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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (2)

Sonó una voz bajo la cubierta de popa. Era tan profunda que hacía erizarse el pelo de la nuca aunque se oyese por milésima vez.

La firme escalerilla de bambú rechinó bajo un peso. Rechinó tan aparatosamente que se oyó por encima del silbar del viento en las cuerdas de cuero, su batir en las velas

membranosas, el crujir de las juntas de madera, los gritos de la tripulación y el rumor del agua contra el casco.

La cabeza que surgió sobre el suelo de la cubierta era aún más aterradora que aquella voz de profundidad inhumana. Era tan grande como medio barril de cerveza y todo barras, arcos, salientes, contrafuertes y saledizos de huesos bajo una piel floja y rosada. El hueso circundaba los ojos, pequeños y de un azul oscuro. La nariz no armonizaba con el resto de la cara. Debería haber sido lisa en el puente y ancha en las aletas. Pero, por el contrario, era la monstruosa y cómica parodia de la nariz humana que luce el mono proboscidio para irrisión del mundo. Bajo su larga sombra se extendía un amplio labio superior, como el de un chimpancé o un irlandés de caricatura. Los labios eran finos y saltones, y las convexas mandíbulas parecían dispararlos hacia adelante.

Sus hombros hacían parecer ridículos a los de Erik Hachasangrienta. Tenía una gran panza saliente, como un globo que intentase apartarse del cuerpo al que estaba anclado. Las piernas y los brazos parecían cortos, y eran desproporcionados respecto a aquel largo tronco. La unión de muslo y tronco quedaba al mismo nivel que la barbilla de Sam Clemens, y sus brazos, extendidos, podían sujetar, y habían sujetado, a Clemens en el aire, a distancia, durante una hora sin un temblor.

No llevaba ropa alguna, ni la necesitaba en realidad, aunque no había conocido el pudor hasta que el homo sapiens le enseñó a conocerlo. El sudor aplastaba contra el cuerpo una gran masa de pelo de un rojo herrumbroso, más espeso que el vello de un hombre y menos que el de un chimpancé. Bajo el pelo, la piel tenía el color rosado sucio del nórdico rubio.

Se llevó una mano, del tamaño de un diccionario no abreviado, a aquel pelo ondulado de un rojo herrumbroso que le brotaba justo encima de los ojos, y se lo echó hacia atrás rápidamente. Bostezó, mostrando unos inmensos dientes semihumanos.

-Eztaba durmiendo -balbuceó-, eztaba zoñando con la Tierra, zoñaba con un klravulthithmengbhabafving... lo que vozotroz llamáiz un mamut. Aquelloz eran buenoz tiempoz.

Avanzó pesadamente hacia ellos, luego se detuvo.

-¡Zara! ¡Qué ha pazado! ¡Eztáz zangrando! ¡Parecez enfermo!

Llamando a gritos a sus guardias, Erik Hachasangrienta reculó apartándose del titántropo.

-¡Tu amigo se volvió loco! Pensó que había visto a su mujer (por milésima vez) y me atacó porque no quise llevarle a la orilla con ella. ¡Joe, por los testículos de Tyr! ¡Ya sabes cuántas veces ha creído ver a esa mujer, y cuántas veces hemos parado, pese a que siempre resultaba una mujer que se parecía en algo a su mujer, pero que no era su mujer! "¡Y esta vez dije no! ¡Aunque hubiese sido su mujer, habría dicho no! ¡Sería meter la

cabeza en la boca del lobo!

Erik se acuclilló, con el hacha dispuesta, preparado para utilizarla contra el gigante. Llegaron gritos de la cubierta media, y un individuo grande y pelirrojo con un hacha de pedernal subió la escalerilla. El timonel le hizo un gesto para que se fuese. El pelirrojo, al ver a Joe Miller de ánimo tan belicoso, no dudó en retroceder.

-¿Qué dizes tú, Zam? -dijo Miller-. ¿Quierez que lo haga pedazoz? Clemens se llevó las manos a la cabeza y dijo:

-No. Supongo que tiene razón. No sé realmente si era Livy. Probablemente fuese solo una hausfrau alemana. ¡Yo qué sé!

