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EL OSCURO DESIGNIO (44)

Allá arriba en el cielo, muy alto, el dirigible centelleaba atravesando el espacio como una aguja.

A una altitud de seis kilómetros, la tripulación del Parseval tenía una amplia visión del Mundo del Río. Jill, de pie frente al parabrisas delantero, veía los meandros paralelos de los valles, corriendo orientados al norte y al sur directamente bajo ella pero desviándose en una amplia curva hacia el este a unos veinte kilómetros al frente. Luego las líneas discurrían a lo largo de cien kilómetros como delgados krises malayos, curvadas hojas colocadas una al lado de la otra antes de volver a girar hacia el nordeste.

De tanto en tanto, el Río lanzaba, como un eco luminoso, un rayo de sol. Los millones de personas a lo largo de sus orillas y en su superficie eran invisibles desde aquella altura, e incluso los barcos más grandes parecían los lomos de peces dragón asomándose a la superficie. El Mundo del Río parecía como si se hallara en la víspera del Día de la Resurrección.

Un fotógrafo en el domo del morro estaba tomando las primeras fotos aéreas de aquel planeta. Y las últimas. Las fotografías serían comparadas con el curso del Río informado vía radio por el Mark Twain. De todos modos, iba a haber grandes lagunas en el mapa trazado por el cartógrafo del Parseval. El barco de paletas había viajado hasta muy al sur, hasta el borde de las regiones polares meridionales, varias veces. De modo que el

cartógrafo de la aeronave solamente podía comprobar sus imágenes con los mapas transmitidos por los barcos de superficie que habían viajado por el hemisferio norte.

Pero bastaba un giro de su cámara para cubrir zonas por las que viajaría el Mark Twain algún día.

El radar estaba efectuando también mediciones de altitud de las grandes montañas. Hasta el momento, el punto más alto estaba a cuatro mil quinientos metros. En la mayoría de los puntos, las montañas tan sólo tenían tres mil metros de altura. A veces las paredes descendían hasta unos mil quinientos metros solamente Antes de llegar a Parolando, Jill suponía, como casi todo el mundo al que conocía, que las montañas tenían de cuatro mil quinientos a seis mil metros de altura. Se trataba de estimaciones puramente visuales, por supuesto, y nadie al que conociera había intentado siquiera hacer una medición científica. Hasta que estuvo en Parolando, donde había disponibles instrumentos de finales del siglo XX, no supo la verdadera altitud de las montañas.

Quizá era la comparativa proximidad de las paredes lo que engañaba a la gente. Se alzaban a pico, rectas, tan lisas después de los primeros trescientos metros que eran inescalables. A menudo eran más anchas en la cima que en la base, presentando un voladizo que desanimaba al más osado escalador, aunque dispusiera de pitones de acero. Y esos solamente podían encontrarse en Parolando, que ella supiese.

En su parte más alta, la anchura de las montañas era por término medio de cuatrocientos metros. Este relativamente escaso espesor de dura roca era impenetrable sin herramientas de acero y dinamita. Hubiera sido posible navegar hacia el norte Río arriba hasta que se curvara para uno de sus tramos hacía el sur. Allí, con suficiente material de perforación y equipo de dinamitado, se hubiera podido practicar un orificio en la pared de la montaña. Pero, ¿quién sabía qué invulnerables estratos podía haber bajo la capa superficial?

El Parseval se había enfrentado a los vientos superficiales de la zona ecuatorial, que soplaban hacia el nordeste. Cruzando las zonas de calma tropicales, había aprovechado los vientos de cola de las latitudes templadas. En veinticuatro horas había viajado aproximadamente una distancia igual a la existente desde Ciudad de México hasta el extremo inferior de la Bahía de Hudson, en el Canadá. Antes de terminar el segundo día, se encontraría con los vientos contrarios de la región ártica. Cuán fuertes serían esos vientos era algo que nadie sabía. Sin embargo, los vientos raramente alcanzaban allí las intensidades de los vientos de la Tierra debido a la falta de diferencias térmicas entre las masas de tierra y agua.

Era evidente una diferencia en la altitud de las montañas y la anchura de los valles entre las zonas ecuatoriales y templadas. Las montañas eran generalmente más altas y los valles más estrechos en las regiones más cálidas.

La angostura de los valles y la altura de las montañas hacía que las condiciones climatológicas fueran semejantes a las de los estrechos valles de Escocía. Generalmente, llovía cada día a las 15:00 horas, las tres de la tarde, en las zonas templadas. Normalmente, una tormenta de truenos acompañada de lluvia se producía a las 03:00 horas, las tres de la madrugada, en la zona ecuatorial. Este no era un fenómeno natural en los trópicos, o al menos se creía que no lo era. Los científicos de Parolando sospechaban que algún tipo de máquinas productoras de lluvia ocultas en las montañas causaban esas precipitaciones por encargo. La energía requerida para ello debía ser enorme, colosal, de hecho. Pero los seres que habían podido remodelar este planeta hasta convertirlo en un inmenso Valle Fluvial, que podían proporcionar a unos estimados treinta y seis mil millones de personas tres comidas diarias a través de conversores de energía en materia, podían indudablemente modelar el clima diario.

¿Cuál era la fuente de energía? Nadie lo sabía, aunque generalmente se sospechaba que era el calor del núcleo del planeta.

Se especulaba que había algún tipo de escudo metálico entre la corteza del planeta y sus capas más profundas. La no existencia de actividad volcánica ni terremotos tendía a reforzar esta hipótesis.

Puesto que no había enormes masas de hielo o agua creando diferencias de temperatura comparables a las de la Tierra, las condiciones de los vientos podrían haber sido muy distintas. Sin embargo, el esquema parecía ser terrestre.

