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PORT DE GANDÍA

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El sentimiento de la gente es muy personal, es tan personal que cada uno tiene el suyo. Pero el sentimiento se deja influir por el estado de ánimo colectivo. El clima influye en la gente, no en toda la gente, pero sí en la mayoría, y modela la predisposición de las personas, de todas las personas menos de Bartolo. Él es de esos pesimistas que todos los días se levanta con la misma cantinela "hoy es un buen día, voy a ver cuánto tardo en conocer al capullo que vendrá a jodérmelo". 

Hacía un día espléndido, claro, monocromático. El cielo estaba pintado con el azul de la primavera mediterránea. El sol lucía en el horizonte al tiempo que caldeaba el frescor de la mañana y Donato sabía por experiencia que hasta el medio día no apretaría el calor. Él pensaba que de marzo a junio era la mejor época del año. Se atavió con alpargatas montadas en lona blanca y lazo negro, pantalón basto de tela negro, camisa blanca de manga corta y un blusón negro. Se vistió como ellos, quería dar confianza a la persona que iba a ver y para ello había adoptado la apariencia de un moderno corredor de naranja. Quería acercarse a él en confianza y tratar de comprarle su producto, un pedazo de tierra durante tres años. Donato no tenía huertos en el marjal de Gandía, pero sabía de la desconfianza con que tratan los agricultores a los que pretenden comprarles un pellizco de su propiedad, perder un pedazo de tierra lo consideran una usurpación. Para ellos sus tierras son como una prolongación de su cuerpo y nadie quiere amputarse un trozo de su cuerpo, salvo que se lo extirpen por necesidad.

El asunto que en estos momentos le ocupaba era más delicado de lo que a simple vista parecía. Pretendían alquilar o comprar un pedazo de tierra para que pasase la vía minera que transportaría las piedras desde la cantera de Bayren hasta el Grao de Gandía. Este proyecto no contemplaba la unanimidad de los agricultores de las huertas por donde estaba previsto su trazado y la negativa de uno de ellos era suficiente para abortar su construcción. Sabino había reunido en el ateneo a los quince propietarios afectados, les había explicado que durante tres años necesitaba poner en funcionamiento un convoy minero para aprovisionar las piedras con las que construir el dique del puerto de Gandía. Les ofrecieron comprarles las tierras o darles una compensación económica por su arrendamiento y una vez terminado el puerto restaurar el terreno para que siguiesen cultivándolo. Hubo cuatro que no asistieron y le tocó a Donato tratar el asunto de forma individual. Había empezado por visitar a los más persuasibles y logró convencerlos, ahora le quedaba uno, el último, el hueso más duro de roer. 

Bartolo era un hombre de carácter avinagrado, a pesar de que la vida le venía rodada. Medía un metro noventa, pesaba diez arrobas, la palma de su mano era como un plato sopero, y calzaba a medida porque no se hacían alpargatas de su talla. Usaba un número tan grande que podría dormir de pie. Era un agricultor de voz potente, cabal y tenía el cerebro cerrado como una nuez. Con Bartolo no convenía enemistarse y era el hueso que Donato hoy tenía que roer. 

Montado en su jaca ocre Donato fue por la senda entre naranjos a la barraca donde vivía Bartolo. El barullo que montaron dos chuchos hizo salir Milagros, la mujer de Bartolo, quien al cruzar la cortina de caña con autoridad los aplacó. Donato descabalgó del animal, no quería que éste se irritase con los escandalosos ladridos de los perros, lo agarró del ramal y se acercó al rellano de la fachada, donde, a la sombra de la parra, le esperaba la señora con la escoba de barrer en la mano.

—No tenga miedo de que no hacen nada, son buenos perros —le dijo ella a modo de bienvenida.

—Si usted lo dice será verdad, aunque ellos parece que quieran dejarle en mal lugar.

Fue suficiente esta desconfianza para que, de dos escobazos, los mandase dentro de la casa desde donde prosiguieron con su recital canino.

—Obedientes son —afirmó Donato para agradecer el gesto de la señora.

—Ya se lo dije, pero si está más tranquilo así, a ellos no les importa estar dentro de la casa.

—¿Está Bartolo?

—¿De parte de quién?

—Disculpe, pero con tantos ladridos no me he presentado. Soy Donato Reig y querría hablar con su marido.

—¿Para qué lo busca?

—Para hablar con él.

—Eso ya me lo ha dicho, ¿pero de qué?

—Soy abogado y tengo un asunto entre manos, a resulta del cual, tengo una oferta interesante que hacerle a su marido.

Lo miró de arriba abajo para catalogar al individuo que enfrente de ella se hallaba y sacó una importante conclusión, mala pinta no tenía, era campechano y bonachón, merecía continuar la conversación.

