Mientras descansábamos, me contó que era dos años mayor que yo y que venía de Hiroshima, donde su marido había trabajado de barbero. Sin embargo, en la primavera del año pasado huyeron a Tokio; pero el hombre no encontró trabajo y fue acusado de estafa, por lo que se encontraba en la cárcel. Hasta ahora le había ido a visitar cada día, pero no tenía intención de ir más. Me contó esto, entre otras cosas, aunque no presté demasiada atención porque las mujeres me aburren cuando comienzan a hablar sobre sí mismas. No sé si será debido a su poca habilidad al expresarse, a que no aciertan a dar énfasis en el punto debido, o a cualquier otra razón; la cuestión es que siempre he hecho oídos sordos a esas historias.
Más que mil de esas palabras que dicen las mujeres, si alguien me susurrase: «¡Qué tristeza!» seguro que pronto me solidarizaría con sus sentimientos. Pero, hasta ahora, ninguna mujer ha pronunciado ante mí estas simples palabras, lo que me parece muy extraño. Aunque esa mujer no dijo: «¡Qué tristeza!», su cuerpo estaba envuelto en una profunda tristeza silenciosa, una corriente de miseria de unos tres centímetros que circulaba sobre ella. Al acercarme a ella, mi cuerpo quedaba también envuelto en esa corriente, mezclándose con la de mi punzante melancolía «como una hoja muerta que se pudre en el fondo del agua». Por fin, me había librado del miedo y la angustia.
Era muy diferente a dormir tranquilamente en los brazos de aquellas prostitutas idiotas; ellas eran alegres. La noche que pasé con la esposa de aquel delincuente acusado de estafa fue muy feliz y liberadora. Imagino que no volveré a usar en estos cuadernos unas palabras tan decididas y sin vacilación.
Pero sólo duró una noche. Al abrir los ojos por la mañana, me levanté de un salto y volví a ser el bufón superficial de siempre. Los cobardes temen hasta la felicidad. Pueden herirse incluso con el algodón. A veces, hasta la felicidad les hiere. Antes de resultar herido, me apresuré a separarme de ella, utilizando las bufonerías como una cortina de humo.
«Aquello de que el fin del dinero es el fin del amor puede interpretarse al revés. No significa que cuando se termina el dinero la mujer abandone al hombre. Cuando se queda sin dinero el hombre se siente al fondo del abismo, sin el menor ánimo de reír, hundido en el pesimismo, y es él quien termina abandonando a la mujer. El hombre se vuelve medio loco y no para de dar sacudidas hasta que se libera de ella. Podrás encontrar la explicación del proverbio en el diccionario Kanazawa… Por mi parte, lo he vivido en carne propia».
Recuerdo que cuando me puse a decir esas tonterías, a Tsuneko le dio risa. Temiendo quedarme más rato, estaba dispuesto a marcharme sin lavarme la cara. Fue entonces cuando solté sin pensar aquello de que el fin del dinero es el fin del amor, lo que después acarreó serias consecuencias.
Pasó un mes hasta que me encontrara de nuevo con la mujer que me otorgó sus favores esa noche. Después de dejarla, mi felicidad se fue borrando a medida que pasaban los días. Me horrorizaba pensar que por una merced fugaz me había creado horribles vínculos e incluso llegó a pesarme que Tsuneko hubiese pagado mi cuenta en el café donde trabajaba. Pese a la distancia, se acabó convirtiendo para mí en una mujer amenazadora, que me intimidaba sin cesar, igual que la muchacha de la pensión o la «compañera» que estudiaba para maestra. Temía reaccionar con furia si me encontrara de nuevo con la mujer con quien dormí, de modo que opté por no aparecer por Ginza. El que me fastidiara no se debía a la astucia. Las mujeres tenían un comportamiento muy distinto al irse a la cama y al levantarse al día siguiente, sin la menor conexión, como si hubieran olvidado por completo lo sucedido; era un fenómeno raro, como si lo hubiesen dividido en dos mundos; algo que yo no podía digerir.
A finales de noviembre, estaba con Horiki tomando sake barato en un puesto callejero de Kanda. Apenas habíamos salido cuando este mal amigo ya estaba insistiendo en continuar bebiendo en otra parte, pese a que ya no teníamos un céntimo en los bolsillos. Como yo estaba bastante bebido, me sentía mucho más lanzado de lo normal.
—Bueno, te voy a llevar a un país de sueños. Sake, mujeres… —propuse.
