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Indigno de ser humano

«Por lo general, las personas no muestran lo terribles que son. Pero son como una vaca pastando tranquila que, de repente, levanta la cola y descarga un latigazo sobre el tábano. Basta que se dé la ocasión para que muestren su horrenda naturaleza. Recuerdo que se me llegaba a erizar el cabello de terror al pensar en que este carácter innato es una condición esencial para que el ser humano sobreviva. Al pensarlo, perdía cualquier esperanza sobre la humanidad». Publicada por primera vez en 1948, «Indigno de ser humano» es una de las novelas más célebres de la literatura japonesa contemporánea. Su polémico y brillante autor, Osamu Dazai, incorporó numerosos episodios de su turbulenta vida a los tres cuadernos que conforman esta novela y que narran, en primera persona y de forma descarnada, el progresivo declive como ser humano de Yozo, joven estudiante de provincias que lleva una vida disoluta en Tokio. Repudiado por su familia tras un intento de suicidio e incapaz de vivir en armonía con sus hipócritas semejantes, Yozo malvive como dibujante de historietas y subsiste gracias a la ayuda de mujeres que se enamoran de él pese a su alcoholismo y adicción a la morfina. Sin embargo, tras el despiadado retrato que Yozo hace de su vida, Dazai cambia repentinamente de punto de vista y nos muestra, mediante la voz de una de las mujeres con las que Yozo convivió, una semblanza muy distinta del trágico protagonista de esta perturbadora historia. «Indigno de ser humano» se ha convertido, con el paso de los años, en una de las obras más populares de la literatura japonesa, superando los diez millones de ejemplares vendidos desde su primera publicación en 1948.

DaoistbabK6k · Urban
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Epílogo

Nunca me encontré con el loco que escribió estos cuadernos. Pero conozco un poco a alguien que parece ser la patrona del bar de Kyobashi. De pequeña estatura, pálida, de ojos estrechos y muy rasgados, y la nariz prominente; más que una mujer hermosa da la impresión de un joven apuesto. Parece que lo relatado en los cuadernos aconteció en Tokio entre 1930 y 1932, pero no fui a ese bar hasta 1935, cuando los militares empezaron a alborotar por las calles. Estuve con mis amigos tomando whisky con soda, aunque nunca me crucé con el hombre que escribió los cuadernos.

Pero, en febrero de este año, tuve que viajar a Funabashi, en la provincia de Chiba, para visitar a un amigo que había sido evacuado allí durante los bombardeos. Este amigo de la época de la universidad era profesor en una universidad femenina. Como tenía que ir para encargarle que mediara en arreglar la boda de uno de mis familiares, se me ocurrió que podría aprovechar para comprar pescado fresco para mi familia. De modo que me eché una mochila a la espalda y partí.

Funabashi era una ciudad bastante grande que se extendía frente a un mar lodoso. Como mi amigo llevaba poco tiempo viviendo allí, cuando pregunté por su casa, incluso con la información del nombre de la calle y el número correctos, nadie supo indicarme el lugar. Además de hacer frío, me dolía la espalda por la mochila. Entonces, atraído por el sonido de un disco con música de violín que salía de un café, empujé la puerta y entré.

La patrona me resultaba conocida y, cuando le pregunté, resultó ser, precisamente, la misma persona del bar de Kyobashi al que fui diez años atrás. Pareció que la mujer enseguida me reconoció y, después de organizar ambos un pequeño alboroto y reírnos, nos pusimos a hablar de lo que era habitual en aquellos días, es decir, la propia experiencia durante los bombardeos.

—Pero usted no ha cambiado nada —dije.

—¡Qué va, ya soy vieja! El cuerpo ya no me responde como antes. Usted sí que está joven.

—Ni hablar. ¡Ya tengo tres hijos! Había pensado en comprarles alguna cosa, aprovechando el viaje…

Después de intercambiar los saludos propios de personas que no se han visto en mucho tiempo, le pregunté sobre viejos conocidos; y, de repente, cambiándole la expresión, la mujer me preguntó si había llegado a conocer a Yochan. Cuando le repuse que no, fue a la trastienda y volvió con tres cuadernos y tres fotos de él.

—Quizá sean un buen material para escribir una novela —dijo, entregándomelos.

No puedo escribir cuando la gente me obliga a aceptar un material. Me disponía a devolverlo todo en el acto cuando las fotos de Yozo —ya mencioné en el prólogo sobre su expresión misteriosa— me llamaron la atención y decidí quedarme con los cuadernos.

Después de decirle a la mujer que pasaría antes de regresar a Tokio, le pregunté por fulano de tal, que vivía en tal parte y era profesor de la universidad femenina, y resultó que lo conocía. Además, era cliente del café y su casa estaba muy cerca.

Aquella noche, después de intercambiar algunas copas de sake con mi amigo, acepté su ofrecimiento de dormir en su casa. Me puse a leer los cuadernos y no pegué ojo hasta que los terminé, ya de madrugada.

Lo que estaba escrito pertenecía al pasado, pero estaba seguro de que resultaría interesante para las personas de ahora. Pensé que, más que hacer yo torpes modificaciones, lo mejor sería ofrecerlo a alguna revista que lo publicase tal como estaba.

Compré pescado seco de regalo para mis hijos. Después de contarle a mi amigo lo acontecido, me cargué la mochila medio vacía a la espalda y me acerque al café.

—Gracias por todo lo de ayer —comencé, y enseguida fui al grano—. Me pregunto si podría prestarme los cuadernos un tiempo.

—Desde luego. Por favor…

—¿Todavía está vivo?

—No tengo la menor idea. Diez años atrás llegó un paquete con los cuadernos y las fotos al bar de Kyobashi. No tengo la menor duda de que lo envió Yochan, aunque no figuraba el remitente. Durante los bombardeos se traspapeló entre otras cosas; pero, sorprendentemente, apareció de nuevo sano y salvo. Hace poco me leí todo lo que estaba escrito en los cuadernos…

—¿La hizo llorar?

—No… Más que llorar, me hizo pensar en que cuando una persona llega a esa situación… Aaah, ya no hay nada que hacer.

—Como pasaron diez años, tal vez haya muerto. Quizá se los hizo llegar como muestra de agradecimiento. Puede ser que haya exagerado un poco, pero seguro que la hizo sufrir mucho, ¿verdad? Si todo lo que escribió fuera cierto y yo hubiese sido su amigo, imagino que también hubiera querido internarlo en un manicomio.

—Toda la culpa fue de su padre —dijo con la mayor naturalidad—. El Yochan que conocí era muy dulce e ingenioso. Si no hubiese bebido tanto… No, incluso bebiendo de ese modo era como un ángel, un muchacho excelente.