—En estos momentos no está.

—¿Dónde lo podría encontrar?

—En la huerta, está trabajando en la huerta.

—Si me dice dónde, yo soy de Gandía y podría encontrarle.

—Pues va a ser que no.

—¿Por qué?

—Porque no

—Y ¿por qué no?

—Pues, porque no. ¿Le resulta difícil entender el sentido de esta palabra o es que no está acostumbrado a escucharla?

—Lo que me resulta difícil es entender porque no quiere que hable con él.

—Yo no he dicho que no quiera que usted hable con él.

—He venido a hablar con él y si a usted no le importa, entonces no entiendo por qué no me dice donde está.

—Porque no.

Donato pensó que recomenzar la conversación de besugos no tenía sentido, así que aceptó el significado del no. En el fondo entendía la desconfianza que para ella suponía decirle a un extraño donde se encontraba su marido. Él se encontraba sólo y nunca se sabe. Ya no se atrevió a hacerle más preguntas sobre este tema. Su trabajo era conseguir que Bartolo les autorizase a que el trazado del convoy minero pasase por sus tierras, así que no le quedaba más remedio que aguardar. 

Pegado a la pared de la barraca nacía el tronco de la parra y a su lado habían apiladas cuatro sillas de enea y una pequeña mesa de madera pintada de azul y Donato aprovechó esa brecha para romper el silencio que se había instalado.

—Mientras espero a su marido, ¿podría sentarme, en ese rincón, sin molestar?

—Sí. Ate su jaca en una rama de aquel naranjo y coja una silla para sentarse. Voy a tirar a las perritas de casa, no les eche cuenta que pronto se cansarán y dejarán de molestarle. Por aquí no viene mucha gente y cuando hay visitas se ponen muy pesadas de lo contentas que están.

—Muchas gracias.

—De nada.

Milagros dio media vuelta y apartó la persiana para entrar, momento que aprovecharon los chuchos para salir escopetados y ladrando a olfatear a Donato. Milagros aseó las dos habitaciones, hizo sus camas, barrió la cocina comedor que se encontraba en la entrada. Al terminar las tareas domésticas del interior subió la persiana de la puerta de la barraca y salió con la escoba y un cubo vacío.

—Bueno, no se va a pasar todo el día ahí, sentado, sin hacer nada.

Milagros le alargó el cubo a Donato y le señaló una acequia por la que circulaba agua fresca y clara para que lo llenase. Ella sabía, en secreto, que al final de esta se encontraba su marido regando un pequeño huerto con gran variedad de hortalizas que tenían para consumo propio. Cuando Donato regresó, la terraza de tierra estaba barrida. Ella le cogió el cubo y comenzó a esparcir agua con su mano, empezó dentro de la casa, mojando la cocina y el comedor, luego lo hizo por toda la terraza. De esta manera el agua sujetaba el polvo al suelo. Por la tarde, al caer el sol repetiría la operación y mojaría sólo el porche del emparrado, pero esta vez para que refrescase. Dejó el cubo en la barraca y salió con un botijo, lo vació en unos rosales que tenía en el arriate y lo rellenó con agua fresca del pozo, entró, le echó unas gotitas de cazalla para darle un ligerísimo toque de sabor anisado y salió para ofrecerle un trago.

—Tome, se lo ha ganado —le dijo Milagros ofreciéndole el botijo.

No esperó agradecimiento de Donato, ni éste se lo dio. Ella continuó con sus tareas domésticas y se fue a recoger un poco de leña del montón de ramas de poda de naranjo que se secaban a la intemperie. Las preparó para su cocina cortándolas para que cupiesen por la redonda bocana cuya tapadera hacía de fogón, les prendió fuego y salió, esta vez para conversar con él mientras esperaba a que la cocina de hierro colado cogiese temperatura para poner la cazuela a calentar. Milagros tomó una silla de enea, de las que estaban apiladas junto a la parra al lado de Donato, bebió un trago del botijo y se sentó a su lado.

—¿Qué asuntos le traen por aquí?

Donato la había visto moverse con garbo y trabajar de forma ordenada. No habían intercambiado más palabras que las justas y, sin embargo, la confianza a la que se hacía merecedora había aumentado. Sin saber por qué, intuía que ella podría ser una aliada en el asunto que ahora le ocupaba, así que decidió contestarle a la pregunta que con evasivas antes se había negado a responder.

—El Grao, lo queremos convertir en un puerto y para lograrlo les necesitamos.

—No veo relación entre nosotros y su negocio, somos labradores y usted me habla de asuntos de mar, tendrá que ir a parlamentar con los pescadores. ¿Qué pintamos nosotros en ese negocio?

