Se tambalea un poco mientras da un paso atrás para intentar mantener el equilibrio. El ácido parece haber cesado en su intento de extenderse por el cuerpo, debiendo deberse sin duda a los dotes sanatorios que recorren sus venas. El ogro no permite que se recomponga, y se dispone a asestar un duro golpe con su arma. Al mismo tiempo, Elemor se agacha sutilmente y da un salto con impulso que le desplaza un par de metros, esquivando con facilidad la hoja de la espada. Se trata de un arma de gran tamaño. Su hoja está muy mellada y dudablemente podría cortar a una persona, sin embargo, sumada a la fuerza bruta del ogro y la caída, le rebanaría sin complicaciones. Tras el ataque, la criatura intenta volver a repetir la misma estrategia empleada anteriormente, solo que esta vez, el guerrero se halla a la distancia suficiente como para eludirla sin problemas. El no encontrar un lugar de impacto hace que el ogro pierda el equilibrio y necesite unos segundos para volver a encararle, tiempo que él utiliza en su contra, acercándose por su costado y asestándole unos fieros puñetazos que producen una serie de crujidos, signo de costillas rotas. Aun así, este no parece haber sido afectado por sus golpes, y se levanta con relativa facilidad. Con torpeza digna de su gran tamaño, se coloca mirando hacia él y carga la imponente espada oxidada en su hombro. Parece una especie de provocación, en la que no está dispuesto a caer, pues se encuentra en clara desventaja. Veloz e inesperadamente, Elemor sale disparado hacia la enorme bestia de frente, y al encararse con ella, al tiempo que el ogro comienza a bajar su arma para impactarle, hace una finta hacia la derecha que de manera inmediata le coloca en su punto ciego. Cuando la oxidada espada toca el suelo, el paladín ya lleva unas décimas de segundo de ventaja, las cuales aprovecha para trepar por el cuerpo de su enemigo y colocarse a la altura de su espalda. Es en ese momento, cuando el ogro furioso comienza a agitar su espadón para intentar golpearle, mientras al mismo tiempo torpemente prueba a alcanzarle con su mano libre, un intento inútil debido a la voluminosidad de su cuerpo. En ese preciso instante, Elemor retrocede su brazo derecho a la vez que su otra extremidad continúa pendiéndole de la espalda de su rival. Tras coger el suficiente impulso, asesta un furioso golpe con su puño en la nuca del ogro. El choque provoca un estruendoso sonido de choque hueco que hace caer a la víctima de rodillas. El airoso paladín se baja con un salto elegante de su espalda, ahora teniendo en mente el sabor de la prominente victoria que tenía frente a sus ojos, separada de él únicamente por un golpe final. Tras un par de pasos hacia atrás bajo la atenta mirada de los espectadores, Elemor se dispone a acabar con la vida de su contrincante, cuando de repente, un zumbido se apodera de los oídos de todos los presentes.
Cuando aquel sonido llegó a nuestros tímpanos, solo costó un par de segundos vislumbrar una fugaz figura que se acercaba a la escena en una caída libre de varias decenas de metros. Conforme más cerca estaba, podía diferenciarse mejor una silueta morada centelleante que continuaba bajando agresivamente. Cuando estuvo apunto de tocar la superficie del campamento, el paladín se tiró al suelo y de manera apresurada se cubrió el rostro con uno de sus guanteletes.
Una onda expansiva de magnitud considerable sacudió todo el terreno, haciendo que los desafortunados orcos que no previeron el impacto salieran disparados a varios metros distancia. Cuando el paladín levantó la cabeza, pudo observar con asombro una sombra humanoide de tono púrpura que portaba una lanza del mismo color, salvo que esta era corpórea. Del arma saltaban agresivas chispas que hacían la visión aún más intimidante. La sombra miró únicamente y de manera impasible al desdichado ogro, que yacía derrotado en el suelo observando la escena con ojos infundados de terror. De repente, alzó la mano con la que porta la lanza y, sin pensarlo dos veces, atravesó el brazo de la bestia.
