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NUEVE

La noche se extendía como una infinita cobija sobre el cielo de Seattle, mientras que las luces de los edificios moteaban la oscuridad como sustitutos de las estrellas.

Led Starcrash permanecía en silencio, con el peso de su cuerpo apoyado contra el alfeizar de la ventana. Mas allá de Pioneer Square, el distrito histórico de la ciudad en el que residía, se alzaba la Space Neeedle, una enorme torre coronada por un lujoso restaurante giratorio y consagrada como el símbolo de la región. A pesar de que aún no visitaba la estructura, conocía cada detalle gracias a su amigo Axel, quien había realizado una presentación sobre ella para una de sus clases.

Suspiró, y apartó la mirada hacia la calle, donde un grupo de personas caminaba entre risas y preocupaciones; por las ropas que lucían, se podía deducir que marchaban a algún club nocturno. Led los envidió, y la culpa lo removió en el acto, pues, ningún príncipe infernal se hallaba presente para inducirle aquella emoción.

Anhelaba su antigua vida de regreso, como salir con sus amigos y enfrascar sus pensamientos en preocupaciones normales: conocer a su persona especial, obtener un empleo, pagar las facturas, llevarse el primer lugar en la exposición…

‹‹¡La exposición!››, recordó.

Y como si huyera de un fantasma, regresó al interior de su alcoba. Abrió las puertas del armario, apartó hacia un lado la ropa que colgaba y, con sumo cuidado, abrazó las pinturas que dormitaban en el fondo. Había olvidado por completo que esa noche evaluaría sus trabajos para decidir cuáles serían los tres que exhibiría en la exposición de arte que la señorita Weine, junto con el Seattle Center, había organizado.

Ahogó un grito al darse la vuelta. Los lienzos resbalaron de sus brazos, pero los reflejos de Rakso le permitieron recuperarlos antes de que se estrellaran contra el piso.

—¿Te asusté? —se burló, depositando los rectángulos de pintura sobre la cama para irlos organizando en filas.

—Un poco —confesó el joven, deteniéndose junto al demonio, que, al parecer, se había autonombrado su organizador personal.

—Tus trabajos son realmente buenos —manifestó, lanzando un ojo clínico a los detalles que presumían aquellas obras de arte, en especial, las que retrataban las prisiones del reino de las tinieblas y sus almas cautivas—. Si decides exhibir éstas —continuó, señalando los retratos infernales—, de seguro ganarás.

—Ese es el plan… Pero será difícil escoger entre tantas.

—Creo que puedo ayudarte —se ofreció el demonio, terminando de ubicar las últimas pinturas en su lugar—. Ya tienes los sentimientos y sabes lo que plasmaste, sólo falta que hables un poco del lugar… —Enmudeció al instante. Su atención había sido atraída por las dos pinturas que aún permanecían en sus manos.

—¿Sucede algo? —indagó preocupado—. ¿Rakso?

—Estas… —comenzó, depositando los lienzos en una esquina de la cama, junto a las otras—. ¿Qué retratabas aquí?

Una de ellas mostraba un magnífico jardín, repleto de exuberante vegetación, ríos de aguas cristalinas y cientos de niños corriendo con júbilo, disfrutando de los rayos dorados que arrojaba el sol y de las aves que volaban junto a ellos. En la otra, podía apreciarse un espeso océano de nubes, algunas plateadas y otras doradas; y al fondo, una diminuta silueta se alzaba imponente. Rakso tragó en seco, no sabía si sentirse maravillado o aterrado.

—No lo sé —Las yemas de los dedos de Led acariciaban las mezclas de pintura seca que impregnaban la tela. Se veía sereno, advirtió Rakso—. Fue algo que soñé durante mi primer año con la doctora Sherman. Me sentía feliz cuando desperté y quise retratarlos con la esperanza de que esa felicidad durara —La voz de Led estaba cargada de anhelo, de esperanza, de ansias por volver a aquel lugar celestial—. A veces, cuando me siento muy mal, los contemplo y… de alguna manera, me llenan de paz.

Rakso permanecía en silencio, contemplando las obras con una mezcla de curiosidad y nervios. Miró a Led, y su corazón palpitó con fuerza cuando descubrió que lo miraba. Se fijó en sus ojos azules y una repentina calidez le invadió el pecho. El demonio se apartó.