—Necesitamos su tierra. Las personas a las que yo represento quieren construir un pequeño convoy minero y traer las piedras para hacer la escollera. El trazado de ese camino carretero desde la cantera de Bayren hasta el Grao pasa por sus propiedades.

—Nosotros no queremos vender, vivimos del campo y sin nuestra tierra perderíamos nuestro sustento.

—¡Ah!, ya entiendo sus temores.

—No es un temor, es una certeza y por eso el huerto no está en venta. Nosotros somos pobres y honrados y para vivir sólo tenemos nuestros brazos y nuestra tierra. Como verá tenemos de todo, vivimos sin ningún lujo, pero no nos falta nada. Tenemos una casa que nos cobija, comida que nos alimenta y los productos de la huerta que nos sobran, los vendemos y sacamos para comprar ropa y utensilios. Trabajamos humildemente de sol a sol y con eso podemos ir tirando.

—Milagros, le pido por favor que me escuche, que sin prejuicios oiga mi oferta, ya verá cómo le interesa. 

—Bueno, mientras el lar se calienta con el fuego de la leña no tengo nada mejor que hacer y le puedo escuchar. 

Ella sabía que habían estado comprando tierras por la zona, que todos habían dado su acuerdo menos ellos. Desconfiaban de los forasteros y no querían verse despojados de sus tierras y sin ningún medio para subsistir. Los letrados utilizan palabras, bonitas palabras que por el momento sólo se quedan en eso y el tiempo, que todo lo cambia, las puede enmudecer. El arte de trileros no les asustaba, lo conocían y sabían que si jugaban tenían las de perder, por eso no fueron a escuchar cantos de sirenas que les atrajesen hacia el mar. Su simple vocabulario hecho de vivencias sencillas no llegaba a comprender el fondo que escondían las bonitas palabras que esa gente instruida pronunciaba. Ellos eran de sabiduría popular y para contar utilizaban el dicho de "aceitunita comida, huesecito fuera" y al final sabían las que se habían comido contando los huesos que estaban fuera del plato. Simple, claro y eficaz, sin trampa ni cartón.

Donato comenzó a contarle la historia del puerto, le dijo que las obras llevaban tres años en curso, pero no tenía los resultados esperados. El problema era la lentitud para construir el dique, el aporte de piedras con carros y de pequeño tamaño no era eficaz y lo que se tardaba en verter una semana, el mar se lo tragaba en una noche de fuerte resaca. Philip, un ingeniero inglés contratado por el señor diputado Sabino Gisbert, dijo que sin un convoy minero que trajese más piedras de la cantera y más grandes para que entre dos resacas, el dique tomase peso y cuerpo, sería imposible levantarlo y sin el dique no se podía construir el puerto de Gandía. Visitó el puerto y después la cantera, observó detenidamente el terreno y sin más conocimiento que el técnico definió el mejor trazado, sin tener en cuenta lo que las tierras cultivaban y quien era su propietario. "Si tiene alguna duda sobre cómo lo realizó, puedo hacer que el tío Bernat, de Villalonga, que lo acompañó, venga a veros y os lo explique en persona". Al llobero lo contrataron para que lo acompañase. Fue la técnica y no otra cosa la que decidió que el trayecto de esta vía pase por vuestras propiedades. Cuando el puerto se acabe no tiene ningún sentido mantener este convoy minero y sabiendo la importancia que los agricultores dais a sus tierras, el grupo de inversores que acompañan al señor Sabino ha decidido desmontarlo y devolver las tierras a sus antiguos propietarios. 

—Una vez la has vendido —le dijo Milagros—, has perdido la propiedad y si el comprador no quiere cumplir el pacto, escrito o de caballeros, ya no hay nada que hacer, has perdido irremediablemente la tierra.

—Vender es una opción que damos, pero también nos la pueden arrendar por tres años, el tiempo que se necesita para terminar las obras. Después la vía no tiene ninguna utilidad se desmantelará y devolveremos sus tierras al estado original.

—Si tienes huerta de naranjos o de cualquier otro árbol frutal sabes que se necesitan siete años para volver a sacar rentas parecidas a las que tenías antes de cortarlo.

—Si de eso se trata, dinos lo que pensabais sacar por ellas durante los próximos diez años y lo cobráis en los tres. Nosotros nos encargamos de eliminar el talud por donde pasará la vía dejando el terreno tal como estaba. Después vosotros, como dueños, decidiréis plantar lo que más os convenga.

—¿Dónde está la trampa? —preguntó sorprendida Milagros.

