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Capítulo 4 – La llama

Translator: Nyoi-Bo Studio Editor: Nyoi-Bo Studio

—¿Podrías describir claramente qué pasó cuando la mina colapsó? —preguntó Roland.

Anna asintió y comenzó a hablar.

Roland se sorprendió porque esperaba que ella prefiera mantener silencio o lanzarle una iracunda maldición, pero respondió a todas sus preguntas con cooperación.

No era una historia complicada. El padre de Anna era un minero, y estaba trabajando cuando la mina colapsó. Inmediatamente al escuchar la noticia del accidente, Anna y otros familiares de mineros fueron a rescatar a sus seres queridos. El área de la Mina de la Ladera Norte era, según rumores, la guarida abandonada de un monstruo, con varios pasadizos y bifurcaciones que se extendían hacia todas las direcciones. Dado que los voluntarios trabajaban por su cuenta, todos se separaron en la entrada de la mina, y solo los vecinos de Anna, Susan y Ansgar, estaban a su lado en el momento en el que encontró a su padre.

El padre de Anna tenía la pierna atrapada bajo un carro lleno de minerales, dejándolo sin poder moverse, pero a su lado se encontraba otro minero palmándolo en busca de dinero. Cuando el saqueador los vio, cargó contra Ansgar con una pica, y lo llevó al piso, pero cuando estaba por atacarla a ella, Anna lo mató antes.

Los vecinos de Anna juraron guardar su secreto y ayudaron a Anna a rescatar a su padre. Sin embargo, el día siguiente, el padre de Anna salió con sus muletas y reportó a la patrulla de guardias que su hija era una bruja.

—¿Por qué? —no pudo evitar preguntar Roland.

—Probablemente podía recibir una recompensa. Descubrir y reportar a una bruja podría conseguirte 25 reales de oro. Para un hombre con una pierna lisiada, 25 reales de oro le servirían por el resto de su vida —contestó Barov luego de lanzar un suspiro.

Luego de un momento de silencio, Roland preguntó,

—Tu oponente era un hombre adulto fuerte, ¿cómo fuiste capaz de matarlo?

Anna rió, y las llamas de las antorchas comenzaron a temblar como las olas en la superficie de un lago.

—Justo como crees, usé los poderes del Diablo— dijo Anna.

—¡Calla! ¡Vil hechicera! —gritó el guardia de la prisión, pero todos pudieron escuchar el temblor en su voz.

—¿Es eso verdad? Me gustaría verlo —dijo sin titubear el príncipe Roland.

—Su Alteza, ¡esto no es una broma! —intercedió el Caballero Jefe mientras arrugaba la frente.

Roland salió de detrás de su caballero y caminó hacia la celda.

—Si alguien le tiene miedo, no le pediré que se quede.

—No entren en pánico, ¡ella tiene un 'Amuleto de Retribución de Dios' por el cuello! —gritó Barov para la tranquilidad de todos, pero probablemente más que nada la suya propia— No importa qué tan poderoso es el Diablo, no puede superar la protección de Dios.

Roland se paró frente a las barras de la celda, a un brazo de distancia de Anna, y podía ver claramente su sucio y magullado rostro. Sus suaves rasgos faciales evidenciaron que era todavía una menor, pero su expresión no contenía ningún tipo de inocencia infantil. Ni siquiera había enojo en su rostro, dándole una inquietante sensación que Roland solo había visto en TV. Era el rostro de una huérfana errante, que había sufrido pobreza y hambre, pero a la vez, tampoco era exactamente eso. Esos niños siempre se paraban con sus cuerpos encorvados y rotos, y la cabeza gacha en frente a las cámaras, pero Anna no.

Hasta ahora, había tratado de pararse firme, con la vista en alto y había mirado con calma a los ojos del príncipe.

Roland se dio cuenta: Ella no teme a la muerte. Ella está esperando a la muerte.

—¿Es esta la primera vez que ve a una bruja, milord? Su curiosidad podría ocasionarle la muerte —dijo Anna.

—Si realmente tuvieras el poder del Diablo, serías capaz de matar con la mirada —respondió Roland—. Si eso fuera cierto, no sería yo quien deba temerle a la muerte, sino tu padre.

