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EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (14)

Sam despertó sobresaltado, el corazón batiendo como si un monstruo de sus pesadillas lo hubiese pateado. Penetraba aire húmedo a través de los intersticios de las paredes de bambú y de la esterilla que colgaba a la entrada. Batía la lluvia contra el techo cubierto de hojas, y retumbaban los truenos en los montes. Joe roncaba también sus truenos particulares.

Sam se estiró, y luego lanzó un grito y se incorporó. Su mano había tocado carne. Una luz lejana matizó la oscuridad mostrando dos sombras, y reveló los vagos contornos de alguien que se acuclillaba junto al catre.

Una voz de barítono, ya familiar, dijo:

-No te molestes en pedir ayuda al titántropo. Ya he hecho lo necesario para que no despierte hasta el amanecer.

Con esto, Sam supo que los Éticos podían ver donde no había luz. Sam cogió un puro de la mesita plegable y dijo:

-¿Te importa que fume?

El Misterioso Extraño tardó tanto en responder que intrigó a Sam. El resplandor del alambre al rojo del encendedor de Sam no sería suficiente para mostrar los rasgos del hombre, y probablemente llevase además una máscara o alguna otra cosa para ocultar su rostro. ¿Le desagradaba el olor de los puros, quizá el de toda clase de tabaco? ¿Y no quería decirlo por si esta característica podía identificarle? ¿Identificarle ante quién?

¿Ante los otros Éticos que sabían que había un renegado en sus filas? Eran doce, o por lo menos eso le había dicho el Extraño. Si ellos sabían alguna vez que él, Sam Clemens, había entrado en contacto con un Etico, y sabían que al Etico le disgustaba el tabaco,

¿podrían identificar inmediatamente al renegado? Sam no formuló sus sospechas. Se las guardaría para su posible uso posterior.

-Fuma -dijo el Extraño.

Aunque Sam no podía verle ni oírle moverse, tuvo la impresión de que retrocedía un poco.

-¿Cuál es el motivo de esta visita inesperada?

-Decirte que no podré verte en mucho tiempo. No quiero que creas que te abandono. Me reclaman asuntos que no podrías comprender aunque quisiese explicártelos. Quedarás solo durante mucho tiempo. Si las cosas te van mal, no podré intervenir de

ningún modo.

"Sin embargo, tienes todo lo que de momento necesitas para trabajar durante una década. Habrás de ingeniártelas para resolver los problemas técnicos que van a planteársete. No puedo suministrarte más metales ni materiales que puedas necesitar, ni ayudarte contra posibles invasores. Ya corrí bastante riesgo al desviar el meteorito y al decirte dónde estaban la bauxita y el platino.

"Habrá otros Éticos (no los Doce, sino otros de segunda fila) encargados de observarte, pero no interferirán. No creerán que el barco constituya ningún peligro para El Plan. Ellos preferirían que no hubieses encontrado el hierro y les inquietará que "descubras" el platino y la bauxita. Lo que ellos desean es que vosotros los terrestres os ocupéis del desarrollo psíquico, no del tecnológico, pero no meterán las narices en el asunto.

Sam sintió un poco de miedo. Por primera vez comprendió que, aunque odiaba al Etico, había llegado a depender mucho de él, de su apoyo material y moral.

-Espero que todo vaya bien -dijo Sam-. Hoy estuve a punto de perder mi posibilidad de conseguir hierro. Si no hubiera sido por Joe, y por ese tipo, Ulises... Luego añadió:

-¡Por cierto! ¡Ulises me dijo que el Etico que habló con él era una mujer! Se oyó una risa en la oscuridad.

-¿Qué significa eso?

-O bien tú no eres el único renegado, o bien puedes cambiar la voz. ¡O puede que todos estéis en el asunto y lo estéis manejando así para vuestros fines! ¡Nosotros somos instrumentos vuestros!

-¡No miento! Y no puedo hablarte de tus otros compañeros. Si tú, o los otros a los que he escogido, sois localizados o interrogados, lo que expliquéis confundirá a mis colegas.

Hubo un roce.

-Ahora debo irme. Sólo dependes de ti mismo. Buena suerte.

-¡Espera! ¿Y si fracaso?

-Algún otro construirá el barco. Pero tengo buenas razones para querer que lo hagas

tú.

-Así que sólo soy un instrumento. Si el instrumento se rompe, se tira y se coge otro.

-No puedo asegurarte el éxito. No soy un dios.

-¡Malditos seáis tú y los de tu especie! -gritó Sam-. ¿Por qué no podías dejar que las

cosas fueran como eran en la Tierra? Teníamos la paz de la muerte eterna. Con ella acababan el dolor y el llanto. Acababan las incesantes fatigas y las pesadumbres. Todo eso quedaba atrás. Estábamos libres, libres de las cadenas de la carne. Pero vosotros nos disteis de nuevo las cadenas y las asegurasteis de tal modo que ni siquiera pudiéramos matarnos a nosotros mismos. Pusisteis la muerte fuera de nuestro alcance.

¡Es como si nos pusierais en el infierno para siempre!

-No es tan malo -dijo el Etico-. La mayoría estáis mucho mejor que antes. O como mínimo igual. Los ciegos, los tarados, los enfermos, los hambrientos, ahora son jóvenes y sanos. No tenéis que trabajar ni preocuparos por el alimento diario, y la mayoría coméis ahora mucho mejor que en la Tierra. Aunque, desde luego, en un sentido amplio estoy de acuerdo contigo. Resucitaros fue un crimen. El mayor de los crímenes. Así que...

