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GAIANES

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El camino más corto no siempre es el más sólido y el de más provecho. Entre Beniarrés y Muro está Gaianes y Philip no se olvidó de que uno de los objetivos del tren era facilitar las comunicaciones que favorecieran el comercio. En los pueblos de la comarca del Comtat, la agricultura había tenido un papel preponderante que la industria le estaba sustrayendo. Ésta le iba quitando protagonismo a medida que crecía el desarrollo industrial de la comarca del Alcoià. El mundo se modernizaba y sus hombres tenían que ir a trabajar a las fábricas del norte y hacer comercio con las tierras del sur. Ahora necesitaban de un nuevo medio de transporte, necesitaban un tren. También les acercó el tren por prudencia, cuando Philip inspeccionó el terreno para definir el trazado, escuchó a Bernat y supo que olvidarse de Gaianes haciendo un recorrido recto entre Beniarrés y Muro era acercarse a su albufera y eso era arriesgado: las tierras colindantes se anegaban en época de lluvias y podrían hundir el tren. Gaianes era un pueblo de seiscientos habitantes, de agricultura de secano, principalmente de algarrobos, vid y olivos, que vivía ensimismado en sus tierras. Para ellos pensó en un edificio mediano de una sola planta, con sala de espera y despacho de billetes. El apeadero de Gaianes era el hermano mediano de los apeaderos y como ellos se realizaría más tarde, cuando todo el tren estuviese en funcionamiento.

En el Grao de Gandía las obras del puerto avanzaban a ritmo frenético. Ya emergían los primeros veinte metros del dique y el bravío mar de invierno no se lo había podido tragar. Bernat sabía que la construcción pasaría la prueba de fuego con la llegada de las torrenciales tormentas de otoño; él esperaría prudentemente hasta el temporal de octubre para cantar victoria y comprobar su robustez. Philip lo festejaba, estaba satisfecho porque veía el resultado del esfuerzo. En su fuero interno estaba contento porque se acercaba el final de marzo y por fin regresaría a Inglaterra a encontrarse con su amada. 

Philip leía con retraso sus cartas que anunciaban una grata sorpresa, le decía que los preparativos de su boda estaban casi terminados. Nada se mencionaba en la correspondencia sobre los dramáticos días del frío invierno que estuvieron a punto de destrozarle la vida. Todo eso había quedado atrás, voluntariamente silenciado. De la terquedad de Peter que pudo acabar con las dos personas que él más quería, su madre y su prometida, ya no había huella. Afortunadamente aquello era pasado y ahora le aguardaba la reconciliación con su padre y la alegría del reencuentro que Philip ignoraba.

 

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Philip y Sabino recorrieron Gandía en busca de una casa para alquilar donde pudiese vivir con Cindy. Era extremadamente difícil encontrar algo que les conviniese, "aquí la gente construye las casas para vivir y no para arrendarlas. En una ciudad tan pequeña no se piensa en este tipo de negocio", le decía Sabino a Philip mientras le acompañaba al ayuntamiento para ver al arquitecto municipal. A principios de año había llegado un joven arquitecto tortosino que estaba construyendo unas casas en la nueva avenida del grao. Lo visitaron para ver si le gustaba una de ellas y lo tenía como vecino. 

Nada más se saludaron congeniaron. Los dos eran de la misma edad y hablaban inglés uno por ser natural y otro porque su padre se había empeñado, "esa es la ventaja de venir de una familia de intelectuales, aunque humilde. La falta de recursos no impidió que mis padres se las ingeniasen para que aprendiese su lengua", le decía Joan a Philip. Cuando le mostró los planos de las casas que estaba construyendo, Philip vio que eran modestas y pequeñas, así que las desechó de inmediato. Después de estar hablando un buen rato, Joan convenció a Philip para hacerle un palacete y mientras lo edificaba le propuso que los obreros del tren le hiciesen una casa sencilla que albergaría provisionalmente a su familia. Joan le pidió unos días para enseñarle el boceto de un palacete de ensueño capaz de enamorar a su futura mujer y hacerle más llevadera su estancia en la ciudad. 

Una semana más tarde, Joan le enseñaba una estación reconvertida en una vivienda de dos plantas. Los obreros del tren la construirían mientras Philip iba a Inglaterra a casarse. Joan también le mostró el boceto de un palacete de ensueño, que entusiasmó a Philip, "eso es lo que le he prometido a Cindy". Era un edificio modernista. Tenía planta baja con jardín y escalinata de acceso, dos plantas para vivienda y un ático abuhardillado. El tejado era de pizarra y las ventanas de la buhardilla serían redondas. Su construcción se haría en sillería de piedra de Monòver, con una escalera de acceso directo, desde el mismo rellano de la entrada a la primera planta. Orientados al jardín había dos miradores poliédricos de cinco caras, uno por planta para el relax y la lectura. Dieciséis habitaciones, tres salones, dos baños en cada planta y caserío adjunto para el servicio doméstico. Una preciosidad que el arquitecto Joan Feliu había diseñado para su nuevo amigo Philip Parker. 