"¡Yo qué sé! ¡Quizá fuese ella! -añadió con un gruñido.

Sonaron trompas de huesos de peces, y en la cubierta media atronó un inmenso tambor.

-Olvida todo esto, Joe -dijo Sam Clemens-, hasta que pasemos los estrechos... ¡Si es que logramos pasarlos! Para sobrevivir debemos combatir unidos. Más tarde...

-Tú ziempre dicez máz tarde, Zam, pero nunca es máz tarde. ¿Por qué?

-¡Si no entiendes por qué, Joe, es que eres tan idiota como pareces! -replicó Clemens. Las lágrimas brillaron en los ojos de Joe, y humedecieron sus grandes mejillas.

-Ziempre que tienez miedo, me llamaz tonto -dijo-. ¿Por qué la tomaz conmigo? ¿Por qué no con loz que te pegan y te azuztan? ¿Por qué no con Hachazangrienta?

-Perdóname, Joe -dijo Clemens-. Los niños y los hombres monos siempre dicen... No eres tan idiota, eres bastante listo. Olvídalo, Joe. Perdona.

Hachasangrienta se acercó a ellos, pero manteniéndose fuera del alcance de Joe. Rió entre dientes, blandiendo el hacha.

-¡Pronto habrá una asamblea de metal! -Y luego añadió, entre carcajadas-: ¿Pero qué es lo que digo? ¡Las batallas sólo son ahora asambleas de piedra y madera, salvo por mi gran hacha! Pero, ¿qué importa eso? Ya estoy harto de estos seis meses de paz. Necesito oír los gritos de guerra, el silbar de la lanza, el golpe de mi afilado acero mordiendo carne, el brotar de la sangre. Estoy tan impaciente como un garañón que huele a una yegua en celo. Voy a aparearme con la muerte.

-¡Fanfarrón! -dijo Joe Miller-. Eztáz tan azuztado -como Zam. Tienez miedo también, pero lo ocultaz con tuz fanfarronadaz.

-No entiendo ese lenguaje que hablas -dijo Hachasangrienta-. Los monos no deberían intentar hablar los idiomas de los hombres.

-Me entiendez perfectamente -dijo Joe.

-Cálmate, Joe -dijo Clemens. Miró río arriba. A unos tres kilómetros de distancia las llanuras de ambas riberas se convertían en montañas que avanzaban sobre el agua creando estrechos de anchura no superior a los quinientos metros. El agua hervía al fondo de los acantilados, que debían tener unos novecientos metros de altura. En sus cimas, a ambos lados, brillaban al sol objetos no identificables.

Unos ochocientos metros más abajo de los estrechos, avanzaban treinta galeras formando tres medias lunas. Y, ayudadas por la rápida corriente y los sesenta remos que cada una tenía, se acercaban rápidas a los tres navíos intrusos. Clemens miró por su telescopio y luego dijo:

-Hay unos cuarenta guerreros en cada una y dos lanzacohetes. Hemos caído en una trampa. Y nuestros proyectiles llevan tanto tiempo almacenados que es probable que la pólvora se haya cristalizado. Explotarán en los cañones y nos enviarán al infierno.

"¿Y todas esas cosas que hay encima de los acantilados? ¿Serán aparatos para lanzar fuego griego?

Un hombre trajo la armadura del rey, yelmo de cuero de tres capas con alas de cuero y una pieza que cubría la nariz, loriga de cuero, polainas de cuero y un escudo. Llegó otro hombre con un montón de jabalinas: el mango de tejo y las puntas de pedernal.

Los artilleros, todos mujeres, colocaron un proyectil en el lanzacohetes giratorio. Era un proyectil de casi dos metros de longitud, sin contar la guía, hecho de bambú, que parecía exactamente un cohete del Cuatro de Julio. La cabeza del proyectil contenía unos diez kilos de pólvora negra junto con pequeños fragmentos de piedra: la metralla.

Joe Miller, la cubierta rechinando bajo sus cuatrocientos kilos, bajó a coger su armadura y sus armas. Clemens se puso un yelmo y se echó un escudo al hombro. El no usaba loriga ni polainas. Aunque temía las heridas, temía aún más ahogarse en el río si caía con una armadura pesada.

