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Capítulo 1. El Fin De Una Era.

Castillo de Nurmengard.

1979.

Una sombría silueta se observaba caminando en el cobijo de la oscura noche, sus pasos lentos pero seguros mientras avanzaba hacia la Fortaleza de Nurmengard. La estructura monumental en antaño había sido el centro del poder del quien alguna vez fue conocido como el señor oscuro más temido en el mundo mágico.

En la actualidad el castillo solo era un vestigio de lo que en algún momento fue, la gloria pasada no podía ser encontrada en ninguna parte, en su lugar se encontraba desolado, vacío de vida, y en su interior reinaba un silencio tan profundo que parecía absorber incluso el viento.

En medio de la oscura noche, el ruido provocado por el rechinido de una puerta al ser abierta se escuchó por todo el castillo. Dentro de la celda se encontraba la única persona que albergaba las paredes de la fortaleza.

—Así que finalmente has venido —dijo Grindelwald, sin moverse de su lugar—. ¿Ha sido un largo camino, Tom?

—Ese nombre —su voz sonó como un siseo amenazante—. ¿Cómo es que lo conoces?

La respuesta de Grindelwald fue un ligero movimiento de su cabeza, apenas perceptible, acompañado por una mirada que parecía escrutar a Voldemort. Parecía divertirse al ver como el simple hecho de decir "Tom" era capaz de lograr tal reacción.

—Si bien estoy encerrado en esta fortaleza, mis ojos y oídos siguen funcionando, quizá hasta mejor que en el pasado— dijo Grindelwald con una claridad y nitidez impresionante.

Voldemort no respondió de inmediato. En su mirada había algo afilado y feroz, una frialdad que llenaba la celda como una amenaza latente, una presencia palpable. Estudió al anciano prisionero, buscando en su expresión un rastro de miedo, una chispa de preocupación. Pero Grindelwald permanecía inmutable, casi aburrido, con una ligera sonrisa dibujada en sus labios.

—Has perdido el sentido de la realidad, Grindelwald —dijo Voldemort finalmente, en un tono bajo y peligroso—. Tal vez no comprendas del todo la gravedad de tu situación. Deberías tener miedo.

—¿Miedo? —respondió, en un tono neutro, sin rastro de burla, pero tampoco de sumisión—. Ya he visto todo lo que el miedo puede ofrecer. Y si he de ser honesto, estoy un poco… agotado de él.

El Señor Tenebroso avanzó un paso, acercándose con el porte amenazante que lo caracterizaba. Grindelwald observó su andar con una leve inclinación de la cabeza, como si evaluara la postura, el porte del joven hechicero que había alcanzado la cima de las artes oscuras.

—Puedo matarte aquí y ahora, si así lo deseo —dijo Voldemort en un susurro glacial—. Tu vida y tus palabras carecen de valor. 

—Pero no lo has hecho —dijo Grindelwald, sus ojos fijos en Voldemort con una calma perturbadora—. Me temo que has hecho un viaje en vano. Lo que buscas no está aquí, ya que, jamás la tuve en mi poder.

Voldemort se inclinó ligeramente hacia adelante, su rostro contorsionado por la ira contenida. Sus ojos brillaban con una furia mortal mientras su varita centelleaba en su mano, apuntando ahora hacia Grindelwald con una precisión casi inhumana.

—Crees que no sé que mientes —dijo Voldemort, su voz baja pero cargada con un aire opresivo, como una sombra que se cierra lentamente sobre el prisionero—. Realmente crees que seré tan bondadoso para perdonar tus transgresiones.

Grindelwald levantó una ceja al ser apuntado con una varita, su rostro impasible, sin mostrar ni una pizca de preocupación. Su postura no cambió, como si la amenaza de Voldemort no tuviera ningún peso sobre él. Con suma tranquilidad, respondió sin prisa, su tono apenas alterado.

—No, sé que no lo serás —replicó Grindelwald, su voz suave y casi indiferente, pero con una claridad inquebrantable. —Pero, aunque te enojes y hagas una rabieta, no cambiará nada. Los rumores e historias que tanto te obsesionan... son solamente eso. Historias.

—¿Realmente crees que las Reliquias de la Muerte son reales? —dijo Grindelwald, su voz suave pero cargada de desdén. Un leve destello de diversión cruzó sus ojos, aunque su expresión no cambió. —Son solo una historia que se creó en un intento de explicar lo que está destinado a no ser comprendido. No hay poder en esas leyendas, solo la vana esperanza de aquellos que temen lo que no pueden controlar.

—¡No intentes jugar conmigo, Grindelwald! —rugió Voldemort, su voz tan fría como letal, pero cargada de ira. Su varita apuntó a la garganta de Grindelwald, como si solo el acto de apuntar a su objetivo le diera un mínimo de control sobre la situación. —Dime dónde está. Ahora.

—Tu desesperación es patética, Tom —dijo Grindelwald, su voz suave, pero cargada de un desdén palpable—. Tanto miedo tienes de la muerte… —Hizo una pausa, como si realmente estuviera considerando su propia pregunta. Sus ojos brillaban con una luz que reflejaba su comprensión absoluta de la naturaleza humana. De repente, se respondió a sí mismo, sin esperar respuesta alguna—. Claro que lo haces. Después de todo, nadie más usaría tan oscura magia en sí mismo.