Antes de despedirse le entregó una carpeta, titulada en hermosa caligrafía "Palacete París", con los bocetos que había pintado. "Lo he llamado así, porque estoy seguro de que, a Cindy, para vivir en el continente, hubiese elegido París, la ciudad de la modernidad y del goce" le dijo al entregársela. En su ausencia él comenzaría su construcción y esperaría a que ella llegase para darle los últimos toques de interiorismo antes de realizar la distribución definitiva. 

Mientras Philip se casaba, Sabino se quedaría encargado de la gestión operativa de la empresa, controlando que todo avanzara según estaba previsto. La lentitud de las comunicaciones hacía imposible que Philip se ocupase del proyecto durante el mes y medio de su ausencia. Si Sabino necesitaba consejo técnico se lo pediría a Antonio Tébar director gerente de la empresa constructora vasca Muriel y Cía, que actuaba como contratista preferente. 

Con todo planificado Philip se fue tranquilo. Contento tomó el tren rumbo a Hendaya para cruzar Francia y embarcar en Calais con destino a Manchester para por fin casarse con su amada Cindy. 

 

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Llegó a Manchester a media mañana de un lluvioso día de primavera. Primero vería a su prometida y al día siguiente se pasaría por las oficinas de Lucien Ravel & Company Ltd. para visitar a Khon Cockbrun, su presidente. Al bajarse del barco sintió frío, más bien fresco. Tuvo la sensación de retroceder un par de meses respecto al clima de Valencia. Aspiró el húmedo aroma de su tierra y le agradó, a pesar de ser un aire denso y grasiento que le daba un poso de modernidad. Ahora estaba seguro de que el ambiente limpio y marino de Gandía le sentaría bien a Cindy. Se sintió satisfecho. Tomó un carruaje berlina, capaz de cargar con todo su equipaje y lo contrató para el resto de la jornada junto con un mozo estibador. Ese día lo último que haría sería volver a casa y necesitaba alguien que se ocupase de sus enseres. Le dijo al cochero que remontase el Ship Canal. No le importaba dar un rodeo para imaginarse como quedaría la dársena de su querido puerto. "Bonita, se dijo, Gandía tendrá un puerto funcional con una dársena muy bonita".

Cindy había recibido el telegrama y sabía el día de su regreso, lo que desconocía era la hora a la que iba a llegar. Por eso no fue a recibirlo y sorprendida lo besó al verlo. Cindy no pudo mantener el protocolo y su madre se sonrojó cuando los vio abrazados besándose en el rellano de la entrada, "impropio y comprensible, la prolongada ausencia y la fogosidad de su juventud los disculpa" se dijo. El señor Smith carraspeó. No podía admitir esa falta de modales y de respeto impropio de dos adultos de alcurnia y esmerada educación. "Qué pensarán los criados ante esa falta de autocontrol. Resulta intolerable mostrar en público ese torrente de emoción". Dos segundos de apasionado beso, unas nerviosas sonrisas, acariciarse sus rostros con ambas manos, separarse un poco para verse completos y volverse a acercar sin rozarse. Reconocerse en un minuto de mutuo goce, en el rellano de la entrada. Durante ese breve tiempo, en el mundo sólo existieron ellos dos; el resto pasó inadvertido, no llegó ni a un mero decorado. 

Philip cogió a Cindy con su mano izquierda, la puso de su lado y juntos avanzaron dos pasos hacia su madre.

—Señora condesa, es un placer volverla a saludar —le dijo a Catherine, con una amable sonrisa—. La encuentro tan encantadora como siempre. 

—Bienvenido a nuestra casa, a su casa —le devolvió la condesa Durham el saludo con una sincera y amplia sonrisa.

—Querido Williar es un honor volverle a ver —se dirigió a su futuro suegro con un rotundo apretón de manos—. Le agradezco la inestimable ayuda que me ha prestado, estoy a su entera disposición para tratar los múltiples asuntos que nos apremian.

—Bienvenido a casa hijo mío. Permítame que me tome esa libertad. Por lo demás no se preocupe, todos los temas que están en curso pueden esperar. Tendremos tiempo de tratarlos en los próximos días.

La libertad se la habían tomado ellos y él necesitaba pedirle disculpas.

—Siento mucho cómo me acabo de comportar, pero la distancia, la emoción y la proximidad de nuestra boda me han impulsado a un acto que resulta poco decoroso para nuestra posición. 

—Hijo, les entiendo —se apresuró para zanjar Catherine a la par que le invitaba a pasar al interior de la mansión y le pedía al mayordomo que se encargase del cochero mientras ellos conversaban.

