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En la época en que aún me subía a los árboles —hace mucho, mucho tiempo, muchos años y décadas: yo medía entonces poco más de un metro, calzaba zapatos del veintiocho y era tan ligero que podía volar —no, no es mentira, yo entonces podía volar— o, por lo menos, casi, mejor dicho: hubiera podido volar, de haberlo deseado de verdad e intentado hacerlo como es debido, porque… porque me acuerdo bien, una vez por un pelo no levanté el vuelo, y fue precisamente en otoño, en mi primer año de colegio, un día en que, al volver a casa, soplaba un viento tan fuerte que, sin abrir los brazos, podía inclinar el cuerpo hacia delante como un saltador de esquí y todavía más, sin caerme… y aquel día, mientras caminaba con el viento de cara por los prados al bajar la cuesta de la escuela —porque la escuela estaba en lo alto de una montañita, en las afueras del pueblo—, sólo con que saltara un poco con los brazos abiertos el viento me levantaba, y sin el menor esfuerzo daba yo saltos de dos o tres metros de alto y diez o doce metros de largo —quizá no tan altos ni tan largos, pero ¡qué importa!—; lo cierto es que yo casi volaba, y si llego a desabrocharme el abrigo, sujetando una punta con cada mano, como alas, el viento me habría levantado y yo hubiera volado desde la montaña de la escuela, por encima del valle, hacia el bosque, y por encima del bosque, bajado al lago donde estaba nuestra casa y allí, con gran asombro de mi padre, de mi madre, de mi hermana y de mi hermano, que ya eran muy viejos y muy pesados para volar, hubiera dado una vuelta por encima del jardín, con elegancia, planeando sobre el lago, casi hasta la otra orilla y, por fin, habría dejado que el viento me llevara otra vez a casa, para llegar a tiempo de almorzar.

Pero no me desabroché el abrigo ni levanté el vuelo, no por miedo a volar sino porque no sabía cómo, ni dónde ni si podría aterrizar. La terraza de nuestra casa era muy dura, el jardín, pequeño; y el agua del lago estaba muy fría para darse una zambullida. Lo difícil no era subir; pero, ¿cómo bajabas?

Era como trepar a los árboles: la subida era muy fácil. Veías las ramas, podías palparlas con la mano y probar su resistencia antes de izarte y ponerles el pie encima. Pero al bajar no veías nada y tenías que tantear la rama de abajo con el pie, y a veces no podías apoyarlo bien, la rama estaba resbaladiza y te escurrías y perdías pie, y si no te habías agarrado con las dos manos, caías al suelo como una piedra, de acuerdo con las llamadas leyes de la caída libre de los cuerpos, descubiertas hace casi cuatrocientos años por el sabio Galileo Galilei y que todavía están vigentes.

Sufrí mi peor caída en aquel mi primer año de escuela. Fue desde una altura de cuatro metros y medio, de un abeto blanco, y se ajustó fielmente a la primera ley de Galileo que dice que la distancia de la caída es igual a la mitad del producto de la aceleración de la gravedad por el tiempo al cuadrado (d = 1/2 g.t2), y por lo tanto duró exactamente 0,9578262 segundos. Es muy poco tiempo, menos del que se necesita para contar de veintiuno a veintidós, menos, incluso, que el tiempo que se tarda en pronunciar correctamente la cifra «veintiuno». Tan rápido fue, que no tuve tiempo de desabrocharme el abrigo y utilizarlo a modo de paracaídas, ni se me ocurrió siquiera la idea salvadora de que, en realidad, no tenía por qué caerme, ya que podía volar; en aquellas 0,9578262 de segundo no pude pensar en nada, incluso antes de comprender que me caía, según la segunda ley de Galileo (v = g·t), ya me había dado el batacazo en el suelo del bosque, a una velocidad de más de 33 kilómetros por hora y con una fuerza tal que partí con el occipital una rama tan gruesa como un brazo. La fuerza que provocó la caída se llama fuerza de gravedad. Esta fuerza no sólo mantiene perfectamente ensamblado al mundo, sino que tiene también la rara propiedad de atraerlo todo, tanto lo grande como lo pequeño, con un ímpetu arrollador; y, por lo visto, sólo mientras estamos en el seno materno o buceando bajo el agua nos libramos de su influencia. De la caída saqué, además de este descubrimiento elemental, un chichón. El chichón desapareció a las pocas semanas, pero al cabo de los años, cada vez que iba a cambiar el tiempo, sobre todo si iba a nevar, yo sentía en la zona del chichón como un hormigueo y unos latigazos; y hoy, casi cuarenta años después, mi occipital es un barómetro infalible que me permite predecir con más exactitud que el servicio meteorológico si al día siguiente vamos a tener lluvia, sol o tormenta. Otra secuela de mi caída del abeto blanco puede ser cierta confusión mental e incapacidad para concentrarme que me aqueja últimamente. Por ejemplo, cada vez me es más difícil expresar una idea de forma clara y concisa, por lo que, cuando cuento una historia como ésta, tengo que poner mucho cuidado en no perder el hilo, o empiezo a divagar y acabo no sabiendo por dónde he empezado.

