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La trampa de la Esfinge Blanca

La trampa de la Esfinge Blanca

Alrededor de las ocho o las nueve de la mañana llegué al mismo asiento de metal amarillo desde el cual había contemplado el mundo la noche de mi llegada. Pensé en las conclusiones precipitadas que hice aquella noche, y no pude dejar de reírme amargamente de mi presunción. Allí había aún el mismo bello paisaje, el mismo abundante follaje; los mismos espléndidos palacios y magníficas ruinas, el mismo río plateado corriendo entre sus fértiles orillas. Los alegres vestidos de aquellos delicados seres se movían de aquí para allí entre los árboles. Algunos se bañaban en el sitio preciso en que había yo salvado a Weena, y esto me asestó de repente una aguda puñalada de dolor. Como manchas sobre el paisaje se elevaban las cúpulas por encima de los caminos hacia el Mundo Subterráneo. Sabía ahora lo que ocultaba toda la belleza del Mundo Superior. Sus días eran muy agradables, como lo son los días que pasa el ganado en el campo. Como el ganado, ellos ignoraban que tuviesen enemigos, y no prevenían sus necesidades. Y su fin era el mismo.

Me afligió pensar cuán breve había sido el sueño de la Inteligencia humana. Habíase suicidado. Se había puesto con firmeza en busca de la comodidad y el bienestar de una Sociedad equilibrada con seguridad y estabilidad, como lema; había realizado sus esperanzas, para llegar a esto al Final. Alguna vez, la vida y la propiedad debieron alcanzar Una casi absoluta seguridad. Al rico le habían garantizado su riqueza y su bienestar, al trabajador su vida y su trabajo. Sin duda en aquel mundo perfecto no había existido ningún problema de desempleo, ninguna cuestión social dejada sin resolver. Y esto había sido seguido de una gran calma.

Una ley natural que olvidamos es que la versatilidad intelectual es la compensación por el cambio, el peligro y la inquietud. Un animal en perfecta armonía con su medio ambiente es un perfecto mecanismo. La naturaleza no hace nunca un llamamiento a la inteligencia, como el hábito y el instinto no sean inútiles. No

hay inteligencia allí donde no hay cambio ni necesidad de cambio. Sólo los animales que cuentan con inteligencia tienen que hacer frente a una enorme variedad de necesidades y de peligros.

Así pues, como podía ver, el hombre del Mundo Superior había derivado hacia su blanda belleza, y el del Mundo Subterráneo hacia la simple industria mecánica. Pero aquel perfecto estado carecía aún de una cosa para alcanzar la perfección mecánica: la estabilidad absoluta. Evidentemente, a medida que transcurría el lempo, la subsistencia del Mundo Subterráneo, como quiera que se efectuase, se había alterado. La Madre Necesidad, que había sido rechazada durante algunos milenios, volvió otra vez y comenzó de nuevo su obra, abajo. El Mundo Subterráneo, al estar en contacto con una maquinaria que, aun siendo perfecta, necesitaba sin embargo un poco de pensamiento además del hábito, había probablemente conservado, por fuerza, bastante más iniciativa, pero menos carácter humano que el Superior. Y cuando les faltó un tipo de carne, acudieron a lo que una antigua costumbre les había prohibido hasta entonces. De esta manera vi en mi última mirada el mundo del año 802.701. Esta es tal vez la explicación más errónea que puede inventar un mortal. Esta es, sin embargo, la forma que tomó para mí la cosa y así se la ofrezco a ustedes.

Después de las fatigas, las excitaciones y los terrores de los pasados días, y pese a mi dolor, aquel asiento, la tranquila vista y el calor del sol eran muy agradables. Estaba muy cansado y soñoliento y pronto mis especulaciones se convirtieron en sopor. Comprendiéndolo así, acepté mi propia sugerencia y tendiéndome sobre el césped gocé de un sueño vivificador. Me desperté un poco antes de ponerse el sol. Me sentía ahora a salvo de ser sorprendido por los Morlocks y, desperezándome, bajé por la colina hacia la Esfinge Blanca. Llevaba mi palanca en una mano, y la otra jugaba con las cerillas en mi bolsillo.

Y ahora viene lo más inesperado. Al acercarme al pedestal de la esfinge, encontré las hojas de bronce abiertas. Habían resbalado hacia abajo sobre unas ranuras.

Ante esto me detuve en seco vacilando en entrar.

Dentro había un pequeño aposento, y en un rincón elevado estaba la Máquina del Tiempo. Tenía las pequeñas palancas en mi bolsillo. Así pues, después de todos mis estudiados preparativos para el asedio de la Esfinge Blanca, me encontraba con una humilde rendición. Tiré mi barra de hierro, sintiendo casi no haberla usado.

Me vino a la mente un repentino pensamiento cuando me agachaba hacia la entrada. Por una vez al menos capté las operaciones mentales de los Morlocks. Conteniendo un enorme deseo de reír, pasé bajo el marco de bronce y avancé hacia la Máquina del Tiempo. Me sorprendió observar que había sido cuidadosamente engrasada y limpiada. Después he sospechado que los Morlocks la habían desmontado en parte, intentando a su insegura manera averiguar para qué servía.

Ahora, mientras la examinaba, encontrando un placer en el simple contacto con el aparato, sucedió lo que yo esperaba. Los paneles de bronce resbalaron de repente y cerraron el marco con un ruido metálico. Me hallé en la oscuridad, cogido en la trampa. Eso pensaban los Morlocks. Me reí entre dientes gozosamente.

Oía ya su risueño murmullo mientras avanzaban hacia mí. Con toda tranquilidad intenté encender una cerilla. No tenía más que tirar de las palancas y partiría como un fantasma. Pero había olvidado una cosa insignificante. Las cerillas eran de esa clase abominable que sólo se encienden rascándolas sobre la caja.

Pueden ustedes imaginar cómo desapareció toda mi calma. Los pequeños brutos estaban muy cerca de mí. Uno de ellos me tocó. Con la ayuda de las palancas barrí de un golpe la oscuridad y empecé a subir al sillín de la máquina. Entonces una mano se posó sobre mí y luego otra. Tenía, por tanto, simplemente que luchar contra sus dedos persistentes para defender mis palancas y al mismo tiempo encontrar a tientas los pernos sobre los cuales encajaban. Casi consiguieron apartar una de mí. Pero cuando sentí que me escurría de la mano, no tuve más remedio que topar mi cabeza en la oscuridad -pude oír retumbar el cráneo del Morlock- para recuperarla. Creo que aquel último esfuerzo representaba algo más inmediato que la lucha en la selva.

Pero al fin la palanca quedó encajada en el movimiento de la puesta en marcha. Las manos que me asían se desprendieron de mí. Las tinieblas se disiparon luego ante mis ojos. Y me encontré en la misma luz grisácea y entre el mismo tumulto que ya he descrito.