abrumador. Ik podía escuchar el sonido de su respiración amplificado por la máscara y el latido de su corazón retumbando en sus oídos. El tiempo pasó lentamente, y cada minuto parecía una eternidad en ese confinamiento acuático.

Casi medio día después, cuando Ik ya estaba al borde de la desesperación y el oxígeno comenzaba a agotarse, mamá y Big Daddy regresaron. La luz que entraba desde la puerta apenas iluminaba sus siluetas, creando un ambiente aún más siniestro.

—Sácalo, el oxígeno está por acabarse —ordenó mamá con un tono desapasionado. Big Daddy obedeció, sacando a Ik de la pecera. El niño jadeaba, su respiración dificultada por el hecho de que el oxígeno en los tanques se había reducido considerablemente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó de nuevo mamá, observando a Ik con una mezcla de curiosidad y desprecio. Ik, de rodillas y tratando de recuperar el aliento, apenas podía pensar con claridad.

—¡Mamá te está preguntando algo, responde! —gritó Big Daddy, su voz llena de furia.

—Yo me llamo… Ik Orochi, maldita bruja —respondió Ik con la poca fuerza que le quedaba, su voz cargada de desafío y odio.

Mamá suspiró con decepción y se volvió hacia Big Daddy. —Vuélvelo a meter por tres tanques más —dijo sin un atisbo de compasión. Big Daddy levantó a Ik nuevamente, preparándose para meterlo de nuevo en la pecera.

—No, espera, soy Nine… ¡Me llamo Nine! —gritó Ik desesperado, tratando de evitar otro confinamiento.

De repente, Ik se despertó de aquella terrible pesadilla, su cuerpo cubierto de sudor frío. Don Guadalupe estaba sentado en una butaca de cuero oscuro, observando a Ik con una mirada penetrante que parecía escudriñar hasta lo más profundo de su ser. 

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Ik, con una mezcla de curiosidad y cautela.

Don Guadalupe cruzó las piernas con elegancia, un gesto que denotaba una confianza innata en sí mismo.

—Vine porque una de mis enfermeras me señaló algo interesante que encontró cuando llegaste —respondió, manteniendo su voz tranquila y serena, aunque con un dejo de intriga.

Ik instintivamente se tocó la frente, buscando los vendajes que ya no estaban allí.

—¿Me cambiaron los vendajes? —preguntó, desconcertado por la situación.

—Llegaste sin ellos. Fue entonces que recordé que conocía a alguien con esa misma marca, alguien que también llevaba el apellido "Orochi" —explicó don Guadalupe, con una seriedad que no pasaba desapercibida. Ik frunció el ceño, tratando de procesar la información. 

—No sé qué problemas tenga con esa persona, pero le aseguro que yo no guardo ninguna clase de relación con nadie que posea mi mismo apellido —respondió, tratando de disipar cualquier posible conexión entre él y el misterioso individuo.

Don Guadalupe asintió, como si entendiera la postura defensiva de Ik. Sin embargo, una chispa de curiosidad brillaba en sus ojos mientras hablaba.

—No te preocupes, Dan Orochi es un gran amigo mío… por tu edad y tu parecido físico, me hace pensar que tal vez tú puedas ser su hijo —comentó, lanzando una bomba de sorpresa en la tranquila habitación.

Ik se levantó de la camilla con determinación, dejando en claro que no estaba dispuesto a profundizar en el tema. 

—Lo dudo mucho, yo no tengo padres, al menos no biológicos —respondió, con una indiferencia que contrastaba con la intensidad de la conversación.

Don Guadalupe arqueó una ceja, sorprendido por la respuesta de Ik. Su mirada, llena de curiosidad, escudriñaba al joven en busca de pistas sobre su misterioso origen.

—¿Qué estás diciendo? Todos tienen padres biológicos. ¿Es que eres una especie de experimento de ciencia ficción? No me lo creo. Es mucho más creíble que el bastardo de Dan te abandonara antes de que siquiera pudieras conocerlo —comentó, con un deje de escepticismo en su tono.

Ik se levantó de la camilla con un gesto de desdén, negándose a seguir discutiendo sobre el tema.