Decía que en la época en que aún trepaba a los árboles —y trepaba mucho y bien, ¡porque no siempre me caía! Incluso podía subirme a árboles que no tenían ramas bajas y me veía obligado a trepar por el tronco desnudo, y hasta podía pasar de un árbol a otro, y me construía asientos en lo alto de los árboles, una infinidad, y hasta una casa me hice, con su tejado, sus ventanas y su moqueta, en pleno bosque, a diez metros de altura; ¡ah!, me parece que pasé la mayor parte de mi niñez en los árboles, porque comía, leía, escribía y dormía en los árboles, aprendía vocabularios ingleses, y los verbos irregulares latinos, y las fórmulas matemáticas, y las leyes físicas como, por ejemplo, las mencionadas leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei, todo en los árboles, y hacía los deberes y estudiaba las lecciones en los árboles, y me encantaba orinar desde los árboles, dibujando un arco muy alto y haciendo susurrar las hojas.

En los árboles se estaba tranquilo, le dejaban a uno en paz. Hasta allí no llegaban ni las llamadas de la madre ni las órdenes del hermano mayor, sólo el viento, el murmullo de las hojas y el ligero crujido de las ramas… y qué panorama, tan amplio y maravilloso: yo podía ver no sólo nuestra casa y el jardín, sino las otras casas y los otros jardines, el lago y los campos del otro lado, y las montañas; y, al atardecer, yo, desde lo alto de mi árbol, todavía podía ver el sol al otro lado de las montañas cuando para los que vivían a ras del suelo ya hacía rato que se había puesto. Era casi como volar. Quizá no tan emocionante, ni tan elegante, pero era un buen sustitutivo de volar, especialmente porque yo, poco a poco, iba creciendo, ya medía un metro dieciocho y pesaba veintitrés kilos, lo cual, para volar, ya es mucho, incluso con la ayuda de un gran vendaval y desabrochándome todo el abrigo. Pero subir a los árboles, podría hacerlo durante toda mi vida, así lo creía entonces. A los ciento veinte años, cuando fuera un ancianito tembloroso, aún me sentaría en lo alto de un olmo, de un abedul o de un abeto, como un mono viejo, para dejarme mecer por el viento y contemplar los campos, el lago y las montañas del otro lado…

¡Pero qué estoy diciendo de volar y de trepar a los árboles! ¡Y qué historias son éstas de las leyes de la caída libre de los cuerpos de Galileo Galilei y del barómetro de mi occipital que me embarulla! Lo que yo quiero es contar algo muy distinto, quiero contar la historia del señor Sommer —en la medida de lo posible, porque, en realidad, no hay tal historia, sino sólo este hombre extraño cuya trayectoria vital —¿o debería decir caminata vital?— se cruzó un par de veces con la mía. Pero mejor será volver a empezar desde el principio.