-¡Quiero recuperar a mi Livy! -gritó Sam-. ¡Y quiero a mis hijas! ¡Para mí sería mejor que estuviesen muertas si es que vamos a estar separados eternamente! ¡Preferiría que estuviesen muertas! ¡Por lo menos no me torturaría constantemente el pensar que puedan estar sufriendo, en una situación terrible! ¿Cómo sé que no están violándolas, pegándolas, torturándolas? ¡Hay tantos malvados en este planeta! ¡Y así tenía que ser, estando aquí la población original de la Tierra!

-Podría ayudarte -dijo el Etico-. Pero tal vez tardara años en localizarlas. No te explicaré los medios porque son demasiado complicados y tengo que irme antes de que llegue la lluvia.

Sam se levantó y caminó hacia él con las manos extendidas.

-¡Detente! ¡Ya me tocaste una vez! -dijo el Etico. Sam se detuvo.

-¿Podrías encontrarme a Livy? ¿Y a mis hijas?

-Lo haré. Te doy mi palabra. Sólo que... puedo tardar años... Supón que tengas construido el barco... que estés ya a un millón de kilómetros Río arriba, y llegue yo y te diga que he encontrado a tu esposa pero que está a tres millones de kilómetros Río abajo... yo puedo notificarte dónde está, pero desde luego no puedo traértela. Tendrás que ir tú a por ella. ¿Qué harás entonces? ¿Darás la vuelta y te pasarás veinte años de travesía? ¿Va a permitirlo tu tripulación? Lo dudo. Además, aunque lo hiciese, no tendrías ninguna seguridad de encontrar a tu mujer en aquel punto. Podrían muy bien matarla entre tanto y ser trasladada a otro lugar cualquiera, aún más lejos.

-¡Maldito seas! -gritó Sam.

-Y por supuesto -dijo el Etico- la gente cambia. Aunque quizá tú le gustes aún cuando la encuentres...

-¡Te mataré! -gritó Sam Clemens-. ¡Te...!

La cortinilla de bambú se alzó. Se perfiló brevemente la silueta del Extraño, una forma como un murciélago, con una capa y una capucha cubriéndole la cabeza. Sam agitó sus puños apretados y se obligó a mantenerse como un bloque de hielo, esperando a que su cólera se derritiese. Luego comenzó a pasear arriba y abajo hasta que por último tiró el puro. Le sabía mal; hasta el aire que respiraba le resultaba desagradable.

¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Construiré el barco y llegaré al polo norte y descubriré lo que pasa! ¡Y le mataré! ¡Los mataré!

La lluvia cesó. Se oyeron gritos distantes. Sam salió, alarmado, pensando que podían haber detenido al Extraño, aunque no le parecía probable. Y se dio cuenta entonces de que su barco significaba para él más que ninguna otra cosa, que no quería que pasara nada que pudiese obstaculizar su construcción, aunque le permitiese tomar venganza inmediata de los Éticos. Eso ya llegaría más tarde.

Se acercaban antorchas por la llanura. Pronto se acercaron tanto que Sam pudo distinguir las caras de algunos guardianes y la de von Richthofen. Con ellos iban tres desconocidos.

Vestían grandes toallas, unidas con cierres magnéticos, que les caían sin forma sobre el cuerpo. Un gorro semi ocultaba el rostro del más pequeño de los tres. El más alto tenía la cara larga, enjuta y morena, y una inmensa nariz aguileña.

-Tienes la partida perdida -dijo Sam-. En esta cabaña hay un tipo que tiene una nariz que deja chiquita a la tuya.

-Nom d'un con! Va te faire foutre! -dijo el alto-. ¿Es que he de aguantar que me insulten en todos los sitios adonde voy? ¿Es ésta la hospitalidad que brindáis a los extranjeros?

¿Es que he de viajar diez mil leguas en condiciones increíblemente duras para dar con un hombre que puede proporcionarme una buena espada otra vez, únicamente para que se burle de mi nariz? Has de saber, estúpido e insolente ignorante, que Savinien de Cyrano II de Bergerac no pone la otra mejilla. Si no te excusas inmediatamente y a satisfacción, te atravesaré con esta nariz de la que tanto te burlas.

Sam se excusó humildemente, diciendo que tenía los nervios destrozados por la batalla. Contempló asombrado a aquel personaje legendario, y se preguntó si sería uno de los doce elegidos.

El segundo hombre, un joven rubio y de ojos azules, se presentó como Hermann Goering. De su cuello colgaba, sujeto a una cuerda, el hueso en espiral de un pez del Río, y Sam supo por esto que era miembro de la Iglesia de la Segunda Oportunidad. Esto significaba problemas, porque los creyentes de la Segunda Oportunidad predicaban un pacifismo absoluto.

El tercer extranjero echó hacia atrás la capucha y dejó al descubierto su hermoso rostro y su largo pelo negro recogido en un moño.

Sam se tambaleó y casi se desmayó.

-¡Livy!

Ella también se quedó asombrada. Se aproximó a él y, silenciosa, pálida bajo la luz de la antorcha, le miró. Se tambaleaba también, tan sorprendida como él.

-Sam -dijo débilmente.

Dio un paso hacia ella, pero la mujer se giró y buscó apoyo en de Bergerac. El francés la rodeó con su brazo y miró desafiante a Sam Clemens.

-¡Valor, corderita mía! ¡No te hará daño mientras yo esté contigo! ¿Qué significa para

ti?

Ella alzó la vista hacia él con una expresión que a Sam le pareció definitiva. Dio un grito

y agitó un puño hacia las estrellas, que empezaban a aparecer tras las nubes.