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PROLOGO

La habitación oval está teñida de un rojo intenso, las luces, de una pureza irreal, hacen que mi visión se empañe y solo logre distinguir siluetas delgadas que corren a mi alrededor, empujándome como si mi existencia les importara poco.

Camino lentamente, como si el suelo estuviera cubierto de grava, con cuidado -con miedo- me acerco a la ventana, el único lugar de la estancia que evoca luz natural. A través de ella, observo el panorama y siento cómo mi sangre se hiela. Un temblor recorre mi nuca, mis piernas se tambalean y un nudo se forma en mi garganta amenazando con soltar un grito y derramar las lágrimas que he estado conteniendo durante horas.

Las casas, o mejor dicho, los hogares, yacen calcinados. Las llamas tiñen de naranja la ciudad y el humo se esparce en los cielos, mezclándose con las alas y las colas de las abominables bestias que sobrevuelan la ciudad.

No puedo dejar de pensar en lo que las familias, las pocas que aún siguen con vida, deben estar experimentando. Quizás estén tejiendo conjeturas o tal vez estén demasiado asustadas para hacerlo. Algunos podrían pensar que son dragones, los creyentes quizás los vean como ángeles, y otros podrían considerarlos algún tipo de depredador híper evolucionado.

Nada de eso es cierto.

Lo que contemplo a través del cristal me perturba, pero finalmente mis piernas ceden ante el estruendo que resuena a mis espaldas. Me giro, ahora gateando en el suelo como un niño asustado, y diviso con gran dificultad el cuerpo de un hombre, mi guardaespaldas, que yace junto a mi con un charco de sangre escurriendo por su cabeza. Por un momento, creí que alguien lo había atacado o que, por error y debido a la falta de claridad, le habían disparado sin querer, pero mis teorías se desvanecen al ver que la bala ha salido de su arma la cual sostiene en su mano.

Me llevo ambas manos a la boca, intentando no vomitar.

Sus hijos, toda su familia, eligió morir antes de atreverse a pelear contra los depredadores que nos asechan, un acto de cobardía que no es propio de él, siento una decepción avasallante que posteriormente es remplazado por un sentimiento aun mas grande, culpa, al darme cuenta de que estaba equivocado, no terminó con su vida por cobardía si no por el miedo de encontrar a su familia sin vida, un dolor que nadie es capaz de soportar.

Finalmente, vomito a los pies de mi escritorio.

Una mano se cierra en mi hombro y me jala con brusquedad hasta levantarme del suelo, mareado, camino hasta la salida de emergencias apoyado por otro de mis guardaespaldas, su semblante está serio y a pesar de no mostrar emoción el leve temblor en su mano me indica que tiene miedo.

Todo se mueven a mi alrededor y los rugidos que hacían eco a lo lejos de la ciudad cada vez se vuelven mas cercanos, por esto mismo mi guardaespaldas me lleva lo más rápido que puede a través del pasillo con toda su atención fija en llevarme a un lugar seguro.

Me sorprendo al darme cuenta de que se a detenido de repente, con dificultad abro los ojos y a pesar de la débil iluminación puedo ver a lo lejos una figura que nos obstruye el paso, por un momento no logro ver mas que un niño vestido de blanco, pero cuando finalmente mis ojos se adaptan a la oscuridad que lo avale me doy cuenta de lo equivocado que estaba.

Intento advertirle al guardaespaldas pero el sale volando por los aires chocando contra una pared con tanta fuerza que puedo ver la marca que a dejado su cuerpo. Me quedo de pie en medio del pasadizo, observando como el chico cada vez se acerca mas, dejándome ver como sus facciones angulares se vuelven mas visibles por las luces y puedo ver como sus ojos ahora están teñidos de carmesí proclamando mi vida y saboreando su venganza.

A cada paso que da puedo ver mejor como los huesos de su pecho se marcan y como sus brazos están tan delgados que dan la ilusión de que se puedan quebrar en cualquier momento. Viéndolo justo ahora, bajo las luces que lo hacen ver tan grotesco me doy cuenta de que, quizá merezco esto.

Y es así como aun cuando el chico alza la mano y empiezo a sentir mi sangre burbujear, mis venas tensarse a punto de reventar y mi cabeza doler como si cada fibra de mi cerebro estuviese siendo rasgada, no tengo miedo.

No siento nada, ya no veo la luz roja ni escucho la incesante alarma. Nada