—Creo que deberías exhibir una de esas dos —dijo, desde el umbral de la ventana—. Y balancéala con dos pinturas infernales.

—Es una buena idea. Será un excelente contraste —agradeció el chico, cogiendo la pintura del jardín y depositándola en un rincón de la pared—. Creo que una de las elegidas será esta —prosiguió con emoción. En sus manos sujetaba la representación de las prisiones de Lux—. Sólo falta una.

Led seguía estudiando los retratos infernales con detenimiento, decidiendo cuales de todos esos recónditos lugares usaría. Tenía miedo, pero algo le susurraba que su prisión debía ser la elegida, aunque eso significa exponerse aún más.

Desde la ventana, Rakso lo observaba en silencio. No podía dejar de pensar en él y en el misterio que lo envolvía. ¿Cómo era posible que aquel mestizo fuera capaz de retratar ambas regiones espirituales con tanta exactitud?

‹‹¿Quién eres, mestizo?››, se preguntó el demonio en sus pensamientos.

—¿Crees que pueda lograrlo? —La voz de Led evaporó sus preguntas, devolviéndolo a la realidad en un santiamén.

—Estoy seguro de que te llevarás el primer lugar.

Led negó con la cabeza.

—Me refiero a tus habilidades. ¿Crees que pueda encontrarlas?

—Eso depende de ti. Si no lo logras, el fuego de Babilonia te reducirá en cenizas —sentenció con el semblante sombrío—. Así funcionan los pactos, de esa forma, nos aseguramos de que el mortal cumpla con su palabra. Descuida —añadió, al ver la expresión de terror que enmascaraba el rostro del joven—. Nunca fijamos una fecha, así que estás a salvo, a menos que decidas cancelar.

—Eso no me tranquiliza para nada.

—¿Por qué? ¿Piensas abandonar?

—¡No! —exclamó impasible—. Es sólo que todo este asunto me tiene preocupado…

—Lo harás bien, mestizo —lo cortó Rakso, justo cuando sus alarmas de alerta se disparaban a causa de un vestigio de energía celestial; era fuerte, y parecía provenir fuera de la habitación, al otro lado de la puerta.

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En la salita, al compás de una deliciosa melodía, Christine se ocupaba de ordenar en algunas cajas las pequeñas figuras de cera que llevaría mañana al bazar que había organizado la iglesia. La felicidad la abordaba, pues, los domingos eran su día favorito de la semana a causa de los compartir que se organizaban; el tiempo de calidad que disfrutaba con sus amigos, las discusiones que giraban en torno a algún versículo de la biblia y, sobre todo, lo que más adoraba, era ver a su hijo reunido con algunos miembros del coro entonando las alabanzas. Aquello último la llenaba de fe, y reforzaba su idea acerca de que Gabriel y el resto de los ángeles se preocupaban por nada.

Alguien llamó a la puerta, y Christine corrió hasta ella extrañada. ¿Quién podría ser a esa hora?, se preguntó, mientras rodaba la escalerilla y subía a ella para descubrir una cabellera con el color de las zanahorias a través del ojo mágico.

—¿Señor McKinley? —preguntó la mujer con genuina sorpresa.

Su jefe, vestido con el típico traje de tweed, negó con la cabeza sin mediar palabra.

Christine inhaló profundamente para llenarse de paciencia y enfrentar la migraña que se le venía. Retiró el seguro, abrió la puerta y recibió aquella mirada dura con la mejor amabilidad que pudo fingir.

—Gabriel.

—¿Me dejarás entrar?

La mujer se apartó y le cedió el camino. Con la mirada, escudriñó el humilde apartamento hasta detenerse en una de las mesitas de la sala, donde reposaba el instrumento que le había obsequiado durante su último encuentro.

—Me enteré del pequeño incidente —dijo sin más.

—Led no tiene nada que ver en eso —le aseguró la mujer, repantigada contra la puerta. Sus brazos se cruzaban sobre el pecho y sus labios formaban una línea tensa—. Hablé con él y estaba en casa de su amiga cuando sucedió.

—¿Y le crees? —inquirió, tomando asiento en uno de los sofás individuales que reposaban en la salita. Tomó una de las figurillas de cera con forma de ángel infantil y la vio con desagrado.

—En veinte años, Led no me ha dado ni un sólo motivo para que desconfíe de él. Creo que es hora de que nos dejes en paz y te dediques del todo a la batalla del Tercer Cielo, Gabriel.