Mucha emoción en poco tiempo. Cindy le contó lo que había ocurrido ocultando lo que no convenía para resaltar lo importante: sus suegros la aceptaban y su padre lo esperaba con los brazos abiertos. La agonía de su madre, la neumonía de ella y el rozar de las dos con la muerte por la terquedad de su padre se quedó encerrado en el baúl de los sufrimientos, allí donde el cerebro guarda sus penas para hacer más llevadera y feliz la vida. Hay ocasiones en las que es mejor no preguntar para que no te mientan y lo que había sucedido en su ausencia era una de ellas. En estos casos indagar es una curiosidad que lleva al cándido engaño. Intuía que hubo problemas, pero no le servía de nada averiguarlos. "El pasado no lo puedes cambiar y no sirve de nada sentirte molesto porque por lo que ha pasado, ahora ya no puedes hacer nada", le decía Cindy con alegría para empujarle a la realidad, "coge el primer tren y ve a verlos, abrazarlos y disfrutarlos antes de que nos vayamos, pasa unos días con ellos, aún tienes tiempo para terminar de preparar nuestra boda". 

A la mañana siguiente Philip fue se pasó por la Lucien Ravel & Company Ltd. despachó con su presidente Khon Cockbrun, arregló los asuntos más urgentes y tomó el primer tren con destino a Oxford, para reencontrarse con su familia. 

 

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De repente a Philip se le desvanecieron sus planes. Lo que él creyó que sería la primera semana en Manchester se convirtió en una estancia ajetreada en Oxford. 

Como un niño travieso que vuelve a casa con miedo a que le riñan, así se sentía cuando frente al soportal esperaba a que le abriesen la puerta. La sirvienta abrió y alegre gritó su nombre. Se oyó inmediatamente ajetreo en la planta superior que denotaba prisa por bajar a recibir al recién llegado. Veloz subió las escaleras a buscar tan ansiado encuentro. Entró en su cuarto sin llamar y se abrazó a su madre que se estaba recogiendo el pelo para abreviar. No le soltaba, amarrado a él lloraba llenando con las lágrimas el vacío de su ausencia que durante tanto tiempo ahondó el enfrentamiento familiar. Como cuando niño, ella sentada en la cama y él en su regazo, acariciándole el pelo, se contaron lo ocurrido durante el destierro. Él, orgulloso le habló, con pelos y señales, de su trabajo, de su proyecto. Estaba ilusionado de su nueva vida y tenía la certeza de que su paso por los cálidos pueblos levantinos sería el cimiento de una larga prosperidad. También le contó de sus sufrimientos, que en la distancia le quemaban y de su soledad ahondada por no tener a nadie con quién compartir los resquemores de la vida. Ella le habló con silencios, esperando este día que no quería que una incomprensión lo rompiese. Vivir ese momento fue lo que la movió y le dio fuerzas para recuperarse de su ya irreversible enfermedad. Por eso Elisabeth usó las sutilezas de un: "ya sabes tú, poco que contar de mi cotidiana rutina". Se lo creyó, Philip se lo creyó porque le convenía, pero también intuyó, en las palabras de su madre, un halo que escondía algo que a nadie le convenía mostrar. Nada de provecho traía que conociese el sufrimiento padecido y hoy superado. Todos silenciaron lo ocurrido y él siempre lo ignoró. Philip admitió que dejasen encerrado en la azotea aquel periodo atroz que casi acaba en tragedia y nunca indagó sobre lo ocurrido. 

Una noche entró en la biblioteca donde su padre leía y se tomaba un wiski antes de irse a dormir. Cogió un vaso, se sirvió una copa y se sentó en el otro sillón. Dio un sorbo y lo saboreó. Era la primera vez que no le pedía permiso para beber.

—Papá, tenemos que cerrar este traumático periodo que por tu obcecación hemos vivido. Quiero que lo olvidemos sin rencores, sin vencedores ni vencidos, pero que pasemos esta página con lealtad. Antes de casarme necesito que me prometas que considerarás a Cindy como tu hija y que lo haces de corazón. Ella es fuerte y nos quiere y yo necesito que Cindy también sienta tu calor y tu afecto. Necesito que la quieras tanto como a mí. Nunca se sabe que nos depara la vida, un accidente, una enfermedad y en un abrir y cerrar de ojos lo que es felicidad se convierte en tragedia. Si algún día por maligno azar la vida me da la espalda quiero que tú recibas a Cindy como una hija.

—Yo querría pedirte...

—Con tu promesa de lealtad me basta —interrumpió Philip a su padre con autoridad—. Cerremos la caja de Pandora y guardemos en ella los recelos y reproches de este aciago período de nuestra vida. 

—Te prometo que Cindy será mi hija, pero te pido que me perdones. Quiero recibir tu perdón.