—Si ese es el caso, entonces no me interesa saber nada de ese tipo —respondió, con un tono cortante que dejaba en claro su postura.

Don Guadalupe frunció el ceño, sintiendo que la conversación estaba alcanzando un callejón sin salida. Sin embargo, su expresión cambió rápidamente a una de determinación.

—Dan era muy de la vida loca y cero responsabilidades, pero no hacerse cargo de su chamaco, eso no es de caballeros. Si tú quieres, yo te puedo ayudar a encontrarlo. Él es un mercenario —propuso, ofreciendo su ayuda para resolver el misterio del pasado de Ik.

Ik apretó los puños con fuerza, dejando claro su rechazo hacia la idea de buscar a Dan.

—Ya se lo dije, anciano. Yo no tengo padres biológicos y si ese tal Dan resulta ser mi padre, preferiría que estuviera muerto antes que conocerlo —respondió, con un tono cargado de hostilidad.

Sin más preámbulos, Ik salió de la habitación con determinación, dejando a don Guadalupe con un sentimiento de desconcierto. Mientras caminaba por el pasillo, perdido en sus pensamientos, chocó de frente con alguien, lo que lo sacó momentáneamente de su ensimismamiento. Sin pensar, reaccionó agarrando a la persona del cuello, solo para darse cuenta de que era Kiyomi.

Ik soltó a Kiyomi, sintiéndose abrumado por la vergüenza de haberla agarrado de esa manera. Sus disculpas resonaron en el pasillo, cargadas de arrepentimiento y preocupación por su acto impulsivo. 

—¡Perdón, Kiyomi, no sabía que eras tú! —se disculpó Ik, con la vergüenza pintada en su rostro.

Sin embargo, las palabras apresuradas de Kiyomi lo sacaron de su ensimismamiento. La urgencia en su voz lo llevó a reaccionar rápidamente, siguiendo los pasos de su compañera.

—¡No tenemos tiempo para esto! ¡Tengo que decirle a don Guadalupe que Nozomi ha desaparecido! —exclamó Kiyomi, con una mezcla de desesperación y determinación.

Ik asintió, comprendiendo la gravedad de la situación. Sin perder más tiempo, se unió a Kiyomi en su carrera hacia la habitación de don Guadalupe. Al llegar, el patrón escuchó atentamente la preocupación de Kiyomi.

—Lo entiendo, niña. Ahora mandaré a un grupo de mis hombres para encontrar a tu amiga —respondió don Guadalupe, con una calma reconfortante, tratando de tranquilizar a Kiyomi, cuya angustia era palpable.

—Recuperamos su piedra, así que no importa si ahora voy a buscar a mi amiga, ¿cierto? —preguntó Kiyomi, buscando confirmación en los ojos del patrón.

—Así es, pero prefiero que me dejes a mí encargarme de esto. Ustedes están agotados por la pelea de anoche —respondió don Guadalupe con sensatez, reconociendo la necesidad de precaución.

Ik asintió, pero su determinación no menguó. Con decisión, tomó la espada de Doble seis, sintiendo su peso familiar en sus manos.

—Que tus hombres nos alcancen. ¡Vamos, Kiyomi! —exclamó, tomando el hombro de su compañera con firmeza.

Mientras los dos jóvenes se adentraban en la espesura de la selva, Ik no podía apartar de su mente el incidente con Kiyomi. La preocupación lo envolvía, haciéndolo sentir culpable por su reacción impulsiva.

—¿Te pasa algo? —preguntó Kiyomi, notando la distracción de su compañero.

Ik vaciló un momento, debatiéndose entre confesar su preocupación y mantenerla para sí mismo.

—No es nada importante, solo estoy pensando en Nozomi. ¿Cómo habrá sido secuestrada? Ella es fuerte.

Kiyomi suspiró, comprendiendo la inquietud de Ik.

—Su habilidad psíquica la agota mucho. Estaba inconsciente, solo me aparté por unos minutos y cuando volví, ya no estaba. Además, encontré signos de que alguien había entrado en la habitación.

Ik frunció el ceño, reflexionando sobre la situación.

—¿Crees que fueron esas mujeres? —preguntó, acelerando el paso en su afán por llegar a alguna conclusión.