—¿A un café?
—Eso mismo.
—¡Vamos!
Una vez decidido esto, tomamos el tranvía.
—Esta noche estoy hambriento de mujeres —dijo Horiki muy animado—. ¿Se podrá besar a las camareras?
No me gustaba nada cuando Horiki representaba el papel de borracho. Él lo sabía, y por eso insistió.
—Ya sabes, ¿eh? ¡Voy a besarla! La que se siente a mi lado no va a escapar sin un beso, ¿eh?
—Haz lo que te dé la gana.
—¡Qué bien! Me muero de ganas de una mujer.
Bajamos en la parada de Ginza Yonchome y entramos en el gran café de «sake y mujeres». No me quedaba más que confiar en que estuviera Tsuneko ya que no tenía un céntimo. Nos sentamos en un reservado vacío y pronto se acercaron apresuradas Tsuneko y otras camareras. Una de ellas se sentó a mi lado y Tsuneko se dejó caer junto a Horiki; me dio un sobresalto. Pronto la besaría.
No es que tuviera celos; nunca fui posesivo. Es cierto que a veces he sentido pena al perder algo, pero nunca la suficiente como para enfrentarme a los demás por este motivo, hasta el punto de que años después vi cómo violaban a mi esposa sin hacer nada para evitarlo.
No quiero inmiscuirme en las desavenencias entre los seres humanos. Tengo miedo a caer en ese remolino. La relación entre Tsuneko y yo fue sólo de una noche. No era mía. No sería posible sentir celos por ella. Pero, aún así, tuve un sobresalto.
Me daba pena que Tsuneko tuviera que soportar los besos violentos de Horiki delante de mis ojos. Una vez mancillada por Horiki, no podría seguir conmigo. Pero mi voluntad no era tan fuerte como para retenerla. Aaah…, se iba a terminar todo. Ante la infelicidad de Tsuneko, sólo pude suspirar. Pero, al momento siguiente, me resigné dejándome llevar por el flujo de los acontecimientos y, mirando ora a Horiki ora a Tsuneko, sonreí como un bobo.
Sin embargo, inesperadamente la situación tomó un mal rumbo.
—¡Se acabó! —exclamó Horiki con una mueca—. Ni alguien como yo puede hacer eso a una mujer tan miserable…
Hablando entre dientes y con los brazos cruzados me dirigí a Tsuneko.
—Quiero beber sake. Pero no tengo dinero.
Quería ahogarme en sake. A la vista de la gente, Tsuneko era una infeliz, con olor a pobreza, que no valía ni para el beso de un borracho. De repente, esto me golpeó como un rayo. Aquella noche bebí como nunca lo había hecho, y cada vez que mis ojos se encontraban con los de Tsuneko, intercambiábamos tristes sonrisas. Mientras pensaba que era una mujer exhausta de aspecto pobre, nació en mí una solidaridad por esta compañera en la pobreza; incluso ahora pienso que los enfrentamientos entre pobres y ricos es un tema que parece caduco, pero que siempre formará parte de las tragedias. Empezó a brotar en mi interior la compasión por Tsuneko; y, junto a ella, un tenue sentimiento de amor.
Vomité. No sabía ni dónde estaba. Fue la primera vez que perdí totalmente el sentido por los efectos de la bebida. Cuando abrí los ojos, Tsuneko estaba sentada a mi cabecera. Al parecer, había dormido en su habitación, en la primera planta de la casa del carpintero.
—El fin del dinero es el fin del amor… Pensé que lo decías en broma, pero ¿lo piensas en serio? Como no viniste nunca más… ¡Qué historias más complicadas! Puedo trabajar para los dos, ¿qué te parece?
—Ni hablar.
Entonces ella se acostó a mi lado. Hacia el amanecer surgió de sus labios y por primera vez la palabra «muerte». Tsuneko también parecía exhausta de existir como un ser humano. Por mi parte, pensando en mi temor por el mundo y sus complicaciones, el grupo clandestino, las mujeres, los estudios, parecía imposible seguir viviendo, y así acepté su propuesta. Pero entonces todavía no estaba resignado a morir. En mi respuesta se ocultaba un cierto afán de aventura. Pasamos la mañana paseando por Asakusa. Entramos en una cafetería y tomamos un vaso de leche. «Esta vez pagas tú», dijo Tsuneko. Cuando me levanté a pagar y abrí el monedero, sólo había tres miserables monedas de cobre. Más que vergüenza, sentí horror.