En la época en que yo aún me subía a los árboles, vivía en nuestro pueblo… —o quizá más que en nuestro pueblo, Unternsee, en el pueblo vecino de Obernsee, aunque no era fácil distinguirlos, porque Obernsee, Unternsee y los demás pueblos no estaban separados uno del otro, sino que se alineaban en la orilla del lago, sin que supieras dónde acababa uno y dónde empezaba el otro, como una franja de jardines, casas, granjas y cobertizos para las barcas… Decía que, en esta región, a menos de dos kilómetros de nuestra casa, vivía un hombre llamado «señor Sommer[1]». Nadie sabía cuál era su nombre de pila, si Peter o Paul, Heinrich o Franz-Xaver, ni si era doctor Sommer o profesor Sommer, o profesor-doctor Sommer —se le conocía únicamente por el nombre de «señor Sommer». Nadie sabía tampoco si el señor Sommer ejercía un oficio o profesión, si lo tenía siquiera o lo tuvo alguna vez. Sólo se sabía que la señora Sommer sí lo tenía: hacía muñecas. Un día sí y otro también, la señora Sommer se quedaba en casa, es decir, en el sótano de la casa del pintor Stanglmeier, y con lana, tela y serrín hacía muñecas que, una vez a la semana, llevaba a la oficina de Correos en un paquete muy grande. Al volver de Correos, entraba, por este orden, en la tienda de ultramarinos, en la panadería, en la carnicería y en la verdulería y volvía a casa con cuatro bolsas llenas, y durante el resto de la semana ya no salía y se dedicaba a hacer más muñecas. Nadie sabía de dónde habían venido los Sommer. Un día llegaron —ella, en autobús, y él, a pie— y allí estaban. No tenían hijos ni parientes ni nadie que les visitara.

Pese a que de los Sommer, y del señor Sommer en particular, se ignoraba casi todo, puede decirse que, por aquel entonces, el señor Sommer era la persona más famosa de la región. En un radio de por lo menos sesenta kilómetros alrededor del lago, no había nadie, hombre, mujer o niño —ni siquiera perro—, que no conociera al señor Sommer, porque el señor Sommer estaba siempre andando de un lado para otro. Desde por la mañana temprano hasta la noche, el señor Sommer no paraba de andar. No había en todo el año ni un solo día en el que el señor Sommer no saliera a caminar. Ya nevara o granizara, tronara o lloviera a cántaros, abrasara el sol o se acercara un huracán, el señor Sommer estaba de excursión. Muchas veces salía de casa antes del amanecer, según contaban los pescadores que iban al lago a las cuatro de la madrugada a recoger las redes, y no regresaba hasta que era de noche y la luna estaba ya muy alta en el cielo. Durante este tiempo recorría distancias increíbles. Para el señor Sommer no tenía nada de particular dar la vuelta al lago en un día, lo cual suponía un recorrido de unos cuarenta kilómetros. Ir y volver de la ciudad dos o tres veces al día —diez kilómetros de ida y diez de vuelta— era pan comido para él. Cuando, a las siete y media de la mañana, los niños trotábamos camino de la escuela medio dormidos, el señor Sommer se cruzaba con nosotros, fresco y pimpante, después de varias horas de paseo; cuando, al mediodía, cansados y hambrientos, volvíamos a casa, el señor Sommer nos adelantaba con paso elástico; y cuando, por la noche del mismo día, yo me asomaba a la ventana antes de acostarme, veía en el camino del lago la figura alta y delgada del señor Sommer que se movía rápidamente como una sombra.

Era fácil de reconocer. Incluso a distancia, su silueta era inconfundible. En invierno llevaba un abrigo negro, largo, ancho y extrañamente rígido que a cada paso se abombaba como una vaina hueca, botas de goma y, en la calva, un gorro rojo con una borla. En verano —y para el señor Sommer el verano empezaba a primeros de marzo y terminaba a últimos de octubre, abarcando casi las tres cuartas partes del año— el señor Sommer llevaba un sombrero de paja de copa baja con una cinta negra, camisa de hilo de color caramelo y pantalón corto, también de color caramelo, del que asomaban unas piernas largas, secas, todo tendones y varices, rematadas por gruesas botas de montaña. En marzo, aquellas piernas eran de un blanco deslumbrante, y las varices se dibujaban como un sistema hidrográfico muy ramificado azul tinta, pero al cabo de un par de semanas ya habían adquirido el color de la miel, en julio tenían un tono acaramelado a juego con la camisa y el pantalón, y en otoño, el sol, el viento y la intemperie les habían dado un tinte castaño oscuro bajo el que era imposible distinguir varices, tendones ni músculos y que les daba aspecto de viejos bastones nudosos; hasta que, finalmente, en noviembre, desaparecían bajo el pantalón y el abrigo negro y, ocultas a las miradas, iban blanqueándose hasta la primavera siguiente, en la que habrían recuperado su tono lechoso.