—No hay ningún artificio, esto es una lotería que te ha tocado y nada más. Si en vez de tener la huerta donde está la tuvieses medio kilómetro más al sur no estaría hablando contigo.

—Nadie da duros a cuatro pesetas.

—Milagros, entiende que el negocio no está en la renta de tu huerta, está en el puerto y para construirlo necesitamos que, durante tres años, pase por ella un tren y esos es lo que te ofrecemos, la renta que ella te daría aumentada por los inconvenientes que te causamos.

—La cocina estará caliente, voy a hacer la comida.

Con este cambio de tercio dio por finalizada la conversación, que esencialmente a ella no le interesaba, porque no tenía nada que decidir. En su interior supo que, de ser así, tal y como Donato lo había descrito, podía reportarle suculentos beneficios.

A la hora de comer apareció Bartolo. Venía andando, pacientemente, por el margen del bancal, con la azada cogida por la mano derecha y apoyada sobre su hombro y con un manojo de acelgas y otro de rábanos recién recolectados en la otra mano. El liado de tabaco picado que llevaba entre los labios estaba apagado e indicaba la necesidad de descansar más que de fumar. El cigarro se lo lió al terminar las labores de campo para que le acompañase en su trayecto de vuelta a casa. Donato se dio cuenta de su llegada por la furibunda partida que hicieron los dos chuchos para recibirlo. Le ladraban para advertir a su dueño de la presencia del intruso, lo señalaban y esperaban la orden de aprobación o de reprobación de su amo. No les dio ninguna pista, esperó a conocerlo para poder opinar y como no les dijo nada, se apaciguaron, dando por buena la opinión de su ama.

Donato estaba aburrido, harto de haber esperado y tal vez de haber perdido toda la mañana en un asunto que normalmente se hubiera ventilado en una hora. No le convenía ni alterarse ni dar a conocer el estado de impaciente ansiedad en el que se encontraba. Llevaba más de media hora sólo, mirando el campo y sin nada más que hacer que dejar pasar pacientemente el tiempo. Milagros se había ausentado para dedicarse a preparar la comida y desde entonces no había hecho acto de presencia. No era el momento de perder la calma y tirarlo todo por la borda, así que aspiró hondo para relajarse mientras su interlocutor se le acercaba. Aunque no era el dueño, estaba en el lugar y por educación entendió que lo debía de saludar primero. Esto ocurría a la par que Milagros, advertida por los chuchos de la llegada de su marido, sacaba de la despensa dos vasos pequeños, con una raya coloreada que marca la altura del licor y la botella de cazalla, los puso sobre la pequeña mesa de madera que estaba a la sombra de la parra, tomó una jarra metálica y la llenó de agua fresca del pozo para que acompañasen a la transparente bebida. Milagros preparó la bebida y salió de la barraca por controlar la situación antes de que ésta se fuese de las manos. Él no tendría la paciencia para aguantar el sermón de Donato. Su no era un no simple, sin rodeos y lo venía anunciando con su rostro a distancia; así que para qué hacer la pregunta, pensó ella con la certeza de que el abogado no se había percatado de la rotundidad de la cara de su marido.

Se saludaron secamente, sin ceremonias y Bartolo continuó con lo que tenía previsto hacer como si Donato no existiese. Entró en la barraca y dejó en la cocina las hortalizas que llevaba en la mano y en el desván la azada, a la vez que con un breve murmullo le pidió a su mujer las novedades que precisaba saber sobre el intruso. Saliendo pensó para sus adentros "a la hora de comer ha llegado el capullo que ha venido a joderme el magnífico día". Llenó dos vasitos con un tercio de transparente cazalla, se bebió la suya de un trago, sin mezclar, luego con tranquilidad volvió a llenar el vasito de agua y con ella se refresco la garganta con otro trago. Miró desafiante a Donato y se tomó otro vasito de agua antes de entablar la conversación, a sabiendas de que había chuleado con una cazalla a palo seco. A Donato le gustaba más mezclada y se llenó su vasito con dos tercios de transparente agua, que al combinarse produjeron un líquido de color blanquecino, se tomó medio y esperó a la defensiva a que la conversación se iniciase.

—No vendo, ¿le queda claro?

—Déjeme que le haga una oferta y después decida —le replicó con suavidad Donato.

—Ya he decidido, no vendo. No fui al ateneo para que no me engañaran, así que no se hable más.

—Estamos de acuerdo, no vengo a comprarle, le alquilo el terreno durante tres años y usted define la renta que por él quiera cobrar.

—No estamos de acuerdo, no voy a fiarme de sus promesas, los hombres son lo que hacen y usted ha enturbiado la cazalla, mezclándola con agua. No voy a confiar de un hombre que de dos cosas claras saca una lechosa.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —dijo atónito el letrado.