—Don Guadalupe envió a su gente para investigar después de que volvimos con la piedra. No encontraron rastro de ellas, solo evidencias de una gran explosión —respondió Kiyomi, alcanzando a Ik mientras avanzaban entre la densa vegetación.

Mientras tanto, en una caverna cerca de la playa, Mirna contemplaba a Nozomi, quien yacía inconsciente a su lado.

—Necesitaré un reemplazo ahora que esa perra está fuera de juego. Además, podríamos interrogarla para saber dónde encontrar al hermano de Khal —murmuró Mirna, trazando planes mientras observaba a su cautiva. Sin embargo, en un descuido, Nozomi quien fingía estar inconsciente, lanzó una patada directa a la nuca de Mirna, esperando dejarla fuera de combate. Pero la mercenaria reaccionó rápidamente y resistió el golpe, contrarrestando con un fuerte codazo dirigido al rostro de la joven. Nozomi apenas logró detener el golpe con todas sus fuerzas y, en un rápido movimiento, respondió con una mordida feroz en el brazo de Mirna.

—¡Pequeña perra, me mordiste! —exclamó Mirna, sobándose el codo mientras Nozomi se sacudía de dolor por haber resistido el potente codazo. «Ninguna de las dos puede usar más zen, esto es malo. Ella es físicamente más fuerte que yo. Solo me queda esperar a Kiyomi», reflexionó Nozomi, preparándose para un enfrentamiento directo con Mirna.

La joven Nozomi se lanzó hacia Mirna con determinación, pero la experimentada bandida esquivaba sus golpes con una agilidad impresionante, contrarrestando con certeros puñetazos. Sin embargo, fue un poderoso golpe en el estómago lo que finalmente derribó a la novata, haciéndola caer al suelo con un gemido de dolor. Mirna se preparaba para seguir golpeándola, pero Nozomi logró detenerla con una patada bien dirigida antes de intentar levantarse.

A pesar del dolor que le causó la patada, Mirna no dudó en tomar la pierna de Nozomi y lanzarla con violencia hacia una de las paredes de la caverna, que se resquebrajó ante el impacto, dejando a Nozomi sin aliento. La mercenaria corrió hacia ella con intención de rematar el ataque con otra patada, pero Nozomi, a pesar de su debilidad, reunió fuerzas y le asestó un poderoso puñetazo en el rostro, desgarrando el parche de metal que cubría uno de los ojos de Mirna y revelando su ausencia.

La revelación enfureció a Mirna, quien tomó a Nozomi del cuello y la arrojó con violencia hacia el exterior de la cueva. Sin embargo, antes de que Nozomi impactara contra el suelo, fue interceptada por Ik, quien había escuchado el estruendo de la pelea y llegó justo a tiempo para salvar a su compañera.

Kiyomi, con un grito desafiante, desató su temible ataque, el "Vals de estacas". Mirna apenas logró esquivarlo, pero no salió ilesa, recibiendo algunos cortes superficiales que marcaban su cuerpo.

Mientras tanto, Ik se aseguraba de que Nozomi estuviera a salvo antes de sumarse a la pelea. La joven Nozomi asintió, aunque su expresión denotaba el dolor que aún sentía tras el brutal enfrentamiento. Ik la dejó en la arena y se apresuró a ayudar a Kiyomi, consciente de que necesitaban trabajar en equipo para vencer a su adversaria.

Mientras tanto, Mirna escuchaba atentamente la voz que provenía de su comunicador. Su compañero estaba en el bote, listo para su rescate, pero no podía acercarse demasiado debido a las patrullas privadas que vigilaban la isla. La bandida se esforzaba por mantenerse enfocada en la pelea, evadiendo las estacas de Kiyomi mientras se preparaba para la siguiente fase de su plan de escape. 

La playa vibraba con la energía de la batalla, mientras Kiyomi desataba su poderoso ataque, fusionando sus veinte estacas en un gran cono giratorio que persiguió implacablemente a Mirna. La arena se agitaba bajo los pies de la mujer mientras huía hacia donde Ik se encontraba, quien estaba listo para el siguiente movimiento.