Dos cosas llevaba el señor Sommer tanto en verano como en invierno y nadie le vio nunca sin ellas: una era el bastón y la otra, la mochila. El bastón no era un bastón de paseo corriente, sino una vara de nogal ligeramente ondulada que le llegaba por encima del hombro y hacía las veces de tercera pierna, sin cuya ayuda él nunca hubiera desarrollado tanta velocidad ni cubierto tan increíbles distancias, muy superiores a las de un caminante normal. Cada tres pasos, el señor Sommer lanzaba el bastón hacia delante con la mano derecha, lo apoyaba en el suelo y se impulsaba con todas sus fuerzas, de manera que parecía que sus piernas no le servían sino de soporte, mientras que el verdadero motor era el brazo derecho que transmitía su fuerza al suelo por medio del bastón —como los barqueros de río se sirven de la pértiga. La mochila estaba siempre vacía, o casi vacía, pues, que se supiera, no contenía sino el bocadillo y una capa impermeable hasta la cadera, con capucha, bien doblada, que el señor Sommer se ponía cuando le sorprendía un chaparrón.

¿Y adónde le llevaban sus caminatas? ¿Cuál era el destino de sus marchas interminables? ¿Por qué y para qué andaba el señor Sommer doce, catorce o dieciséis horas al día? No se sabía.

Poco después de la guerra, cuando los Sommer se instalaron en el pueblo, estas excursiones no hubieran llamado la atención, ya que entonces todo el mundo iba a pie y con la mochila al hombro. No había gasolina ni coches, sólo un autobús al día y nada para calentarse ni para comer, y muchas veces, para conseguir un par de huevos, harina, patatas, un kilo de bolas de carbón o, simplemente, papel de carta u hojas de afeitar, había que caminar varias horas y transportar las compras a casa en un carrito o una mochila. Pero al cabo de un par de años ya había de todo en el pueblo, el carbón te lo traían a casa y el autobús hacía cinco viajes al día. Y, al cabo de otros dos años, el carnicero tenía coche, y después lo tuvo también el alcalde y, después, el dentista, y el pintor Stanglmeier iba en moto y su hijo en velomotor, el autobús todavía hacía tres viajes al día y a nadie se le hubiera ocurrido caminar cuatro horas para ir a la ciudad cuando tenía que hacer unas compras o renovar el pasaporte. A nadie, excepto al señor Sommer. El señor Sommer seguía yendo a pie. Por la mañana, temprano, se colgaba la mochila a la espalda, cogía el bastón y se marchaba de prisa, por el campo, por carreteras principales y secundarias, cruzaba bosques, daba la vuelta al lago, iba a la ciudad y volvía, recorría los pueblos… hasta la noche.

Pero lo curioso era que no hacía recado alguno. No llevaba ni traía nada. La mochila estaba siempre vacía, si exceptuamos el bocadillo y el impermeable. No iba a Correos ni al Ayuntamiento; eso lo dejaba para su mujer. Tampoco hacía visitas ni se paraba. Cuando iba a la ciudad, no entraba en ningún sitio a comer ni a tomar un trago, ni siquiera se sentaba en un banco a descansar unos minutos, sino que daba media vuelta y volvía rápidamente a casa o adonde fuera. Si alguien le preguntaba. «¿De dónde viene, señor Sommer?» o «¿Adónde va?», él movía la cabeza de mala gana, como si tuviera una mosca en la nariz y murmuraba unas palabras que casi no se entendían o se entendían a medias, algo así como: «Mevoyunmomentoala​montañalaescuela… ahoramismoadar​lavueltalago… hedevolveralaciudad… voydeprisano​tengotiempo…». Y antes de que uno pudiera preguntar «¿Qué? ¿Cómo? ¿Adónde?», él, dándose impulso con el bastón, ya se había ido.

