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EL OSCURO DESIGNIO (51)

El dirigible apareció descendiendo del brillante cielo como fuera un huevo plateado puesto por el sol. Para la sorprendida gente del suelo, pocos de los cuales habían visto o siquiera oído hablar de una aeronave antes, era un monstruo aterrador. Sin duda algunos creyeron que se trataba de una nave de los misteriosos seres que los habían despertado de la muerte Algunos pocos quizá incluso lo contemplaron con una mezcla de temor y alegría, seguros de que era inminente una revelación.

¿Cómo había encontrado el Minerva al Mark Twain tan fácilmente? El gran barco remolcaba un enorme globo en forma de cometa que se elevaba por encima de las montañas y que transportaba un transmisor de gran potencia. Hardy, el piloto del Minerva, conocía la localización general del barco por el mapa del Río en su mesa. Durante sus años de viaje, el Mark Twain había enviado constantemente datos por radio que habían permitido a los de Parolando trazar su ruta. Además, al localizar el barco, el piloto del Parseval había enviado un mensaje dándole al Minerva una localización aproximada.

Habiendo conseguido localizar también al Rex, el capitán del Minerva sabía que el barco de Juan Sin Tierra estaba casi en línea recta hacia el este en relación con el barco de Sam. El Rex estaba a tan sólo 140 kilómetros de distancia del otro barco, si esa línea era trazada tan recta como la espalda de un oficial prusiano. Siguiendo el Río, sin embargo, Sam debería recorrer quinientos setenta mil kilómetros antes de conseguir llegar a donde estaba ahora el Rex.

Greystock, hablando por el transmisor en la góndola de control, pidió permiso para sobrevolar el Mark Twain.

¿Por qué? la voz de Sam era inexpresiva por el transmisor.

Para saludarte dijo el inglés. Además, así tú y tu tripulación podréis echarle una mirada de cerca al dirigible que va a destruir al Rey Juan. Y, para ser sinceros, a mis hombres y a mí nos gustaría ver de cerca tu espléndido barco.

Hizo una pausa, y luego añadió:

Puede que sea nuestra última oportunidad.

Esta vez fue Sam quien hizo una pausa. Luego, sonando como si estuviera conteniendo las lágrimas, dijo:

De acuerdo, Greystock. Puedes pasar junto a nosotros, pero no por encima de nosotros. Llámame paranoico. Pero me pone la carne de gallina tener a una aeronave transportando cuatro grandes bombas directamente encima de mi cabeza. ¿Qué ocurriría si se soltaran accidentalmente?

Greystock hizo una mueca de disgusto y sonrió salvajemente al otro hombre en la góndola.

No es posible que pueda ocurrir nada dijo.

¿Sí? Eso fue lo que dijo el comandante del Maine antes de irse a la cama. No, Greystock, haz como digo.

Greystock, obviamente disgustado, respondió que obedecería.

Daremos una vuelta alrededor vuestro y luego iremos al trabajo.

Buena suerte en eso dijo la voz de Sam. Sé que sois gente valerosa que no puede...

Pareció incapaz de completar la frase.

Sabernos que es posible que no volvamos dijo Greystock. Pero pienso que tenemos unas excelentes posibilidades de pillar al Rex por sorpresa.

Yo también espero que sí. Pero recordad que el Rex tiene dos aeroplanos. Primero tenéis que alcanzar la cubierta de vuelos para evitar que puedan despegar.

No necesitas advertírnoslo elijo Greystock fríamente. Hubo otra pausa, más larga que las anteriores.

La voz de Sam surgió más fuerte del altavoz.

Lothar von Richthofen está aquí para saludaros. Desea volar al lado vuestro y daros sus bendiciones personales. Es lo menos que puedo hacer por él. He tenido que discutir constantemente para impedirle que os diera escolta en vuestra misión. Le gustaría participar en el ataque.

»Pero nuestro aeroplano tiene un techo de sólo tres mil quinientos metros. Eso lo hace tan susceptible a las corrientes descendentes de la cima de las montañas. Además, tendría que llevar un tanque de combustible extra para el regreso.

Le dije que tú podrías proporcionarme el combustible necesario de tu propia nave, Greystock interrumpió la voz de Lothar. Podría regresar.

¡Ni pensarlo!

Greystock miró hacia abajo a través de la ventanilla delantera. Estaban recogiendo el globo cautivo, pero se necesitarían unos buenos veinte minutos antes de completar la maniobra.