—¡Vals de estacas acto dos: ¡Gran blues del taladro! —exclamó Kiyomi con determinación, su voz resonando sobre el rugido del mar. Mirna se vio acorralada, sin escapatoria, mientras los ataques de Kiyomi e Ik se cernían sobre ella con fuerza devastadora.

—¡Esfera sombra! —gritó Ik, dando el golpe final junto a Kiyomi. La combinación de ambos ataques impactó con ferocidad en el cuerpo de Mirna, quien apenas pudo resistir el embate. Consciente de su derrota inminente, Mirna decidió optar por la retirada para salvarse. Comenzó a liberar una gran nube de espeso gas.

—Retrocedan, puede hacer explotar ese gas —advirtió Ik rápidamente, cargando a Nozomi para alejarla del peligro. Kiyomi asintió, reconociendo la amenaza, y se unió a Ik para alejarse del área.

—Maldición, se escapó —murmuró Kiyomi, frustrada, mientras el gas de Mirna se disipaba lentamente con la brisa marina.

—Vamos, llevemos a Nozomi de vuelta a la hacienda —ordenó Ik, preocupado por el estado de su compañera. Con determinación, ambos se retiraron de la playa, dejando atrás el caos de la batalla para atender a Nozomi y reportar los acontecimientos a don Guadalupe.

Nozomi despertó en la opulenta sala principal de la mansión, sintiéndose aún un poco aturdida. Estaba recostada en un lujoso sofá junto a Kiyomi, cuya mirada estaba fija en don Guadalupe, quien parecía tener dificultades con una computadora.

—Está bien, don Guadalupe, si se le complica transferir el pago, lo puedo recibir en físico como mis compañeras —intentó tranquilizar Ik al patrón, mostrando su disposición.

—Nada de eso, joven Orochi, solo es cuestión de hacer que se confirme la transferencia, pero… ¡Ximena, ven aquí rápido! —exclamó don Guadalupe, llamando a su hija desde la distancia.

—¿Qué quieres, viejo? —respondió Ximena, su tono cargado de desdén mientras se acercaba a la sala de estar.

—Haz que se confirme el pago para el joven Ik, esta máquina no quiere.

—¿Solo cinco mil Lanas?, padre avaro, ve a pedirle a las muchachas de servicio que me traigan algo para tomar mientras yo termino aquí —solicitó Ximena, con una actitud de superioridad palpable, antes de tomar asiento frente al computador y realizar unas pocas acciones que, para don Guadalupe, parecían un misterio. 

—Te puse una pequeña propina por ser tan guapo —le susurró Ximena a Ik, quien se ruborizó ante el gesto.

—No hace falta, señorita Ximena, no puedo aceptarlo —respondió Ik, un tanto avergonzado por el halago.

—Tómalo como un pago de mi parte por probar el prototipo de los "Zapatrones".

—Pero sí los rompí.

—Y así me ayudaste a ver cuáles eran sus fallas, imagina qué hubiera pasado si los lanzaba al mercado con esos errores.

—Supongo que siendo así, podría aceptarlo —cedió Ik, después de reflexionar sobre el argumento de Ximena. Sin embargo, antes de que pudiera decir más, la computadora se apagó repentinamente debido a una falla eléctrica.

—¡¿Ximena, se fue la luz?! —llamó don Guadalupe desde la cocina, preocupado por la situación.

—Sí, papá, no hay electricidad, llama a un taxi, me voy a la casa de Vice Alley —respondió la chica, mientras se dirigía apresuradamente a su habitación.

El comunicador de Nozomi comenzó a vibrar rompiendo el ambiente tranquilo de la hacienda. Nozomi se aferraba al dispositivo, como si pudiera encontrar consuelo en él, pero la voz del otro lado solo traía malas noticias.

—¿Hola, quién habla?

—Hablo del hospital central de la ciudad del Zen, ¿usted es familiar de la señora Esperanza Mamba?

Nozomi apretó el dispositivo con fuerza, preocupación pintada en su rostro.

—Sí, es mi madre.

—Le informamos que ahora se encuentra internada en un estado grave y que necesita un tratamiento con suero de acto impuro.

—Pues comiencen el tratamiento.

