Anastasia y la Calamidad del Mundo
Primera Parte
La cabeza se me partía cuando llegué a Belfast. Cosas de los trasbordos y el jet lag, y de ponerse a pensar EN TODOS TUS SEMEJANTES MASACRADOS.
POR UNA DE LAS ÚLTIMAS DE TU ESPECIE APARTE DE TI, LA QUE ADEMÁS VIVE EN RUSIA, DONDE NO TIENES CONTACTOS.
Y QUE, POR SI NO QUEDÓ CLARO, ES UNA PSICÓPATA CON PODER, CAPAZ DE MANEJAR FUERZAS ESPECIALES Y CREAR UN POSIBLE CONFLICTO INTERNACIONAL.
ANASTASIA. LA MALDITA ANASTASIA ROMANOVA.
Esa tonta debería agradecer que en 1999 los rusos tenían las manos llenas, con la Segunda Guerra de Chechenia. Y los chinos también, con el bombardeo a su embajada en Belgrado.
Bueno, tal vez no fuera tan tonta, después de todo.
¿Sabían que a los inmortales también nos puede doler la cabeza de vez en cuando? La luz artificial, los estímulos excesivos y la contaminación ambiental han empeorado todo tanto en los últimos cien años, que ni Dios en la tierra podría estar siempre al cien por ciento.
Además, a la jodida viejecita que se supone sabría cómo ayudarme, no tuvo mejor idea que irse a vivir hace diez años a Irlanda del Norte. Ya saben, ese territorio donde los protestantes y católicos se llevan taaan bien desde principios del siglo pasado.
Perdón por el sarcasmo, pero nunca entendí como las religiones, que proclaman el amor y el respeto universal, también pueden servir para llevar a la gente a la guerra. Y es algo que no voy a entender, aunque viva 2500 años más.
Pero vamos al punto. Las cosas se habían caldeado, una vez más, después del Brexit. Manifestaciones. Gases. Piedras. Bombas molotov. Toques de queda. Y patrullas policiales, tanto identificadas como de incógnito. Por eso, no me sorprendió ver un auto grande y negro cerca de la casa de "La Hechicera", con las ventanillas bajadas. Los tres hombres que estaban adentro tendrían los mismos años que el coche, unos cuarenta, más o menos. Uno silbaba por lo bajo alguna canción romántica que debía estar de moda en su época; el otro que estaba a su lado, al volante, parecía estar mirando su celular. Por la vestimenta, aparentaban ser cualquier cosa menos policías. Por la complexión física, tampoco.
El que estaba en el asiento trasero, sin embargo, parecía el guardaespaldas de algún tipo rico. Porte atlético, traje oscuro, corbata, peinado tipo cepillo, ya saben. Sólo le faltaba el auricular de la radio en la oreja. Y me miraba fijamente a través de unos lentes oscuros, como si yo no me fuera a dar cuenta, o no le importara en lo más mínimo.
¿Serían esos los famosos "acólitos" de los que me había hablado Qu-Go? Me acerqué, por si las moscas.
—Te dije que llamarías la atención —lanzó el conductor, sin dejar de mirar su celular. Aunque no movió la cabeza ni un centímetro, SABÍA que debía estar regañando al de traje.
—Alguien tendría que decirle a esa chiquilla que no es sano andar con un paquete que sobresalga tanto de tu mochila. Los gardaí (1) van a pararla si piensan que ESO que lleva ahí —y señaló sobre mi cabeza, sin discreción alguna— puede usarse como arma.
El tercer hombre paró de silbar.
—Es lo más probable —fue todo lo que dijo.
—¿Ven que tengo razón? —señaló victorioso el entrajado.
—Me refería a que lo más probable es que esté armada. Y en ese caso...
—Los cerdos estarán muertos en segundos —sentenció el otro. Su forma de hablar era un poco rara: una especie de inglés "cortado" norteamericano, pero mezclado con acento de Londres.
—¿Alguien podría tener un poco más de respeto por la policía? —el conductor elevó un poco el tono de voz. Ninguno de los otros se atrevió a contestarle.
Entre tanto, yo ya estaba a menos de un metro del vehículo.
—¿Usted debe ser el jefe de este grupo, señor...?
Intenté parecer inocente, la típica colegiala despistada.