Clemens daba gracias a los dioses por haber tenido la suerte de conocer a Joe Miller. Eran ahora hermanos de sangre, aunque Clemens se había desmayado durante la ceremonia, que exigía, además de la mezcla de sangres, otros actos aún más dolorosos y repulsivos. Miller tenía que defenderle, y Clemens tenía que defender a Miller, hasta la muerte. Hasta entonces, el titántropo había sido siempre el encargado de luchar, pero lo que se les venía encima exigía el esfuerzo de ambos.

Hachasangrienta detestaba a Miller porque le tenía envidia. Hachasangrienta se consideraba el mejor guerrero del mundo, pero sabía que Miller le despacharía en un combate con la misma facilidad que a un perro. Y un perro pequeño, además.

Erik Hachasangrienta dio las órdenes para el combate, que se transmitieron a los otros dos barcos mediante un sistema de señales con espejos de obsidiana. Los barcos mantendrían las velas altas e intentarían escurrirse entre los galeones enemigos. Sería difícil porque podrían verse obligados a desviar su curso para evitar un choque y con ello perder el viento. Además, estarían sometidos en tres puntos a fuego cruzado.

-El viento les favorece -dijo Clemens-. Sus proyectiles tendrán más largo alcance que los nuestros hasta que nos aproximemos.

-No pretenderás enseñarme a... -dijo Hachasangrienta, y se detuvo.

Unos objetos brillantes abandonaron sus posiciones en la cúspide de los acantilados y surcaron el aire siguiendo una dirección que les llevaría sin duda alguna hacia los barcos de los vikingos. Los hombres del norte comenzaron a gritar con desconcierto y alarma, pero Clemens se dio cuenta de que eran planeadores. Con el menor número de palabras posible, explicó a Hachasangrienta de qué se trataba. El rey comenzó a transmitir la información a los otros vikingos, pero hubo de detenerse porque los galeones delanteros del enemigo lanzaron sus primeras andanadas de cohetes. Dejando atrás una estela de espeso humo negro, diez cohetes iniciaron un arco hacia los tres navíos. Estos cambiaron su curso con la mayor rapidez posible, casi chocando dos de ellos. Algunos de los cohetes bajaron muy cerca de mástiles y cascos, pero ninguno llegó a alcanzarlos, y todos cayeron sin explotar a las aguas del río.

Entonces, intervino el primero de los planeadores. Ligero, con largas alas, negras cruces maltesas en los costados de fino y plateado fuselaje, se lanzaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados hacia el Dreyrugr. Los arqueros vikingos tensaron sus arcos de tejo y, a una orden del arquero jefe, dispararon sus flechas.

El planeador inició un picado hacia el agua, con varias flechas clavadas en el fuselaje, disponiéndose a posarse sobre el río. No había logrado arrojar sus bombas sobre el Dreyrugr. Habían quedado en algún punto bajo la superficie del agua. Pero se acercaban más planeadores a los tres navíos, y los galeones enemigos habían lanzado otra andanada de proyectiles. Clemens miró sus lanzacohetes. Las grandes artilleras rubias giraban el cañón siguiendo las órdenes de la pequeña morena Temah, pero ésta aún no parecía dispuesta a encender la mecha. Necesitaban acercarse aún más al enemigo para poder alcanzarles con un proyectil.

Durante un segundo, todo pareció como inmovilizado en una fotografía. Los dos planeadores, con las puntas de sus alas a sólo unos centímetros de distancia, disponiéndose a iniciar el picado, y las pequeñas bombas negras lanzadas hacia sus objetivos, las flechas en el aire hacia los planeadores, los proyectiles alemanes en el aire hacia los barcos vikingos, en el arco de caída de su trayectoria.

Clemens sintió tras él un súbito golpe de viento, un silbido, una explosión, cuando las velas captaron todo el impacto del aire e inclinaron violentamente el barco sobre su eje longitudinal. Un estruendo desgarrador, como si la base del mundo se quebrase. Un retumbar como si grandes hachas se hubiesen abatido sobre los mástiles.