—Al ser un medicamento así de raro, antes de proceder necesitamos que un familiar o contacto cercano firme el permiso y el pago por adelantado de una décima parte del tratamiento.

Nozomi se mordió el labio inferior, sintiendo la desesperación crecer dentro de ella.

—Tengo el dinero, comiencen. Llegaré en medio día para pagar y firmar lo que sea.

—Me temo que esto no puede ser así —respondió con frialdad la mujer del hospital.

Nozomi se estremeció al escuchar esas palabras, sintiendo cómo su mundo se tambaleaba.

—¡No estoy en la ciudad, estoy en Vice Alley y no tengo a nadie que firme el permiso, mi madre solo me tiene a mí! —exclamó Nozomi con la voz entrecortada, al borde del llanto.

—Puede hacer una transferencia y no tiene que ser un familiar cercano, con que sea mandado por usted basta.

—No entiende, no hay electricidad en la isla… ¿Hola?, ¡me colgó! —gritó la chica antes de comenzar a llorar de frustración. Kiyomi e Ik la rodearon con preocupación, intentando brindarle apoyo en medio de su angustia.

Don Guadalupe observó la situación con una mirada comprensiva mientras Nozomi luchaba contra sus lágrimas.

—¿Tienen que volver a la ciudad del Zen rápido? —preguntó, rompiendo el tenso silencio que se había instalado en la habitación.

Nozomi asintió, incapaz de articular palabra debido a la conmoción.

—Así es, mi madre está en el hospital —logró decir entre sollozos.

El rostro de don Guadalupe se suavizó ante la angustia de Nozomi.

—Vayan al helipuerto, mi piloto Clark los llevará a la ciudad en menos de veinte minutos.

—¿En serio va a hacer eso por mí? —Nozomi levantó la mirada, incredulidad reflejada en sus ojos húmedos.

—Recuperaron la piedra y ningún invitado salió herido, es lo menos que se merecen. Ahora apresúrense a ir al helipuerto —ordenó don Guadalupe, antes de ofrecerle un trago a su bebida.

Nozomi, aún aturdida por la generosidad del patrón, asintió en silencio, agradecida.

—Déjame tu número de comunicador, chico —agregó don Guadalupe, dirigiéndose a Ik.

El joven novato, aún desconfiado, frunció el ceño ante la solicitud.

—¿Para qué? Ya le dije que no me interesa saber nada de ese tal Dan —respondió con hostilidad.

—Cielos, chico, dame un respiro. Solo lo quiero por si te necesito para algún otro trabajo —respondió don Guadalupe, intentando calmar la tensión.

Ik se quedó en silencio por un momento, sopesando la propuesta.

—Si en realidad lo necesitas, pídeselo a tu hija —respondió finalmente, sin querer ceder ante la presión.

—A qué canijo me salió este muchacho —murmuró don Guadalupe, observando con una mezcla de asombro y diversión cómo Ik salía apresuradamente de la mansión, siguiendo los pasos de Nozomi y Kiyomi, quienes ya se habían adelantado hacia el helipuerto.

Una vez a bordo del helicóptero, con el ruido de las hélices de fondo, Ik aprovechó el momento para abordar un tema que lo había estado perturbando desde esa mañana.

—Lo que pasó esta mañana... quiero pedirte disculpas, Kiyomi —dijo, con un tono de sinceridad en su voz.

—¿Qué pasó esta mañana? —preguntó ella, ligeramente confundida.

Ik se sintió aliviado por un instante ante la aparente falta de recuerdo de Kiyomi, pero aún así decidió aclarar las cosas.

—Ya sabes, cuando te ahorqué por error —respondió, evitando mirarla directamente a los ojos.

Kiyomi dejó escapar un pequeño suspiro de asombro antes de responder.

—Ah, eso. No te preocupes, invítame a comer y asunto arreglado... además, a mí me encantan esas cosas —añadió, dejando escapar un ligero rubor en sus mejillas.

Ik se sintió aliviado por la respuesta de Kiyomi, agradecido de que ella hubiera aceptado sus disculpas de esa manera tan informal y comprensiva. Con una sonrisa, asintió en respuesta, sintiendo un peso levantarse de sus hombros mientras el helicóptero seguía su camino hacia la ciudad del Zen.