—Si podemos llamar a ESTO grupo, sí. Kali, ¿verdad? ¿Qué se te ofrece? —el tipo ni siquiera me miró a los ojos.
¿¡Porqué todo el mundo parecía estar dos pasos por delante de mí, desde que apareció ese maldito niño ruso!?
Lo fulminé con la mirada.
—¿Van a seguir haciéndose los misteriosos, o voy a tener que sacar mi katana para obligarlos a hablar claro?
—Te dije que iba armada —sentenció el silbador, sonriente.
El entrajado no hizo más que suspirar. Nadie parecía estar particularmente nervioso. ¿Sería porque estaban acostumbrados a la tensión del ambiente, o porque no era la primera vez que trataban con inmortales?
El conductor se acomodó su gorra de pana estilo Peaky Blinders, con la mayor parsimonia del mundo.
—No hace falta sulfurarse —dijo al fin—. Por Dios, pareces mi hija de once años. Luego, me hizo señas, y añadió:
—Sube de una vez.
—¿La Hechicera no vive cerca de aquí?
El silbador sonrió de nuevo, como alguien que guarda un secreto gracioso.
—Ni en sueños le hubiésemos pasado la dirección real a ese monje loco. Menos aún, con las amistades que tiene hoy en día.
—¿Vas a subirte o no? —insistió el conductor.
—Y entréganos esa mochila. Y la navaja que guardas en la chaqueta —terció el de traje oscuro.
—¿Cómo?
—Nadie lleva sólo una mano metida en los bolsillos de la chaqueta, salvo que tenga algo adentro. Vamos a esconder esto por si nos paran.
—Pensé que eran del MI5. O de la policía, al menos. ¿Me equivoqué?
—Es algo...complicado, chica. Pongamos que no estamos de servicio —contestó el tipo de la gorra.
—Yo estoy retirado —dijo el silbador, levantando los hombros con resignación—, pero creo que ninguna de las organizaciones para las que trabajamos entendería lo que estamos haciendo aquí. Ah, y mi nombre es William. William Joseph tercero, aunque me importe un bledo si mi abuelo y mi padre llevaron antes ese mismo nombre.
—Y a mí puedes llamarme Smith, si quieres —intervino el remedo de guardaespaldas que estaba a mi lado, mientras plegaba su asiento y metía mi mochila en el cavernoso portaequipajes del automóvil. En serio, podrían entrar dos personas adultas allí. Vivas o muertas.
—O sea que no vas a decirme tu nombre real..."Smith".
—No estamos aquí para hacernos amigos, niña. Y ya amenazaste con cortarnos en pedazos. No voy a decirte mi nombre real para que puedas rastrearlo.
De acuerdo. Así que tendría un viaje estupendo, con el grupo de hombres adultos más sociable y abierto del mundo, yendo a visitar a una viejita misteriosa. Genial. Hubiera preferido una carreta con ruedas de madera, tirada por un yak y conducida por un viejo hablando en un idioma raro.
—¿Superaste tu récord? —largó el silbador, mientras el supuesto jefe guardaba el celular en el bolsillo.
—¿Hmmm?
—El de Candy Crush. No entiendo cómo te fascina tanto un juego para abuelitas.
El de la gorra arrancó el auto, ofendido. Tras unos segundos, el coche se movió sin hacer nada de ruido.
—Le cambiamos el motor original por uno eléctrico, hace unos meses —la mirada del conductor en el retrovisor parecía indicar que se estaba dirigiendo a mí.
—¿Para mayor discreción, supongo?
—¡No! —rió—. ¡Fue porque esta vieja chatarra contaminaba tanto, que no nos dejaban entrar al centro de la ciudad!
Hasta el maldito agente Smith sonrió por un segundo.
El jefe apagó el coche y la radio apenas llegamos, cortando a la mitad un tema de Katy Perry, de la época en que los iPod todavía eran una novedad.
—¿Por qué le llaman "Hechicera"? —pregunté con cara de niña curiosa—. ¿Realmente es alguna clase de bruja?
Silencio por un par de segundos. Al final, fue el silbador quien se encogió de hombros y empezó la historia.