—Nada, simplemente que no me da la real gana, se me han hinchado los cojones de que otros me digan lo que tengo que hacer y yo ni vendo, ni alquilo, ni quiero negocio con ustedes. ¿Le queda claro?

—Perfectamente.

La cosa comenzaba a tensarse, Donato había mantenido siempre un lenguaje comedido y antes de que le echase prefirió retirarse por donde había venido, así que se levantó y se fue a desatar la jaca para tomar el mismo camino por donde había llegado. Durante todo ese tiempo Milagros estuvo como estatua, junto a la puerta, de pie, pétrea y atenta a toda la conversación y cuando vio la inteligente actitud de Donato arqueó levemente las cejas para insinuarle con ese gesto lo que pensaba para sus adentros: "chiquet, esto es lo que hay y con lo que hay se juega".

—Gracias por su hospitalidad —dijo a modo de despedida—, si cambian de opinión no duden en hacérmelo saber.

Pero en casa de Bartolo él era el que tenía, siempre, la última palabra.

—Dígale a su jefe que sólo tendrán mis tierras cuando me muera y eso va para largo.

—Bartolo, nadie le desea ningún mal, al contrario, para construir el puerto le necesitamos y queremos que usted mismo se convenza. Nuestra propuesta es suculenta y beneficiosa para ambos y no tiene letra pequeña.

—Quien esté bien que no se mueva y yo lo estoy de puta madre, así que carretera y manta —sentenció con rotundidad Bartolo.

 

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Era la primera vez que el abogado fracasaba en un encargo. El resquemor de su frustración comenzaba a corroer su interior y no podía dejar que le absorbiese. Durante la media hora que tardó en llegar a casa no se quitó el runrún de su revés y no paraba de darle vueltas a la cabeza, preguntándose una y otra vez en qué había fallado. Después de comer cerró los ojos, pero no pudo dormir la siesta. Su mujer sabía que hasta que no hablase con Sabino no descansaría y le dejó hacer. Donato tenía que quitarse de encima el peso de su fracaso.

A las seis salió andando hacia el despacho del diputado. Donato no tenía cita, pero esperaba que le hiciese un hueco para tratar un asunto de esta envergadura. El macizo postigo de roble del palacete de Sabino Gisbert se abrió tras golpear el abogado enérgicamente su picaporte. Al entreabrirse la puerta, por su vano salió el frescor de la sombra de su interior y al verlo la casera, Matilde, desencajado como iba, le hizo pasar sin preguntarle nada y lo aposentó en el despacho. Rápidamente se fue a por el señorito que estaba leyendo en la sombra del atrio que enmarcaba el patio interior de la casa. Sabino llegó campechano, con alpargatas, pantalones beige cortos, camiseta interior de tirantes y sombrero panamá con ribete negro.

—Discúlpeme que le reciba de esta manera, pero no quería impacientarlo más haciéndole esperar mientras me arreglaba.

—Por Dios, faltaría más, está usted en su casa —se disculpó Donato.

—Sin más preámbulos dígame, estoy ansioso por recibir las buenas nuevas.

—Querrá decir malas, porque ese terco no entra en razón, ni siquiera ha querido escucharme.

Y le detalló, con pelos y señales, la mañana que había pasado en la casa de Bartolo. Pasada una hora le pidió a Matilde que les trajera un vasito de horchata fresca para suavizar las gargantas.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Donato desconcertado como si él fuese la causa del desaguisado—. Nunca lograremos que entre en razón y sin vagonetas que transporten las piedras de la escollera no hay puerto. 

—Comenzaremos nuestro convoy minero y así ganaremos tiempo para pensar —le tranquilizó Sabino.

—Bartolo es terco como una mula y cuanto más le presionemos más se cerrará en banda —insistía Donato que presentía las dificultades del asunto.

—Si no lo intentamos no lo conseguiremos. En quince días los de Muriel y Cía. estarán aquí. Esta empresa hará el convoy minero y cobra por jornada pasada, trabajada o no, así que hay que espabilarse. Antonio Tébar vendrá con su equipo de topógrafos para comenzar las obras y será el momento de buscar alternativas al trazado. Bernat acompañó a Philip y podrá ayudar a Antonio a replantear el recorrido. Vaya a Villalonga y contrátelo para que esos días esté con nosotros.

—Mañana iré a llevarle su propuesta. No tengo confianza en que el asunto se aclare sin modificar el itinerario. El trazado pasa por la mitad de las tierras de Bartolo que es terco como una mula y no cambiará de opinión. 

