webnovel

La Niña Que Bebió Luz de Luna

Sinopsis Esta es la historia de una niña que nació sin magia, y bebiendo luz de luna se convirtió en una persona enmagizada. De una bruja con un gran corazón y una misión imprevista. De un monstruo del pantano sabio y poeta. Y de un minúsculo dragón que espera crecer algún día. Esta es la historia de seres mágicos que se comportan como personas corrientes, y personas corrientes que se convierten en seres mágicos. Esta es la historia de cómo todos ellos salvaron a su mundo de la infelicidad y la tristeza.

Eduaro_1215 · History
Not enough ratings
15 Chs

En el que una mujer desgraciada se vuelve loca

2

En el que una mujer desgraciada se

vuelve loca

Aquella mañana, el Gran Anciano Gherland se tomó su tiempo. El Día del

Sacrificio era solo una vez al año, al fin y al cabo, y le gustaba lucir su mejor

aspecto durante la sobria procesión hasta la casa maldita y durante el triste

encierro. Animaba a los demás ancianos a seguir su ejemplo. Era importante

que el pueblo presenciara un espectáculo.

Con cuidado, se maquilló con colorete las flácidas mejillas y los ojos con

gruesos trazos de kohl. Comprobó la dentadura en el espejo para asegurarse

de que no hubiera restos ni porquería. Le encantaba aquel espejo. Era el único

que había en todo el Protectorado. Nada proporcionaba más placer a

Gherland que poseer un objeto en exclusiva. Le gustaba ser «especial».

El Gran Anciano siempre tenía posesiones únicas en el Protectorado. Era

una de las ventajas del puesto.

El Protectorado —al que algunos llamaban el Reino de los Juncos y otros,

Ciudad de la Tristeza— estaba emparedado entre un bosque traicionero por

un lado y una ciénaga enorme por el otro. La mayoría de los habitantes del

Protectorado se ganaba la vida en la Ciénaga. Conocerla bien era el futuro,

decían las madres a sus hijos. No un gran futuro, claro está, pero siempre era

mejor que nada. En primavera, la Ciénaga estaba repleta de brotes de Zirin,

de flores de Zirin en verano y de bulbos de Zirin en otoño, además de un

amplio surtido de plantas medicinales y casi mágicas que podían cultivarse,

prepararse, tratarse y venderse a los mercaderes del otro lado del bosque, que

a su vez transportaban las frutas de la Ciénaga a las remotas Ciudades Libres.

El bosque era increíblemente peligroso, y navegable solo junto a la Carretera.

Y los Ancianos eran los propietarios de la Carretera.

Que es lo mismo que decir que el Gran Anciano Gherland era el

propietario de la Carretera, y que los demás tenían su parte. Los Ancianos

también eran los propietarios de la Ciénaga. Y de los huertos. Y de las casas.

Y de las plazas del mercado. Incluso de los jardines.

Por eso las familias del Protectorado se fabricaban los zapatos con juncos.

Por eso, en tiempos de penuria, alimentaban a sus hijos con el espeso y rico

caldo de la Ciénaga, confiando en que los hiciera fuertes.

Por eso los Ancianos y sus familias crecían grandes y fuertes y

sonrosados a base de buey, mantequilla y cerveza.

Alguien llamaba a la puerta.

—Adelante —murmuró el Gran Anciano Gherland, mientras acababa de

ajustarse la caída de la túnica.

Era Antain. Su sobrino. Un Anciano en Formación, pero solo porque

Gherland, en un momento de debilidad, así se lo había prometido a la

ridiculísima madre de aquel ridículo chico. Aunque eso no le hacía justicia.

Antain era un joven agradable, de casi trece años de edad. Era trabajador y

aprendía rápido. Se le daban bien los números y era hábil con las manos,

capaz de construir un banco confortable para un Anciano cansado

prácticamente a la misma velocidad con la que respiraba. Y, a pesar de todo,

Gherland había acabado sintiendo un cariño inexplicable y creciente hacia el

chico.

Pero...

Antain tenía grandes ideas. Grandes conceptos. Y preguntas. Gherland

frunció el entrecejo. Antain era... ¿cómo decirlo? Demasiado aplicado. Si

aquello seguía así, tendría que acabar gestionando el asunto, tanto si era de su

propia sangre como si no. La idea pesaba como una piedra sobre el corazón

de Gherland.

