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Alguna vez alguien le dijo (o lo escuchó en una conversación ajena), que uno siempre vuelve al lugar donde fue feliz. En eso pensaba cuando su terapeuta le preguntó cómo estaba. Se guardó el pensamiento y respondió: bien, para luego pasar a resumir su semana omitiendo datos que le parecían innecesarios y exagerando algunos otros. A los cuarenta minutos ya estaba en la calle lamentándose por las cosas de las que le hubiera gustado hablar y no lo hizo. El cielo estaba nublado y hacía más frío de lo esperable para esa época del año. Dos días habían pasado desde la última vez que sintió el sol en su piel. Y sin el sol se convertía en una persona triste que ve el mundo en tonalidades de gris. La gente en la calle andaba apurada y muy abrigada. Se rio. Le daba gracia la gente con muchas capas de ropa. Caminó unas cuadras y entró en un pequeño bar de mesas cuadradas y manteles de otra época. Se sentó y pidió un café mientras hacía un gran esfuerzo para concentrarse en la persona que lo estaba atendiendo debido a la cantidad de diversos estímulos que había. Un televisor de muchos años estaba en la pared a un volumen alto que regalaba la imagen de un noticiero mostrando una represión policial mientras los periodistas se peleaban por defender el accionar. Una mesa de cuatro integrantes con tres vasos y cuatro botellas de cerveza jugando al truco y gritando: «falta envido» cada tres minutos; y en la mesa más alejada del salón, dos ancianos tomados de la mano escuchaban a todo volumen un programa de radio que reconoció al instante. Hacía veinte años que ya no estaba al aire, pero ellos ahí estaban escuchando programas viejos rematando los chistes antes que el locutor. Se sorprendían, se reían, se miraban… Ellos estaban en el lugar donde fueron felices, pensó.