Levantaron la copa y brindaron a la vez que Philip le perdonaba y Peter le prometía lealtad. 

 

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La precipitación con que los señores Parker transmitieron las invitaciones al casamiento del apuesto Philip se achacó a no haber tenido certeza de la fecha. Cuando anunciaron el evento al resto de la familia Parker y de la familia James, le echaron la culpa a su trabajo. Estaba destinado en España, era el director del proyecto de construcción de un puerto en Gandía y de un tren que unía esta ciudad con Alcoi. Esa fue la causa, "ya se sabe cómo son esos impredecibles españoles". Se les invitaba a la ceremonia y a la celebración del enlace que, el veintitrés de abril, se celebraría en la catedral de Manchester entre Philip Parker y Cindy Smith hija de la condesa de Durham. Como la pólvora se expandió la noticia entre la alta sociedad de Oxford y de Manchester. Entre familiares y compromisos sociales que los padres de los contrayentes tenían se esperaban a más de trescientos invitados. La catedral estaría a rebosar y el conde de Durham pensó en su residencia estival para celebrar el convite, pero su mujer le persuadió: "dos horas de viaje es muy pesado para tantos invitados" y optaron por celebrarlo en el hipódromo de Manchester.

Fue un día espléndido, hizo un sol radiante y una temperatura primaveral. Los dos contrayentes disfrutaron hasta la extenuación, rodeados de sus amigos y de todos sus familiares, incluido el riguroso procurador Peter Parker, padre de Philip, que estuvo un poco más dicharachero de lo habitual. 

Tras la boda, la prudente Elizabeth le dio un último consejo a su hijo: "por Dios, tarda al menos un mes en embarazarla, todos van a contar ese tiempo para saber si no es otra la causa de esta precipitación".

A principios de mayo tomaron un barco en Manchester rumbo a Gandía. Era un carguero que transportaba utillajes y material necesario para las obras del ferrocarril. 

Cuando Philip le dijo a Gabriel, capitán del vapor Génova, que iría acompañado de Cindy, su mujer, y que estaban recién casados, éste le acondicionó un camarote. "Vuestro nido de amor. No querrás comenzar mal tu matrimonio y que tu esposa conviva con las herramientas y el material que transportamos para construir el tren". Allí, en aquel camarote, discretamente decorado por un lobo de mar, pasarían las próximas semanas hasta atracar en el dique provisional que los Muriel y Cía. habían realizado en el Grao de Gandía.

 

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Sebastián, el jefe de obra del equipo de Muriel y Cía., dirigía los trabajos a buen ritmo y ya se encontraba en las puertas de la primera dificultad: cruzar el río Serpis a la salida de Gandía. Al principio le asignaron la tarea de realizar el tramo del tren desde el Grao de Gandía hasta Villalonga y desde entonces había completado los cinco kilómetros finales del trayecto y realizado las explanadas de las estaciones de Gandía y del puerto. Ahora no sabía si continuar realizando la solera de la vía hasta Villalonga y luego regresar para hacer los pilares del puente, o terminar éstos y seguir allanando el terreno hasta las faldas de la Safor. Como no lo tenía claro se fue a consultarle a Sabino que, en ausencia de Philip, tenía el mando de la obra. 

En apenas media hora había zanjado el asunto. "Seguiréis haciendo la solera de las vías. Cuando se construyan los pilares del primer puente, quiero que esté Philip para supervisarlo y seguir personalmente su ejecución". Terminó de despachar el negocio y lo invitó a un aperitivo para que le hablase de los hombres y de sus vivencias, quería conocer de primera mano cómo ellos, los trabajadores, vivían el negocio. Se fueron a la tasca del Coixo y allí tomaron el vermut del medio día. Era sábado y nada les apremiaba. 

—Hombre, don Sabino, aquí la gente es cumplidora —le decía Sebastián, el encargado—. Ahora hace buen tiempo y eso ayuda. Trabajar en la construcción haciendo caminos es más pesado que trabajar en el campo. Aquí estás todo el día con el pico aflojando tierra, con la pala cargando la carretilla y con el rulo alisando y aplanando el terreno. Debes tener callos en las manos y fuertes los riñones para no agotarte a la primera semana. Yo le digo a los hombres que se lo tienen que tomar con paciencia, como las hormiguitas, poco a poco, pero sin parar.

—Si alguno se lesiona, ¿cómo os arregláis para curarlo?

—Toco madera, don Sabino —golpeó con los nudillos repetidamente la mesa—, por ahora no ha habido nada grave que lamentar. Solamente ampollas en las manos y algún que otro pie magullado por un derrumbe de piedras.

—Toquemos madera —reforzó Sabino—, pero si ocurriese un accidente importante ¿cómo actuarías?

—Como siempre, don Sabino, llevándolo al médico más cercano.

—¿Sabéis donde se encuentra el médico más cercano?