—¡TÍO GHERLAND!

Antain casi tira al suelo a su tío con su insufrible entusiasmo.

—¡Cálmate, chico! —le espetó el Gran Anciano—. ¡Es una ocasión

solemne!

El joven se tranquilizó visiblemente, e inclinó su cara impaciente y

perruna hacia el suelo. Gherland resistió la tentación de darle unos golpecitos

cariñosos en la cabeza.

—Me envían —prosiguió Antain, en voz mucho más baja— para

comunicarte que los demás Ancianos ya están listos. Y que el pueblo entero

se ha congregado a lo largo del camino. Todo el mundo está en sus puestos.

—¿Todo el mundo? ¿No hay ningún remolón?

—Después de lo del año pasado, dudo que vuelva a haberlos —replicó

Antain, estremeciéndose.

—Una lástima.

Gherland se miró una vez más en el espejo, para retocarse el colorete. Le

gustaba impartir alguna que otra lección a los ciudadanos del Protectorado.

Servía para aclarar las cosas. Se acarició los pliegues que se le apiñaban por

debajo de la barbilla antes de proseguir.

—Bien, sobrino —dijo, dando un habilidoso meneo a la túnica, un

movimiento que había tardado más de una década en perfeccionar—.

Vámonos. La criatura no puede sacrificarse sola.

Y salió a la calle con Antain pisándole los talones.

Normalmente, el Día del Sacrificio transcurría con toda la pompa y la

seriedad que el acto exigía. Los niños eran entregados sin protestas. Las

aturdidas familias lamentaban en silencio la pérdida, con ollas de caldo y

alimentos nutritivos amontonados en la cocina, mientras el consuelo de los

abrazos de los vecinos intentaba apaciguar su dolor.

Normalmente, nadie rompía las reglas.

Aunque esta vez era distinto.

El Gran Anciano Gherland cerró la boca con fuerza hasta esbozar una

mueca. Los sollozos de la madre se oían incluso antes de que la procesión

doblara la esquina. Los ciudadanos empezaron a mostrar signos de malestar.

El Consejo de Ancianos se encontró con una escena asombrosa cuando

llegó a casa de la familia. Los recibió en la puerta un hombre con la cara

arañada, el labio inferior hinchado y zonas ensangrentadas en la cabeza, allí

donde le habían arrancado el pelo a puñados. Intentó sonreírles, pero la

lengua se le deslizó de manera instintiva hacia el agujero donde hasta hacía

muy poco debía de haber habido dientes. Se mordió los labios y probó

entonces a forzar un saludo.

—Lo siento, señores —dijo el hombre, que seguramente sería el padre—.

No sé qué le ha dado. Es como si se hubiera vuelto loca.

Cuando los Ancianos entraron en la casa, oyeron los gritos y aullidos de

una mujer en el piso de arriba. Asomó entonces la cabeza; su cabello negro

parecía un nido de serpientes retorciéndose. Silbaba entre dientes y escupía

como un animal acorralado. Se colgó entonces con un brazo y una pierna de

las vigas del techo, sin soltar el bebé que sujetaba con el otro brazo contra su

pecho.

—¡MARCHAOS! —gritó—. No podéis llevárosla. Escupo y maldigo

vuestros nombres. ¡Salid de mi casa enseguida, si no, os arrancaré los ojos y

se los arrojaré a los cuervos!

Los Ancianos se quedaron mirándola boquiabiertos. Era increíble. Nadie

luchaba jamás por una criatura condenada. Eso no se hacía, así de simple.

(Antain rompió a llorar. Y se esforzó para que los adultos no se dieran

cuenta.)

Gherland, pensando con rapidez, fijó una expresión bondadosa en su cara

arrugada. Extendió el brazo con la palma de la mano abierta hacia la madre

para demostrarle que no quería hacerle ningún daño. Detrás de su sonrisa,

apretó con fuerza los dientes. Tanta amabilidad lo estaba matando.

—Nosotros no nos la llevamos, mi pobre niña, estás confundida —dijo

Gherland con su tono de voz más paciente—. Es la bruja quien se la lleva.

Nosotros simplemente hacemos lo que se nos ordena.

La madre emitió un sonido gutural que le salió de lo más profundo del

pecho, como un oso enfadado.

Gherland posó la mano en el hombro del perplejo marido y presionó con

delicadeza.