—No eres nadie para darme ordenes, exiliada —dijo con amargura. Se había puesto de pie y tenía su rostro a escasos centímetros del de ella.

—Y tú no eres nadie para juzgar —le recordó, sosteniéndole la mirada. Estaba cansada de su actitud, y no le propinaba una bofetada por el simple hecho de que el cuerpo de McKinley no se la merecía.

La furia invadía a Gabriel, y Christine sonrió satisfecha al notar que el arcángel estaba cediendo ante un pecado capital. Éste se percató de ello y retrocedió. En silencio, e ignorando la pequeña escena, acomodó el cuello de su traje.

—Quiero que te marches de mi casa —le pidió con educación. Había abierto la puerta y aguardaba junto a ella—. Si algo sucede, y está relacionado con Led, te lo haré saber.

Gabriel asintió sin expresión, y justo cuando atravesaba el umbral, una pesadez recayó sobre sus hombros. Con ojos enormes, se dio la vuelta y se encaminó directo hacia el pasillo de las habitaciones.

—¿Qué crees que haces? —apremió Christine, sujetándole del brazo para detenerlo—. No tienes derecho de entrar así a mi casa.

Gabriel se la sacudió de un manotazo y la mujer terminó contra el suelo alfombrado.

—La energía demoniaca destila en tu hogar —Gabriel había arrugado el rostro debido a la repugnancia. Su dedo apuntó a la puerta que reposaba al final del pasillo—. ¿Quién mora en esa habitación? —exigió saber.

—Es la alcoba de Led —contestó una vez que se puso de pie.

El hombre extrajo una daga de su chaleco y avanzó hasta posicionar su mano sobre el pomo.

—¡Gabriel! —masculló Christine. El miedo comenzaba a tomar control de ella.

—Mantente atrás —le ordenó en voz baja—. No quiero que salgas herida.

Christine no podía dar crédito a lo que escuchaba. Sabía que el ángel era incapaz de mentir, y como ella había perdido todos sus poderes al ser exiliada del reino celestial, no podía sentir las energías espirituales, por lo que debía confiar en la palabra del que alguna vez fue su compañero.

—Gabriel, debes estar equivocado —Christine necesitaba aferrarse a la idea de que su hijo no era quienes ellos creían que era. Lo había llevado en su vientre, lo había criado, lo conocía mejor que nadie…

El ángel, haciendo uso del cuerpo de McKinley, giró la perilla y abrió la puerta con rapidez. En cuanto penetró en la alcoba, escondió la daga a sus espaldas al instante en que Led se volvía hacia él con estupor.

—¿Qué pasa? —inquirió confundido—. ¿Mamá?

Christine alcanzó a Gabriel y escudriñó el lugar con una mirada discreta. Todo parecía en orden, es decir, la alcoba a medio ordenar: los libros de arte desperdigados en el escritorio, un montón de ropa sucia arrinconada en una esquina y cientos de tubos de pintura y pinceles atiborrando las repisas sobre algunos lienzos en blanco.

—Lo-lo siento, Led —balbuceó ella con la vergüenza cubriéndole el rostro—… Este es el señor McKinley…

—Tu jefe, ¿cierto? —advirtió con cierto recelo. ¿Quién se creía aquel sujeto para entrar así en su alcoba?, pensó el muchacho.

—Sí, él…

Gabriel forzó una sonrisa y le tendió la mano. Led le devolvió gesto con incomodidad.

—Disculpa mi intromisión, Led —se excusó al recuperar su mano. Lanzó una mirada fugaz a los lienzos que dormitaban contra la pared a las espaldas del joven—. Soy un amante del arte, y cuando tu madre me dijo que organizabas tus pinturas, perdí el control y quise verlas. Soy como un adolescente con sus cantantes favoritos —bromeó, volviéndose a Christine, quien se obligó a reír ante el chiste.

—Entiendo —disimuló, ocultando las manos en los bolsillos de su pantalón de pijama—. Pero me temo que no puede verlas, señor McKinley. Al menos, hasta el sábado en la noche, cuando las presente en el Seattle Center.

—¿Acaso es una invitación?

Led se reprendió en su interior. Lo menos que deseaba era invitar a aquel sujeto tan extraño.

—Por supuesto —mintió con una sonrisa torcida, pensando que sería grosero contestarle con una negativa, ya que no beneficiaría en nada a su madre—. Será a partir de las siete.