El gigantesco barco era una belleza, una cuarta parte más largo que el Rex y mucho más alto. Jill Gulbirra había afirmado que el Parseval era el más hermoso y el mayor

artefacto de todo el Mundo del Río. La Tierra nunca había tenido nada igual a él. Pero Greystock pensó que este barco, por usar una frase de Clemens, «se llevaba la cinta azul por una buena milla».

Mientras Greystock observaba, un aeroplano subió por un ascensor hasta la cubierta de vuelos mientras un grupo de hombres preparaba una catapulta.

El robusto hombre miró con ojos fríos a su alrededor en la góndola de control. El piloto, Newton, un aviador de la Segunda Guerra Mundial, estaba en su puesto. Hardy, el navegante, y Samhradh, el primer oficial irlandés, estaban en la escotilla de babor. Había otros seis hombres a bordo, situados en las tres góndolas motoras.

Greystock se dirigió a la cabina de las armas, la abrió, y sacó dos de las pesadas pistolas Mark IV. Eran revólveres de acero de cuatro tiros que utilizaban cartuchos de duraluminio con balas de plástico calibre.69. Sujetó una por la culata con la mano izquierda; la otra, al revés. Sin dejar de mirar a los dos hombres en la escotilla de babor, fue a situarse detrás de Newton. Hizo bajar el extremo de la pistola que sostenía en su mano derecha contra la parte superior de la cabeza de Newton. El piloto se derrumbó de su silla y cayó al suelo.

Greystock adelantó rápidamente su mano izquierda y desconectó el transmisor con un gesto del pulgar. Los dos hombres se volvieron al oír el sonido del impacto del metal contra el hueso. Se inmovilizaron, contemplando la totalmente inesperada escena.

No os mováis dijo Greystock. Ahora... poned vuestras manos en vuestras nucas.

¿Qué pasa, hombre? dijo Hardy, con ojos desorbitados.

Quédate donde estás.

Hizo un gesto con la pistola, señalando hacia un pequeño armario.

Poneos los paracaídas. Y no intentéis engañarme. Puedo disparar fácilmente contra vosotros.

Samhradh se puso a tartamudear, su rostro pasando del pálido al rojo.

Tú... tú... eres un basbastardo! Un traitraidor!

No elijo Greystock. Un leal súbdito del Rey Juan de Inglaterra. Sonrió. Aunque he recibido también la promesa de que seré el segundo al mando en el Rex cuando le entregue esta aeronave a Su Majestad. Eso aseguró mi lealtad.

Samhradh miró por la escotilla posterior. La acción en la góndola de control era visible desde las góndolas motoras.

Hace poco salí por espacio de media hora elijo Greystock, a comprobar los motores con los mecánicos, ¿recordáis? Ahora todos ellos están bien atados, de modo que no podrán seros de ninguna ayuda.

Los dos hombres cruzaron la góndola, abrieron el armario y empezaron a ponerse los paracaídas. Hardy dijo:

¿Y Newton?

Podéis ponerle su paracaídas y echarlo antes de saltar vosotros.

¿Y los mecánicos?

Deberán correr el riesgo.

¡Morirán si resultas derribado! exclamó Samhradh.

Mala suerte.

Cuando los dos hombres se hubieron ajustado sus paracaídas, arrastraron a Newton hasta el centro de la góndola. Greystock, apuntándoles con las pistolas, retrocedió mientras lo hacían. Luego pulsó el botón que abría la portilla de plexiglás a babor. Newton, gruñendo, semiinconsciente, fue empujado hacia el borde. Samhradh tiró de la anilla de su paracaídas en el momento que caía. Un momento más tarde, el irlandés alto. Hardy hizo una pausa con una pierna fuera de la escotilla.

Si alguna vez volvemos a cruzarnos, Greystock, te mataré.

No, no lo harás dijo Greystock. Salta antes de que decida asegurarme que nunca tengas esa posibilidad.

Conectó de nuevo el transmisor. Clemens estaba aullando:

¿Qué demonios ocurre ahí arriba?

Tres de mis hombres echaron a suertes quién abandona el dirigible dijo Greystock tranquilamente. Decidimos que la nave necesitaba ser aligerada un poco. Es mejor así; vamos a necesitar toda la velocidad que sea posible.

¿Por qué infiernos no me dijiste nada? dijo Clemens. Ahora tendré que parar los motores para pescarlos del agua.

Lo sé elijo Greystock, en un susurro casi inaudible.