Cuando llegaron a la ciudad, los tres acordaron que Nozomi iría directamente al hospital, mientras que Kiyomi e Ik irían a comprar algo de comida para llevar algo para su amiga, ya que ninguno de los tres había comido nada desde la noche anterior.

—Gracias por acompañarme a casa para cambiarme de ropa —dijo Kiyomi, saliendo de su hogar con un nuevo conjunto más cómodo.

—De hecho, resulta que vives muy cerca de mi edificio, así que también aproveché para cambiarme allí.

—¿En serio tardé tanto?

—No, es que usé la velocidad rompevientos. En la ciudad es mucho más fácil de usar, hay muchas estructuras en las que apoyarse —respondió Ik, tomando un trozo de pizza.

—Entiendo, ¡vamos, Nozomi nos debe estar esperando! —exclamó Kiyomi, al ver que el autobús se había detenido frente a ellos.

Cuando Ik y Kiyomi llegaron al hospital, el aire se cargó de una tensión palpable, como si las paredes mismas estuvieran susurrando secretos sombríos. Ik se hundió en el frío asiento de la recepción, mientras que Kiyomi se adelantó con pasos inciertos hacia la mujer detrás del mostrador, su corazón latiendo con una ansiedad insondable.

La mujer de la recepción, con una expresión sombría que reflejaba el peso de la tragedia, les entregó la noticia con una voz temblorosa, como si cada palabra fuera un peso insoportable sobre sus hombros. 

La señora Esperanza, luchando contra el aliento final, se aferró a la vida durante horas desde su llegada al hospital, como si cada respiración fuera una batalla contra el destino mismo. Pero cuando sus ojos, llenos de amor y resignación, se posaron en su hija que entraba por la puerta, su rostro se iluminó con una sonrisa tenue y serena, como si hubiera encontrado la paz que tanto anhelaba. Y en ese momento, en el silencio sepulcral de la sala de espera, dejó este mundo en un susurro apenas perceptible.

Desde el primer día en que Kiyomi cruzó caminos con Nozomi, comprendió que para su amiga, cada latido de su corazón resonaba con el eco de su madre. Nozomi, con su mirada siempre cargada de amor y dedicación inquebrantable, era un monumento viviente a la devoción hacia la mujer que le dio la vida. Para ella, cada risa, cada lágrima, cada paso estaba entrelazado con el lazo invisible que unía sus almas.

Pero ahora, mientras esperaban en el desolado vestíbulo del hospital, Kiyomi no podía evitar sentir un torbellino de emociones, como si estuviera atrapada en un vendaval de incertidumbre y pesar. La sola idea de lo que Nozomi podría estar enfrentando la llenaba de una angustia indescriptible, como si fuera ella misma quien estaba en el centro de la tormenta.

Es asombroso cómo, en los momentos más inesperados, los pensamientos más fugaces pueden desencadenar una marea de temor y ansiedad. Kiyomi lo experimentaba ahora mientras recordaba cada calle, cada callejón que había recorrido en busca de su amiga, con la esperanza vana de encontrarla y ofrecer consuelo en medio de la oscuridad que ahora las rodeaba. 

Varias horas se deslizaron como sombras silenciosas antes de que Ik finalmente descubriera a Nozomi, perdida en sus propios pensamientos, en el borde solitario del muelle turístico de la ciudad. El lugar, normalmente bullicioso con la algarabía de los visitantes, yacía ahora en un silencio sepulcral, como si el cielo nublado hubiera absorbido toda la vida y dejado solo un eco vacío.

—Al fin te encuentro —dijo Ik, su voz resonando con un toque de alivio mezclado con el agotamiento de su búsqueda frenética mientras se acercaba a Nozomi, cuyos ojos estaban fijos en el horizonte lejano, perdidos en un mar de pensamientos tormentosos—. Llevamos varias horas buscándote, Nozomi.

El viento susurraba entre los tablones del muelle, como si tratara de robarse las palabras de Ik antes de que pudieran llegar a su destino. 