El hombre asintió y depositó la mano en el hombro del muchacho.

—Muchas gracias por la invitación, Led. Ahí estaré.

El silencio se instauró, frío y pesado.

Led decidió que esa era la conversación más incómoda y falsa que había tenido en su vida, y no dudaba en que McKinley estaría de acuerdo con él. Miró a su madre, y ésta parecía una firme roca; era una lástima que no pudiera ver la masa temblorosa que se escondía tras esas duras capas de seguridad.

El visitante volvió a disculparse y regresó a la sala, seguido por Christine, quien le dedicó una sonrisa apenada a su hijo antes de cerrar la puerta tras ella.

—¿Estás loco? —riñó al ángel en voz baja—. No puedes entrar así…

Gabriel la calló al levantar la mano, cosa que ofendió a la mujer y resistió el impulso de abofetearlo.

—Sé lo que sentí, Umbriel. Una poderosa energía demoniaca provenía de aquella habitación, pero desapareció en cuanto entré.

—¿Qué quieres decir?

—Tu hijo no irradia el aura de las tinieblas, pero existe la posibilidad de que lo estén rondando.

La mujer retrocedió ante el impacto de esas palabras.

—Lo sucedido esta mañana en la Western Avenue fue causado por Belzer y Anro.

—¿Los nuevos príncipes infernales? —preguntó. A pesar de ser una exiliada, Gabriel mantenía informada a Christine sobre los sucesos del mundo espiritual; fue el trato que decidieron mantener: información a cambio de información.

Gabriel asintió, deteniéndose bajo el umbral de la puerta principal.

—Los príncipes infernales mantienen las mismas dudas que nosotros —Una sombra se instauró sobre su rostro—, y para haber actuado de esa manera, deben haber descubierto algo.

Christine tomó asiento en una silla junto a la mesita del comedor, abatida por culpa de las palabras de Gabriel. Su hijo estaba en peligro, no sólo se veía perseguido por los ángeles, sino que los demonios se sumaban ahora.

—Led es un buen muchacho, Gabriel —le aseguró entre lágrimas—. Esto debe parar.

—No dejes de rezar, Umbriel —finalizó antes de abandonar el domicilio de su vieja amiga.

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Rakso emergió a través de la ventana. Había huido del apartamento en cuanto notó que alguien intentaba entrar a la habitación.

—¿Qué fue todo eso? —le exigió saber el joven.

—¿Quién era ese sujeto?

—Era el jefe mi mamá…

—Era un ángel —discrepó Rakso, más aterrado que furioso. Hizo una pausa para tomar un respiro y tranquilizarse—. Al menos, era uno controlando el cuerpo de ese mortal —continuó, masajeando las sienes; parecía que estaba a punto de sufrir un fuerte dolor de cabeza.

—Cre-creía que los demonios eran los que poseían a las personas —comentó Led, abatido. Cada vez que pasaba más tiempo con Rakso, un nuevo conocimiento sobre el mundo espiritual llegaba para dejarlo fuera de órbita; su verdad, sus creencias, todo eso era desplazado sin clemencia—, ya sabes, por lo de los exorcismos.

El príncipe infernal puso los ojos en blanco ante tanta ignorancia.

—El exorcismo es una técnica bastante anticuada, y sólo la usan los principiantes para liberar a los quebrantados de sus prisiones —explicó, tomando asiento en un rincón de la alcoba. Los nervios le habían hecho desplegar las alas—. Los demonios no necesitamos poseer a un humano, en cambio, los ángeles sí, y lo hacen con el simple objetivo de transmitir un mensaje a algún habitante del mundo natural —Rakso había adoptado la posición de un pensador; frotaba su barbilla y establecía la mirada en nada especifico—. La pregunta es, ¿qué hacía un ángel aquí?

Led negó con la cabeza en silencio.

—Él sintió mi presencia —prosiguió, meditando la situación—, por eso entró a la habitación, me estaba rastreando. Y tu madre… su comportamiento era bastante raro.

—¿De qué hablas? —Led se puso a la defensiva. No iba a permitir que un demonio hablara mal de ella. 

—No me digas que no te diste cuenta —Rakso trabó sus ojos con el mestizo, incrédulo—. Tu madre parecía muy nerviosa.

Led volvió a negar con la cabeza.