Las bombas, los planeadores, los cohetes, las flechas, giraron, dieron vueltas, las velas y los mástiles se desprendieron del barco, como lanzados por un cañón, y desaparecieron. El barco, liberado del empuje de las velas, recuperó su posición horizontal y abandonó su ángulo de casi noventa grados con el río. Clemens se salvó de verse barrido de cubierta por el primer golpe de viento gracias a que el titántropo se había agarrado al timón con una mano y lo había agarrado a él con la otra. El timonel se había cogido también al timón. Las artilleras, cuyos gritos llevaba el viento río arriba, boquiabiertas, desmelenadas, volaron como pájaros del barco, se hundieron, y

reaparecieron luego sobre las aguas. El lanzacohetes se desprendió limpiamente de su pedestal y las siguió también.

Hachasangrienta se había cogido a la borda con una mano y había mantenido sujeta con la otra su preciosa arma de acero. Mientras el navío se balanceaba, logró meter el hacha en la funda y luego agarrarse a la borda con ambas manos. Y fue bueno para él poder hacerlo, porque el viento, chillando como una mujer que cayese por un precipicio, se hizo aún más fuerte, a los pocos segundos una ardiente bocanada golpeó el barco, y Clemens quedó ensordecido y tan chamuscado como si un cohete hubiese estallado junto a él.

Una gran ola alzó el barco. Clemens abrió los ojos y se puso a gritar sin poder oír su propia voz debido al castigo que habían recibido sus oídos.

Por la curva del valle, a unos seis o siete kilómetros de distancia, avanzaba un muro de agua de un marrón sucio y de por lo menos quince metros de altura. Quiso cerrar los ojos otra vez, pero no pudo. Continuó mirando con los párpados rígidos, hasta que aquel gran mar estuvo a kilómetro y medio de él. Entonces pudo distinguir los árboles, los pinos gigantescos, robles, tejos esparcidos por la cresta de la ola, y, cuando se aproximó más, fragmentos de casas de bambú y de pino, un tejado aún intacto, un bateado casco de navío con medio mástil, el cuerpo gris oscuro de un pez dragón, parecido a un cachalote, arrancado de las profundidades del río, de ciento cincuenta metros de profundidad por lo menos.

El terror le cegó. Deseó morir para huir de aquella muerte. Pero no podía, y hubo de contemplar con ojos helados y mente paralizada cómo el barco, en vez de hundirse y quedar aplastado bajo los cientos de miles de litros de agua, subía y subía por el lomo de la ola, entre aquella agua de un marrón sucio, siempre a punto de aplastarlo, y con el cielo encima que había cambiado su brillante azul por un gris ceniciento.

Luego el barco llegó a la cima, e inició la caída hacia el seno de la ola. Otras olas, más pequeñas, pero aun así inmensas, cayeron sobre el navío. Sobre la cubierta cayó un cuerpo cerca de Clemens. Un cuerpo catapultado por las aguas enfurecidas. Clemens lo contempló con sólo una chispa de comprensión. Estaba demasiado congelado por el terror como para algo más. Había llegado al límite.

¡Contemplaba el cuerpo de Livy, destrozado por un lado, pero intacto por el otro! Era

Livy, su esposa, a la que había visto en aquella ribera.

Otra ola que casi lo separó del titántropo golpeó la cubierta. El timonel dio un grito al desprenderse del timón, y siguió al cadáver de la mujer por encima de la borda.

El barco continuaba ascendiendo de las profundidades del seno de la ola, pero se ladeaba constantemente y estaba a una posición casi vertical, de modo que Miller y Clemens colgaban del timón como del tronco de un árbol en la ladera de una montaña. Luego, el barco recuperó su posición horizontal y se lanzó hacia el siguiente valle. Hachasangrienta no había podido seguir sujetándose, y habría sido lanzado sobre la cubierta hasta el otro lado si el barco no se hubiese enderezado a tiempo. Logró agarrarse a la baranda de la tronera.

En la cresta de la tercera ola, el Dreyrugr descendió de costado la montaña de agua. Chocó con la proa rota de otro navío, se estremeció y, a consecuencia del impacto, Hachasangrienta se vio de nuevo sin sujeción. Salto sobre la baranda, chocó con la borda de popa del otro lado, la hizo estremecerse, y pasó por encima de ella, cayendo a la cubierta central.