Miró por la escotilla de babor. El Minerva había adelantado ahora al Mark Twain. Sus cubiertas estaban llenas de gente mirando al dirigible. El aeroplano, un monoplano monoplaza de alas bajas, estaba en la catapulta, que estaba siendo orientada de cara al viento. El globo cautivo seguía siendo recogido. Greystock se sentó ante el panel de control. Al cabo de pocos minutos había hecho descender el dirigible por debajo de los cien metros sobre el Río. Entonces le hizo dar la vuelta, se dirigió directamente hacia el barco.

La enorme embarcación blanca estaba parada en medio de sus cuatro juegos de paletas girando sólo lo suficiente como para mantener su estabilidad. Habían bajado una enorme lancha de su lado de babor, por la parte trasera, y ahora estaba dando la vuelta al barco para recoger a los paracaidistas que se debatían en el agua.

Ambas orillas estaban llenas de espectadores, y al menos un centenar de embarcaciones navegaban a vela o a remo hacia los tres paracaidistas.

De la catapulta surgió un chorro de vapor, y el monoplano salió disparado de la cubierta. Su fuselaje y sus alas brillaron plateados a la luz del sol cuando empezó a subir hacia la aeronave.

La voz de Clemens gruñó por el transmisor:

¿Qué malditos infiernos estás haciendo ahora, John?

Sólo estoy dando la vuelta para asegurarme que mis hombres están a salvo dijo

Greystock.

¡De todos los mentecatos! chirrió Clemens. ¡Si tus sesos fueran aumentados diez veces, seguirían cabiendo en el culo de un mosquito! ¡Eso es lo que ocurre por intentar hace una capa de visón del ano de un cerdo! ¡Le dije a Firebrass que no dejara un dirigible en manos de un barón medieval «Greystock es el más torpe, arrogante e indigno de confianza de todos los tipos de hombre que puedas encontrar», le dije «¡Un noble medieval!» ¡Jesús en bicicleta! Pero no, él argumentó que tú tenias potencialidades, ¡y que sería un interesante experimento ver si podías amoldarte a la Era Industria!

Tómatelo con calma, Zam retumbó la voz de Joe Miller. Zi le dicez todaz eztaz cozaz, va a negarze a atacar el barco de Juan.

¿Acazo te he preguntado zi te acoztabaz con tu tía? respondió Sam burlonamente. Cuando necesite el consejo de un paleoantropo, ya lo pediré.

No tienez por qué inzultar a tuz amigoz zólo porque eztez loco, Zam dijo Miller. ¿No ze le ha ocurrido penzar a Zu Majeztad que tal vez Greyztock tenga otraz ideaz? ¿Qué quizá ezté de acuerdo con eze culoazno de Rey Juan?

Greystock maldijo. Aquel peludo coloso de aspecto cómico y aires simiescos era mucho más listo de lo que parecía. Sin embargo, en toda su furia, era probable que Clemens lo ignorara.

Por aquel entonces el dirigible, el morro inclinado diez grados hacia abajo con respecto a la horizontal, se dirigía directamente hacia el barco. Su altitud era ahora de treinta metros, descendiendo.

El aeroplano de von Richthofen pasó zumbando a menos de quince metros. Hizo un saludo con la mano a Greystock pero parecía desconcertado. Debía haber estado escuchando la conversación por la radio, por supuesto.

Greystock pulsó un botón. Un cohete salió silbando de su alojamiento bajo la góndola motora delantera de babor. El dirigible ganó altitud al verse aligerado del peso del misil. Escupiendo fuego por la cola, el largo y delgado tubo serpenteó hacia el avión plateado, su localizador de calor del morro husmeando los gases de escape del aparato. El rostro de Richthofen no era visible, pero Greystock pudo imaginar su expresión de horror. Tenía seis segundos para saltar de la cabina y tirar de la anilla de su paracaídas. Aunque escapara, tendría suerte si a aquella altura se le abría a tiempo.

No, no pensaba saltar. En vez de ello, había hecho un brusco giro sobre un ala y se había dirigido directamente hacia el agua. Ahora estaba enderezándose justo encima de la superficie. Entonces estalló el cohete. Misil y aeroplano desaparecieron en una bola de fuego.

Por aquel entonces, en la cubierta de vuelos se estaba disponiendo frenéticamente otro aeroplano para ser catapultado. El equipo que recogía el globo cautivo, desconcertado por las sirenas y los silbatos y la repentina actividad frenética, dejó de tirar de su peso muerto. Greystock confió en que no tuvieran la presencia de ánimo de dejarlo libre. El gran aerostato sería un estorbo cuando el barco intentara maniobrar rápidamente.

A través del transmisor llegaban débilmente el aullar de sirenas y la voz de Clemens, casi tan aguda como las propias alarmas.