—Es normal. Cualquiera se pondría así si su jefe entra a la habitación de su hijo de esa manera.

—No me la trago —El demonio sabía que algo no andaba bien, lo podía ver en los ojos de aquella mujer, a pesar de la enorme distancia que los separaba. El movimiento de sus manos, la mirada y aquel temblor en los labios… era como si le aterrara que se descubriera algo.

Led soltó una risa nerviosa.

—¿Por qué un ángel querría hablar con mi mamá? Digo, es una buena cristiana, pero no para tanto —comenzó a divagar el muchacho—. Una vez golpeó a un hermano de la iglesia por haberme llamado ‹‹maricón››, a veces se estaciona junto a un hidrante o en un puesto para discapacitados…

—¿Podrías cerrar la boca por un momento? —le pidió el demonio exasperado—. Esto es serio, mestizo. Un ángel no visita el mundo natural, así como así, para hablar con un mortal.

—Sucedió cuando María quedó embarazada…

—Ni lo menciones —lo interrumpió, soltando un bufido de desagrado—. Eres un demonio, bueno, la mitad de uno, no el mesías —Hizo una pausa, pensando y caminando a todo lo largo de la alcoba—. Algo me dice que tu madre sabe más de lo que aparenta.

Alguien llamó a la puerta y, con la habilidad de un gato, Rakso se ocultó detrás ella, mientras Christine Starcrash asomaba la cabeza.

—Sólo quería darte las buenas noches y asegurarme de que estabas bien —El joven asintió, de pie, bajo la luz que irradiaba la lámpara de techo—. También quería disculparme por lo ocurrido con McKinley…

—Descuida, mamá. No le demos importancia.

Ella sonrió y él le devolvió el gesto.

—No te quedes despierto hasta tarde. Recuerda que mañana será un gran día.

—Sólo déjame guardar las pinturas y luces apagadas —concluyó, llevando la mano sobre la frente en un gesto militar.

La mujer terminó por entrar a la alcoba y le obsequió un fuerte abrazo a su hijo.

—Te quiero —susurró.

En cuanto volvieron a quedar solos, Rakso soltó un respiro y dejó caer los hombros.

—Por poco —dijo él, mientras Led guardaba las pinturas en el armario, asegurándose de que las seleccionadas quedaran al frente. Luego se quitó la franela y, de la parte inferior de su cama, arrastró un pequeño colchón vestido con una funda azul. Rakso lo miró con curiosidad—. No es necesario…

—Puedes quedarte a dormir aquí, si quieres —se apresuró a decir el joven al sumir la habitación en la penumbra de la noche—. Es el colchón que suele usar Olivia cuando decide pasar la noche conmigo.

Los ojos de Rakso se posaron sobre el anfitrión y, en silencio, asintió.

En cuanto se dieron las buenas noches, Led cayó como una pesada roca, y ni el más fuerte de los rugidos demoniacos conseguiría despertarlo. Por otro lado, Rakso decidió deshacerse de sus botas y aceptar la invitación del mestizo. En cuanto su espalda entró en contacto con la suavidad del colchón, permitió que un gemido de satisfacción escapara de sus cuerdas vocales; hacía tanto tiempo que no descansaba en un lugar cómodo, tranquilo. Se sentía bien estirar las extremidades y cerrar los ojos bajo un techo.

Sin embargo, una lluvia de dudas lo mantenían intranquilo, pues, no podía dejar de pensar en su encuentro con Anro, y en la idea de que Eccles lo había enviado tras él para eliminarlo. Sí era así, el usurpador del trono sabía que estaba libre, y quien sabe cuántos esbirros enviaría por su cabeza.

Procurando no hacer ruido, se incorporó y miró a Led con preocupación. Necesitaba mantenerlo a salvo, al menos, hasta que cumpliera con su parte del trato; era su única oportunidad para recuperar sus habilidades. Desde un principio, supo que el mestizo le traería más problemas que soluciones, pero nunca meditó el nivel que acarrearía. Necesitaba estar preparado.

Apartó esos pensamientos y decidió confiar en él. Led le había demostrado interés en ayudarlo. A pesar de ser un demonio, su mitad humana era más fuerte, al igual que su bondad, y sabía que éste daría lo mejor de sí para no fallarle.

Volvió a unir la cabeza con la almohada y decidió entregarse a un sueño tranquilo después de dos largos años.