Una sola vez le oí al señor Sommer una frase completa, una frase clara y bien articulada que aún me suena en los oídos. Fue un domingo de finales de julio, por la tarde, durante una fuerte tormenta. El día había amanecido hermoso, radiante, sin una sola nube en el cielo y al mediodía hacía aún tanto calor que no hubieras hecho más que beber té frío con limón. Mi padre, como tantos otros domingos, me había llevado a las carreras de caballos, porque él iba a las carreras todos los domingos. Desde luego, no a apostar —dicho sea de paso— sino por afición. Aunque él nunca había montado a caballo, era un apasionado de la hípica y un entendido. Por ejemplo, podía recitar de memoria, al derecho y al revés, todos los ganadores del Derby alemán desde 1869 y los del Derby inglés y del Prix de l'Arc de Triomphe francés, por lo menos, los más importantes, desde 1910. Sabía qué caballo prefería la tierra blanda y qué caballo la tierra seca, por qué los caballos viejos saltaban obstáculos y los jóvenes no corrían más de 1600 metros, cuánto pesaba el jockey y por qué la esposa del propietario llevaba en el sombrero una cinta con los colores rojo, verde y oro. Su biblioteca sobre hípica constaba de más de quinientos tomos, y hacia el fin de su vida llegó incluso a tener un caballo —mejor dicho, medio— que, para indignación de mi madre, compró por seis mil marcos, para hacerlo correr en las carreras con sus colores, pero ésta es otra historia que contaré otro día.

Decía que habíamos estado en las carreras, y cuando a última hora de la tarde volvíamos a casa, aún hacía calor, incluso más calor y más bochorno que al mediodía, pero el cielo ya se había cubierto con una fina bruma y hacia el oeste se alzaban unas nubes gris plomo con bordes de color amarillo purulento. Al cabo de media hora mi padre tuvo que encender los faros porque, de pronto, las nubes estaban muy cerca y cubrían el horizonte como un telón, proyectando grandes sombras sobre la tierra. De las montañas llegaron ráfagas de viento que abrieron anchas estrías en los trigales, como si los peinaran, y los arbustos y matorrales se estremecieron. Casi al mismo tiempo empezó la lluvia, no la lluvia verdadera, sino, al principio, sólo unas gotas gruesas como granos de uva que reventaban en el asfalto, en el capó y en el parabrisas. Y entonces estalló la tormenta. Después, los periódicos dijeron que fue el peor temporal que había habido en nuestra región desde hacía veintidós años. No sé si será verdad, porque entonces yo no tenía más que siete años, pero sé que en toda mi vida no he vuelto a ver una tormenta como aquélla, y menos desde un coche, en plena carretera. El agua ya no caía del cielo a gotas sino a raudales. En muy poco tiempo la carretera quedó inundada. El coche levantaba altos surtidores a cada lado, verdaderas paredes de agua, y el parabrisas parecía estar sumergido, a pesar del frenético vaivén de las escobillas.

Pero aún empeoró la cosa, porque después de la lluvia vino el granizo que, más que verlo, lo oías, ya que el murmullo del agua se convirtió en rugido, con un frío glacial que te arañaba la piel. Y luego se hizo visible; al principio, las piedras eran como cabezas de alfiler, pero enseguida fueron como guisantes, como balas y, finalmente, enjambres de bolas lisas y blancas que rebotaban en el capó formando un confuso remolino que mareaba. Imposible seguir avanzando ni un metro. Mi padre paró el coche al borde de la carretera, pero qué digo borde de la carretera, si ya no se veía carretera, y borde, no digamos; ni campos, ni árboles, ni nada. No se veía ni a dos metros de distancia y, en estos dos metros, sólo millones de heladas bolas de billar que danzaban por el aire y chocaban contra el coche con un ruido escalofriante. Dentro, los golpes resonaban con tanta fuerza que ni hablar podíamos. Era como estar sentados dentro de un enorme tambor que tocara un gigante, y nos mirábamos mudos, tintando y confiando en que nuestro caparazón no fuera destrozado.