—¡Qué preguntas hace, don Sabino! Yo desconozco precisamente donde hay un médico, pero los de aquí no, ellos lo saben porque son del terreno.

—Desde Gandía a Villalonga todo es plano y no hay ningún riesgo. Más de lo que te ha pasado no creo que te pase, así que de momento vais bien, pero cuando empecéis con los desmontes y los puentes habrá que ser más precavidos y buscar una forma de alertar si hay algún incidente grave para atenderlo en la mayor brevedad.

—¡Don Sabino, usted quiere que me coja el toro! —le dijo poniendo ojos de plato y cara de incredulidad. Para sus adentros dudaba y se preguntaba si este hombre no quería que les pasase algo de gravedad.

—No, yo quiero que recorte al toro cuando éste vaya a por usted. Sebastián, yo pienso que en la vida siempre hay que estar preparado para lo malo y esperar lo bueno, así cuando se tuerce la sabemos enderezar. No se preocupe más por este tema, ya lo trataré con Philip a su regreso. 

Continuaron bebiendo y picando, conversando de aficiones, de las costumbres de sus tierras salpicando lo superficial con consejos, que a Sebastián le servían para saber como quería su patrón que se hiciesen las cosas. 

El lunes pasaron a la margen derecha del río Serpis por la carretera de Alicante y de allí se dirigieron hacia Almoines. Cuando creyeron encontrarse a la altura del otro estribo del puente, dejaron el camino y buscaron el trazado para comenzar a explanar en la margen derecha. Sin más sobresaltos hicieron la solera de la vía hasta pasado Potries. Al llegar a la linde de este municipio con el de Villalonga tuvieron que cruzar el barranco de Moratal, lo sortearon con un puente de mampostería de dos arcos de cuatro metros de luz, sobre el que depositaron la terracería retenida por sillares sujetos con grapas hierro, "algo sólido para no fallar en el primer intento", se dijo Sebastián. Todo había transcurrido sin incidentes y con relativa normalidad. La huerta de la Safor es de tierra arcillosa, dócil, rica y bondadosa. Él se sentía orgulloso de haber completado la solera de catorce kilómetros del trazado Este y las explanadas de las estaciones del Puerto, de Gandía, de Almoines, de Beniarjó y de Potries, sin ninguna baja y con un mes de adelanto al programa previsto.

 

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En el vapor Génova, era el último día de travesía. El barco salvaba el cabo de La Nao y hacía proa hacia el golfo de Valencia. Hicieron el amor al despertar, con el sol clareando por el Este, que les iluminaba a estribor. Philip estaba desnudo, abrazado a la blancura de su bella mujer y pensaba en la travesía. Levantó la cabeza, la besó y le comentó sus pensamientos.

—No ha estado nada mal, hemos tenido casi dos semanas placenteras y de goce que me han permitido conocer tus intimidades y saber los resortes de tu placer.

—No me lo esperaba, pero la travesía ha estado muy bien —le sonrió Cindy—. Mecidos por el mar, con el suave oleaje que nos ha acompañado durante toda la travesía, me has hecho gozar. Te has dedicado a mí, con tacto y ternura. Los primeros días me quitaste los temores, la ignorancia de la mujer inexperta y luego te has esmerado en a hacerme gozar. ¡Cuanto más tengo, más quiero!

Ella le excitó y lo volvió a poseer. Con ternura acalorada se balanceó sobre su cuerpo, estremecida de placer, aullando en su interior, viendo como el sol emergía del mar, tornando de naranja el horizonte hasta reinar sobre el limpio cielo y convertirlo en azul.

Radiante apareció por la cubierta con su vestido de lino marfil que le cubría su reciente desnudez. Como fina muñeca de porcelana con sus tirabuzones dorados se acercó a Philip, que le enseñó el perfil de la costa a la que se aproximaban para desembarcar. Orgulloso le señalaba con el dedo el dique que estaba construyendo. Éste ya resguardaba la desembocadura del río Sant Nicolau. Lo veía mayor, había crecido en su ausencia y se lo explicaba a ella, como una madre le cuenta al padre el estirón que dio de su hijo durante una larga separación. Aquella barrera de piedras ya era sólida y podía resguardar a las embarcaciones de un fuerte temporal. 

Por detrás del dique apareció una barca de pescadores, una pequeña menorquina, que iba en su búsqueda, dispuesta a abordarles. El capitán dio la orden de parar máquinas, echar el ancla y esperarla. Subió José María, el pescador más experto del Grao de Gandía. En la cubierta de proa le explicó a Gabriel, capitán del vapor Génova, como tenía que atracar. Debía de alejarse de la escollera para evitar las piedras que aún no se veían. Se pusieron de acuerdo y volvió a embarcar en su menorquina, tomando rumbo al embarcadero de troncos que provisionalmente habían construido los de Muriel y Cía.. Ese día comenzó la modernidad en todas las comarcas por las que pasaría el tren AG y José María, sin saberlo se convirtió en el primer práctico del puerto, uno de los nuevos oficios que el progreso traería a estas tierras valencianas.