Con la incertidumbre de lo que sucedería se despidieron. Los dos eran conscientes de que el éxito del puerto estaba ligado a que Bernat desbloqueara la situación encontrando otro trazado o que Bartolo aceptase su oferta.

 

<30 >

 

Comenzaba el verano de mil ochocientos ochenta y nueve y Philip no había logrado convencer a su padre de que lo autorizase a casarse con Cindy. Ella no lo sabía, porque la lentitud y las incertidumbres del proyecto, hasta ahora, lo habían encubierto. Todo comenzaba a ponerse en marcha y los acontecimientos se precipitaban. Desde su regreso se había centrado con ahínco en el proyecto. Dedicó todas sus energías en realizar los cálculos, el trazado y planificar con detalle su ejecución. Ese esfuerzo sobrehumano que le había llevado a dormir apenas tres horas diarias durante el último mes lo hizo por amor, para que cuando llegasen a España el trabajo no le absorbiese y le permitiese dedicarse a ella. Todo el tiempo que ahora había pasado en definir hasta el mínimo detalle los ocho túneles, catorce puentes, diez estaciones y dos apeaderos, después le daría más libertad. Lo entristeció saber que deberían partir en noviembre para comenzar la construcción a principios de los noventa. Si se casaban antes de irse a trabajar a Gandía, Cindy tendría que sacrificar otra ilusión. Ella siempre quiso casarse a finales de la primavera, cuando la peor parte de sus achaques de asma habían pasado y renacía tras su periódico sufrimiento. Philip le había prometido casarse antes de partir y eso le obligaba a romper otra promesa. Sentía un resquemor absurdo, infantil, pero que le dolía y no podía evitar. Quería ver juntos la capital de Inglaterra y por motivo de trabajo se fue sin ella a Londres. Al volver le prometió que sería el último sueño que rompería y ahora iba a proponerle casarse en otoño y no cumpliría de nuevo una promesa. Philip fue cobarde y antes de realizar su primer viaje a España no tuvo valor de pedirle a su padre que autorizase el casamiento. El tiempo se había agotado y la primavera había pasado. No podía dilatarlo más y si quería partir con ella tenía que casarse.

Las vanas aproximaciones que sobre el asunto habían realizado tanto él como su madre, toparon siempre contra el muro de intransigencia que Peter Parker había alzado sobre el tema. Cuando se trataba el asunto siempre terminaba con la misma cantinela, "no insistáis más, no autorizaré ese matrimonio". Elizabeth sabía que mientras su marido no utilizase el adverbio nunca delante autorizar, siempre cabría la posibilidad de que cediese. Por eso ella sutilmente porfiaba y de vez en cuando lanzaba a su hijo para que lo intentase, recomendándole que lo hiciese con mucha templanza y mano izquierda. Apenas quedaba tiempo para organizar una boda en otoño y debía poner todo de su parte para conseguir el beneplácito de su padre. Se decidió por fin a tratar el tema, pidió librar el fin de semana y se fue a Oxford. Desesperado, fue por derecho, de frente, sin rodeos, de hombre a hombre y con la crudeza que su progenitor no se podía imaginar. La tarde del sábado, mientras su madre estaba fuera de casa jugando con sus amigas al bridge, se armó de valor y abordó a su padre mientras leía en su confortable sillón balancín a la fresca sombra de un arce del jardín.

—Papá, voy a casarme con Cindy y quiero su consentimiento. Usted elige, ganar una hija o perder un hijo —sin preámbulos le abordó tras reclamar su atención.

—¡Insolente bastardo!, así no se le habla a una persona que se merece todo tu respeto, yo soy tu padre. Te he dado la vida y todo lo que eres y no debes tratarme con ese desprecio. 

No se frenó en el duro adjetivo que le propinó su padre y fue a la esencia de lo que quería conseguir, independientemente del estado de irritación que su gallarda actitud había provocado en su progenitor. Philip no quería renegar de su origen, lo que pretendía era que su familia aceptase a Cindy, a su amor.

—No es faltarle al respeto pedirle que autorice mi matrimonio con ella. El único reparo que usted tiene es su salud que está en las manos de los médicos y de Dios. Los primeros con su tratamiento le evitan el sufrimiento y el segundo decidirá cuándo morirá. Del resto, nada que reprocharle, al contrario, sería un honor compartir con su familia vuestra familia. Sir Williar Smith es un barón de reciente nombramiento, debido al poderío conseguido por sus extracciones mineras y empresa siderúrgica, pero su hidalguía le viene de sus padres que comenzaron a amasar fortuna y lo educaron en la mejor escuela de Manchester, para pulirle sus orígenes campesinos. De su madre Catherine Smith, tercera hija del conde de Durham no tiene nada que reprochar, ella sí tiene nuestro arraigado abolengo y por extensión se lo ha transmitido a su querida hija y por tanto es digna de codearse conmigo. Salvo que tenga alguna rencilla familiar guardada en su más recóndito interior y que no quiera desvelar, no le cabe ningún reproche. Su posición intransigente sólo puede calificarse de déspota y no se sostiene ante un mínimo juicio de crítica racional.