Realizó un corte limpio, demasiado para tratarse de un oponente de tan grandes dimensiones. Cuando la lanza hubo atravesado todo el contenido de su brazo y alcanzado el suelo, el enigmático ente realizó un chasquido con los dedos de su mano libre. A continuación, una explosión, acompañada de nuevo de un color morado, inundó la vista de los allí presentes. Cuando se hubieron librado del aturdimiento y la ceguera provocada por el inesperado estallido, comprobaron estupefactos, cómo la sombra sostenía en su mano la mitad del brazo del ogro, aún empuñando en su mano el arma oxidada que había usado en el combate. Tras ello, por primera vez desde que la criatura había aterrizado frente a Elemor, se giró sobre sí misma y le dedicó al paladín una mirada sucinta justo antes de provocar una segunda explosión y desvanecerse.
Este segundo impacto acometió duramente contra el paladín, pues el intercambio de miradas anterior a él le había distraído. Luchó con todas sus fuerzas contra su propio organismo por mantenerse consciente, pero la suma del cansancio de la batalla, el daño producido por el estallido y el drenaje que el veneno del arma aún estaba haciendo en sus fuerzas, provocó que al cabo de unos minutos cayera inconsciente.
Elemor abrió los ojos de manera abrupta. Miró ferozmente a su alrededor, y ante su sorpresa, se halló rodeado de personas. Aquellos que le rodeaban, de diversas razas y tamaños, vestían en conjunto unas gastadas camisas de color verde aceituna y unos pantalones visiblemente afectados por el paso del tiempo y la tierra. En efecto eran granjeros. El paladín se encontraba tumbado en un humilde lecho de madera y paja. Tras un breve instante, comenzó incorporarse ante la atenta mirada de todos los presentes e intentó salir de él, cuando de repente, una mano de grandes proporciones se colocó sobre el pecho al descubierto del guerrero y le impidió el seguir irguiéndose.
—Aún no. —sentenció aquel hombre que le cortaba el paso.
Era un hombre fornido, de gran altura y corpulencia. Una poblada barba negra cubría la mitad inferior de su cara, pero en sus ojos se podía observar una serenidad clara.
Tras esto, una figura menuda y de baja estatura, con toda probabilidad un enano, se abrió paso entre la multitud y se colocó enfrente del paladín.
—Coff, coff —carraspeó el hombrecillo—, buenas noches señor, mi nombre es Walder, alcalde de este humilde pueblo, a su servicio.
El pequeño hombre sostenía la mirada de Elemor con una sonrisa libre de picardía mientras daba una calada a una pipa de humo que tenía en su mano. Pronto dio un par de pasos más y con un leve gesto indicó al grandullón que se retirara del doliente.
El paladín miró de nuevo a su alrededor. No se había percatado, pero efectivamente era de noche. Un par de velas alumbraban la estancia y las estrellas eran distinguibles desde una pequeña ventana polvorienta que se encontraba a su lado.
En ese preciso instante, una figura encapuchada luchaba por abrirse paso entre la curiosa multitud.
—Apartaos, dejadme paso —gritó con tesón una voz femenina al otro lado de la habitación.
La misteriosa recién llegada siguió intentando colarse entre los presentes, hasta que al cabo de unos segundos uno de los hombres que impedían su paso, se movió ligeramente hacia un lado al mismo tiempo que ella se esforzaba por atravesar la barrera humana, lo que provocó una inevitable caída al frente de la muchedumbre. Tras incorporarse, la capucha cayó sobre sus hombros, dejando a la vista una hermosa cabellera dorada, de la que asomaban unas elegantes orejas puntiagudas. Levantó la vista, y sus ojos se cruzaron con los del paladín. Se trataba de una elfa, aparentemente joven. Ante la curiosa mirada de la chica, Elemor observó con detenimiento sus finas facciones, una cara delgada y acabada ligeramente en pico, unos ojos marrones que brillaban con fuerza a la luz de las velas de la estancia, y unas mejillas sonrojadas adornadas sutilmente con pecas. Vestía el mismo uniforme que los demás habitantes del lugar, sin embargo, la voluptuosidad de su cuerpo aportaba cierta majestuosidad a aquellos harapos de colores opacos.
—Así que es cierto lo que decían —dijo la elfa—, un paladín en la aldea.
Ante sus palabras, la multitud guardó un silencio sepulcral.
Tras un ligero esfuerzo, Elemor apoyó un brazo sobre la cama, y lentamente comenzó a incorporarse y salir de ella. Una vez en pie. Volvió a mirar una vez más a todos los que le rodeaban con detenimiento.
—¿Dónde estoy? —se preguntó desconcertado el paladín.
Sin abandonar su anterior sonrisa, el alcalde respondió:
—Bienvenido a Descenso Rocoso, mi misterioso amigo, hogar de parias y marginados.