Nozomi dejó que las palabras fluyeran como un río de recuerdos dolorosos mientras Ik se sentaba a su lado, respetuoso y en silencio, como un guardián de la intimidad compartida. 

—Cuando tenía tres años, mi gato "Paco" murió atropellado por mi padre, estaba borracho. Yo no entendía qué le había pasado. "Paco ya no está", eso fue lo primero que me dijo mi madre —la voz de Nozomi era un eco entrecortado de dolor y nostalgia, pero también de una extraña aceptación—. Luego me dijo que todo lo que está vivo tiene que morir, que eso era lo que significaba estar vivo... Las rocas no mueren, pero tampoco pueden disfrutar de la vida.

Las palabras de Nozomi resonaron en el aire, cargadas de la pesadez de una verdad universal que a menudo preferimos ignorar. Ik asintió con gesto pensativo, sintiendo cómo cada palabra de su amiga golpeaba su corazón con la fuerza de una revelación.

—Nunca lo había pensado de esa forma —respondió Ik, sus propias emociones luchando por salir a la superficie mientras mantenía la mirada fija en el horizonte, evitando el dolor reflejado en los ojos de Nozomi.

—Luego de eso, me cantó una canción. Una canción que también me cantó cuando murió mi hámster "Haku", cuando murió mi padre por conducir ebrio, cuando murió mi abuela y cuando murió mi hermano menor hace un par de años —las palabras de Nozomi se deslizaron entre sollozos, cada una una daga que encontraba su marca en el alma de Ik.

Entonces, sin aliento, con la voz entrecortada por el dolor, Nozomi comenzó a cantar. La canción, una oda a la lucha contra la adversidad y el paso del tiempo, resonó en el aire cargado de emoción, como un lamento de aquellos que han visto demasiado y han sufrido aún más.

El nudo en la garganta de Ik se hizo más apretado con cada verso, mientras el peso de la tragedia y la resignación se posaba sobre sus hombros. Cuando Nozomi finalmente se derrumbó en su hombro, sus lágrimas se convirtieron en un torrente incontenible que amenazaba con arrastrarla hacia el abismo de la desesperación.

—¿Por qué? —las palabras de Nozomi, ahogadas por el dolor y la confusión, resonaron en el aire como un grito de angustia en un vacío sin respuesta. Y en ese momento de oscuridad abrumadora, Ik se encontró sin palabras, perdido en un mar de incertidumbre y pesar, sin saber cómo consolar a su amiga en medio de la tormenta.

Un destello de comprensión atravesó la mente de Ik como un rayo de luz en la oscuridad. ¿Y si fuera él quien enfrentara la posibilidad de perder a Lyra? El pensamiento lo sacudió hasta lo más profundo de su ser, abriendo una grieta en su corazón que antes había permanecido cerrada.

Con un impulso repentino, Ik rodeó a Nozomi con sus brazos en un abrazo reconfortante, como un faro de consuelo en medio de la tempestad. En ese gesto silencioso, trató de transmitir toda la solidaridad y el apoyo que sus palabras no podían expresar.

Permanecieron juntos en silencio, con el susurro suave del viento y el eco lejano de las olas rompiendo contra el muelle como su única compañía. Ik entendió que en esos momentos de desolación, las palabras eran insuficientes y que la presencia silenciosa y el calor humano eran lo que más importaba.

Cuando Nozomi finalmente encontró algo de calma en el agotamiento de su llanto, Ik tomó su teléfono y marcó el número de Kiyomi, pidiéndole que viniera a buscar a su amiga. Juntas, las dos chicas se marcharon del lugar, dejando a Ik solo con sus pensamientos mientras el cielo se despejaba lentamente, revelando un magnífico atardecer que pintaba el horizonte con tonos dorados y rosados.

Ik decidió quedarse un momento más, permitiéndose ser testigo de la belleza efímera del crepúsculo. Y mientras el sol se deslizaba lentamente hacia el horizonte, llevando consigo el peso de la tragedia y la promesa de un nuevo amanecer, Ik encontró un destello de esperanza en medio de la oscuridad.

—¿Ik?, ¿qué haces aquí en el muelle? —preguntó Lewa mientras se acercaba a donde el chico estaba parado. 