Al desembarcar, todos la miraban, a todos sorprendía su aristocrático porte y su bella fisonomía. "Los de pueblo somos así", los exculpaba Sabino, "planos, directos y sin tapujos". Ella estaba sorprendida por la cara de felicidad y las sonrisas que aquellos hombres le dedicaban. No los entendía, pero le agradaba su inmensa amabilidad y cortesía. Su extraño acento y poca soltura en el habla le dificultaba la comprensión. Ya se lo dijo Philip, hablan una lengua sonora pero extraña, distinta del español que hace que les entiendas de forma intermitente, sólo cuando con paciencia y esfuerzo se dirigen a ti. 

Sabino los acompañó con su carruaje hasta su casa, en la periferia de Gandía, recién terminada y que se había tomado la licencia de amueblar con simplicidad. Cindy se alejó para observarla en su conjunto y sonrió. Entraron, recorrieron sus aposentos y su rostro se llenó de vitalidad, se acercó al diputado y se permitió la licencia de darle dos besos en las mejillas.

—Philip me ha hablado tanto de usted, que sin querer ya lo conozco y lo siento próximo, como si fuese uno de los míos —comenzó disculpándose—. Me permitirá que ante la ausencia de los míos le trate como de la familia. 

—Faltaría más —le dijo, en inglés, Sabino complacido con su gesto—, queremos que se encuentre como en casa.

—Ha hecho un buen trabajo adaptando de manera impecable una estación de tren a una vivienda.

—Yo me he limitado a elegir el modesto mobiliario y los enseres, la adaptación la ha realizado el arquitecto municipal de Gandía, el señor Feliu que en breve será su vecino. Cuando terminen las casas adosadas, que son el inicio de la nueva avenida del Grao. Joan Feliu y su familia se instalarán en ellas. Mientras tanto quiero que sepa que estoy a diez minutos de aquí, por si necesitase cualquier ayuda.

—Muchas gracias, todo está perfecto —dijo Cindy mientras con un gesto indicaba la construcción cercana que habían visto—, esta casa me permitirá esperar a que terminen mi residencia definitiva.

—Mañana llegará su doncella. Es una joven inglesa cuyos padres tuvieron que emigrar a Denia por motivos de salud. Me he permitido elegir personalmente a la cocinera, una persona de mi total confianza. 

Durante ese tiempo Philip se mantuvo en un segundo plano, sin intervenir, dejando que Cindy tomase el protagonismo que la situación requería. Así iría integrándose en su nuevo entorno. 

Philip retomó progresivamente su actividad para que Cindy se fuese acomodando a su nuevo entorno y decidió que ella lo acompañase durante la primera supervisión de las obras. A su lado, él le mostraría su trabajo y ella vería la tierra donde viviría durante los próximos años. 

 

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Philip le propuso ir a Valencia y comprar un carruaje en el que Cindy se desplazase a su antojo. Sabino prefirió no inmiscuirse, les indicó la dirección de las dos mejores tiendas de la ciudad y puso a su disposición su carreta para que los llevase a Alzira donde cogerían el tren. Philip telegrafió al cónsul, mister Stanley Weyman, quien amablemente se ofreció a acompañarlos. 

El cónsul los recogió en la estación y los llevó a la calle don Juan de Austria. En la exposición había cuatro carruajes magníficos, para ser tirados por dos caballos. Cindy consideró que eran demasiado grandes. A ella le desagradaban esas berlinas, no tenía que transportar equipajes y acentuaban la soledad al viajar una persona en su interior. Después el cónsul los llevo a carretas Mateu, situado en la calle de la Lonja, frente a la Lonja de la Seda. El entorno le encantó y los faetones descapotables que tenían eran una maravilla, manejables tanto para ir con chofer como conduciéndolas personalmente, así que sin dudarlo eligió una calesa de color negro con tapizado en cuero marfil. A ella le fascinaba ese color que daba luz y vida a las cosas. Fueron de compras a la plaza redonda, comieron un suquet de peix en la playa de la Malvarrosa, por la que pasearon descalzos sobre la húmeda arena y durmieron en el hotel Palace, en la calle Abadía de San Martí, frente al impresionante palacio del Marqués de dos Cantos. 