Acostumbrados a los monólogos en los alegatos judiciales, el procurador Peter aguantó impertérrito el arrebato de su hijo, sin abrir la boca ni pestañear, esperando su turno para rebatir todo el discurso fundamentado de su hijo y en este caso oponente.

—Tu pasión te ciega y sigues sin ver que ella ni su familia me importan, únicamente pienso en ti y para que ellos me importasen tendría que autorizar este absurdo matrimonio nacido de la propia fogosidad de tu edad y no de la razón. Ella no te conviene. Por eso mi decisión es no y no se hable más.

—Antes de que retome la lectura quiero que sepa mi total disconformidad con su planteamiento. Por ello tomo el camino del destierro, me voy a Manchester, me casaré con Cindy y construiré mi hogar, sin importar el lugar en el que vivamos. Si la rechaza me rechaza, cuando la acepte será un honor volver a retomar nuestras relaciones. Solicito su permiso para coger mis pocas pertenencias y abandonar su casa.

Su voz firme, seca y con tono sereno no fue suficiente para cambiar el hierático rostro de su padre, quien zanjó la discusión con una doliente puntilla.

—Antes de que te marches quiero que sepas que cuando ella muera y te deje desconsolado, serás siempre bienvenido y acogido como el hijo pródigo que vuelve a casa, sin importarnos el tamaño del fracaso que traigas colgado de tu maltrecha conciencia.

Elizabeth regresó a casa y vio los despojos de la lucha que su marido y su hijo habían mantenido. Incrédula, veloz y gimiendo subió a la habitación de Philip para ver el armario y el tocador vacíos. La ausencia de las pertenencias más entrañables de su hijo denotaba su irremisible partida. Desesperada se lanzó sobre su cama y agarrada a la almohada lloró desconsoladamente. Si no hacía nada los perdería a los dos, a su hijo porque huyó y a su marido por no haber impedido que se fuera.

 

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El carruaje los dejó en los establos de la masía que el marqués de Dos Cantos tenía en Benimaclet, un pueblo cercano a Valencia. Los tres marqueses montaron en esbeltas yeguas árabes, azabache, de pura raza, para cruzar los cuatro kilómetros de la finca de naranjos que éste poseía y que llegaba desde su masía hasta la misma playa de la Malvarrosa. Atravesaron las dunas costeras para llegar a la húmeda arena de la orilla del mar y desde allí se dirigieron a la desembocadura del río Turia donde estaba situado el embarcadero de pescadores de la ciudad de Valencia. Todo este hermosísimo paraje natural lo contemplaron con ojos mercantiles. Nadie apreció la belleza de las dunas pobladas de finas hierbas y floridos matorrales que las sujetaban, volviéndolas sedentarias al protegerlas de las embestidas del viento. Tras ellas y más cercana al mar, estaban sus hermanas nómadas de dorada arena en forma de medialuna que la naturaleza no había tenido tiempo de colonizar. 

Cabalgaron por la playa de la Malvarrosa hasta llegar al muro que formaba el dique de protección del embarcadero hecho con tablones de madera sujetados por troncos embutidos en el agua. Frente a este dique, a unos dos cientos metros se encontraba otro embarcadero idéntico al anterior y en ambos estaban atracadas las pequeñas barcas de pescadores a la espera de echarse esa noche a la mar. El segundo embarcadero trazaba la frontera entre la ciudad y la pedanía de Pinedo mientras que la zona situada entre ambos diques se consideraba el puerto de Valencia y en ella desembocaba el río Turia. Descabalgaron, ataron los animales en el barandal de madera y se adentraron haciendo crujir las tablas hasta que llegaron al final del muelle. El marqués del Arroyo le señaló al marqués de Salitre los puntos estratégicos del terreno donde se tendrían que realizar las principales obras del proyecto que les estaba proponiendo. Allí estuvieron los tres un buen rato hablando y gesticulando en todas direcciones para ponerse de acuerdo. Los dos marqueses valencianos le estaban enseñando al madrileño dónde se ubicarían las instalaciones del astillero y los diques del puerto que pretendían construir. Una gran empresa que daría un vuelco definitivo a la ciudad de Valencia. 

