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Uno

CALLY Greenway estaba convencida de que toda la sala en la que se celebraba la subasta podía oír los latidos de su corazón. Respiró profundamente mientras descruzaba las piernas una vez más. 

Era su noche, la noche que tanto tiempo llevaba esperando. Se miró el reloj.

Sólo faltaban unos diez minutos para que los esfuerzos de tanto tiempo por alcanzar su sueño se vieran recompensados.

Entonces... ¿por qué tenía la sensación de que el cuerpo entero se le iba a disolver?

Cally cerró los ojos en un esfuerzo por encontrar una explicación lógica mientras el penúltimo artículo del lote, un Monet, alcanzaba cifras astronómicas.

Sí, eso era. Aunque era restauradora de arte, el mundo del arte, en el que en noches como ésa la belleza de una obra se traducía en dinero y posesión, le era ajeno. Se encontraba fuera de lugar en la puja más prestigiosa del año de la sala de subastas Crawford, su sitio era en su estudio con un mono de trabajo.

Ése era el motivo por el que no podía concentrarse, reflexionó mientras tiraba del bajo del vestido negro de seda que su hermana le había prestado. No tenía nada que ver con el hecho de que él estuviera allí.

Cally se echó en cara incluso haberle visto llegar, y también los síntomas

físicos que la estaban asaltando. No aceptaba el efecto que ese hombre tenía en ella y mucho menos cuando, realmente, no le conocía.

Sólo le había visto en una ocasión, dos días antes durante la presentación de

la subasta, pero no le conocía. Conocer significaba interacción, y no había habido ninguna entre los dos. El hombre poseía una belleza clásica, y la ropa cara junto al hecho de que estuviera en semejante lugar sugerían que estaba podrido de dinero.

Quizá tuviera algún título, como duque o conde, lo que significaba que jamás se

fijaría en una mujer como ella. No tenía problemas con eso, le sobraba con que

hubiera habido un hombre así en su vida, no necesitaba otro.

En ese caso, ¿por qué no lograba dejar de pensar en la intensidad de esos ojos azules? ¿Y por qué le estaba costando tanto esfuerzo no desviar la mirada hacia atrás, a la derecha, a la penúltima fila de asientos de la sala de subastas?

«Porque cada vez que le miras él te lanza una irresistible sonrisa ladeada

que te deja sin respiración», le respondió una voz interior que ella, inmediatamente, silenció.

–Por fin, el lote cincuenta. Dos cuadros pintados por el maestro del siglo XIX

Jaques Rénard y titulados Monamour par la mer, legado de Hector Wolsey.

Aunque las pinturas necesitan algún trabajo de restauración con el fin de recuperar su antiguo esplendor, son sin duda alguna los dos trabajos más famosos de Rénard.

Cally respiró profundamente cuando las palabras del subastador confirmaron que, por fin, había llegado el momento que tanto había esperado.

Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, el panel giratorio a la derecha de subastador estaba rotando hasta acabar mostrando los dos deslumbrantes cuadros.

Contuvo el aire en los pulmones, embargada de un profundo sentimiento de

admiración. Recordó la primera vez que había visto una copia impresa de aquellos dos cuadros. Al poco de comenzar el bachillerato, su profesora de arte, la señora McLellan, les había puesto como ejemplo a Rénard al atreverse a desafiar las normas establecidas al poner a una mujer como motivo de la pintura en vez de a

una diosa.

El resto de la clase se había echado a reír; en los dos cuadros que componían el Mon amour par la mer, Rénard había pasado de pintar a la mujer

vestida en uno y completamente desnuda en el otro. Sin embargo, para ella había sido un momento decisivo en su vida.

Aquellos cuadros le habían hablado de belleza y verdad. Desde ese momento, se dio cuenta de que su futuro era el arte. Pero quedó horrorizada cuando descubrió que los cuadros originales se encontraban almacenando polvo en la mansión de un presuntuoso aristócrata en vez de en un museo en el que todo el mundo podría disfrutar de ellos.

Hasta ahora. Porque ahora pertenecían a Hector Wolsey hijo, cuya afición a

las carreras de caballos le había llevado a pedir a la casa de subastas Crawford que los vendiera inmediatamente. Y la galería London City Gallery había estado recaudando fondos para comprarlos y para contratar a un especialista que los restaurase. El entusiasmo de ella, su impresionante currículum y su conocimiento sobre la obra de Rénard habían convencido a los directivos de la galería de que era

la persona adecuada para ese trabajo.

El trabajo de sus sueños y el que iba a impulsar su carrera profesional. Cally miró a su alrededor cuando comenzó la puja, que Gina, la

representante de la galería, sentada a su lado, inició. Se oyó un bajo murmullo;

telefonistas agrupados en el perímetro de la sala sacudieron las cabezas mientras comunicaban la marcha de la subasta a coleccionistas de todo el mundo.

En cuestión de segundos, las cifras que se barajaban excedieron la tasación del catálogo de ventas hasta un punto exorbitante. Y aunque Gina alzó la mano cada

vez que el subastador pronunciaba una cifra, no logró calmarse. 