—De entre lo poco que sabemos, fue de las primeras Wicca (2) del grupo original. Cuando el Servicio Secreto intentó infiltrar el aquelarre de New Forest en los años treinta, sospechaba que había simpatizantes nazis dentro. Pero lo único de valor que obtuvo fue una jovencita de dieciséis años, completamente embobada con las historias de espías. Lo que no quita que fuera inteligente y perspicaz.
—Y misteriosa, me imagino —comenté.
—Puedes apostar tus manos a eso, chiquilla —intervino el gorras—. Pronto descubrieron que una ocultista podría serles de gran ayuda para engañar a gente tan...pagana como los nazis. Junto con ella y tres o cuatro "prodigios" más, un instructor de idiomas, y la dirección de un agente de campo que aceptó a regañadientes, se armó un grupo que se llamó extraoficialmente Occult Intelligence Bureau, o MI13, en código.
El señor Smith tosió de manera deliberada, como para que se fijaran en él.
—Cuando me reclutaron —confesó— pensé que ese asunto del MI13 eran leyendas urbanas, o una invención de Marvel Comics. Pero luego me trajeron aquí —su mano derecha indicó la casa que teníamos enfrente—, y digamos que caí por la madriguera del conejo.
—¿Realmente eres fan de cierta película, o me parece?
Smith no me contestó. Miré la casa detenidamente, aprovechando el silencio.
El hogar de La Hechicera era...coqueto, por decir algo. Una casita de ladrillo en los suburbios, con dos pisos, chimenea, verja de metal pintada de negro, y el infaltable jardín con unas cuantas variedades de rosas. Y por supuesto, un juego de cortinas blancas de visillo en las ventanas. Todo, hasta el vecindario, transpiraba clase media tradicional por los cuatro costados.
—¿Entramos de una vez? —la voz del jefe ya sonaba impaciente—. Se nos va a enfriar el té. Y no creo que a ella le vaya a gustar eso.
Miré mi reloj. No habían pasado ni dos minutos desde que habíamos parado.
—¿Cómo puede saber...? —pregunté—.
El jefe me interrumpió, mientras se ponía la gorra en el bolsillo con tranquilidad.
—Cuando las cosas se torcieron de nuevo por estos lados, empezamos a montar guardia cerca de la casa de La Hechicera. Por si acaso.
-—¿Y...?
—De seguro, la abuelita habrá notado que nos retiramos hace una media hora, que es cuando fuimos a vigilar tu llegada. Y ella se sabe de memoria el tiempo que podemos tardar en llegar desde esa dirección, hasta aquí de nuevo.
—Ya me la imagino colocando el timer de su reloj de cocina para controlar todo —intervino el silbador, sonriente por tercera vez en unos pocos minutos.
—Sí, la viejecita es adorable. ¿Ves esas cámaras? Yo se las instalé en persona —terció el señor Smith—. De hecho, ahora nos debe estar viendo por uno de los monitores.
Respiré hondo.
—Sorprendente. Tampoco esperaba que tuviera DIRECTV —señalé la antena—. ¿Es decir, esa señora siquiera ve bien a esta edad?
Los tres me dedicaron una mirada asesina. El silbador volvió a hablar, algo indignado:
—Esa viejita ama los canales de cocina.
La puerta de la casa tenía un llamador en forma de garra de animal, totalmente anacrónico y pesado. El jefe golpeó tres veces, de forma decidida.
—Ponte frente al arco de la puerta —dijo—. Ella quiere que seas lo primero que vea al abrir.
—¿Alguna clase de superstición? —consulté.
—Una técnica milenaria que se llama "primera impresión", chica. Y más vale que vigiles tu lengua al hablar.
La puerta se abrió con suavidad, casi en cámara lenta.
—Hola, Kali. De seguro que tendrás muchas preguntas. Como por ejemplo...
Alcancé a ver desde la entrada, una mesa con mantel blanco de crochet. Encima había un servicio de té completo en plata, tan brilloso que hasta podrías ver tu reflejo en él sin problemas. Una fuente de metal alargada casi desbordaba de galletas, de seguro caseras, por el olor. La imagen era nostalgia pura, y la viejita flaca y afable, enfundada en un vestido de flores que bien podía haber salido de un catálogo de los años 50. Una abuela perfecta. Pero...
—¿Cómo pudo calcular tan bien el tiempo que íbamos a demorar?
—¿No notaste nada raro cuando fuiste a tomar el taxi en el aeropuerto? ¿Nada que te hiciera sentir vigilada, o en peligro?
