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En el que una mujer desgraciada se
vuelve loca
Aquella mañana, el Gran Anciano Gherland se tomó su tiempo. El Día del
Sacrificio era solo una vez al año, al fin y al cabo, y le gustaba lucir su mejor
aspecto durante la sobria procesión hasta la casa maldita y durante el triste
encierro. Animaba a los demás ancianos a seguir su ejemplo. Era importante
que el pueblo presenciara un espectáculo.
Con cuidado, se maquilló con colorete las flácidas mejillas y los ojos con
gruesos trazos de kohl. Comprobó la dentadura en el espejo para asegurarse
de que no hubiera restos ni porquería. Le encantaba aquel espejo. Era el único
que había en todo el Protectorado. Nada proporcionaba más placer a
Gherland que poseer un objeto en exclusiva. Le gustaba ser «especial».
El Gran Anciano siempre tenía posesiones únicas en el Protectorado. Era
una de las ventajas del puesto.
El Protectorado —al que algunos llamaban el Reino de los Juncos y otros,
Ciudad de la Tristeza— estaba emparedado entre un bosque traicionero por
un lado y una ciénaga enorme por el otro. La mayoría de los habitantes del
Protectorado se ganaba la vida en la Ciénaga. Conocerla bien era el futuro,
decían las madres a sus hijos. No un gran futuro, claro está, pero siempre era
mejor que nada. En primavera, la Ciénaga estaba repleta de brotes de Zirin,
de flores de Zirin en verano y de bulbos de Zirin en otoño, además de un
amplio surtido de plantas medicinales y casi mágicas que podían cultivarse,
prepararse, tratarse y venderse a los mercaderes del otro lado del bosque, que
a su vez transportaban las frutas de la Ciénaga a las remotas Ciudades Libres.
El bosque era increíblemente peligroso, y navegable solo junto a la Carretera.
Y los Ancianos eran los propietarios de la Carretera.
Que es lo mismo que decir que el Gran Anciano Gherland era el
propietario de la Carretera, y que los demás tenían su parte. Los Ancianos
también eran los propietarios de la Ciénaga. Y de los huertos. Y de las casas.
Y de las plazas del mercado. Incluso de los jardines.
Por eso las familias del Protectorado se fabricaban los zapatos con juncos.
Por eso, en tiempos de penuria, alimentaban a sus hijos con el espeso y rico
caldo de la Ciénaga, confiando en que los hiciera fuertes.
Por eso los Ancianos y sus familias crecían grandes y fuertes y
sonrosados a base de buey, mantequilla y cerveza.
Alguien llamaba a la puerta.
—Adelante —murmuró el Gran Anciano Gherland, mientras acababa de
ajustarse la caída de la túnica.
Era Antain. Su sobrino. Un Anciano en Formación, pero solo porque
Gherland, en un momento de debilidad, así se lo había prometido a la
ridiculísima madre de aquel ridículo chico. Aunque eso no le hacía justicia.
Antain era un joven agradable, de casi trece años de edad. Era trabajador y
aprendía rápido. Se le daban bien los números y era hábil con las manos,
capaz de construir un banco confortable para un Anciano cansado
prácticamente a la misma velocidad con la que respiraba. Y, a pesar de todo,
Gherland había acabado sintiendo un cariño inexplicable y creciente hacia el
chico.
Pero...
Antain tenía grandes ideas. Grandes conceptos. Y preguntas. Gherland
frunció el entrecejo. Antain era... ¿cómo decirlo? Demasiado aplicado. Si
aquello seguía así, tendría que acabar gestionando el asunto, tanto si era de su
propia sangre como si no. La idea pesaba como una piedra sobre el corazón
de Gherland.
—¡TÍO GHERLAND!
Antain casi tira al suelo a su tío con su insufrible entusiasmo.
—¡Cálmate, chico! —le espetó el Gran Anciano—. ¡Es una ocasión
solemne!
El joven se tranquilizó visiblemente, e inclinó su cara impaciente y
perruna hacia el suelo. Gherland resistió la tentación de darle unos golpecitos
cariñosos en la cabeza.