Y entonces, algo pasó...

–Eso es un aumento de... un momento... diez millones. Alguien ha aumentado la puja en diez millones por teléfono –dijo el subastador lentamente mientras se quitaba las lentes y, con expresión perpleja miraba a los telefonistas–. Señora, eso significa que alguien ha ofrecido setenta millones.

¿Alguien sube a setenta y un millones? En la sala se hizo un silencio sepulcral. A Cally el corazón parecía querer

salírsele del pecho y el estómago le dio un vuelco. ¿Contra quién estaban pujando?

Según los de la galería, cualquier coleccionista interesado en los Rénards iba a estar en la sala. Y la expresión horrorizada de Gina lo dijo todo; aunque, por fin, inclinó la cabeza asintiendo.

–Setenta y un millones –dijo el subastador reconociendo la puja de Gina mientras volvía a ponerse las gafas y miraba en dirección a los telefonistas–.

Alguien ofrece setenta y dos millones? Sí –giró la cabeza de nuevo, y otra vez–. Bien, ¿setenta y tres millones?

Gina volvió a asentir con desgana.

–¿Alguien ofrece más de setenta y tres millones? –volvió a mirar a los

telefonistas.

–Por teléfono, alguien ha ofrecido ochenta millones.

¿Ochenta?

–¿Alguien ofrece ochenta y uno? ¿Nadie?.

Cally cerró los párpados con fuerza.

–¿Ochenta millones a la una...?

Cally miró descorazonada a Gina, que negó con la cabeza a modo de

disculpa.

–Adjudicado por ochenta millones de libras esterlinas.

Su cuerpo se hizo eco del sonido del martillo como un temblor sísmico. La galería London City Gallery había perdido los Rénard.

Estaba completamente consternada. Las pinturas que adoraba se iban a

saber adónde. La ilusión de restaurarlas se vio truncada y, con ello, el impulso que

esperaba darle a su carrera.

El panel giratorio volvió a rotar otros ciento ochenta grados y los cuadros

desaparecieron de la vista.

Todo había acabado. Cally permaneció en su asiento con la mirada vacía y los ojos fijos en la pared mientras la gente comenzaba a abandonar la sala.

No notó que el guapo

desconocido aún estaba allí y apenas se percató de las disculpas de Gina a modo

de despedida al marcharse.

Lo comprendía, el presupuesto de la galería tenían un límite, y los cuadros se habían vendido por casi el doble del valor de la tasación inicial. Y sabía que Gina había corrido un gran riesgo al pujar tan alto como había

hecho.

Bien, estaba claro que alguien quería tener esos Rénards, pero... ¿Quién? La

cuestión la sacó de su parálisis. Sin duda, la galería que los había comprado

necesitaría contratar a un restaurador. Sabía que era quebrar una regla no escrita, pero su única esperanza era descubrir adónde habían ido a parar los cuadros.

Se puso en pie y se dirigió al fondo de la sala de subastas donde los telefonistas estaban recogiendo.

–Por favor –le dijo al hombre que había recibido la llamada–, dígame quién

ha comprado los Rénards.

El hombre se volvió, igual que varios de sus colegas, y todos la miraron con una mezcla de curiosidad y censura en sus expresiones.

–No lo sé, señora. Pero esa información es estrictamente confidencial, asunto

sólo del comprador y el cajero. Cally lo miró con desesperación. El telefonista sacudió la cabeza.

–Sólo ha dicho que estaba pujando en nombre de un coleccionista privado.

Cally retrocedió y se dejó caer en una de las sillas vacías; después, apoyó la

cabeza en las manos y luchó por controlar las lágrimas.

Un coleccionista privado.

La sangre le hirvió. Lo más seguro era que nadie pudiera volver a ver los cuadros

hasta que el coleccionista muriese. Sacudió la cabeza.

Por primera vez desde lo de David, se había atrevido a

creer que estaba encarrilando su vida. Pero todo se había venido abajo. ¿Qué le quedaba? Una noche en el hotel más barato que había podido encontrar en

Londres y luego de vuelta a su abarrotada casa y, a la vez, estudio en Cambridge.

Otro año de trabajos esporádicos de restauración que apenas cubrían la hipoteca.

–Da la impresión de que no te vendría mal una copa.

La voz tenía acento francés y, sorprendentemente, la hizo temblar como lo había hecho el martillazo del subastador; quizá porque supo de inmediato a quién pertenecía la voz. Se pasó una mano por el cabello y se volvió hacia él.

–Estoy bien, gracias.

¿Bien? Cally casi se echó a reír. Aunque le hubieran pedido que restaurase todos los cuadros de la subasta dudaba poder estar bien delante de ese metro ochenta y ocho centímetros de hombre provocándole sensaciones desconocidas

que no tenía ningún deseo de explorar.

–No lo pareces –dijo él mirándola con demasiada fijeza.

–¿Y quién eres tú? ¿El psicólogo que Crawford hace venir para la subasta de

los últimos diez lotes por si alguien sufre un trauma?

Esos labios esbozaron una irónica e irresistible sonrisa.