—Me parece, buen amigo, que tienes razón: tu esposa se ha vuelto loca.

—Intentó disimular su rabia con una fachada de preocupación—. Se trata de

un caso raro, es obvio, aunque tiene precedentes. Debemos responder con

compasión. Necesita cariño, no que la culpemos.

—¡MENTIROSO! —espetó la mujer. La pequeña empezó a llorar y la

mujer siguió encaramándose, colocando los pies en vigas paralelas y

apoyando la espalda contra la pendiente del tejado, mientras intentaba

posicionarse de tal modo que pudiera permanecer fuera del alcance de los

Ancianos para poder amamantar al bebé, que se calmó al instante—. Si os la

lleváis —dijo con un gruñido—, la encontraré. La encontraré y la recuperaré.

Ya veréis cómo lo consigo.

—¿Piensas enfrentarte a la bruja? —inquirió Gherland riendo—. ¿Tú

sola? Eres una pobre mujer patética y perdida. —Sus palabras sonaron

melosas, pero su rostro era un ascua al rojo vivo—. El dolor te ha hecho

perder el sentido común. Este suceso ha conmocionado tu pobre mente. No

importa. Cuidaremos de ti, querida mía, lo mejor que podamos. ¡Guardias!

Chasqueó los dedos y al instante hicieron su entrada las guardias

armadas. Eran una unidad especial que siempre proporcionaban las Hermanas

de la Estrella. Llevaban arcos y flechas a la espalda y espadas cortas

enfundadas en el cinturón. Su largo cabello trenzado les envolvía la cintura,

donde quedaba sujeto con fuerza; un testamento de sus años de

contemplación y entrenamiento de combate en lo alto de la Torre. Su

expresión era implacable, y los Ancianos, a pesar de su poder y de su

posición, se apartaron rápidamente de ellas. Las Hermanas eran una fuerza

aterradora. No se debía jugar con ellas.

—Apartad a la niña de las garras de esta lunática y escoltadla hasta la

Torre —ordenó Gherland. Miró fijamente a la madre, que seguía en las vigas

pero que de repente se había quedado muy pálida—. Las Hermanas de la

Estrella saben qué hacer con las mentes descarriadas, querida. Estoy seguro

de que apenas te dolerá.

La Guardia se comportaba siempre de forma eficiente, calmada e

implacable. La madre no tenía la más mínima oportunidad de escapar. En

cuestión de minutos, la ataron, cargaron con ella y se la llevaron. Sus alaridos

resonaron por la silenciosa ciudad y se pararon en seco cuando las puertas de

madera de la Torre se cerraron con estruendo, confinándola en su interior.

El bebé, una vez en brazos del Gran Anciano, sollozó brevemente y luego

centró su atención en la cara flácida que tenía enfrente, toda arrugas y

pliegues. La niña mostraba una expresión solemne, serena, escéptica y tan

intensa que a Gherland le costó apartar la mirada. Tenía el pelo oscuro y

rizado, y los ojos negros. La piel luminosa, como ámbar pulido. En el centro

de la frente, una marca de nacimiento en forma de luna en cuarto creciente.

La madre tenía una marca similar. La sabiduría popular decía que esa gente

era especial. En general, a Gherland le desagradaban esas leyendas y no le

gustaba en absoluto que los ciudadanos del Protectorado se las metieran en la

cabeza y por ello se creyeran mejores de lo que en realidad eran. Frunció el

entrecejo y, arrugando la frente, se acercó a la niña. El bebé le sacó la lengua.

«Una niña espantosa», pensó el anciano.

—Caballeros —dijo, con todo el ceremonial del que fue capaz—, es la

hora.

El bebé eligió aquel momento en particular para dejar una caliente

mancha de humedad en la túnica de Gherland, que fingió no darse cuenta,

aunque por dentro bullía de rabia.

Lo había hecho a propósito. Estaba seguro. Era un bebé repugnante.

Como era habitual, la procesión fue triste, lenta y se prolongó

insufriblemente. Gherland pensó que iba a volverse loco de impaciencia. Pero

en cuanto las puertas del Protectorado se cerraron a sus espaldas y los

ciudadanos regresaron con sus melancólicas proles a sus humildes hogares,

los Ancianos aceleraron el paso.

—¿Por qué corremos, tío? —preguntó Antain.

—¡Silencio, chico! —dijo Gherland entre dientes—. ¡Y no te quedes

rezagado!