Viendo que se les echaba encima la hora del almuerzo el Marqués de Dos Cantos les invitó a ir a su residencia balneario para comer. Montaron a caballo y se dirigieron rumbo a la majestuosa residencia que dominaba la hermosa playa de Pinedo. Al llegar tomaron un aperitivo. Para sorprenderlos les ofreció vermú, una novedosa bebida traída de su último viaje a Italia, con un poco de mojama. Entre tanto los sirvientes terminaron de preparar la mariscada y cocer el arroz del señoret, menú que personalmente había elegido el marqués para agasajar a sus invitados. Cuando llegaron las primeras fuentes con gran variedad de marisco asado y hervido pasaron al fresco vino blanco. Saciado el apetito, prosiguieron con un fino sorbete de fresa y naranja que dio paso al delicioso arroz. Una apetitosa bandeja, de fruta variada, rebosaba de sandía, melón, ciruelas y melocotones que comieron hasta que terminaron por hartar a los señores. Durante toda la comida hablaron de banalidades, no querían arriesgarse a que se conociesen sus intenciones, ni tan siquiera delante de los criados más fieles hicieron el más mínimo comentario sobre lo que allí les traía. Se encerraron en la biblioteca con una jarra de café y descorcharon una botella de brandy gran reserva de Xerez. Allí cerraron la sociedad que iba a construir el nuevo puerto de Valencia, unos astilleros y una naviera. 

—Me temo que hay cierto tema que deberemos reconducir —dijo Federico, marqués del Arroyo.

—No entiendo —repuso ingenuo el marqués de Dos Cantos.

—Vicente, creía que estabas al corriente de la pequeña dificultad que tenemos.

—No sé de qué me estás hablando.

—En Gandía los ingleses han conseguido la licencia para la construcción y explotación de un puerto que puede ser nuestro rival.

—¿Rival? Un pueblo agricultor de apenas ocho mil habitantes frente a la capital de la región —preguntó, sorprendido, el marqués de Dos Cantos.

—Sí, nos llevan cuatro años de ventaja, además van a construir un ferrocarril que unirá el puerto con la industriosa comarca del Alcoià. Por patriotismo, los ingleses desviarán todo su tráfico marítimo hacia ese puerto que se convertirá en una punta de lanza para el comercio de su carbón, de productos hortofrutícolas y de bienes industriales del levante. Habrá que frenarles con alguna artimaña para que no lleven a cabo su proyecto.

—Federico, yo no voy a participar ni quiero ser cómplice de nada ilegal. Creo que te preocupas en demasía. Estoy seguro de que a esos pueblerinos se les puede ganar con facilidad en el terreno de la sana competencia.

—No te creas, detrás de este proyecto se encuentra Sabino Gisbert, diputado progresista por la circunscripción de Gandía. Es un rico y hábil comerciante que ha conseguido engañar y dejar con dos palmos de narices al mismísimo Duque de Baranda. Vamos a invertir mucho dinero y debemos impedir o al menos retrasar su proyecto, para que nuestra empresa tenga la cuantiosa rentabilidad que esperamos y por tanto habrá que inutilizar las obras que ya han comenzado ­—apuntilló con presteza el marqués del Arroyo.

Esa afirmación dejó fuera de juego a Vicente. El marqués de Dos Cantos se dio cuenta de que Federico y Ricardo poseían información que él desconocía y al darse cuenta los miró inquisitivamente requiriéndoles una explicación. Al percatarse de ello el marqués de Salitre tomó la iniciativa.

—En el pasado curso parlamentario vino a mi despacho el diputado por Cocentaina Ramón de Bonavida, accidental testaferro del señor Sabino Gisbert y solicitó mi abstención en el debate de concesión de la línea de tren de Alcoi a Gandía. Bien se guardó en mencionar que al mismo tiempo pretendía adquirir la empresa Gutell propietaria de la concesión de explotación y construcción del puerto de Gandía. Estoy convencido de que Sabino le ocultó su verdadera intención, él quería sacar una suculenta tajada al vendérsela a los ingleses sin importarle la cesión de la soberanía territorial e industrial que esto representa. Vicente, no podemos pelear en buena lid las triquiñuelas de un traidor. Lo tenemos que aplastar utilizando todos los medios a nuestro alcance.

—Yo quiero estar al margen de vuestras tretas. Como muy bien sabéis, nunca me ha gustado la política; a mí sólo me interesa el astillero y la naviera. Queda claro que mi parte del negocio nada tiene que ver con trenes y puertos. Os dejo a vosotros las rencillas de la corte.

Se terminaron la botella de brandy y el puro habano cultivado y traído exclusivamente para él de sus propiedades de ultramar, último vestigio colonial del agonizante imperio español. Después pasaron a sus aposentos para echarse una siesta que macerase la copiosa comida que acababan de tomar.