—En tu vano intento de conquistar a la muerte, recurriste al camino de los cobardes —dijo Grindelwald, ignorando el destello de peligro en los ojos de Voldemort—. Crees que la inmortalidad te hará invencible, pero lo único que has logrado es posponer lo inevitable. La muerte no es un enemigo al que se le pueda vencer con trucos baratos o reliquias robadas.

Voldemort apretó los labios, su ira cada vez más evidente. No estaba acostumbrado a que alguien hablara con tal desprecio sobre sus logros, y mucho menos en su presencia. La varita que empuñaba en sus dedos pareció emitir un leve zumbido, como si respondiera a la creciente tensión entre ambos.

—¿Te atreves a hablarme de cobardía, anciano? —escupió Voldemort, su voz afilada y fría como una navaja—. Tú también buscaste las reliquias de la muerte, y fracasaste.

Grindelwald esbozó una sonrisa amarga.

—Quizá fracasé, pero entendí algo que tú nunca has sido capaz de comprender, Tom —dijo, pronunciando su nombre de nacimiento con deliberada insolencia—. El verdadero amo de la muerte no huye de ella; la acepta, sabiendo que debe morir. Tú, en cambio, eres un esclavo de tu propio miedo. Debes saber que existen cosas peores en el mundo de los vivos que la muerte, pero estás demasiado cegado por tu miedo que te niegas a verlo.

Las palabras de Grindelwald eran como veneno para Voldemort. El rostro del Señor Tenebroso se contrajo de furia, y, sin vacilar, levantó su varita.

—¡Avada Kedavra! —exclamó, lanzando el hechizo con una voz cargada de odio.

Grindelwald solo cerró los ojos, aceptando su final con una calma desafiante. La luz verde del maleficio imperdonable llenó la celda, y el cuerpo de Gellert Grindelwald cayó inerte al suelo. En su rostro quedó grabada una serenidad y un desafío, como si incluso en la muerte mantuviera una victoria sobre su asesino.

Voldemort se giró para irse, pero en el fondo de su mente, como un veneno lento, quedó la inquietud de las palabras de Grindelwald. Había algo en aquella indiferencia ante la muerte, en aquella dignidad intocable, que lo hacía sentir incómodo, no obstante fue algo que desechó de inmediato, tachandolo como insignificante.

...

La noticia de la muerte de Gellert Grindelwald se extendió como un incendio voraz por todo el mundo mágico, dejando en su estela una mezcla de incredulidad, temor y asombro. Durante décadas, Grindelwald había sido el nombre que evocaba pesadillas, el símbolo de un poder oscuro y casi indomable. Aunque llevaba años encarcelado en Nurmengard, su sombra aún pesaba en la memoria de todos. La mera idea de que alguien hubiera logrado terminar con su vida en el mismo lugar donde él había aprisionado y ejecutado a muchos enemigos resonaba como una paradoja sombría.

En las calles de la Europa mágica, se susurraban versiones del acontecimiento. Algunos especularon que Grindelwald había dejado que lo mataran, desinteresado en prolongar su vida en aquella celda solitaria. Otros, sin embargo, creían que había luchado hasta el final, defendiendo su fortaleza con la misma ferocidad que había demostrado en sus años de gloria. Pero la pregunta más inquietante era otra: ¿quién había sido capaz de superar a Grindelwald, el mago que hasta el propio Albus Dumbledore había tenido dificultades para detener? ¿Quién, en un tiempo de aparente paz, había logrado penetrar en Nurmengard y arrebatarle la vida?

La respuesta, en poco tiempo, empezó a tomar forma: "El Señor Tenebroso." Para quienes vivían en Gran Bretaña, ese nombre era conocido y temido, pero para muchos otros, Voldemort era solo un rumor, una amenaza distante y quizás exagerada. Sin embargo, al oír que aquel nuevo mago oscuro había matado al legendario Grindelwald, todos comenzaron a tomar en serio los susurros sobre el ascenso de una nueva y poderosa amenaza. 

En Hogwarts Albus Dumbledore fue uno de los pocos que recibió la noticia en completo silencio, con una expresión que nadie pudo interpretar. Los miembros del profesorado notaron cómo su mirada se perdía por momentos, como si meditara sobre las implicaciones de esta muerte. Sabía mejor que nadie lo que la caída de Grindelwald significaba. 

Este acto solo podría ser considerado como una muestra de las ambiciones de Voldemort, y sabía que esto era solo el principio de una oscura escalada que pronto alcanzaría todos los rincones del mundo mágico. Aunque su amenaza no fuera repentina, estaba seguro que tras estos sucesos Voldemort ya no se escondería en la oscuridad, esta vez lo hará en plena luz.

En el Ministerio de Magia británico, al igual que otros Ministerios de Magia europeos donde el nombre de Grindelwald aún provocaba escalofríos, se encontraban en una situación de crisis. No podían ignorar lo sucedido: Voldemort, un nombre que muchos funcionarios preferían ignorar y minimizar se había convertido en una amenaza que no podían ocultar más. 

La situación sólo empeoró cuando el Departamento Britanico de Seguridad Mágica comenzó a recibir informes de actividades sospechosas, de alianzas rotas y de figuras oscuras que se movilizaban en todo el continente, como si la muerte de Grindelwald fuera el presagio de algo mucho peor.

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