–Así que notaste el momento en que llegué, ¿eh?

–No has respondido a mi pregunta –le espetó Cally ruborizándose.

–No, no lo he hecho.

Cally frunció el ceño. Después, agarró su bolso y lo cerró.

–Gracias por preocuparte por mí, pero tengo que volver a mi hotel –Cally se

levantó y se volvió en dirección a las puertas abiertas de la sala de subastas.

–No soy un psicólogo –dijo él.

Cally giró sobre sus talones, como él, sin duda, habría supuesto que haría. Aunque era arrogante, al menos era honesto.

–Entonces, ¿quién eres?

–Me llamo Leon –respondió él dando un paso adelante y ofreciéndole la

mano.

–¿Y?

–He venido aquí por mi universidad.

¿Era un profesor universitario? Lo primero que le vino a la mente fue que debería haber hecho sus estudios en Francia. Todos sus profesores de arte habían rondado los sesenta años, desconocedores de lo que era una cuchilla de afeitar y

nunca habían oído hablar de los desodorantes.

Lo segundo, fue perplejidad, ya que ese hombre parecía sumamente rico ysofisticado. Sin embargo, los franceses tenían estilo, ¿no? Y eso explicaba por qué se había limitado a observar y no a pujar.

Cally se amonestó a sí misma por haberse precipitado a juzgarle.

–Yo soy Cally –dijo ella estrechándole la mano.

Entonces, cuando los dedos de él la hicieron respirar profundamente y perder el habla, se preguntó en qué había estado pensando.

–¿Y tú... eres una desilusionada compradora? –preguntó Leon enarcando las cejas como si no pudiera creerlo.

–¿Qué te hace pensar que no pueda serlo? –respondió ella a la defensiva,

aunque sin saber por qué estaba discutiendo con él cuando para un profesor de

universidad era casi tan imposible como para ella comprar cuadros tan valiosos.

–Creo que no has pujado ni una sola vez.

–Así que te has fijado en mí, ¿eh? –respondió Cally más contenta de lo que

debería.

Leon no se había dignado a mirarla dos días atrás, cuando ella llevaba sus

ropas de trabajo en vez de ir bien vestida, como esta ocasión había requerido.

Además, ¿por qué iba a importarle que se hubiera fijado en ella o no? No le llevaría nada de tiempo fijarse en otra.

Leon asintió.

–Sí, claro. Y como tú tampoco me has dicho si eres una desilusionada

compradora o no, creo que estamos en paz. Cally clavó los ojos en el lugar donde hacía unos minutos habían estado los cuadros y volvió a sentirse una fracasada.

–Es un asunto complicado. Digamos que esta noche mi vida podría haber

cambiado para mejor, pero no ha sido así.

–La noche es joven –comentó Leon con una sonrisa de absoluta confianza en

sí mismo. Cally apartó los ojos de los labios de él y se miró el reloj, horrorizada de sentirse tentada a descubrir qué había querido decir él. Las diez y cuarto.

–Como he dicho, tengo que volver al hotel.

–¿Tienes algo mejor que hacer o eres la clase de mujer a la que le asusta

decir que sí?

Cally se quedó helada.

–No. Soy la clase de mujer consciente de que, si alguien a quien acaba de conocer la invita a una copa, a lo que la está invitando realmente es a otra cosa, y no me interesa.

Leon lanzó un silbido.

–¿Entonces prefieres un hombre que vaya directamente al grano, que te diga exactamente lo que quiere de antemano antes de que tú contestes?

Cally se ruborizó.

–Preferiría que una copa significase una copa.

–¿Significa eso que tienes sed, chérie.

Con la garganta seca, Cally tragó saliva. ¿Era la clase de mujer a la que le asustaba decir que sí?, se preguntó espantada y afligida de que él pudiera tener razón. No, no tenía miedo; sin embargo, sabía por experiencia que esa clase de sí conducía inevitablemente a una desilusión.

Por eso era por lo que, al contrario que las chicas que conocía, que pasaban las noches en clubs ligando, se había pasado los últimos siete años sentada delante de su mesa de trabajo hasta altas horas de la madrugada memorizando las composiciones químicas de los tratamientos de

restauración de cuadros y probando todas las técnicas con el fin de conseguir éxito

profesional. Pero... ¿adónde la había conducido eso? A nada.

Cally respiró profundamente. Un sí podía causarle una desilusión, pero en ese momento le desilusionaba mucho más volver a la habitación del hotel sintiéndose fracasada y con un minibar por compañía.

Al menos, si aceptaba la

invitación a una copa con un hombre perfectamente normal lograría olvidarse de lo que acababa de pasar.

–Con una condición –respondió Cally. No obstante, en el momento en que alzó los ojos y vio aquella irresistible sonrisa, pensó tardíamente que no había nada remotamente normal en la forma en que él la hacía sentirse. Eso era lo que debía asustarla–, que no hablemos de trabajo.

–Hecho –respondió Leon con decisión.

–Bien –Cally comenzó a darse la vuelta–. Por cierto, ¿adónde quieres que vayamos.