En el acto me vino a la mente que en la habitación de la pensión sólo me quedaba el uniforme de la escuela y la ropa de cama; ya no tenía nada más que pudiera ser empeñado en ese cuarto desolado. Sólo tenía lo que llevaba puesto: el kimono de seda chispeada y el abrigo. Supe con toda claridad que no podía seguir viviendo.
Mientras me encontraba allí sin saber qué hacer, la mujer echó una ojeada a mi monedero. «¿Eh? ¿No tienes más que esto?», dijo con inocencia, pero yo sentí una punzada dolorosa, que sólo podía causarme la voz de la primera mujer que amaba. «¿Sólo esto? ¿No tienes más que esto? ¡Pero si tres sen[13] de cobre no puede llamarse dinero!». Sentí una rara humillación, nunca experimentada hasta ahora. Una humillación que no me permitía seguir viviendo; sería porque, al fin y al cabo, en aquel entonces aún no me había librado de la identidad de hijo de familia adinerada. Entonces tomé la determinación real de quitarme la vida.
Esa noche nos lanzamos al mar en Kamakura. Tsuneko se desató la faja del kimono, diciendo que la había tomado prestada de una compañera de trabajo, y la dejó doblada sobre una roca. Yo me saqué el abrigo y lo coloqué en el mismo lugar. Entonces entramos al agua. Ella murió y yo fracasé en el intento.
Como yo era sólo un estudiante y, además, el nombre de mi padre tenía interés informativo, la prensa local organizó un alboroto con el incidente. Me ingresaron en un hospital junto a la costa, y uno de mis parientes se desplazó para ocuparse de las gestiones necesarias. Antes de marcharse, me dijo que mi familia se había enfurecido tanto que incluso me podían desheredar. Pero a mí esto no me importaba; sentía tanta nostalgia por Tsuneko que no podía parar de llorar. Hasta hoy, nunca quise a nadie más que a la miserable Tsuneko.
La muchacha de la pensión me envió una larga carta que incluía unos cincuenta poemas breves tanka. Sí, cincuenta, y todos comenzaban con el verso «vive por mí». También las enfermeras entraban a mi habitación alegremente para hacerme compañía, y algunas hasta me tomaban la mano un momento antes de marcharse.
Me favoreció mucho que en el hospital me diagnosticaran que tenía una dolencia en el pulmón derecho porque la policía me trató como a un enfermo y no como a un delincuente. Cuando me fueron a buscar para interrogarme por intento de suicidio, me colocaron en una celda especial.
A altas horas de la noche, el policía de guardia, ya entrado en años, entreabrió la puerta y me llamó.
—¡Eh, tú! Ven para acá a calentarte un poco —dijo.
Entré con la cabeza gacha, fingiendo desaliento, me senté en una silla y acerqué las manos al brasero.
—Ya veo, echas de menos a la mujer que murió, ¿verdad?
—Sí… —repuse con voz apagada.
—Eso podría decirse que es parte de la naturaleza humana —afirmó. Poco a poco se había puesto a darse importancia—. ¿Cómo empezaste a salir con esa mujer?
Su tono ya era casi como el de un juez, tan presuntuoso se había hecho cuando me preguntó. Tomándome por un niño y quizá con la idea de entretenerse en aquella noche de otoño, se comportaba como si fuese el responsable de la investigación para hacerme confesar alguna historia obscena. Enseguida me di cuenta y tuve que esforzarme por no soltar una risotada en su propia cara. Sabía que no tenía ninguna obligación de responder a estas preguntas del policía, ajenas a la investigación oficial; pero, a fin de hacer más llevadera la larga noche otoñal, adopté una actitud dócil; como si, en realidad, creyese por completo que el policía fuese el responsable de la investigación y de él dependiera que recibiera una sentencia más o menos severa. De modo que hice una «declaración» a mi antojo para dejarlo contento.
—Mmm… Ya entendí más o menos de lo que se trata. Incluso nosotros tenemos en consideración cuando alguien es sincero.
—Muchas gracias. Espero que así sea.
Mi representación fue de una habilidad divina, aunque no sirvió absolutamente de nada. Así que amaneció, me llamó el jefe de la policía para comenzar la investigación de verdad. Enseguida que abrí la puerta y entré en su oficina dijo:
—¡Vaya, vaya! ¡Qué guapo! —y dirigiéndose a mí—: La culpa no es tuya sino de la madre que te hizo así.