El barco empezó a adquirir velocidad y a girar al mismo tiempo. Greystock sonrió. Había esperado que el Mark Twain le presentara su costado. Apretó un botón, y el dirigible, liberado del peso de dos pesados torpedos, saltó hacia arriba. Greystock accionó los elevadores para hundir más el morro de la nave, y puso los controles a velocidad máxima.

Los torpedos golpearon el agua con un chapoteo. Dos estelas espumearon tras ellos. El transmisor aulló con la voz de Clemens. El gigantesco barco dejó de girar y avanzó en ángulo hacia la orilla izquierda. De sus cubiertas brotaron cohetes. Algunos de ellos trazaron un arco hacia los torpedos y estallaron inmediatamente después de tocar la superficie del agua. Otros partieron hacia el dirigible.

Greystock maldijo en francés normando. No había sido lo bastante rápido. Pero los torpedos seguramente alcanzarían el barco, y si lo hacían, las órdenes del Rey Juan habrían sido cumplidas.

Pero él no deseaba morir. Él tenía su propia misión.

Quizá hubiera debido arrojar las bombas cuando estaba pasando por encima del barco. Este había modificado su rumbo cuando él había intentado pasar directamente por encima, y no había querido cambiar el rumbo del dirigible demasiado bruscamente. Hubiera tenido que neutralizar antes a la tripulación y luego haberle dicho a Clemens que iba a acercar más la aeronave para que todo el mundo pudiera verla bien.

Mientras pensaba en todo esto, había pulsado automáticamente el botón que soltaba todos los cohetes. Partieron en dirección a los misiles del barco, sus detectores de calor enfocados a las toberas de los del barco, del mismo modo que los cohetes del barco estaban enfocados a las toberas de sus misiles.

Las explosiones de cohetes contra cohetes sacudieron la aeronave. Una gran nube de humo se formó ante ella, velando el barco. Cuando consiguió salir de la oscuridad y el humo estaba casi encima del Mark Twain.

¡Por las heridas de Dios! ¡Un torpedo acababa de fallar la parte trasera de estribor del barco, pero el segundo iba a darle de lleno! ¡No, no le daba! ¡Había golpeado de lado contra el costado del barco, y había sido desviado! ¡El Mark Twain había escapado de algún modo a los dos proyectiles!

La voz de Clemens estaba aullando ahora, ordenando que no se dispararan más cohetes. Temía que la aeronave pudiera estallar, y, arrastrada por el viento, caer en llamas sobre el barco.

El globo cautivo, tirando de su cable de plástico, flotaba Río abajo, ascendiendo al mismo tiempo.

Clemens había olvidado que la aeronave aún no había soltado sus bombas.

El segundo aeroplano, un anfibio biplaza, partió a sus pies. Su piloto alzó una frustrada mirada hacia él. Estaban demasiado cerca el uno del otro y él iba demasiado aprisa para hacer un viraje y disparar contra él sus ametralladoras delanteras. Pero el tirador en la carlinga tras el piloto estaba haciendo girar sus ametralladoras en redondo. Una de cada diez balas podía ser trazadora, cargada con fósforo. Una sola de ellas en una cámara de gas sería suficiente para prender e! hidrógeno. El Minerva estaba a tan sólo ciento cincuenta metros del Mark Twain y acercándose rápidamente. Sus motores funcionaban a toda potencia. Esto, más un viento de quince kilómetros soplando por la cola, quería decir que el barco no podría de ninguna forma apartarse a tiempo.

Si tan sólo pudiera dejar caer las bombas antes de que las balas trazadoras impactaran. Quizá el tirador fallara su blanco. Cuando consiguiera hacer girar completamente sus armas, el aeroplano podía estar ya demasiado lejos.

El costado del barco se hacía más grande por momentos. Aunque el dirigible no fuera alcanzado por las trazadoras, estaba tan cerca del barco que las bombas podían hacer estallar ambos aparatos.

Calculando el momento de llegada del Minerva sobre el barco de paletas, ajustó el mecanismo que soltaría las bombas con un movimiento de su muñeca. Luego se levantó de su asiento y se dirigió hacia la escotilla abierta. No tenía tiempo de ponerse el paracaídas. Además, estaba demasiado cerca del agua para que se abriera a tiempo. Mientras caía, fue golpeado por una oleada de aire como el soplo de un colosal ventilador. Giró, inconsciente, incapaz siquiera de pensar en cómo había perdido su puesto de segundo bajo las órdenes de Juan Sin Tierra. O sus planes de librarse de Juan y quedarse con el mando del Rex Grandissimus para él.