A nadie le gustaba estar en el bosque lejos de la Carretera. Ni siquiera a

los Ancianos. Ni siquiera a Gherland. La zona que quedaba justo al lado de

los muros del Protectorado era segura. En teoría. Pero todo el mundo sabía de

alguien que se había aventurado accidentalmente demasiado lejos. Y había

caído en un sumidero. O pisado arenas movedizas y acabado despellejado. O

entrado en una zona contaminada de la que no había regresado nunca. El

bosque era peligroso.

Siguieron un sendero tortuoso hacia la pequeña hondonada rodeada por

cinco árboles antiquísimos, conocidos como las Doncellas de la Bruja. O seis.

«¿No eran cinco?», Gherland miró bien los árboles, los volvió a contar y

meneó la cabeza. Había seis. Daba igual. El bosque le estaba jugando una

mala pasada. Pero, al fin y al cabo, aquellos árboles eran casi tan antiguos

como el mundo.

El espacio del interior del anillo formado por los árboles estaba cubierto

de mullido musgo, y los Ancianos depositaron allí a la pequeña, esforzándose

por no mirarla. Dieron la espalda a la niña y se disponían a emprender

rápidamente la marcha cuando el miembro más joven del grupo tosió para

aclararse la garganta antes de hablar.

—¿Y la dejamos aquí? —preguntó Antain—. ¿Así es como se hace?

—Sí, sobrino —respondió Gherland—. Así es como se hace.

Notó que una oleada repentina de fatiga se instalaba sobre sus hombros

como el yugo de un buey. Su columna vertebral empezó a combarse.

Antain se pellizcó el cuello, un tic nervioso que no podía evitar.

—¿Y no tendríamos que esperar a que llegara la bruja?

Los Ancianos se quedaron sumidos en un incómodo silencio.

—¿Qué has dicho? —inquirió el Anciano Raspin, el más decrépito de

todos.

—Pues que... —Antain dudó—. Que tendríamos que esperar a que llegara

la bruja —dijo en voz baja—. ¿Qué sería de nosotros si antes apareciera un

animal salvaje y se la llevara?

Todos los Ancianos, muy tensos, se quedaron mirando al Gran Anciano.

—Por suerte, sobrino —intervino este rápidamente, apartando al chico de

allí—, nunca ha habido ningún problema de este tipo.

—Pero... —replicó Antain, pellizcándose de nuevo el cuello, tan fuerte

esta vez que dejó incluso una marca.

—Pero nada —sentenció Gherland, colocando con firmeza una mano en

la espalda del chico y echando a andar a paso ligero hacia el camino.

Y, uno a uno, los Ancianos se marcharon de allí, dejando atrás al bebé.

Se fueron sabiendo —todos menos Antain— que daba igual si los

animales devoraban al bebé, porque a buen seguro lo harían.

Se marcharon sabiendo que no había una bruja. Que nunca la había

habido. Que solo había un bosque peligroso, una única carretera y un frágil

hilo que los sujetaba a un tipo de vida que los Ancianos llevaban

generaciones disfrutando. La bruja —es decir, la creencia de que existía—

había sido extendida para mantener al pueblo asustado, sometido, obediente,

que vivía en un abotargamiento triste, en el que las nubes del dolor les

aturdían los sentidos y les ofuscaban la mente. Era muy conveniente para el

tipo de vida acomodada de los Ancianos. Desagradable también, por

supuesto, pero eso no podía evitarse.

Caminando entre los árboles, oyeron los sollozos de la pequeña, que

pronto dieron paso a los suspiros del pantano, al canto de los pájaros y a los

crujidos del bosque. Y todos y cada uno de los Ancianos creyeron con toda

seguridad que la niña no vería el amanecer del día siguiente y que ellos jamás

volverían a oírla, ni a verla, ni a pensar en ella.

Creyeron que se había ido para siempre.

Se equivocaban, naturalmente.

Su regalo es mi motivación de creación. Deme más motivación

No es fácil crear una obra, ¡deme un voto por favor!

He añadido etiqueta en este libro, añada "Gusta" en el cual para el soporte.

¿Le gusta leerlo? Agréguelo en favoritos

¿Cuál es su idea sobre mi cuento? Deje sus comentarios y los leeré detenidamente

Próximamente Nuevos Capítulos

Eduaro_1215creators' thoughts