—Hola, Lewa... yo solo estaba pensando, ¿qué haces tú aquí? —preguntó Ik, desviando momentáneamente su atención de los pensamientos que lo habían absorbido.

Lewa se acercó con una expresión cansada pero determinada.

—Ahora va a llegar un bote con algunas personas que estaban en otros estados cuando ocurrió la catástrofe de Kaji —explicó Lewa, su voz resonando con un toque de fatiga acumulada por las horas de esfuerzo continuo—. Fue una locura, amigo, pero logramos rescatar a algunas personas. De hecho, ahí vienen un par.

La atención de Ik se dirigió hacia Lupin, que se acercaba cargando a America sobre sus hombros. La pequeña parecía agotada pero valiente, como una luz de esperanza en medio de la oscuridad que rodeaba la tragedia.

—Hola, Lewa, ¿sabes cuánto más va a tardar ese bote? —preguntó America, su voz pequeña pero firme, mientras se unía al grupo junto a los novatos.

Lewa respondió con amabilidad, informándoles sobre el tiempo estimado de espera y compartiendo detalles sobre los pasajeros que estaban a punto de llegar. Para Ik, el encuentro en el muelle era un recordatorio de la fuerza y la resiliencia del espíritu humano, incluso en los momentos más oscuros.

—¿Y tú solo los vienes a acompañar? —preguntó Ik, con un atisbo de intriga en su voz.

—No, también estoy esperando a una amiga —respondió Lewa con una sonrisa radiante, que iluminaba su rostro cansado pero feliz.

El tiempo transcurrió lentamente mientras el muelle se llenaba de personas ansiosas por reunirse con sus seres queridos. El murmullo de conversaciones y el chirrido distante de las gaviotas se mezclaban en el aire cargado de emoción y expectativa.

—¡Aki, estoy acá abajo, ven rápido! —exclamó Lewa emocionado al divisar a su amiga descendiendo del barco con paso decidido.

Ik, recostado en el barandal del muelle, observaba la escena con un interés tranquilo, dejando que el ambiente vibrante del lugar lo envolviera en su abrazo cálido.

—Es Akino Riot... olvidé por completo que ustedes dos eran amigos —comentó Ik, con una leve sonrisa, mientras observaba el reencuentro entre Lewa y Akino.

—Ik Orochi, ¿cómo estás? —saludó Akino, con una sonrisa amistosa.

—¿Me recuerdas? —preguntó Ik, ligeramente sorprendido.

—Nunca olvidaré la paliza que me diste en el torneo del Ming —respondió Akino con un tono juguetón, antes de abrazar a Ik con fuerza, como si el tiempo no hubiera pasado desde su último encuentro.

Entre la multitud, America dio un grito de alegría al divisar a su tío entre los recién llegados, haciendo que Lupin corriera hacia él con una sonrisa de oreja a oreja, ansioso por reunirse con su familiar.

—Vamos a tu nueva casa, tienes que arreglarte para la fiesta que yo y mi novia estuvimos organizando para tu llegada —le dijo Lewa a Akino, con una expresión de entusiasmo contagioso.

—¿Así que ya tienes novia? —inquirió Akino, con una chispa traviesa en sus ojos, haciendo que el rubor se extendiera por las mejillas de Lewa como una marea repentina.

—Es Touko, ¿verdad? —agregó Ik, uniéndose a la diversión, aumentando la presión sobre su amigo con una sonrisa juguetona.

—Sí, pero no lo digan mucho, se me salió, apenas llevamos un día y medio saliendo —respondió Lewa, con un nerviosismo evidente, mientras intentaba mantener su compostura frente a las burlas amistosas de sus compañeros.

—¿Puedo ir también a la fiesta? —intervino Ik, con una mezcla de entusiasmo y anticipación.

—¡Claro, Ik! —respondió Lewa con una sonrisa, reconociendo la necesidad de su amigo de estar presente en un momento tan especial—. Estuvimos buscándote, pero aún no tienes comunicador.

—Bien, entonces nos vemos en la fiesta en la mansión Fujimori —dijo Ik, antes de tomar posición para correr con la velocidad rompevientos, desapareciendo en un destello fugaz de determinación y emoción.