Al día siguiente tenían una cita en el hospital clínico de Valencia con el eminente doctor Vicente Peset para que la viese y le hiciese el seguimiento de su enfermedad. Mister Stanley se lo había recomendado y se había encargado de reservar una cita para que atendiese a Cindy. De la visita salieron encantados por su diagnóstico y la sencillez del trato. Le puso una dieta de muchas verduras y fruta; además dos veces por semana, tenía que comer pescado azul sardinas o macarela. Todas las mañanas, en ayunas, se tomaría un diente de ajo pelado y troceado como si fuesen grageas. Por la tarde y por la noche unos brebajes que el boticario del pueblo le prepararía y si tuviese una crisis respiratoria baños de vapor de eucalipto. A demás en primavera y en otoño una semana de cura termal. Salieron felices, Vicente les dio la esperanza que desde este año ya tendría mejoría. Después de verla por rayos, el doctor diagnosticó que la principal causa de su asma era exógena y el clima seco y soleado de Valencia le haría mejorar. Le recomendó largos paseos durante las mañanas soleadas de la primavera. Acordaron que le visitase dos veces al año para hacerle un puntual seguimiento. 

 

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A su regreso a Gandía comieron en casa de Sabino. Había invitado a la familia del arquitecto municipal, Joan y Carmen. Sabino lo hizo aposta para que los dos licenciados recién llegados entablasen amistad. Philip les pidió que a partir de ahora les hablasen en español así él se sumergiría en esta lengua que ya dominaba y Cindy continuaría su aprendizaje. A todos les sorprendió el progreso que Philip había hecho, ahora lo hablaba con gran corrección. Cindy, para no haber pisado nunca el país, se desenvolvía con bastante holgura. Al finalizar la comida, una incipiente simpatía se había creado entre ellas y el primer lazo de confidencia se había establecido. A partir de ese día las dos tomarían el té juntas. Carmen le enseñaría el idioma y las costumbres del país y Cindy el inglés y el rígido protocolo aristocrático británico.

Por la tarde el matrimonio Parker se fue a Xàtiva, acompañados por Toni, cochero y mayordomo de Sabino, a comprar un caballo para su nueva calesa. 

Madrugar en el Mediterráneo con el frescor de la primavera es una satisfacción que los de aquí no apreciamos por la rutina de vivirlo a diario. A Cindy la llenó de energía esa claridad que refleja el cielo azul y el suculento desayuno inglés que Vicenta, su cocinera, los preparó. Siguiendo las instrucciones que Sabino le había dado, "los ingleses saltan de la cama y desayunan como nosotros comemos", les hizo unos consistentes platos de huevos con morcilla y longanizas, además les procuró una variada bandeja de fruta que a ella la satisfizo plenamente. Andrés, el marido de Vicenta, les preparó la calesa y al terminar partieron rumbo al Grao. 

Desde el dique en construcción Philip le enseñó las obras y le explicó a Cindy cómo sería el puerto, los muelles de descarga y la estación. Remontaron por la solera de la vía hasta Gandía, sortearon el Serpis y en Almoines retomaron el trazado hasta llegar a Villalonga. La explanada de la estación estaba terminada, había algunos obreros perfilando sus límites un poco más adelante, en el cruce con el camino que baja hacia el Pas de la Guardia. Aquello comenzaba a ser intransitable, por la cantidad de peones que trabajaban y porque no estaba acabado. Allí saludó a Sebastián, el encargado de obra del tercer equipo, quien orgulloso le contó todos los pormenores de su trabajo y como construyó el primer puente de piedra que cruzaba el barranco de Moratal. Por deferencia Philip le dejó decir, estaba allí para enseñarle a su mujer el entorno donde viviría y donde su marido trabajaría durante los próximos años. 

 

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Bernat vivía en las afueras del pueblo, en la primera casa de la Pujá del Fielato. La fachada quedaba un poco ahondada, porque su lateral daba comienzo a la empinada calle del Fielato. Tenía una hermosa parra que comenzaba a verdear y había aprovechado el murete, que sujetaba la tierra del comienzo de la subida de la calle, para hacer un banco en el que sestear a su abrigo. Todo estaba nuevo, como recién construido. Gracias a Philip, gracias al tren de los ingleses, María se había realizado el sueño de arreglar a lo grande su modesta casa. Gran puerta de madera pintada en azul mar, así como los ojales de la ventana izquierda, que daba al llano de la huerta. La primera planta superaba la empinada pendiente, las ventanas de ambos costados de la casa lucían ventanas nuevas y daban colorido al hogar. 

Era la una y María enmudeció. Abrió la puerta y los vio, elegantemente vestidos. No esperaba a nadie y estaba con un sencillo vestido de tela moteado, de diario, abotonado por delante y cubierto con su delantal de faena. Una paralizada y el otro que no se arrancaba a hablar, a la dificultad idiomática se le había juntado la petrificación de María. Philip pensaba para sus adentros que debió de haber avisado y no presentarse en casa ajena de imprevisto. La amabilidad tenía un límite que tal vez traspasó.

—Buenas tardes, ¿está el señor Bernat? —intentó disculparse el inglés

—Sí. No —respondió nerviosa—, soy su señora, Bernat no está. Ustedes buscarán a mi marido. Disculpen mi vestimenta. Es que..., yo..., no esperaba a los señores —tartamudeando, María se rehacía como buenamente podía. 