—Me envían —prosiguió Antain, en voz mucho más baja— para
comunicarte que los demás Ancianos ya están listos. Y que el pueblo entero
se ha congregado a lo largo del camino. Todo el mundo está en sus puestos.
—¿Todo el mundo? ¿No hay ningún remolón?
—Después de lo del año pasado, dudo que vuelva a haberlos —replicó
Antain, estremeciéndose.
—Una lástima.
Gherland se miró una vez más en el espejo, para retocarse el colorete. Le
gustaba impartir alguna que otra lección a los ciudadanos del Protectorado.
Servía para aclarar las cosas. Se acarició los pliegues que se le apiñaban por
debajo de la barbilla antes de proseguir.
—Bien, sobrino —dijo, dando un habilidoso meneo a la túnica, un
movimiento que había tardado más de una década en perfeccionar—.
Vámonos. La criatura no puede sacrificarse sola.
Y salió a la calle con Antain pisándole los talones.
Normalmente, el Día del Sacrificio transcurría con toda la pompa y la
seriedad que el acto exigía. Los niños eran entregados sin protestas. Las
aturdidas familias lamentaban en silencio la pérdida, con ollas de caldo y
alimentos nutritivos amontonados en la cocina, mientras el consuelo de los
abrazos de los vecinos intentaba apaciguar su dolor.
Normalmente, nadie rompía las reglas.
Aunque esta vez era distinto.
El Gran Anciano Gherland cerró la boca con fuerza hasta esbozar una
mueca. Los sollozos de la madre se oían incluso antes de que la procesión
doblara la esquina. Los ciudadanos empezaron a mostrar signos de malestar.
El Consejo de Ancianos se encontró con una escena asombrosa cuando
llegó a casa de la familia. Los recibió en la puerta un hombre con la cara
arañada, el labio inferior hinchado y zonas ensangrentadas en la cabeza, allí
donde le habían arrancado el pelo a puñados. Intentó sonreírles, pero la
lengua se le deslizó de manera instintiva hacia el agujero donde hasta hacía
muy poco debía de haber habido dientes. Se mordió los labios y probó
entonces a forzar un saludo.
—Lo siento, señores —dijo el hombre, que seguramente sería el padre—.
No sé qué le ha dado. Es como si se hubiera vuelto loca.
Cuando los Ancianos entraron en la casa, oyeron los gritos y aullidos de
una mujer en el piso de arriba. Asomó entonces la cabeza; su cabello negro
parecía un nido de serpientes retorciéndose. Silbaba entre dientes y escupía
como un animal acorralado. Se colgó entonces con un brazo y una pierna de
las vigas del techo, sin soltar el bebé que sujetaba con el otro brazo contra su
pecho.
—¡MARCHAOS! —gritó—. No podéis llevárosla. Escupo y maldigo
vuestros nombres. ¡Salid de mi casa enseguida, si no, os arrancaré los ojos y
se los arrojaré a los cuervos!
Los Ancianos se quedaron mirándola boquiabiertos. Era increíble. Nadie
luchaba jamás por una criatura condenada. Eso no se hacía, así de simple.
(Antain rompió a llorar. Y se esforzó para que los adultos no se dieran
cuenta.)
Gherland, pensando con rapidez, fijó una expresión bondadosa en su cara
arrugada. Extendió el brazo con la palma de la mano abierta hacia la madre
para demostrarle que no quería hacerle ningún daño. Detrás de su sonrisa,
apretó con fuerza los dientes. Tanta amabilidad lo estaba matando.
—Nosotros no nos la llevamos, mi pobre niña, estás confundida —dijo
Gherland con su tono de voz más paciente—. Es la bruja quien se la lleva.
Nosotros simplemente hacemos lo que se nos ordena.
La madre emitió un sonido gutural que le salió de lo más profundo del
pecho, como un oso enfadado.
Gherland posó la mano en el hombro del perplejo marido y presionó con
delicadeza.
—Me parece, buen amigo, que tienes razón: tu esposa se ha vuelto loca.