El jefe de policía era todavía joven, de tez algo oscura y con aspecto de haber estudiado. Al decirme esto, de repente me hizo sentir como una persona deformada, como si tuviera una marca de nacimiento en pleno rostro.
La investigación del oficial, que parecía practicar judo o kendo a juzgar por su físico, fue simple y precisa; distinta como el día y la noche de la que me hizo la víspera ese policía entrado en años, furtiva y en busca de aspectos obscenos.
Cuando terminó el interrogatorio, el jefe de policía se puso a llenar un formulario para enviarlo a la fiscalía.
—No debes descuidar la salud. Has escupido sangre, ¿no?
Por la mañana, había tenido una tos muy rara, y cada vez que tosía me cubría la boca con un pañuelo que tenía rastros de sangre. Pero, en realidad, no había salido de mi garganta sino de un grano bajo la oreja que me había reventado la víspera. Pensé que me convenía más no aclarar la verdad.
—Sí… —repuse con los ojos bajos, haciéndome el bueno.
—No sé si serás procesado, porque esto depende del fiscal —dijo cuando acabó de rellenar los documentos—. Pero sería mejor que llamases por teléfono o pusieras un telegrama para que venga alguien que te sirva de avalador. Tienes a alguien, ¿no?
Me acordé de un hombre llamado Shibuta, un anticuario, que solía visitar a mi padre. Era soltero, rechoncho, de unos cuarenta años, y me había avalado para el ingreso en la escuela. Su rostro, en particular cerca de los ojos, tenía el aspecto de un lenguado; por eso, mi padre solía llamarle «El lenguado» y yo también me acostumbré a ese apodo.
Busqué su número en el anuario telefónico que me prestaron en la policía, lo llamé y le pedí que fuera a la oficina de policía de Yokohama. «El lenguado» se mostró tan arrogante que parecía otro, pero terminó por aceptar.
—¡Eh! Que alguien desinfecte este teléfono inmediatamente. Ha escupido sangre —dijo el jefe de policía con voz potente, que llegó con claridad hasta mis oídos ya que estaba sentado en la celda.
Después del mediodía, me ataron las muñecas con una cuerda fina de esparto; aunque permitieron que ocultara las manos bajo el abrigo, y un joven policía sujetó el extremo de la cuerda con firmeza. Ambos tomamos el tren hacia Yokohama.
Lo acontecido no me molestó en absoluto; ni la celda de la policía, ni el agente entrado en años, ¿por qué sería? Cuando me ataron como a un delincuente, me sentí aliviado, de lo más tranquilo. Ahora, al escribir esto, recuerdo que me sentía muy bien, incluso alegre.
Pero entre los recuerdos agradables de esa ocasión, nunca olvidaré en la vida una lamentable metedura de pata, que incluso hoy me produce sudores fríos. Me encontraba en la oficina oscura, respondiendo a un interrogatorio simple del fiscal. Era un hombre tranquilo, de unos cuarenta años. Si en mi caso se me pudiera calificar de guapo, sería una belleza obscena, mientras que la suya era honrada y emanaba una tranquila sagacidad. Era tan reposado que hasta yo bajé la guardia mientras hacía mi declaración. De repente, me dio uno de esos ataques de tos, saqué el pañuelo del escote del kimono y, al ver la sangre, me pasó por la cabeza que podía sacar algún partido a la tos. Por eso añadí al final de la tos real dos veces de propina y, con la boca cubierta aún por el pañuelo, miré al fiscal.
—¿Es de verdad esa tos? —preguntó con una leve sonrisa.
Sólo de recordarlo me produce mucho más que un sudor frío; no puedo evitar el revolverme de inquietud. Si dijera que fue más chocante que cuando aquel idiota de Takeichi de la escuela secundaria me aguijoneó la espalda con un dedo y, diciendo: «Lo has hecho a propósito», me hizo caer a los infiernos, no sería ninguna exageración. Estas dos representaciones fueron los peores fracasos de toda mi existencia. A veces incluso pienso que hubiese sido preferible ser condenado a diez años de cárcel que sufrir el tranquilo desprecio del fiscal.
Anularon mi acusación, pero esto no me produjo la menor alegría; me quedé sentado en un banco de la sala de espera de la oficina del fiscal y me quedé esperando a que viniese a buscarme «El lenguado».
A través de los altos ventanales situados detrás del banco, se veía el cielo rojizo del atardecer. Las gaviotas volaban dibujando en el cielo una curva que parecía una silueta femenina.