Al cabo de dos minutos todo había terminado. Bruscamente, cesó la granizada y amainó el viento. Sólo caía una lluvia fina. El campo de trigo que habían peinado las ráfagas de viento estaba como si lo hubieran pisoteado. En un campo de maíz que había más allá no quedaban más que los tallos. La carretera estaba cubierta de lo que parecían astillas de vidrio. Todo era hielo, hojas, ramas y mazorcas. En la carretera, a lo lejos, a través del velo de la llovizna, distinguí a un hombre que caminaba. Se lo dije a mi padre, y los dos nos quedamos mirando aquella figura lejana. Nos parecía un milagro que pudiera haber alguien andando por allí; más aún, que después de semejante granizada quedara algo en pie, ya que alrededor todo estaba tronchado y machacado. Mi padre puso en marcha el coche. Las ruedas hacían crujir el hielo. Cuando nos acercamos a la figura, reconocí el pantalón corto, las piernas nudosas, ahora relucientes de lluvia, la capa impermeable negra con el bultito de la mochila y el paso vivo del señor Sommer.

Cuando lo alcanzamos, mi padre me ordenó bajar el cristal. El aire era helado. «¡Señor Sommer! —gritó mi padre—. ¡Suba! ¡Lo llevaremos!». Yo pasé al asiento trasero para cederle mi sitio. Pero el señor Sommer no contestó. Ni se paró. Apenas nos miró. Siguió andando sobre el granizo, con paso ligero, dándose impulso con el bastón. Mi padre lo seguía en el coche. «¡Señor Sommer! —gritaba por la ventanilla abierta—. ¡Suba usted! ¡Con este tiempo! ¡Lo llevaremos a su casa!».

Pero el señor Sommer no se dio por enterado. Siguió su marcha, imperturbable. Me pareció que movía un poco los labios y murmuraba una de sus incomprensibles respuestas. Pero no se oyó nada, quizá fuera que los labios le temblaban de frío. Entonces mi padre se inclinó hacia la derecha —manteniendo el coche al lado del señor Sommer—, abrió la portezuela del copiloto y gritó: «¡Suba ya, por Dios! ¡Está empapado! ¡Se está jugando la vida!».

Ahora bien, la expresión «Se está jugando la vida» era insólita en mi padre. Yo nunca le había oído decir: «¡Te estás jugando la vida!». «Es una frase hecha —solía decir cada vez que oía o leía estas palabras—. Y una frase hecha, que no se os olvide, es algo que ha salido tantas veces de los labios y la pluma de todo quisque que ya ha perdido su significado. Es tan tonto —proseguía, ya lanzado— como decir: "¡Toma una taza de té, cariño, que te sentará bien!" o: "¿Cómo está hoy nuestro enfermo, doctor? ¿Cree que saldrá de ésta?". Son frases que no salen de la vida sino de las novelas malas y de las películas americanas cursis, y por ello, que no se os olvide, no quiero oíroslas nunca».

Así nos instruía mi padre respecto a frases del tipo de: «Te estás jugando la vida». Y ahora, bajo la lluvia, en la carretera cubierta de granizo, conduciendo junto al señor Sommer, mi padre había gritado por la portezuela abierta del coche una frase hecha. «¡Se está jugando la vida!». Entonces el señor Sommer se detuvo. Creo que fue al oír lo de «jugarse la vida», y se paró con tanta brusquedad que mi padre tuvo que frenar en seco para no dejarlo atrás. Y entonces el señor Sommer se pasó el bastón de la mano derecha a la izquierda, se volvió hacia nosotros y, con voz clara y fuerte, golpeando el suelo con el bastón varias veces con furor y desesperación, nos gritó: «¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!». Más no dijo. Sólo esto. Luego, cerró la puerta que le habíamos abierto, volvió a cambiarse el bastón a la mano derecha y siguió andando sin mirar hacia el lado ni hacia atrás.

—Ese hombre está loco —dijo mi padre.

Cuando lo adelantamos, por el cristal trasero pude verle la cara. Tenía la mirada baja y sólo la levantaba cada dos o tres pasos, para comprobar, con ojos furiosos, que no se desviaba de su camino. El agua le resbalaba por las mejillas y le goteaba de la nariz y de la barbilla. Tenía la boca entreabierta. Y otra vez me pareció que movía los labios. Quizá hablaba solo mientras caminaba.