Mujer sencilla y agradecida estaba ante el benefactor de su marido gracias a generosos emolumentos ella había podido arreglar con esmero su humilde casa y convertirla una envidiable morada para los de su clase.

— No querría importunarla, si está ocupada nos vamos —insistió Philip con preocupación.

—¡Ah! —suspiró María con sonrojo ante su nerviosismo, cerró los ojos, para retomar con serenidad el control de la situación. Puso su mente en blanco y volvió a comenzar—. Usted debe ser mister Philip Parker, el ingeniero jefe del tren de Alcoi al Grao de Gandía. 

Por precaución hablaba con parsimonia y lentitud para facilitar la comprensión de sus interlocutores. Iba a atenderlos a la espera de que llegase Bernat, que estaba en labores de campo y no tardaría en regresar.

—Estoy visitando la obra con mi señora y aprovecho para enseñarle el entorno. Estando en Villalonga he pensado pasar a saludar a mi amigo Bernat. Luego volveremos a Gandía para comer. Solamente era una breve visita para saludarle y pedirle que mañana reanude sus labores de guía. Si no está déjele el recado, nosotros volvemos rápidamente a casa, estamos hambrientos —dijo Philip con brevedad para no importunarla más.

—¡No! —se rehízo rápidamente—, disculpen por mi ímpetu, pero ustedes comen aquí, Gandía está muy lejos. Bernat viene en diez minutos. He comenzado a preparar una paella y puedo poner condimento para seis.

Entonces Philip se apercibió que hasta este momento habían ignorado a Cindy.

—Disculpe que no le haya presentado a mi señora. Ella es Cindy Parker, acabamos de casarnos —indicó señalando a su mujer—. Cindy, ella es María, la señora de Bernat —dijo señalando a la mujer que en ese momento se limpiaba la mano para tenderla correspondiendo al gesto de Cindy.

Limpió con un trapo el banco de piedra, les ofreció agua fresca de la cisterna y los aposentó mientras esperaban a que llegase su marido. María no se olvidó del dócil animal, le sirvió un cubo de agua y un poco de alfalfa, desenganchó con habilidad a la yegua, la ató al tronco de un manzano y comenzó a preparar la comida. La suerte se puso de su parte, tenía cocido el caldo para hacer un arroz caldoso que con un poco de carne añadida lo convertiría en una excelente paella. Bernat se sorprendió al ver que salía humo en el patio, venía de la zona de la barbacoa de mampostería que habían construido cuando reformaron la casa, se imaginó que María había cambiado los planes de la comida, tal vez se le había quemado o le faltase algún ingrediente. Entró por la portezuela de la tapia del huerto, quería comprobar lo que sucedía. Sobre la ardiente leña estaba cociéndose una paella grande, para seis personas, e impaciente le preguntó quiénes eran los otros comensales. Sorprendido, salió contento a saludar a sus invitados. Él sabía que ellos no se merecían sólo agua, pero en casa humilde había poco donde elegir.

—Señor Parker bienvenido a mi casa, es un honor que no esperábamos, a pesar de ello le agasajaremos con lo mejor.

—Amigo Bernat, ¿está preparado para continuar el trabajo? Ahora tenemos que volver al infierno y espero que sea menos duro que la primera vez cuando tuvimos que sacrificar a mi caballo. Le presento a Cindy Parker, mi señora.

Cogió con suavidad la mano que ella le tendió y comenzó a agasajarles con cariño. Una cazallita con agua fresca para él, una limonada para ella, un platito de altramuces y cacahuetes de la tierra hicieron de aperitivo hasta que llegó la exquisita paella que María preparó y que acompañaron con vino rosado de la tierra, mezclado para las señoras con gaseosa y con un plato de aceitunas con tomate. Sentados alrededor de una pequeña mesa de aperitivo sobre la que habían dejado la paellera, en su centro pusieron un vaso bocabajo y sobre él la ensalada y comenzaron a explicarles cómo se comía el arroz en la paella. Al terminar Bernat se fue al huerto del patio y recogió un plato de fresas recién maduradas, subió a la azotea y bajó un plato de naranjas de la sangre que tendía en ese lugar seco y ventilado para hacer zumo en verano. 

Una sencilla comida que a ellos les maravilló. A Cindy le sorprendió que esta buena familia no tuviese platos en los que servir el arroz a unos invitados. Hizo un esfuerzo por compartir la comida de la paellera y al final entendió que aquella técnica de comer haciendo una cuña y no romper las barreras le permitía que no se entremezclasen las cucharadas. Lo aceptó y se lo guardó en su memoria, en el lugar de los buenos recuerdos, con el tiempo ella lo rescataría para corresponder a María por aquella entrañable acogida.