—Intentó disimular su rabia con una fachada de preocupación—. Se trata de
un caso raro, es obvio, aunque tiene precedentes. Debemos responder con
compasión. Necesita cariño, no que la culpemos.
—¡MENTIROSO! —espetó la mujer. La pequeña empezó a llorar y la
mujer siguió encaramándose, colocando los pies en vigas paralelas y
apoyando la espalda contra la pendiente del tejado, mientras intentaba
posicionarse de tal modo que pudiera permanecer fuera del alcance de los
Ancianos para poder amamantar al bebé, que se calmó al instante—. Si os la
lleváis —dijo con un gruñido—, la encontraré. La encontraré y la recuperaré.
Ya veréis cómo lo consigo.
—¿Piensas enfrentarte a la bruja? —inquirió Gherland riendo—. ¿Tú
sola? Eres una pobre mujer patética y perdida. —Sus palabras sonaron
melosas, pero su rostro era un ascua al rojo vivo—. El dolor te ha hecho
perder el sentido común. Este suceso ha conmocionado tu pobre mente. No
importa. Cuidaremos de ti, querida mía, lo mejor que podamos. ¡Guardias!
Chasqueó los dedos y al instante hicieron su entrada las guardias
armadas. Eran una unidad especial que siempre proporcionaban las Hermanas
de la Estrella. Llevaban arcos y flechas a la espalda y espadas cortas
enfundadas en el cinturón. Su largo cabello trenzado les envolvía la cintura,
donde quedaba sujeto con fuerza; un testamento de sus años de
contemplación y entrenamiento de combate en lo alto de la Torre. Su
expresión era implacable, y los Ancianos, a pesar de su poder y de su
posición, se apartaron rápidamente de ellas. Las Hermanas eran una fuerza
aterradora. No se debía jugar con ellas.
—Apartad a la niña de las garras de esta lunática y escoltadla hasta la
Torre —ordenó Gherland. Miró fijamente a la madre, que seguía en las vigas
pero que de repente se había quedado muy pálida—. Las Hermanas de la
Estrella saben qué hacer con las mentes descarriadas, querida. Estoy seguro
de que apenas te dolerá.
La Guardia se comportaba siempre de forma eficiente, calmada e
implacable. La madre no tenía la más mínima oportunidad de escapar. En
cuestión de minutos, la ataron, cargaron con ella y se la llevaron. Sus alaridos
resonaron por la silenciosa ciudad y se pararon en seco cuando las puertas de
madera de la Torre se cerraron con estruendo, confinándola en su interior.
El bebé, una vez en brazos del Gran Anciano, sollozó brevemente y luego
centró su atención en la cara flácida que tenía enfrente, toda arrugas y
pliegues. La niña mostraba una expresión solemne, serena, escéptica y tan
intensa que a Gherland le costó apartar la mirada. Tenía el pelo oscuro y
rizado, y los ojos negros. La piel luminosa, como ámbar pulido. En el centro
de la frente, una marca de nacimiento en forma de luna en cuarto creciente.
La madre tenía una marca similar. La sabiduría popular decía que esa gente
era especial. En general, a Gherland le desagradaban esas leyendas y no le
gustaba en absoluto que los ciudadanos del Protectorado se las metieran en la
cabeza y por ello se creyeran mejores de lo que en realidad eran. Frunció el
entrecejo y, arrugando la frente, se acercó a la niña. El bebé le sacó la lengua.
«Una niña espantosa», pensó el anciano.
—Caballeros —dijo, con todo el ceremonial del que fue capaz—, es la
hora.
El bebé eligió aquel momento en particular para dejar una caliente
mancha de humedad en la túnica de Gherland, que fingió no darse cuenta,
aunque por dentro bullía de rabia.
Lo había hecho a propósito. Estaba seguro. Era un bebé repugnante.
Como era habitual, la procesión fue triste, lenta y se prolongó
insufriblemente. Gherland pensó que iba a volverse loco de impaciencia. Pero
en cuanto las puertas del Protectorado se cerraron a sus espaldas y los
ciudadanos regresaron con sus melancólicas proles a sus humildes hogares,
los Ancianos aceleraron el paso.