—No —admití a regañadientes.
La Hechicera sonrió satisfecha.
—Excelente. Pues eso significa que he entrenado bien a mis acólitos —confesó. Su rostro irradiaba una felicidad inquietante.
Ella podría estar feliz, pero a mí comenzó a correrme un frío por la espalda.
—Siéntanse en casa, muchachos.
La escena parecía una reunión familiar. El jefazo dejó su abrigo en una silla, con total naturalidad. El señor Smith se desabrochó el saco y aprovechó para acomodarse en un sillón de terciopelo rojo, ya algo raído por el uso.
El silbador tomó un control remoto de una mesa y empezó a hacer zapping desde su poltrona. Se topó con un titular apocalíptico: "¿Regresa el fantasma de la guerra a los Balcanes?", pero ninguno de los demás pareció interesado en ver noticias internacionales. Ante las quejas, cambió de canal y eligió un partido de rugby recién empezado.
—¡Walther! —gritó el silbador, a la vez que giraba la cabeza hacia el de la gorra—. ¿Tú te encargas del té y las galletas esta vez?
Así que el jefe tenía nombre, después de todo.
—Saben de antemano que tienen que dejarnos hablar a solas —La Hechicera no sólo hablaba de manera dulce, sino lenta y sumamente comprensible, casi hipnótica.
—¿Está segura? Hace un rato me analizaron como si fuera un arma mortal con patas —aclaré—.
—Bueno, dicen que das un poco de miedo a veces, Kali. Pero a mí no.
—Sé que suena raro dar gracias por eso. Pero, bueno...gracias.
—No hay nada de malo en ser un instrumento de cambio.
—No creo que...
—Si eres tan amable, Kali, trae nuestras tazas.
La viejecita me llevó hasta una sala apartada y sin luz natural, que en otros tiempos podría haber sido una sala de costura. O de revelado de microfilmes, con esta señora nunca podía saberse. Me señaló una silla estilo victoriano, como sacada de una casa de antigüedades. El tapizado era tan verde que creería si me dijeran que tenía trazas de arsénico (3), y las patas terminaban en forma de garras de bestia. Todo muy simbólico.
Ella se sentó en la otra. Puse los platillos y las tazas encima de una pequeña mesa auxiliar.
—Cuenta —largó la anciana.
—Se supone que usted debía darme respuestas —dije—.
—Qu-Go Linn no me dio muchos datos. Sólo que te apareciste por allí preguntando por los restos de la Orden.
—Sí, y me salió con la historia de una tal Anastasia.
La Hechicera perdió la sonrisa por un segundo.
—¿Qu-Go te contó la historia?
—Algo de ella.
La viejecita tomó un sorbo de té. El olor a Earl Grey envolvía la habitación.
—Si todavía planeas encontrarte con ella, sería mejor que conocieras su pasado.
Pues bien, era hora de escuchar otra historia. Por lo menos tendría té y galletas esta vez.
Notas al pie:
(1) Así se denomina popularmente a los agentes de policía en Irlanda, de la misma manera que los ingleses usan el término "bobbies".
(2) La Wicca se considera una religión neo-pagana, vinculada con la brujería y las religiones antiguas, sin autoridad central, cuya existencia fue traída a la luz pública por el inglés Gerald Gardner en 1954. Gardner, que además de funcionario jubilado era ocultista, afirmó haber descubierto una antigua religión pagana, basada en lo que se dio por llamar "la hipótesis del culto de las brujas". Según sus relatos, fue iniciado en este culto por las miembros del aquelarre de New Forest —situado en la región de Hampshire (Nueva Inglaterra)— a finales de la década de 1930.
(3) Aunque parezca increíble, un derivado del arsénico —un potente veneno— se usaba en ciertas cantidades para crear el conocido color "verde inglés" o "verde Scheele" en la época Victoriana. No obstante, Kali está exagerando: los pigmentos basados en el arsénico dejaron de usarse a finales del siglo 19, y era más común encontrarlo en el papel tapiz que cubría las paredes de las casas, que en las telas del tapizado de asientos. Y, además, las sillas estilo Victoriano se siguieron fabricando durante todo el siglo XX, e incluso ahora han vuelto a ponerse de moda. Tempus fugit...