Firebrass decidió hacer descender la nave hasta una altitud de tres mil seiscientos metros. Quizá los vientos fueran allí más suaves. Las cimas de las montañas estaban sólo a seiscientos metros por debajo del dirigible, y el efecto de las corrientes ascendentes y descendentes era allí fuerte a aquella hora del día. Pero la habilidad de cambiar rápidamente el ángulo de los propulsores compensaba de alguna forma aquel movimiento de montaña rusa. La velocidad con relación al suelo se incrementaba.

Antes de las 15:00, Firebrass ordenó que la nave fuera elevada por encima de las nubes cargadas de lluvia. Volvió a descender a las 16:00, y el Parseval avanzó mayestáticamente por encima de los valles. A medida que el sol descendía, tanto los vientos horizontales como los verticales se debilitaban, y la nave podía avanzar por el aire con menos sacudidas.

Cuando llegara la noche, el hidrógeno de las cámaras se enfriaría, y la nave tendría que alzar el morro en un ángulo más pronunciado para conseguir una mayor ascensión dinámica que compensara la pérdida de flotabilidad.

La cabina de control presurizada estaba caldeada por calentadores eléctricos. Sus ocupantes, sin embargo, llevaban ropa de abrigo. Firebrass y Piscator estaban fumando puros; la mayoría de los demás, cigarrillos. Los ventiladores aspiraban el humo pero no lo bastante rápido como para que no se notara el olor a puro, que Jill detestaba.

Los detectores de fugas de hidrógeno situados en las cámaras de gas transmitirían inmediatamente su advertencia si se producía alguna pérdida. Sin embargo, el fumar estaba permitido tan sólo en cinco zonas: la góndola de control o puente, una sala a medio camino del eje de la nave, la sala de control auxiliar en el plano de deriva de la cola, y las habitaciones destinadas a alojamiento de la tripulación a proa y popa.

Barry Thorn, primer oficial en la sección de cola, informó de algunas lecturas magnéticas. Según éstas, el Polo Norte del Mundo del Río coincidía con el polo norte magnético. La propia fuerza magnética era mucho más débil que la de la Tierra, tan ligera, de hecho, que sería indetectable si no se dispusiera de los precisos instrumentos conocidos sólo a finales de los años 1970.

Lo cual significa dijo Firebrass, riendo que hay tres polos en un mismo lugar. El Polo Norte, el polo magnético, y la Torre. De modo que, si en nuestra tripulación hubiera alguien que se llamara Polo, tendríamos dentro de poco cuatro polos en un mismo sitio.

La recepción por radio era excelente aquel día. La nave estaba muy alta sobre las montañas, y el emisor-receptor del Mark Twain era arrastrado por un globo cautivo remolcado por el barco.

Aukuso dijo:

Puede usted hablar, señor.

Firebrass se sentó al lado del samoano.

Aquí Firebrass, Sam dijo. Acabamos de recibir noticias de Greystock. Está en camino, en dirección nordeste, preparado para variar el rumbo en el momento en que descubra la localización del Rex.

En cierto modo espero que no encontréis al Podrido Juan dijo Sam. Me gustaría atraparlo con mis propias manos y tener el placer de ahogarlo yo mismo. No es una actitud muy práctica, pero si altamente satisfactoria. No soy un hombre vengativo, Milt, pero esa hiena seria capaz de conseguir que el propio San Francisco lo despeñara de una patada en el culo.

El Minerva lleva cuarenta y seis kilogramos de bombas y seis cohetes con cabezas de combate de nueve kilos dijo Firebrass. Si tan sólo dos bombas consiguen un impacto directo, pueden hundir el barco.

Incluso así, ese rey de los ladrones sería capaz de salirse sano y salvo y ganar la orilla a nado dijo Clemens. Tiene la buena estrella de los perversos. ¿Y cómo podría encontrarlo entonces? No, quiero ver su cuerpo. O si es capturado vivo, quiero retorcerle personalmente el cuello.

De Bergerac se inclinó hacia Jill.

Clemens habla mucho para un hombre que se desmaya ante la violencia dijo en voz baja. Es muy fácil hacerlo cuando se tiene al enemigo a seis mil kilómetros de distancia.

Firebrass se echó a reír.

Bien, si tú no puedes retorcerle el cuello, Sam, Joe es el hombre indicado para el trabajo dijo.

No retumbó una voz inhumanamente profunda, primero le arrancaré loz brazoz y laz piernaz. Luego Zam podrá retorcerle la cabeza para que pueda ver donde eztá. Pero no creo que le haga mucha grazia.

Arráncale una oreja de mi parte dijo Firebrass. El Viejo Juan casi estuvo a punto de alcanzarme cuando me disparó.

Jill supuso que estaban refiriéndose a la lucha que se produjo a bordo del No Se

Alquila cuando Juan se apoderó de él.

Según los cálculos dijo Firebrass, el Rex debería estar en la zona que sobrevolaremos dentro de una hora. Tú deberías estar en la misma zona, pero a unos ciento cuarenta kilómetros en línea recta al oeste del Rex. Naturalmente, esto sólo son estimaciones. No sabemos si el Rex está viajando a la velocidad que puede ir, o si el Rey Juan no habrá decidido anclar para efectuar reparaciones o para pasar una temporada en tierra.

Siguió una hora de conversación. Clemens habló con algunos miembros de la tripulación, a la mayoría de los cuales conocía de antes de abandonar Parolando. Jill observó que no pedía hablar con de Bergerac.

Justo cuando Sam iba a cortar la comunicación el operador del radar anunció que el

Rex Grandissimus estaba en la pantalla.