Las antorchas de la prisión se atenuaron de repente, lo cual definitivamente no era una ilusión, mientras las llamas parecían apaciguarse hasta convertirse en pequeñas chispas. Roland escuchó el jadeo y las súplicas de los hombres atrás suyo, como también los golpes de la gente que tropezó al tratar de salir corriendo de ahí. 

El corazón de Roland se aceleró, y sintió que estaba en la frontera entre dos mundos. Por un lado, estaba el mundo del sentido común, que estaba en concordancia exacta con las leyes y constantes que él ya conocía. Por el otro lado, estaba este mundo nuevo e increíble, que estaba repleto de misterios y de lo desconocido. Él se encontraba parado frente a este último.

¿La cosa alrededor de su cuello era el Medallón de Retribución de Dios? Qué simple y ordinario amuleto. Pensó Roland.

Era una cadena roja de hierro con un pendiente brillante y traslúcido, que parecía fácil de destruir si la bruja no estuviera con esposas.

Roland miró a la gente detrás de él, que continuaban murmurando plegarias del pánico. Rápidamente alcanzó el interior de la celda, agarró el pendiente y tiró del medallón, rompiendo la cadena, el movimiento sorprendió hasta a Anna.

—Vamos —susurró Roland.

¿Eres realmente una mentirosa, algún tipo de alquimista, o una bruja verdadera? Si sacas botellas y frascos y comienzas a componer ácidos, estaré decepcionado, pensó Roland.

Entonces Roland escuchó un sonido crepitante, el sonido del vapor de agua expandiéndose por el calor. Los alrededores comenzaron a calentarse rápidamente, y el agua del suelo se estaba convirtiendo en vapor.

Roland vio una intensa llama surgir atrás de Anna, y el suelo sobre el que ella estaba se incendió. Las antorchas comenzaron a explotar una a una, como si hubieran recibido oxígeno puro, desencadenando una luz enceguecedora. En ese momento, toda la celda estaba iluminada como el día, causando el grito de terror de los presentes.

Mientras la bruja avanzaba, las llamas que la rodeaban se movían con ella. Cuando llegó al borde de la celda, las barras de hierro que se levantaban como una pared, se convirtieron en pilares de fuego.

Roland retrocedió instintivamente por el penetrante y doloroso calor. En solo unos segundos, sintió que estaba de vuelta en el verano, pero esta vez era una clase distinta de calor, generado solamente por una llama y no por un envolvente calor de verano. Un lado de su cuerpo estaba hacia el calor de la llama, y el otro seguía frío. Roland pudo incluso sentir sudor frío bajando por su espalda.

De verdad no teme al fuego, pensó Roland.

Roland recordó las palabras del Ministro Asistente. Recién ahora entendió realmente qué quiso decir.

Si ella es de hecho una llama, ¿cómo podría temerse a sí misma?

Pronto, las barras de hierro pasaron de un color carmesí a un amarillo claro, y comenzaron a derretirse. Esto significaba que estaban siendo calentadas a más de 1.500 grados Celsius, una temperatura que le parecía a Roland prácticamente imposible de alcanzar sin medidas aislantes. Como los otros, retrocedió de la celda, sosteniéndose a sí mismo con fuerza en la pared más lejana.

Si no hubiera hecho esto, el calor del hierro derritiéndose causaría la combustión de sus ropas a pesar de no estar en contacto directo —incluso las ropas de Anna fueron reducidas a cenizas y reemplazadas por una bola de fuego.

Después de lo que parecía una eternidad, las llamas desaparecieron.

Todo lo que quedó fueron un par de antorchas quemándose en silencio en la pared como si nada malo hubiera sucedido, pero las ropas quemadas de Anna, el aire caliente, y las barras de prisión torcidas, probaban que no fue una ilusión.

Aparte de Roland y el Caballero Jefe, los otros hombres habían colapsado al suelo, y el guardia de la prisión estaba tan asustado que se había ensuciado los pantalones. Anna ahora estaba de pie, desnuda, afuera de la celda, y los temblores de sus brazos habían desaparecido. No escondió su cuerpo desnudo, sus manos colgaban naturalmente a sus lados, y sus ojos azules parecían tan en paz como antes.

—Ahora que he satisfecho su curiosidad, milord —dijo ella—. ¿Ya puede matarme?

—No.

Roland avanzó, le puso su abrigo de piel, y le dijo con un tono forzado de amabilidad: —Señorita Anna, quisiera contratarla.

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