—¿Por qué corremos, tío? —preguntó Antain.
—¡Silencio, chico! —dijo Gherland entre dientes—. ¡Y no te quedes
rezagado!
A nadie le gustaba estar en el bosque lejos de la Carretera. Ni siquiera a
los Ancianos. Ni siquiera a Gherland. La zona que quedaba justo al lado de
los muros del Protectorado era segura. En teoría. Pero todo el mundo sabía de
alguien que se había aventurado accidentalmente demasiado lejos. Y había
caído en un sumidero. O pisado arenas movedizas y acabado despellejado. O
entrado en una zona contaminada de la que no había regresado nunca. El
bosque era peligroso.
Siguieron un sendero tortuoso hacia la pequeña hondonada rodeada por
cinco árboles antiquísimos, conocidos como las Doncellas de la Bruja. O seis.
«¿No eran cinco?», Gherland miró bien los árboles, los volvió a contar y
meneó la cabeza. Había seis. Daba igual. El bosque le estaba jugando una
mala pasada. Pero, al fin y al cabo, aquellos árboles eran casi tan antiguos
como el mundo.
El espacio del interior del anillo formado por los árboles estaba cubierto
de mullido musgo, y los Ancianos depositaron allí a la pequeña, esforzándose
por no mirarla. Dieron la espalda a la niña y se disponían a emprender
rápidamente la marcha cuando el miembro más joven del grupo tosió para
aclararse la garganta antes de hablar.
—¿Y la dejamos aquí? —preguntó Antain—. ¿Así es como se hace?
—Sí, sobrino —respondió Gherland—. Así es como se hace.
Notó que una oleada repentina de fatiga se instalaba sobre sus hombros
como el yugo de un buey. Su columna vertebral empezó a combarse.
Antain se pellizcó el cuello, un tic nervioso que no podía evitar.
—¿Y no tendríamos que esperar a que llegara la bruja?
Los Ancianos se quedaron sumidos en un incómodo silencio.
—¿Qué has dicho? —inquirió el Anciano Raspin, el más decrépito de
todos.
—Pues que... —Antain dudó—. Que tendríamos que esperar a que llegara
la bruja —dijo en voz baja—. ¿Qué sería de nosotros si antes apareciera un
animal salvaje y se la llevara?
Todos los Ancianos, muy tensos, se quedaron mirando al Gran Anciano.
—Por suerte, sobrino —intervino este rápidamente, apartando al chico de
allí—, nunca ha habido ningún problema de este tipo.
—Pero... —replicó Antain, pellizcándose de nuevo el cuello, tan fuerte
esta vez que dejó incluso una marca.
—Pero nada —sentenció Gherland, colocando con firmeza una mano en
la espalda del chico y echando a andar a paso ligero hacia el camino.
Y, uno a uno, los Ancianos se marcharon de allí, dejando atrás al bebé.
Se fueron sabiendo —todos menos Antain— que daba igual si los
animales devoraban al bebé, porque a buen seguro lo harían.
Se marcharon sabiendo que no había una bruja. Que nunca la había
habido. Que solo había un bosque peligroso, una única carretera y un frágil
hilo que los sujetaba a un tipo de vida que los Ancianos llevaban
generaciones disfrutando. La bruja —es decir, la creencia de que existía—
había sido extendida para mantener al pueblo asustado, sometido, obediente,
que vivía en un abotargamiento triste, en el que las nubes del dolor les
aturdían los sentidos y les ofuscaban la mente. Era muy conveniente para el
tipo de vida acomodada de los Ancianos. Desagradable también, por
supuesto, pero eso no podía evitarse.
Caminando entre los árboles, oyeron los sollozos de la pequeña, que
pronto dieron paso a los suspiros del pantano, al canto de los pájaros y a los
crujidos del bosque. Y todos y cada uno de los Ancianos creyeron con toda
seguridad que la niña no vería el amanecer del día siguiente y que ellos jamás
volverían a oírla, ni a verla, ni a pensar en ella.
Creyeron que se había ido para siempre.
Se equivocaban, naturalmente.
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